Chan es un ciudadano chino que estuvo trabajando en el bufete como parte del programa de intercambio que se inició hace años. El bufete estaba valorando la posibilidad de establecerse en Pekín, fusionándose con algún bufete chino. Después de que China volviera a aislarse, la idea cayó en el limbo de los proyectos imposibles.
Me mantuve en contacto con Chan por correo electrónico hasta que el gobierno chino bloqueó su cuenta. Después de eso, pensé que jamás volvería a saber de él.
Me equivocaba. Me envió un correo electrónico empleando la cuenta de una norteamericana que residía en Pekín. Al parecer la vio en una heladería escribiendo en su tableta. Cuando comprobó que la chica contaba con una cuenta no controlada, le rogó que le permitiera usarla para escribirme. Esto es lo que escribió:
Para: John Farrell
De: Chan de China (urgente)
Mi mujer y yo tuvimos un hijo hace tres días. En apariencia, todo fue bien durante el parto. Mi mujer tuvo que empujar durante largas y dolorosas horas. Pero nuestro hijo nació en perfecto estado de salud y sin que le faltara nada. Hasta me permitieron que le cortara el cordón umbilical, algo bastante más difícil de conseguir de lo que la gente cree.
Mi mujer sufrió un desgarro durante el parto y le tuvieron que dar puntos. Yo había estado a su lado durante todo el proceso, pero en ese momento estaba inconsciente a causa de la anestesia y me soltó la mano. En lugar de quedarme con ella, seguí a las enfermeras que se llevaban a nuestro hijo a maternidad para poder darle su primer baño. Me dieron una esponja con agua templada y limpié la sangre y otros residuos de la piel de su cuerpo menudo, que estaba tumbado dentro en una cuna de plástico transparente que habían colocado bajo una lámpara térmica. Fue una experiencia maravillosa porque su piel conservaba la calidez del cuerpo de mi mujer. No encuentro las palabras adecuadas para describirlo, pero es algo que jamás olvidaré.
Le estaba lavando por detrás de las orejas, cuando un médico entró y comenzó a llevarse la cuna.
—¿Qué hace? —le pregunté, sorprendido.
—Nos lo tenemos que llevar —respondió.
—Pero todavía no he terminado de limpiarlo —dije. Le mostré la esponja enrojecida por la sangre como prueba de lo que estaba haciendo.
—Ya lo hará más tarde. Ahora nos lo tenemos que llevar. —Me hablaba con brusquedad y no entendía el motivo. Sé que los médicos suelen ser arrogantes, pero éste se estaba excediendo.
—¿Qué van a hacerle?
—Las vacunas habituales y análisis de sangre.
—¿Puedo acompañarle?
—No, imposible. Lo traeremos de vuelta en una hora, más o menos.
Iba a insistir en acompañar a mi hijo, pero pensé que el médico sabía lo que era mejor para todos. Tampoco quise discutir. Volví al lado de mi mujer, a la que habían trasladado a una habitación. Seguía dormida.
Una hora más tarde, nos trasladaron a maternidad, que estaba una planta más arriba. Cuando salimos del ascensor, advertimos la presencia de un policía armado en cada entrada, algo fuera de lugar en un hospital y más aún, dentro de maternidad. Se oían gritos y lamentos procedentes de todas las habitaciones, como si todas sus ocupantes estuvieran todavía de parto. Le pregunté a la enfermera si había mujeres dando a luz en la planta. (Esto es China, no habría sido sorprendente que la falta de espacio obligara a hacer cosas así.) La enfermera me dijo que no y se marchó.
Llevaron a mi mujer en una silla de ruedas hasta una habitación vacía con una sola cama. Otro hecho inusual. No te dan una habitación para ti solo en China. Llegados a este punto, comencé a sentir cierta ansiedad por la ausencia de mi hijo. Pedí a la enfermera que me dijera dónde estaba, quería ir a buscarlo y traerlo con mi mujer. Me aseguró que lo traerían en breve.
Pero no fue así. Mi mujer y yo nos tuvimos que quedar en la habitación durante cuatro horas. Ella había perdido mucha sangre durante el parto y, a consecuencia de ello, su presión arterial estaba bajando. Me enfadé y empecé a gritarles a las enfermeras que me habían prometido que mi hijo estaría ya a nuestro lado. Después de que una enfermera consiguiera estabilizar la presión arterial de mi mujer, salí al pasillo y empecé a preguntar a todo el mundo dónde se hacían los análisis de sangre. Nadie quiso contestarme. Oí más gritos procedentes de las otras habitaciones. Fui a la recepcionista y le exigí que me informara de lo que estaba ocurriendo. Uno de los policías vio lo enfadado que estaba y se acercó.
—Tiene que tranquilizarse, señor —me dijo—. No es prudente gritar.
—Nadie quiere decirme lo que está pasando, ni dónde está mi hijo.
—Su hijo volverá con usted, Y era cierto. Las puertas de acceso a la planta se abrieron y vi a una enfermera que traía a mi hijo. Fui hacia ella y cogí a mi hijo. Comencé a besarlo por todas partes. Sentí un enorme alivio, no puedes ni imaginártelo. Una alegría desbordante.
Lo habían envuelto en una manta del hospital y no quise quitársela para que no cogiera frío. Así que lo mantuve abrazado a mi pecho, mientras la enfermera y el policía verificaban la pulsera del hospital que me habían puesto para comprobar que yo era, en efecto, el padre del bebé.
Al abrazarle, noté que su mano izquierda sobresalía de la manta, así que la cogí para meterla bajo la manta. Entonces lo vi.
Justo entre la mano y la muñeca había algo escrito. Cogí el brazo para verlo bien. Era su fecha de nacimiento.
—¿Por qué le habéis escrito esto en el brazo? —pregunté, irritado—. Ya tiene su fecha de nacimiento en el brazalete del tobillo. —Intenté borrar los números con la manta, pero en vano. No tardé en darme cuenta de que no habían escrito la fecha de nacimiento en su brazo. La habían tatuado. Mientras mi mujer y yo aguardábamos a que le pusieran las vacunas e hicieran los análisis de sangre, lo habían marcado. Levanté la vista hacia el policía y la enfermera, los dos me observaban con lástima.
—Lo sentimos —dijo el policía—. Es una medida impuesta por el Departamento de Contención.
—¿Departamento de Contención? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—No lo sabemos.
—¿Por qué hacen esto?
—No lo sabemos.
Más gritos surgieron desde las otras habitaciones, y de pronto fui consciente de que yo era el último padre que se acababa de enterar de lo que habían hecho con los bebés.
Miré hacia la habitación donde se encontraba mi mujer. Ella aún no sabía lo que le habían hecho a nuestro hijo. Me sentía fatal. Ahí estaba ella, aguardando con ansiedad el momento en que volvería a ver a nuestro hijo. Y sin embargo, su alivio al verlo se desvanecería cuando descubriera lo que le habían hecho; entonces comenzaría a gritar como las otras madres. Empecé a llorar. Abracé con fuerza a mi hijo y le dije que todo iba bien, que sólo era su fecha de nacimiento, nada más.
Fui hacia la habitación de mi mujer y entré con el niño en brazos. En cuanto me vio, adivinó que algo iba muy mal e irrumpió en lágrimas. Creo que pensó que el niño tenía un defecto de nacimiento, o que había sufrido algún contratiempo durante el parto. Se lo entregué y le señalé lo que le habían hecho.
Jamás podré olvidar su mirada. Estaba horrorizada, confusa, indignada. No conseguía comprenderlo. Comenzó a gemir y a gritar. La abracé.
—¿Por qué? ¿Por qué han hecho esto? —preguntó.
—No lo sé —respondí.
Mientras lloraba, dos médicos y dos enfermeras entraron en la habitación. Verlos me irritó porque creía tener derecho a algo de intimidad con mi mujer y así se lo dije.
—Tenemos que trasladarla a la sala común —explicó una de las enfermeras—. Esta habitación es sólo para que los padres puedan asimilar la noticia. Pronto otra paciente necesitará la habitación.
Uno de los médicos me cogió del brazo.
—Tenemos que hablar con usted, señor.
Me resistí. Entonces el policía se asomó a la puerta y vi en su gesto que tendría que hacer lo que me pedían. ¡No tuve elección! Fui con el médico y el policía a una habitación desocupada. Creía que me iban a arrestar por gritar, por el jaleo que había montado en la recepción.
—¿Tiene algún tipo de identificación? —preguntó el médico. Le mostré mi carnet—. Ahora súbase la manga —me pidió a continuación.
Fui presa del pánico e intenté abandonar la habitación, pero el policía me interceptó tirándome al suelo. El médico le ayudó a inmovilizarme.
—¡No se resista! —chilló el médico.
—¿Por qué hacen esto?
—¡Ahora es la ley! ¡Todos debemos llevarlo!
El médico se subió la manga para mostrarme su propio tatuaje. El policía también me enseñó el suyo. Me quedé mirando sus brazos durante unos segundos. No podía creérmelo. Los dos asintieron, reafirmando lo que acababa de ver. No me quedó más remedio que someterme. El médico se sentó en la mesa y me pidió que le confirmara la fecha de nacimiento que figuraba en mi carnet. Les dije que era correcta.
—No aparentas cuarenta años para nada —observó.
No te lo había contado, John, pero cuando estuve trabajando con vosotros, me hicieron el tratamiento para la Cura. A mi mujer también. Los dos sabíamos que en China era ilegal dispensarlo y también hacérselo. Circulaban historias sobre médicos asesinados, historias mucho peores que la de la muerte de vuestro doctor Otto. Nuestra idea era volver y quedarnos a vivir para siempre en Estados Unidos, así que nos lo hicimos. Pero entonces, al poco tiempo de volver a China, se produjo el aislamiento y nuestro sueño de vivir en tu país se desvaneció. Y ahora no podemos deshacer los efectos de la Cura. Nuestra juventud nos ha condenado.
Mentí al médico lo mejor que pude. Ignoraban que había vivido en Estados Unidos, de haberlo sabido, es muy probable que me hubieran detenido de inmediato. Me parece que lo que los convenció de que decía la verdad fue mi alopecia. ¿Qué te parece? Me he pasado años maldiciendo mis entradas y ahora resulta que gracias a ellas no iré a la cárcel.
Me sujetaron el brazo con una correa y el médico imprimió mi fecha de nacimiento sobre la piel. Vi cómo la tinta se extendía debajo de la piel, penetrando en la dermis y marcándome para siempre.
Cuando me condujeron a la sala adonde habían llevado a mi mujer, averigüé que a ella le habían hecho lo mismo. Me horrorizó ver que en lugar de llorar y gemir, como el resto de las mujeres a su alrededor, ella se limitaba a esta tumbada, con la mirada perdida en el techo. Sin decir una palabra. Nuestro hijo lloraba a su lado. La toqué en el hombro para comprobar que estaba bien. Me dirigió una mirada llena de impotencia y volvió los ojos al techo, igual que alguien que ha sido torturado hasta caer en un estado catatónico.
Cuando nos dieron el alta al día siguiente, vi que destacamentos de policías se llevaban a la gente en grupos. Ya se sabía en la calle lo que estaba pasando. Muchos iban tranquilos, queriendo demostrar que no tenían nada que ocultar. Otros sin embargo, huían presas del pánico. Mi vecino hizo el equipaje y dijo que iba a conducir hacia el norte hasta que se acabaran las carreteras.
No tengo ni idea de lo que voy a hacer, John. Tenemos que salir del país lo antes posible, o tarde o temprano se van a dar cuenta de que mi mujer y yo no envejecemos. No espero que tú puedas echarnos una mano. De hecho, te ruego que no lo intentes. Cualquier ayuda para que abandonemos el país, se consideraría un intento de deserción por nuestra parte. Sólo te pido que envíes esto a más gente, que sepan lo que está ocurriendo aquí. Nos han marcado y temo que acaben matándonos.
Tu amigo,
Chan
Uno de mis jefes en el bufete tiene contactos con altos cargos del gobierno chino. Aún puedes salir del país si conoces a la gente adecuada. Cuando mi jefe indagó sobre la posibilidad de que Chan volviera a Estados Unidos, su contacto le indicó que haría un par de gestiones. El contacto era digno de confianza, alguien que ya había ayudado a que muchos ciudadanos chinos que habían favorecido los intereses económicos de los norteamericanos, salieran del país. Cuando llamó a mi jefe, fue para decirle que Chan y su mujer ya habían sido arrestados. Chan me había enviado su correo hacía veinticuatro horas y aún era un hombre libre. Ahora mismo no tenemos ni idea de cuál es el paradero de Chan, su mujer y su hijo. El contacto chino comentó que sería una locura divulgar el nombre de Chan con la pretensión de presionar al gobierno chino, ya que era más probable que precipitara su muerte.
Lo siento, Chan. Lo siento muchísimo.
Fecha de modificación
9/5/2030, 6:17 p.m.