Sonia quería que nos casáramos. No era la primera vez que sacaba el tema, pero yo siempre había conseguido aplazar la discusión. Sin embargo, cuando una mujer saca a colación un tema, no lo abandona hasta conseguir lo que se propone. No quiero que este comentario se interprete como una crítica hacia las mujeres. Admiro su tenacidad, algo de lo que yo carezco. Nunca lucho por nada si el esfuerzo que se requiere es demasiado grande.
Sonia rompió uno de los silencios que solía surgir entre ambos cuando hablábamos de ciertos temas.
—No comprendo qué te da tanto miedo.
—No tengo miedo —le dije.
—Sí que lo tienes.
—No vas a conseguir que me case contigo apelando a mi hombría. Ya sé que no soy tan viril como otros hombres, y lo llevo bien. Los cereales para críos que tengo en la despensa son la mejor prueba de ello.
—No tiene gracia, John. He invertido más de cuatro años de mi vida en esta relación. Creo que llega un momento en el que una mujer tiene derecho a saber cuáles son las intenciones de su pareja, ¿no?
—Sí, eso es verdad. Y estoy aquí contigo. Jamás te he engañado con otra y siempre te he apoyado en todo.
—Y me amas, ¿verdad?
—Sí, te quiero con todas mis fuerzas.
—Dijiste una vez que me amarías para siempre.
—Cierto, y lo dije en serio.
Sonia se sentó. No me pareció que estuviera disgustada. Era como si estuviera intentando resolver un problema de matemáticas especialmente complejo. Ese aspecto era lo que más me gustaba de ella, nunca se comportaba de una manera irracional. Si iniciaba una discusión, siempre apoyaba sus argumentos en la lógica y la razón. Mucha gente que conozco no actúa así. Yo no actúo así.
—En ese caso, no lo entiendo —dijo—. Sabes que no soy una persona dependiente. Sé cuidar de mí misma. Si estoy hablando contigo sobre este tema es porque quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. Quiero que compartamos un proyecto. Y no me apetece repetir esta conversación cada cuatro meses. Vamos a zanjar el tema de una vez por todas.
—Te entiendo. Pero mira a tu alrededor. ¿Tú ves que la gente se case?
—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Me estás diciendo que no te decides a dar el paso por el qué dirán?
—No.
—Ya. No vayas a creer que no estoy al día de lo que está pasando. Un compañero de trabajo se comprometió hace tres meses y todos los tíos de la oficina se rieron de él. Se rieron de él en su cara. Es como si ahora, todos los tíos tuvieran que ser unos eternos machotes solterones.
Me senté a su lado en el sofá. Tenía un vaso de vino sobre la mesa, pero no lo había probado.
—No es sólo una cosa de tíos —dije—. Voy a serte muy sincero, porque te mereces la verdad, pura y dura. Carezco de la voluntad para comprometerme con algo, lo que sea, durante quinientos años o más. Soy incapaz de prometerte que me quedaré a tu lado desde ahora hasta el fin de los tiempos.
—Sin embargo, sí lo harías si no fuera por la Cura. No lo entiendo, no tiene lógica.
—Sí que la tiene. Me comprometería contigo si nuestras vidas fueran finitas. Pero no lo son. No tengo ni idea de lo que nos aguarda en el futuro y no puedo prometer que voy a permanecer a tu lado por siempre jamás. Y no puedo, porque no estoy seguro de que vaya a hacerlo tú tampoco puedes, porque no lo sabes.
—Pero en eso consiste el matrimonio: dos personas que se unen a sabiendas de que ignoran lo que les depara el destino, pero con la intención de vivirlo juntas. Cuando estás casado sabes que hay alguien con quien siempre puedes contar.
—No sé si es eso lo que busco. Lo siento. Antes la gente se casaba porque en el fondo sabían que algún día serían demasiado viejos, habrían perdido el atractivo físico y estarían demasiado enfermos para que nadie se preocupara por ellos, excepto la persona con la que se habían casado. Llega un día en el que necesitas que alguien te lleve la cuña para hacer tus necesidades en la cama, que te ate los zapatos y todas esas cosas. Eso se acabó, Sonia. Todos esos temores han desaparecido. Y esa urgencia que la gente siente por encontrar un compañero para el resto de su vida… Yo ya no la tengo. Y todos los tíos a los que conozco les pasa lo mismo. ¿Quieres que defina mi postura? Te quiero, pero no quiero casarme contigo, y no sé si llegará un día en el que quiera hacerlo. Aunque estoy casi seguro de que eso no ocurrirá.
Frunció el ceño como si fuera a asestarme un golpe con un bate de béisbol.
—Estoy embarazada.
—¿Qué?
—Estoy embarazada.
—¿De cuánto?
—Diez semanas. Lo he sabido esta mañana.
—¿Y ahora me sales con esto?
—No me da miedo criar sola a nuestro hijo, John. Soy fuerte y sé que podría hacerlo sin problemas. Pero me gustaría que estuvieras con nosotros. Me gustaría que lo criáramos juntos, como marido y mujer. No sería una obligación. Sería algo maravilloso. Inolvidable. Sería cincuenta veces mejor que pasarte los próximos treinta años emborrachándote y viendo partidos de fútbol con tus amigotes.
—No estoy tan seguro, me gusta el fútbol bastante.
—No vayas de cabroncete, ahora no.
—No voy de cabroncete. Es sólo que… es demasiado serio. Es una responsabilidad que no quiero.
—¿No crees que ya va siendo hora de que madures?
—No, no lo creo. ¿Ves? eso es lo que no me gusta. No me gusta que por el simple hecho de tener cierta edad, se dé por sentado que tenga que convertirme en una persona formal y dejar de disfrutar de la vida. Que tenga que dar paso a las generaciones más jóvenes para que sean ellas las que se diviertan. Me niego a aceptarlo y no conozco a nadie que esté dispuesto a hacerlo. Esto es una liberación, Sonia. En serio, ¿para qué quieres tener un hijo? ¿Es que no quieres disfrutar de la vida un poco antes de echarte una carga así a la espalda?
—No es una carga. Es algo que deseo. Un hijo no es un castigo, que pueda tener un hijo dentro de cien años no significa que tenga que esperar todo ese tiempo. No quiero esperar tanto. Sigo siendo una mujer. Siento el impulso de ser madre y de ser esposa. Hablas de liberación. Yo soy libre. Ya no me preocupa envejecer y quedarme soltera, ese tema con que nos machacaban todas las puñeteras revistas para mujeres. Ahora soy libre de casarme con quien me apetezca, cuando me apetezca y de tener los hijos que me apetezca. Y quiero tener este bebé ahora, y quiero que lo criemos juntos. Y no soy una aguafiestas, hago esto porque sé que la vida será mejor si estamos los tres juntos. Quiero darle un significado a mi vida. ¿Sabes a lo que me refiero? No es el instinto ni nada parecido lo que me impulsa, John. Soy yo, te quiero mucho y quiero estar contigo. Tú dices que no es eso lo que buscas. ¿Lo dices en serio? ¿Tantas ganas tienes de fiesta y mujeres? ¿Por qué has salido conmigo todo este tiempo si era eso lo que querías?
—Porque te amo.
—¿Y por qué cambiaría eso mañana?
No supe qué responder. Tres semanas antes, en el bufete habíamos elaborado un nuevo y lucrativo acuerdo prenupcial entre un banquero y su prometida. El acuerdo suponía contraer matrimonio para cuarenta años. En un documento formalizado. En caso de divorcio, las penalizaciones son severas. La pareja se ha puesto de acuerdo en estar juntos durante cuarenta años, al final de los cuales, el matrimonio se declarará disuelto y se procederá a repartir los bienes en base a una fórmula acordada previamente. Entonces, la pareja podrá optar por otros cuarenta años más. Mi jefe ha bautizado este nuevo tipo de compromisos: matrimonio eventual. Dice que la tasa de matrimonios podría volver a ser la que fue años atrás. El motivo por el que a los clientes les gusta esta fórmula es porque elimina toda la amargura que suele acompañar a los divorcios. Hay menos probabilidades de que te dediques a destrozar al otro si sabes que existe una fecha de caducidad. Una pareja se casa, forma una familia y luego, cuando ya ha criado a sus hijos y éstos se han independizado, se separa y cada uno reemprende su vida de soltero. Es una situación en la que todo el mundo gana, sobre todo si eres el abogado que asesora el acuerdo.
—¿Qué opinas del matrimonio eventual? —le pregunté a Sonia.
—¿Te refieres a esa gilipollez que montáis para la gente con pasta? ¿Hablas en serio? Resulta grotesco.
—Ésa es mi oferta.
Se puso de pie y se alisó la falda.
—Muy bien. En realidad no quieres comprometerte, ¿verdad?
—Verdad. Me queda mucho por delante. Te quiero, pero carezco de la clarividencia que tú tienes. No estoy preparado.
—Lamento que pienses así. Lamento que todo esto haya trastornado tu capacidad para amar. No puedo seguir aquí contigo. —Se puso la chaqueta—. ¿Me ayudarás a criarle? ¿Me prestarás apoyo económico?
—Sí. Te prometo que me esforzaré por ser un buen padre.
—Bien, supongo que eso es a lo máximo a lo que puedo aspirar.
La observé mientras recogía sus cosas e iba hacia la puerta. Se volvió hacia mí. No estaba llorando, pero su decepción era patente. Había hecho planes para los dos. Había soñado con una vida para nosotros, convencida de que algún día se haría realidad. Creía que yo también querría esa vida. Estaba segura. Tenía fe en mí. Pero ahora que sabía la verdad, yo ya no era el mismo hombre, ahora era alguien que no le gustaba mucho.
—Ya te avisaré cuando me vayan a hacer la primera ecografía —me dijo—. Volveré esta semana para recoger el resto de mis cosas, mientras estás en el bufete.
—Lo siento, Sonia. Siento haberte fallado.
—Adiós, John.
Y se marchó.
Fecha de modificación
31/10/2029, 5:33 a.m.