La familia de Katy estaba organizando el funeral. Los entierros hay que organizarlos lo antes posible, antes de quedarte paralizado por el dolor. Echo mucho de menos a Katy. En mi mente, no dejo de ver la explosión una y otra vez y la impresión de horror es la misma. En mi imaginación, veo que la rubia huye al verme y, a continuación, saca un móvil en el que marca un código secreto que acaba con la vida de mi amiga. Se lo he contado todo a la policía. La he descrito al detalle, cada rasgo facial, cada curva de su cuerpo. Habría podido modelar su figura en arcilla. La policía hizo un boceto y lo subió a la red. No ha habido ninguna respuesta. No creo que las haya.
Estoy leyendo todo lo que cae en mis manos sobre los atentados. Repaso los artículos una y otra vez. No sé por qué lo hago, es posible que esté intentando asumir lo que ha ocurrido, aceptarlo. Han publicado una lista provisional de los médicos que han fallecido. En principio, las víctimas son nueve (sin contar las víctimas colaterales, como Katy): Charles Bane III; Sofía González; Gim Lau; Joceyln McManus; Vishal Mehta; Frederick Polycronis, odontólogo; Ian Rosenhaus; Pameer Sanji; y Ameet Thakkar. El Dr. X no era una mujer, ni de origen asiático o hindú (a no ser que fuera un as del disfraz, cosa que dudo). Eso dejaba tres candidatos en la lista: Bane, Polycronis y Rosenhaus. Al final, tendrán que mostrar imágenes de los fallecidos, pero no sé si seré capaz de mirarlas. Le entregué siete mil dólares para que mantenerme siempre joven y ahora jamás podrá disfrutar del dinero. El hecho de que él también se sometiera al tratamiento hace que su muerte sea más difícil de aceptar. ¿Quién sabe lo que podría haber vivido?
Tendría que haberlo visto venir. Lo que ocurrió en Oregón debería haberme puesto sobre aviso. Pero no hice caso. Oregón queda en el otro extremo del país, e imagino que hasta las noticias sobre asesinatos se difuminan con la distancia. Y además, yo vivo en Manhattan. Cuando vives en un sitio como éste, puedes olvidarte del resto del mundo.
Pero ya no puedo. Los sucesos de ayer y los de Oregón están tan vinculados que es como si Eugene[1] se encontrara al otro lado del Hudson. Un periodista llamado Mike Dermott, escribió un extenso artículo sobre Oregón la semana pasada. No había sentido ningún interés por leerlo, hasta ahora. Lo he leído al menos una docena de veces en las últimas dos horas. Casi podría recitarlos de memoria.
Copiado del Slate:
El Hombre que Derrotó a la Muerte
por Mike Dermott
Graham Otto nunca se propuso derrotar a la muerte. Su única intención era ayudar a todos los pelirrojos del mundo.
«Soy pelirrojo», dejó anotado en su diario personal, al que pude acceder en exclusiva gracias a la familia de Otto. «Y no conozco un solo pelirrojo que disfrute siéndolo.»
El gen es el MCR1, localizado en el cromosoma 16. De acuerdo con el mapa del genoma humano, éste es el gen del pelo rojo (también es el causante de una enfermedad rara denominada «síndrome de la córnea frágil»). Otto formó un equipo de investigación con otros genetistas y juntos buscaron la manera de cambiar el color del pelo empleando terapia «genética».
«Admito que no era una investigación altruista —escribió Otto—. Es la clase de caprichos que una universidad rica como la de Oregón se permite de vez en cuando.»
«Estaba muy entusiasmado con el proyecto por sus perspectivas empresariales —recuerda su mujer, Sarah—. Y todos compartíamos ese entusiasmo. Aunque con franqueza, a mí lo que me seducía era la idea de no tener que volver a pagar trescientos dólares por ponerme mechas.»
No era el típico científico. Otto estudió en la Universidad de Oregón con una beca de atletismo y consiguió una octava posición en la prueba de las dos millas de la Prefontaine Classic del 2000. Era una persona extrovertida, a la que le gustaba trabajar en equipo en el laboratorio, y que tenía la habilidad de hablar sobre su trabajo de manera que cualquier profano no sólo era capaz de comprenderlo, sino también de compartir su entusiasmo.
«Supongo que por eso era un profesor tan competente —dijo el rector de la Universidad de Oregón, Raymond Lack—. Sentía pasión por lo que hacía, pero no hasta el extremo de aislarse. Cuando hablaba de su trabajo, conseguía interesar a sus oyentes, hacía que sonara divertido. Y créame, no es un talento del que la mayoría de sus colegas pueda presumir. Sus dotes comunicativas eran un don que le habría hecho destacar en cualquier campo.»
Su intento de cambiar el color del cabello mediante terapias genéticas, fue un completo fracaso. Extraer la proteína que da lugar a la coloración roja del pelo, no supuso problema alguno para el equipo de investigación, al que Otto le puso el nombre de los Estilistas. La dificultad surgió cuando intentó reponer la coloración.
«Si eliminas el color del cabello determinado por la genética, lo que te queda es un vello incoloro, lo que llamamos pelo albino —escribió Otto en su diario—. Una vez que has eliminado la proteína del gen, tienes que hallar la manera de añadir el color que buscas y ahí la ingeniera genética ha topado con un obstáculo insalvable.»
Otto efectuó pruebas modificando otras proteínas dentro de la hélice del ADN de la mosca de la fruta (cuyos ojos de color rojo están controlados por el mismo gen) para intentar activar un color distinto.
«Lo intentamos con el azul, el marrón, el verde. Ninguno dio resultado.»
Presa de la desesperación, una noche en la que estaba anulando la proteína del color rojo de una nueva partida de moscas, Otto no prestó la atención debida y extrajo otra proteína más.
«Sabía muy bien lo que acababa de hacer —escribió—. Pero se había hecho tarde y no me apetecía empezar de nuevo. Cualquier investigador sabe que cuando contaminas la muestra, tienes que desecharla, pero yo no lo hice. Pensé que no tendría ninguna repercusión, así que seguí adelante e inoculé el vector biológico. Todo lo sucedido fue sólo el producto de la dejadez.»
Cuando Otto regresó a la mañana siguiente, no observó ninguna anomalía. Intentó introducir la proteína del nuevo color en el ADN de las moscas, pero cosechó un nuevo fracaso. Apartó las moscas y comenzó con otro lote distinto.
Pero entonces algo extraño pasó con el lote de moscas adulterado.
«No se morían. La mosca de la fruta suele vivir un máximo de dos meses. Incluso era bastante habitual verlas morir a las veinticuatro horas de hacer el ensayo con ellas. Pero ninguna de las moscas a las que había inoculado el vector murió. Ninguna. Volaban y volaban sin cesar.»
Hasta que Otto hizo su fortuito descubrimiento, la creencia general era que el proceso de envejecimiento estaba controlado por cientos, incluso miles, de proteínas genéticas presentes en el organismo. Y esas proteínas eran las que determinaban la decadencia de los distintos órganos del cuerpo.
«Siempre habíamos creído que el envejecimiento era el resultado de la interacción de más de mil mecanismos internos y otros mil factores externos —afirma el doctor Phillip Frank, director del departamento de genética del Ministerio de Sanidad—. Si lo piensas bien, comenzamos a envejecer desde el mismo instante en que nacemos. Nuestras investigaciones demuestran que existen unas proteínas en nuestro organismo que desencadenan una serie de procesos fisiológicos y activan los radicales libres que intervienen tanto en nuestro desarrollo físico como en nuestro envejecimiento. Que supiéramos, no había un interruptor general.»
No, no lo sabían. Hasta que Graham Otto tropezó con él.
Las moscas adulteradas vivieron semana tras semana sin dar muestras de desfallecer. Las únicas moscas muertas que Otto halló dentro de su receptáculo, fueron las crías de las moscas originales (Otto descubrió que los genes alterados no eran hereditarios), y más tarde, las crías de las crías; y aún más tarde, las crías de las crías de las crías… Sin embargo, las primeras moscas seguían vivas y dando muestras de una vitalidad inagotable. Otto actuó con rapidez y repitió lo que había hecho esa noche en el laboratorio, buscó la proteína que había modificado por error y repitió el experimento, sin alterar la proteína con la que había estado trabajando hasta entonces.
La porción de gen a la que Otto no había dado valor acababa de cobrar una importancia trascendental. Fundó de inmediato su propia empresa de biotecnología y se puso en contacto con un abogado para redactar la solicitud con la que patentaría la proteína.
«Lo habitual es solicitar la patente al cabo de los años —le explicó a Lack en un correo electrónico—. Pero en este caso, lo haremos en una semana, porque si conseguimos replicar el resultado en otras especies, querrá decir que hemos dado con algo de enorme relevancia.»
Y eso fue lo que hizo, replicó el experimento en ratones, ratas, cobayas y otros animales, entre los que incluyó a su propio perro, Buggle, un golden retriever de avanzada edad. En todos los casos, los animales modificados no sufrían cambios apreciables cuando se los comparaba con sus respectivos grupos de control. El tiempo parecía haberse detenido para ellos el día en el que se les había inoculado el vector. Y siguen vivos y en perfectas condiciones en la actualidad. Ahora están expuestos al público en la universidad, con la excepción de Buggle, que sigue viviendo en el hogar de los Otto.
A pesar de su personalidad extrovertida, Otto no era una persona vanidosa. El único descuido que cometió en su vida fue modificar por error un gen de la mosca de la fruta; de manera que cuando publicó sus hallazgos, se limitó a reseñar lo que había averiguado y en ningún momento especuló con el potencial impacto que su descubrimiento podía tener a nivel mundial.
Sin embargo, muchos de sus colegas tildaron el descubrimiento de fraude.
«Parecía todo demasiado simple», comenta el doctor Frank.
A pesar de las críticas hechas por los científicos, éstos no vacilaron en reproducir el experimento. Y descubrieron que todo era cierto. Que incluso tenía más importancia de la que el propio Otto le había querido dar.
«Subestimó su propio trabajo porque no quería que la gente lo tomara por un chiflado. Se negó a llamarlo "la Cura contra la vejez" —declara Sarah Otto—. Pero es justo lo que era y las investigaciones posteriores lo certificaron.»
Para comprobar si la terapia genética era efectiva en los seres humanos, Otto solicitó trabajar con un grupo de ensayo poco habitual: pacientes que presentaban síntomas de Alzheimer de aparición precoz.
«Una enfermedad como el Alzheimer está ocasionada por los mecanismos que provocan el envejecimiento —escribió Otto en un nuevo correo electrónico que remitió a Lack—. Por lo tanto, si administramos la Cura a personas que están comenzando a desarrollar los síntomas de la enfermedad, alcanzaremos dos objetivos: el primero es que en teoría impediremos que sus cerebros sufran más daños. El segundo, tendremos ocasión de comprobar en un período de tiempo relativamente breve, si la Cura es efectiva o no.
»Cuando se somete a un paciente aquejado de Alzheimer a un TAC, se detectan los cambios que va sufriendo el cerebro en un espacio de tiempo bastante corto. Se observan sin dificultad las zonas en penumbra del cerebro, las "telas de araña", por así decirlo.»
Los diez sujetos iniciales del ensayo fueron sometidos a un TAC mensual tras someterse al tratamiento.
«En todos los casos, las telarañas dejaron de aumentar de tamaño —escribió Otto en el segundo informe que publicó—. Las zonas en penumbra presentaban el mismo aspecto, no habían aumentado de tamaño, lo que no se corresponde con el desarrollo habitual del Alzheimer. Les hicimos un seguimiento a los pacientes durante más de un año y la enfermedad no fue a más en ninguno de ellos.»
En la actualidad, dos de los sujetos han fallecido por causas no relacionadas con el Alzheimer. Los ocho restantes siguen vivos y en buen estado de salud.
Para cuando Otto publicó estos descubrimientos, la comunidad biotecnológica estaba poniendo a prueba la viabilidad de la Cura sometiéndola a todas las pruebas concebibles. No hallaron el más mínimo error en el descubrimiento que había hecho Otto. Los efectos de la Cura eran tan milagrosos que muchos médicos comenzaron a confesar a otros colegas que se habían inoculado el vector en ellos mismos. Según una leyenda urbana, un médico en particular, David Spitz, le comentó sin querer a cierta celebridad con la que coincidió en una gala benéfica en Seattle que se había sometido al tratamiento. La celebridad exigió de inmediato que le facilitara la Cura. Consiguió vencer la reticencia de Spitz ofreciéndole una cantidad ingente de dinero y, también, firmando unos documentos en los que lo eximía de toda responsabilidad legal. Dicen que así fue como nació el mercado negro de la Cura, mucho antes de que hubiera pasado por la FDA, la Food and Drug Administration.
Otto mantuvo hasta el final una postura ambivalente sobre su descubrimiento y la rapidez con la que se había extendido su aplicación.
«Me sentí entusiasmado con los avances que logramos cuando llevamos a cabo los ensayos con los enfermos de Alzheimer —escribió en su diario—. La sola idea de que habíamos hallado la Cura para esta enfermedad que ha destrozado tantas familias, la idea de que podíamos evitar que la gente perdiera la memoria… Fue fantástico. Y sí, también estaba entusiasmado antes las perspectivas económicas que ofrecía la Cura, los ingresos que generaría para la universidad y para mí y los míos. No reniego de ese aspecto, ni mucho menos. Todo resultó muy emocionante. Sin embargo, cuando me enteré de lo que había hecho David Spitz con la Cura, me di cuenta de que se había iniciado una reacción para la que no estábamos preparados. La ciencia suele ser un proceso agónico. Efectúas millones de experimentos, y consigues que el mundo avance un milímetro. Y eso no es malo en sí. Nos permite adaptarnos a los avances. Con la Cura no ha ocurrido así. La descubrí con excesiva rapidez, aunque pueda sonar extraño, y ése es el motivo por el que apoyé la prohibición presidencial. Me alegré de que alguien tomara la iniciativa de declarar que había que investigar a fondo la Cura antes de ponerla al alcance de los ciudadanos. Como es obvio, la prohibición no detuvo su difusión. Pero insisto en que me gustó que alguien adoptara esa postura. Era algo que había que hacer. Y otros gobiernos siguieron el ejemplo. Y eso está bien. Que yo obtuviera un resultado positivo a partir de un descuido, no implica que todos vayamos a hacerlo. Ignoramos los efectos de la Cura a largo plazo. No hay que olvidar la cantidad de medicamentos que la FDA ha aprobado siguiendo un procedimiento de urgencia y que luego ha habido que retirar, la Cura podría acabar siendo ineficaz. ¡Y quizá fuera lo mejor! Que el Cielo nos ayude si al final resulta ser lo que pensamos.»
Graham Otto nunca llegaría a averiguarlo.
Fue otra noche en la que volvió a quedarse trabajando hasta tarde en el laboratorio. A pesar de su asombroso logro, Otto todavía no había conseguido obtener ingresos económicos. Trabajaba con la idea de certificar la viabilidad de la Cura al cien por cien, obtener así la aprobación de la FDA y que, entonces, el presidente levantara la prohibición. Pero que la levantara en el momento adecuado, no cuando a la gente le viniera en gana. Otto estaba controlando media docena de sujetos, contrastando su estado con el de sus respectivos grupos de control, en busca de síntomas de envejecimiento, por leves que fueran. Lo acompañaban los Estilistas: el doctor Peter Madden, el doctor Brian Lo, el doctor Sidney Brown y también, Candace Malkin, Dinesh Ganji y Michael Duggan, que estaban preparando el doctorado y se habían unido al cada vez más numeroso equipo de Otto.
La Universidad de Oregón cuenta con una infraestructura de seguridad que envidian el resto de centros educativos. Para acceder a cualquiera de las instalaciones, hay que identificarse con un holograma. Todas las entradas están controladas por cámaras de seguridad. El campus cuenta con una excelente iluminación y hay cientos de teléfonos de emergencia instalados para que cualquiera, sea alumno o profesor, pueda usarlos en caso de sentirse en peligro.
Sin embargo, el laboratorio de los Estilistas ya no se encontraba en el campus. Debido al éxito del programa de Otto, la universidad había accedido a construirles un laboratorio nuevo para él y su equipo. Querían que las instalaciones estuvieran al nivel de los mejores laboratorios de investigación genética en los Estados Unidos. Mientras les construían las nuevas instalaciones, como el laboratorio original se le había quedado pequeño, el equipo se tuvo que desplazar a un laboratorio provisional montado en un parque empresarial cercano.
El Parque Empresarial de Shelby es igual a cualquier otro parque empresarial del país. Está situado en el extrarradio de Shelby, próximo a una zona comercial llena de cadenas de restaurantes y locales comerciales con artículos para el hogar. La iluminación de la zona era muy pobre. Y lo sigue siendo hoy en día, pesar de todo lo que ocurrió. Recorrer a pie y de noche la distancia que separa el aparcamiento de Shelby de los locales es una experiencia que pone a prueba el valor de cualquiera. Se necesita una tarjeta codificada para acceder a los aparcamientos del campus; sin embargo, los aparcamientos del parque empresarial no disponen de sistema alguno que restrinja el acceso. El aparcamiento es gratuito y no hay una barrera en la entrada. Cualquiera puede llegar en coche hasta las instalaciones principales. Y la noche del 7 de agosto del 2012, alguien lo hizo.
Una furgoneta sin matrícula se detuvo frente al Edificio D, donde los Estilistas se habían establecido de manera provisional. El equipo acostumbrada a terminar de trabajar a la misma hora, aunque Otto solía mandar al resto a casa y él se quedaba solo en el laboratorio. A veces sólo permanecía un rato, pero otras, lo hacía durante horas. (A pesar de que disfrutaba de la compañía de sus compañeros de trabajo, Otto afirmaba que estar solo le ayudaba a concentrarse mejor.) A partir de las investigaciones efectuadas por la policía, ha quedado demostrado que esa noche Otto despidió a sus compañeros y luego, se entretuvo unos diez minutos. Después de cerrar, cogió su maletín y bajó al vestíbulo del edificio.
Conforme abandonaba el edificio, observó la presencia de la furgoneta. Es probable que también viera las cuatro bicicletas aparcadas al lado del edificio. Varios de los integrantes de su equipo empleaban las bicis para moverse por la ciudad, las preferían a los coches. Las bicicletas no deberían estar ahí. En los segundos que le costó a Otto advertir que algo extraño estaba ocurriendo, tres hombres habían salido de la furgoneta y lo rodearon.
Vestían de negro de pies a cabeza, con capuchas negras ocultando sus rostros. Iban armados. Obligaron a Otto a tirarse en el suelo y lo inmovilizaron con cinta adhesiva.
Luego lo arrastraron hasta la furgoneta y abrieron la parte de atrás. En el interior, Otto se encontró con sus seis compañeros, atados y apilados unos encima de otros en una maraña de cuerpos. Tiraron a Otto junto a los demás, los empaparon de gasolina a ellos y también al vehículo, y les prendieron fuego. Los tres asaltantes huyeron cuando las llamas envolvieron la furgoneta. Sólo se ha conseguido identificar a uno de ellos, Casey Jarret, de Tacoma, y ya se han formulado cargos contra él. Jarret, que pertenece a una secta pro-muerte evangélica denominada Tierra Terminal, declaró en su defensa que era mejor derramar algo de sangre ahora que sufrir una matanza en el futuro.
Otto, Maden, Lo, Brown, Malkin, Ganji y Duggan perecieron en el fuego. Unas horas más tarde, alguien abatió a David Spitz a tiros delante de su casa en Seatle.
El presidente Lack todavía se resiste a aceptar que su colega y amigo sufriera una muerte tan horrorosa.
«Lo sucedido me resulta incomprensible —declara—. Si existía una persona adecuada para crear la Cura, ése era Graham. No era el típico científico loco, ansioso de poder que busca destruir el mundo. Era una persona íntegra que siempre procuraba tomar en consideración las consecuencias de sus actos. La Cura estaba a salvo en sus manos. Dudo que él se lo aplicara a sí mismo. Que alguien haya sido capaz de acechar y asesinar a Otto y otras seis mentes brillantes y maravillosas como si nada… me hace perder la fe en la humanidad, la misma fe que personas como Graham consiguieron avivar en su día. Ya no está entre nosotros para orientarnos en esta situación y su ausencia nos empobrece de manera notable.»
Una ventana del laboratorio de Otto, situado en la segunda planta del edificio, tiene vistas al aparcamiento en el que fue incendiada la furgoneta. En el alféizar de esa ventana hay un pequeño contenedor de cristal en cuyo interior revolotean cinco moscas de la fruta. Esas cinco moscas fueron las que consiguieron que Graham Otto pasara de ser un científico pelirrojo desesperado, a convertirse con toda probabilidad, en el científico más importante de la Historia de la humanidad. Las cinco moscas fueron los primeros seres vivos que recibieron el tratamiento de Otto y también estuvieron entre los últimos seres vivos que lo vieron con vida.
Fecha de modificación
5/7/2019, 9:17 p.m.