«Siempre pensé que el tiempo era un lujo fuera de mi alcance… Ahora es lo único que voy a tener»

Katy me pidió que la acompañara a la consulta. Le expliqué que el Dr. X no tenía sala de espera, y que pensaba que era debido a que el hombre prefería que sus pacientes no coincidieran. Le prometí que la acompañaría al edificio donde estaba la consulta y que aguardaría fuera para tomarnos algo después de que le extrajeran sangre.

—Te emborracharás más de prisa al tener menos sangre en tus venas —le dije, y la idea le gustó.

Cuando salimos del metro y nos dirigimos hacia el este, nos llegó el clamor de los manifestantes frente al edificio de las Naciones Unidas. Cada día había más gente. Mucho me temo que ya no se retiraban ni para ir al baño. Habían alejado las barricadas, abarcando un área mayor que cuando yo estuve. Me recordó a las que ponen cuando hay mercadillos callejeros. Sentí la tentación de acercarme y ver si habían montado algún tenderete en medio de la multitud para vender fideos chinos grasientos en platos de papel a dos dólares la ración. No cedí a la tentación.

Nos detuvimos en una bocatería y comimos algo rápido antes de la cita. Katy volvió a hablar sobre la Cura y todas sus consecuencias, las buenas y las terroríficas. Sobre todo las terroríficas. Durante la comida, bajó la guardia y se mostró inusualmente vulnerable. Mi amiga no es la persona más reflexiva del mundo, pero durante un rato dejó de lado su habitual verborrea.

—No sé qué voy a hacer después de la Cura —confesó—. De repente estoy muy preocupada por el futuro.

—Eso fue lo que me comentó el Dr. X., nadie lo piensa hasta haberse sometido al tratamiento.

—¿Crees que está bien que lo haga? Mi abuela tiene cáncer de páncreas. ¿Es justo que tenga que pasar por eso mientras yo lo evito?

—Puedes tener cáncer. ¿Crees que tu abuela desearía que lo tuvieras?

—No, supongo que no. No sé, jamás había pensado en serio sobre lo que es la vida. Sabía que era corta y que lo mejor era aprovecharla a tope. Y ya está. Siempre creí que el tiempo era un lujo fuera de mi alcance… Ahora es lo único que voy a tener. Tengo la sensación de que debería hacer algo de provecho con todo ese tiempo.

—Siempre has tenido tiempo por delante. Tienes veintisiete años. Con o sin cura, te queda un montón de tiempo por delante. Es tuyo para hacer lo que desees con él. No tienes que convertirte en la nueva Madre Teresa de Calcuta. Dispondrás de más tiempo y lo único que tiene que preocuparte es disfrutar a tope o buscar la forma de hacerlo, ya me entiendes.

—Ya sabes con lo que disfruto.

—Sí, lo sé.

—¿Y si me quedo sin bebida dentro de trescientos años? —preguntó, inquieta.

—Oh, yo no me preocuparía por eso, seguro que toman medidas para evitar que ocurra. Es posible que no necesitemos glaciares, pero el vodka… No permitirán que nos quedemos sin vodka.

—Gracias a Dios.

Salimos de la bocatería y nos dirigimos hacia la consulta. Llegamos a la esquina suroeste del cruce con la Primera. El edificio estaba al otro lado de la avenida, en la esquina sudeste. El semáforo se puso verde para que cruzáramos. Por el rabillo del ojo vi la figura de alguien detenido en la esquina noroeste. Estaba al lado de una tienda de caramelos. Alguien muy alto. Rubia. Un cuerpo increíble. No hizo falta que se volviera para saber quién era. De hecho, recordaba cada detalle de su espalda a la perfección. Me detuve y agarré a Katy.

—¡Es ella! ¡Es la rubia! ¡Es la rubia!

Katy la miró.

—Sí que está buena, sí.

—Tengo que hablar con ella. Me encontraré contigo en el portal cuando hayas acabado.

Me separé de Katy y crucé la calle. Katy por su parte, corrió hacia su cita con el Dr. X. Cuando ya me acercaba a su esquina, la rubia se volvió y miró en mi dirección. Le hice un gesto con la mano deseando que me reconociera. Pareció desconcertada y, dándome la espalda, comenzó a caminar. Crucé la calle con la esperanza de que sólo hubiera reemprendido su camino y que no estuviera intentando alejarse de mí. Miró hacia atrás, vio que me aproximaba y aceleró el paso. Capté el mensaje y me detuve al lado de la tienda de caramelos, abatido.

Y justo en ese momento, la consulta del médico reventó.

Antes de ser consciente de lo que ocurría, oí un ¡bum! tremendo. Una fracción de segundo más tarde, vi que la esquina de la octava planta del edificio salía despedida hacia la Primera Avenida, envuelta en llamas. Justo donde se hallaba la consulta del médico. Una tormenta de escombros pulverizados se abatió sobre el tráfico de la avenida. Una humareda negra comenzó a ascender por el lateral del edificio. Un compresor de aire acondicionado Friedrich —uno de esos enormes trastos antiguos— se hizo pedazos contra la acera. Si llega a caer sobre alguien, lo habría pulverizado.

Nada ni nadie se movió, toda la atención estaba concentrada en la octava planta del edificio. ¿Qué coño había pasado? Miré hacia el portal, pero no vi a Katy. Estaba ahí dentro. Debía estar subiendo hacia la octava planta o ya se encontraba ahí. No me moví. Me quedé quieto con la loca esperanza de que todo volviera a la normalidad, porque nada de lo que acababa de ocurrir tenía lógica. Era absurdo, una broma pesada. El edificio estaba en llamas y sabía que tenía que correr hacia allí, pero estaba paralizado. No podía correr, ni hablar, ni respirar. Me asaltaron imágenes de Katy muriendo, como esas visiones que tienes cuando estás en la cama en mitad de la noche y no puedes dormir. Oí el clamor de las sirenas que se aproximaban, ganando en volumen e intensidad, como si quisieran hacerse eco de los gritos de los que habían quedado atrapados por la explosión.

Al final, pude reaccionar y eché a correr hacia el edificio a la vez que llegaba un coche de bomberos. Cuando estaba a mitad de cruce, miré calle abajo y distinguí otras dos columnas de humo ascendiendo por el oeste, en dirección al río Hudson. Una de ellas a apenas una manzana de distancia, la otra más alejada.

Una mujer mayor salió corriendo del edificio. Llevaba un pequeño scott terrier negro en brazos y lucía un estrafalario pañuelo en la cabeza. Me adelanté para interceptarla. Me dirigió una mirada confundida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—¿Ha visto a alguien más ahí dentro? —inquirí, señalando hacia el edificio.

—No.

—¿Está segura? Busco a una mujer morena, unos veinte años. La ha visto. Dígame que la ha visto salir.

La agarré con fuerza por los hombros, suplicando una respuesta.

—¡No he visto a nadie!

Se apartó de mí y salió corriendo. Un pequeño grupo de vecinos bajaba en esos momentos por la escalera de incendios y echaba a correr por la Primera Avenida. Me acerqué, mantuve la puerta abierta para que salieran todos, y entonces, volé escaleras arriba. El número de vecinos que huía disminuyó conforme me aproximaba al octavo piso. Cuando alcancé la planta de la consulta, abandoné la escalera de incendios y entré en el edificio. Me encontré en un corredor con algo de humo flotando en el aire. Había una puerta que conducía al descansillo de un montacargas, al final del corredor, y allí también se abría una segunda puerta que iba al rellano donde se encontraba el apartamento del Dr. X. Corría en esa dirección cuando se abrió la puerta del cuarto del montacargas. Recé para que fueran Katy y el médico que huían hacia un lugar seguro. Era un bombero. Me detuvo con la intención de hacerme volver sobre mis pasos.

—¡Mi amiga está ahí dentro! —chillé.

—No puedo dejarle pasar. Tiene que bajar ahora mismo. Venga. ¡Largo!

—¿Hay supervivientes? Busco a Katy Johannson.

—¡Salga de aquí de una puta vez!

Acabé por ceder y me dirigí hacia la escalera de incendios. El bombero se dirigió de nuevo hacia el descansillo del montacargas y yo aproveché para volver en busca de Katy. Cuando abrí la puerta, volví a toparme con el bombero y le enfureció que lo hubiera desobedecido. Levantó un puño y me ordenó que me echara hacia atrás. Hasta donde estábamos llegó un estruendo tremendo, como si se estuviera derrumbando el techo. Imaginé a mi mejor amiga aplastada y asfixiada por la falta de aire. La puerta que daba a la escalera de incendios se abrió, dando paso a un grupo de bomberos que corrió hacia donde yo estaba, apartándome a un lado. Una densa humareda invadió poco a poco el corredor y empecé a marearme. Tuve la sensación de que las paredes y el suelo se estaban fundiendo a mi alrededor. Me retiré hacia la escalera de incendios sintiéndome como un chiquillo impotente, mientras oía a los bomberos al otro lado de la puerta dándose instrucciones a gritos. Me retiré al descansillo tratando de enterarme de lo que sucedía desde allí. No podía hacer nada más. No contaba con la preparación necesaria para intentar nada arriesgado. Sólo podía mantenerme a la expectativa. Sentí el impulso de correr hacia la consulta y sentarme entre las llamas. No perdía la esperanza de que Katy surgiera de repente o que me llamara, pero a mi alrededor sólo había un enorme y ensordecedor silencio. Opté por esperar y me senté en un escalón, bajo la débil luz del fluorescente que había en el hueco de la escalera. No sé cuánto tiempo estuve allí sentado. Al final, se asomó otro bombero que me ordenó que bajara a la calle.

Descendí por la escalera y salí de nuevo a la calle. La ropa me apestaba a humo, un humo procedente de cosas quemadas que nunca deberían haber ardido. En un extremo de la Primera, distinguí una nueva columna de humo y desde el otro me llegaron los gritos de pánico de los manifestantes. Había gente corriendo por la avenida, algunos se dirigían hacia el puente, una especie de reacción instintiva nacida del 11S. Muchos parecían guiarse por el impulso de escapar de la isla, de alejarse todo lo posible de la zona cero.

Me quedé donde estaba, tan cerca de Katy como me lo permitían los bomberos. Le eché un vistazo al móvil y leí un titular en la pantalla: Las explosiones sacuden Manhattan. Agentes de policía y bomberos entraban y salían del edificio sin responder a ninguna de mis preguntas, porque no tenían respuestas. Comprobé si había mensajes de Katy. Sólo había uno que me había remitido justo antes de la explosión. Debió enviarlo desde el ascensor.

Bebidas a cuenta de Katy: ¡Más vale que os vayáis acostumbrando a la idea de aguantarme durante mucho, mucho tiempo! 12:13 p.m.

Ese había sido su último pensamiento. Estaba ansiosa por vivir otros mil años de felicidad y bienestar y yo le había prometido que los tendría. Yo la había traído hasta aquí. Yo era el que le había metido la idea en la cabeza. Podría haberme mantenido firme y no decirle nada, pero apenas tuvo que insistir para que se lo soltara todo. En el fondo, quería contárselo, ser la persona que conseguía que ella tuviera la Cura.

Y ahora ella ya no está. No ingresó en ningún hospital. Nadie la vio salir del edificio. No queda nada de ella. Todos sus planes, esperanzas y sueños se quedarán en el limbo para siempre.

No sé qué hacer.

Fecha de modificación

3/7/2019, 4:08 p.m.