La mujer del ascensor

La leyenda de First Avenue había cambiado. Ahora rezaba: Muerte, acepta tu destino. Dudo mucho que consigan colgar algo tan ingenioso como la primera frase que pusieron. Esta vez, casi todos los carteles tenían algo pintado encima cuando los vi. Había un grafiti que me gustó en especial. El autor era alguien que poseía un indudable talento con un espray de pintura en la mano. Había pintado a la parca con su propia guadaña atravesándole la espalda y la había dejado así, empalada y suspendida en el aire. Muerta.

Al contrario que hacía dos semanas, ayer hizo un día de un esplendor incongruente. El cielo presentaba un azul nítido, casi parecía que lo estuvieras viendo a través de unas gafas de cristales polarizados. Lo interpreté como un buen augurio y fui desde el metro hasta la consulta del médico, haciendo gala de mi mejor técnica neoyorquina para caminar, es decir: culo prieto, paso firme y vigoroso, mentón alzado, evitar contacto visual con otras personas u objetos. Soy capaz de recorrer diez manzanas en cinco minutos cuando adopto esta técnica, aunque en mi camino se interponga un grupo de turistas.

Comencé a sentirme algo preocupado conforme me aproximaba al edificio del Dr. X. Habían pasado dos semanas; en ese tiempo podían haberle arrestado o asesinado. También podría haberse largado a Brasil con miles de dólares en efectivo (en billetes pequeños, claro está). Y cabía la posibilidad de que la gente que tildaba el tratamiento de fraude estuviera en lo cierto.

Y estaba el asunto del dinero. Nunca he sido de los que llevan grandes cantidades encima; como mucho, cien dólares. En esos momentos, llevaba 350 billetes de veinte dólares (el cajero me dijo que no le quedaban de cincuenta) que no me cabían en la billetera, aunque tampoco los hubiera metido allí, porque el bulto habría llamado demasiado la atención. Al final, había decidido meterlo en mi bolso de bandolera repartiéndolos en varios fajos. El problema es que mi bolso tiene algo así como nueve mil bolsillos y yo soy de los que guardan algo y luego no se acuerda dónde puñetas lo ha metido. Así que durante el viaje en metro, busqué los fajos en el bolsillo donde creía haberlos guardado y al no encontrarlos, me volví loco palpando el resto de la bolsa hasta encontrarlos. Me sucedió tres veces.

Sin embargo, ya no estaba en el metro y el aire fresco eliminó de golpe todas mis preocupaciones. Era un día muy agradable, iba a tener veintinueve años para el resto de mi vida y lo demás no importaba.

El conserje del edificio volvió a ignorarme y fui derecho hacia el ascensor. Pulsé el botón y observé el paso de los números en la pantalla encima de la puerta conforme descendía el aparato: octavo, séptimo, sexto, quinto… quinto… sigue en el quinto… sigue en el quinto… ¡Dios, ¿qué estaban haciendo, cargar una manada de búfalos?! Al fin comenzó de nuevo a bajar y llegó hasta la planta baja.

La puerta se abrió y del interior emergió una hembra de un atractivo brutal. Todas las ganas que tenía de meterme en el ascensor, se desvanecieron al instante. Era alta, calculé metro ochenta, (yo mido casi dos metros) y exhibía un bronceado natural. Rubia californiana. Si no llego a tenerla delante de mí, habría apostado a que era producto del Photoshop. Resplandecía como un faro que señalase el camino a un paraíso de felicidad y bienestar.

Me miró, sonrió con brevedad y soltó un «hola» grave, propio de alguien que ha estado de fiesta. Yo respondí «hola». O eso creo. Es muy probable que me limitara a mover la boca sin hacer ningún sonido. Sí, creo que eso es lo que hice.

Pasó por mi lado y me volví para mirarla. El conserje también la observaba. Era la promesa de la eterna juventud en carne y hueso. Sentí que me recorría una intensa emoción de pies a cabeza. Era el tipo de sentimiento que denominas «amor a primera vista», aunque sabes que en realidad no es amor, pero la sensación es la misma. Tenía un cuerpo impresionante, atlético y voluptuoso a la vez. Imposible, pero real. No sabría describirlo, pero era real. De pronto, deseé que viniera de la consulta del Dr. X. Jamás he sentido tantas ganas de vivir para siempre.

Salió a la calle y giró calle abajo; la seguí con la mirada hasta perderla de vista. Me esforcé por memorizar cada detalle de su cuerpo, quería recrearme con su imagen siempre que lo deseara. Cuando terminé, me volví hacia el ascensor que había subido de nuevo… Octavo, séptimo, sexto, quinto… sigue en el quinto… sigue en el quinto… ¡Dios!

Llegué a la puerta de la consulta del Dr. X y llamé. Me dejó entrar. Tenía los ojos enrojecidos. Me dijo que lo siguiera y cerró la puerta. Le entregué la pasta de inmediato, me moría de ganas de quitármela de encima.

—Oh, excelente —comentó—. Gracias. ¿Quieres factura?

—¿Hace facturas?

—Sí, claro. No incluyen el concepto real. Vamos, que no voy a confesar que he hecho algo ilegal. Pero hay muchos empresarios que están encantados de pagarle el tratamiento a algunos de sus empleados.

La empresa Scores estaba a menos de diez manzanas, no hacía falta ser un genio para saber de quién hablaba.

—Antes de empezar, quiero hacerle una pregunta.

—Siempre con preguntas —rió—. Me gusta que seas tan curioso.

—Acabo de ver a una mujer rubia saliendo del edificio. Era atractiva, muy atractiva. ¿Ha salido de aquí? ¿Se ha hecho el tratamiento?

—No puedo contestar a eso y lo sabes.

—Pero estuvo aquí, ¿verdad?

—Te repito que no puedo contestar a esa pregunta.

Pero su mirada me dijo que sí, que había estado allí.

—¿Me da su número de teléfono?

—¿No te acabo de decir que…? Vamos a ver, ¿quieres que te ponga las inyecciones o no?

—¡Sí, sí! Lo siento.

—De acuerdo, siéntate en la silla.

Me guió hasta una silla que había en un rincón del piso, tenía correas de sujeción para la cintura, las muñecas y los tobillos. Me eché hacia atrás, alarmado.

—¿Qué diablos es eso?

Las sujeciones son para evitar que te muevas mientras te pongo las inyecciones —explicó—. Si no las uso, no dejarás de menearte de un lado a otro y tardaremos una eternidad.

—Me parece recordar que sólo eran tres inyecciones.

—Y lo son. Pero hay que penetrar todo lo posible en el tejido. Si quieres, te puedo poner anestesia local en la zona de cada pinchazo. Algunas de mis pacientes femeninas me lo piden.

—¿Quiere decir que duele?

—Es una vida sin fin, John. No esperarías conseguirla sin dolor, ¿verdad?

Acabé por ceder y me senté en silla. El médico ajustó las sujeciones y de pronto me asaltó la imagen del buen doctor corriendo a su armario, de donde volvía armado con una fusta eléctrica y una máscara de sadomaso ocultando su rostro. En lugar de eso, volvió con un carrito de café y cuando llegó a mi altura, destapó la bandeja superior. Eran tres agujas enormes. Joder, ni siquiera las llamaría agujas, tenían el tamaño de los pernos empleados para fijar las vías del tren. Katy creía que te clavaban sesenta pinchazos en la axila. Mi padre había oído el rumor de que te suministraban el tratamiento mediante un edema del tamaño de un globo. Cualquiera de esas dos opciones habría sido preferible a la realidad. Las inyecciones normales no me asustan, pero éstas eran aptas para elefantes.

—Voy a hacerlo rápido. Sentirás una opresión y un pinchazo. Un pinchazo fuerte. Toma, coge esto.

Me tendió una muñeca antiestrés, unas de esas de goma a las que se le salen los ojos y las orejas cuando aprietas.

—Me parece que no…

—Confía en mí, lo agradecerás.

La cogí. Me puso las tres inyecciones con rapidez. A cada cual más dolorosa. La primera fue en el hombro (soportable), la segunda en el cuello (agonía), y la tercera en el muslo (como un parto hacia atrás). Estrujé la puñetera muñeca hasta que sus orejas rozaron las paredes del cuarto. Fue horrible, pero también rápido. Me hizo una cura, desató las sujeciones y suspiré aliviado.

—¿Ya está?

—Ya está —confirmó—. Hemos acabado. Disfruta del resto de tu vida.

—Gracias.

Me cogió del hombro y me miró fijamente.

—Hablo en serio, disfruta. A pesar de la Cura, sigues sin saber cuánto te queda por delante.

Me dio una palmada en la espalda y me acompañó hasta la puerta. Una vez fuera, llamé al ascensor. Volvió a quedarse parado en el quinto, pero esta vez me trajo sin cuidado. Bajé al vestíbulo y salí a esa mañana perfecta con la que había comenzado el día. Me había hecho el firme propósito de encontrar a la rubia algún día. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para conseguirlo.

Fecha de modificación

20/6/2019, 2:06 p.m.