Hasta la otra noche, no le había contado a nadie que estaba a punto de someterme al tratamiento. No se lo conté a mi padre, ni a mi hermana, ni a ningún compañero de trabajo. Tampoco les pedí su opinión. Ellos no saben que lo he hecho, y yo tampoco sé si ellos lo han hecho. Ni siquiera se lo conté al amigo que me dio la dirección del médico. Por una parte, todavía no he completado el proceso, así que me sentiría un poco estúpido contándole a todo el mundo que iba a vivir para siempre y averiguar dentro de una semana que han pillado a mi médico y lo han metido en la cárcel de Rikers.
Y por otra parte, no conozco a nadie que haya admitido en público haberse sometido al tratamiento. Creo que es como si todos hubiéramos alcanzado un acuerdo tácito para no comentar el tema con nadie. Igual que cuando te haces una rinoplastia. Cualquier conversación que he mantenido sobre el tema siempre se ha desarrollado en un plano teórico. «¿Tú te lo harías? ¿Qué pasaría si fuera legal? ¿Te lo harías entonces? ¿Serías capaz de coger un avión a Brasil y hacértelo allí?» Oí comentarios sobre gente en el trabajo que de pronto pedía vacaciones y se marchaba a Río. Cosas así. Pero nadie me ha dicho nunca: «Yo me lo he hecho», lo cual no deja de ser extraño. Es evidente que la gente se va a someter al tratamiento. Si alguien normal como yo puede hacer que se lo administren, entonces seguro que hay más gente haciendo lo mismo. Sin embargo, supongo que con toda la incertidumbre que rodea al tema, nadie se atreve a ir presumiendo por ahí.
En cualquier caso, me sentía mucho más tranquilo no contándoselo a nadie. Pero Katy me lo sonsacó. Es mi compañera de piso y una auténtica experta en interrogatorios. Siente una curiosidad agresiva por la vida de los demás. Invítala a beber vino, y te atosigará con preguntas hasta que rompas a sudar. Le encanta sonsacarte información relevante y jugar luego con ella; la estira y la hace rebotar contra las paredes hasta que se cansa.
Estábamos sentados en nuestro apartamento viendo las noticias. Hablaban sobre el tratamiento, igual que todas las noches, y entonces, Kate, sin venir a cuento, se volvió hacia mí. Me examinó con los ojos entrecerrados.
—¿Te lo has hecho?
—¿Qué? No.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kate—. Eres el peor mentiroso del mundo.
—No estoy mintiendo.
—Te has quedado completamente callado cuando han empezado con el reportaje. No intentes disimular ahora. Tengo un don para detectar «curados».
—¿«Curados»?
—Ajá. ¿Te acuerdas cuando dije que Jesse Padget se lo había hecho? Acerté. Lo supe cuando vi que se callaba como una ostra en cuanto alguien sacaba el tema, igual que tú ahora mismo. Deberías mirarte en el espejo, tienes la cara de un hermoso color rojo, pareces un tomate gigante.
—Ah, venga ya.
—¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! No puedo creérmelo. ¡Eres un cabroncete!
Había conseguido que confesara en un tiempo récord y estaba radiante. Los ojos le brillaban y sonreía orgullosa. Tenía un diente torcido que consideraba distintivo y le gustaba mostrarlo siempre que podía.
—No vayas a contarlo por ahí, ¿vale?
—No pienso contárselo a nadie —prometió—, pero quiero todos los detalles.
—Todavía no han acabado.
—¿No han acabado? ¿Qué os hacen? ¡Cuenta, cuenta! Me han dicho que te dan sesenta pinchazos, todos en la axila.
—De eso nada. Me sacaron sangre y ya está. Dentro de una semana me pondrán tres inyecciones. Eso es todo.
—¿Eso es todo? ¡La leche! ¿Qué te ha costado?
—Siete mil pavos.
—¡¿Siete de los grandes?!
—¡Chist!
—¡Eso es calderilla! ¡Menos que calderilla! ¡He llegado a pagar más por comer en Lusardi's! Dime cómo conseguirlo.
—No puedo.
—Y una mierda.
—El médico sólo acepta atender a gente enviada por un reducido grupo de amigos personales, y da la casualidad de que yo conozco a uno de ellos. No acepta a nadie que no venga avalado por alguien del grupo. Es como tratar con un camello, te lo juro.
—Vale. Dame el nombre del tipo al que tú conoces y diré que yo también lo conozco.
—No puedo hacerlo.
—Venga, por favor. ¿Quién te ha nombrado el guardián del Santo Grial? ¿Qué pasa, os habéis montado vuestro pequeño club sólo para chicos? ¿Os hacéis el tratamiento y luego vais a nadar desnudos todos juntitos? ¿Es eso de lo que va el rollo?
—No quiero meter a nadie en un lío. Me pidieron que no enviara a nadie.
—Es injusto. ¿Quién es el tío al que conoces? ¿Es Schilling? Me juego lo que quieras a que es Schilling.
—No…
Otra sonrisa retorcida y victoriosa.
—¡Es él! Esto es alucinante y ni siquiera necesito emplear el polígrafo contigo. Sólo tengo que preguntarte y esperar a que lo sueltes todo.
—Vale, pero no tienes ni la dirección, ni el teléfono.
—¿Y por qué no me los vas a dar? En serio. Dame una buena razón, una que no sea ese ridículo juramento infantil que habéis hecho. Explícame por qué yo no merezco lo que tú has conseguido. ¡Vamos! No eres de los que se callan, y ahora, mírate, no tienes un solo argumento. No seas tan mezquino… ¿Crees que la gente no va a acabar enterándose de lo que has hecho? Con lo poco que me ha costado a mí averiguarlo, mañana por la mañana lo sabrá toda la ciudad.
—Vale, vale. Te pasaré los datos, pero después de que me hayan puesto las tres inyecciones, dentro de una semana. Y además, tienes que pagar la factura del cable de los próximos seis meses.
—¿Qué?
—Es el precio de la información —expliqué—. Es lo justo.
—Siempre serás un maldito picapleitos.
—Ésas son mis condiciones. ¿Hay trato?
—Hay trato. Aún me cuesta creer que tú hayas dado con un médico. ¡Te quiero! ¡Gracias, gracias, gracias, gracias! Llevo meses buscando a un médico que aplique la Cura. No tienes ni idea de lo aliviada que me siento. Esto va a ser lo más… Aunque, ¿estás seguro de que ese tío es legal?
—Sí.
—Imagino que estás al corriente de la cantidad de farsantes que hay por ahí, ¿verdad? ¿Cómo sabes que el tipo éste no te va a poner inyecciones de gel para lavavajillas? ¿Te acuerdas de la mujer de Queens a la que le hicieron justo eso la semana pasada?
—Estoy seguro de que no va a inyectarme lavavajillas. Para empezar, el médico no tiene platos que lavar.
—De acuerdo, esperaré a que te pongan las inyecciones. Y si no revientas, lo llamaré de inmediato. ¡Esto es tan emocionante! ¡Tendré veintisiete años para siempre! ¡Y no tendré que viajar a Brasil para conseguir el tratamiento!
Se incorporó de un brinco, salió corriendo hacia la cocina y se detuvo en seco…
—¡Oh, Dios! —se lamentó—. Acabo de darme cuenta de que siempre voy a tener la regla. ¡Vaya mierda!
—A mí no me parece que tenga demasiada importancia.
—Podríamos ser compañeros de piso para siempre. ¿Quieres que firmemos un contrato para los próximos cien años?
—No.
—¡Tú te lo pierdes porque pienso montar fiestas desde ahora hasta el año cinco mil!
Entonces se sirvió un vaso de vino y se puso a bailar sobre el sofá.
Fecha de modificación
13/6/2019, 10:02 a.m.