«La inmortalidad nos matará a todos»

La frase está escrita a lo largo de First Avenue. La habrás visto si has estado en Midtown recientemente. Son carteles sencillos en blanco y negro. La frase a secas. Nada de tipos de letra de diseño o fondos decorativos. Tampoco hay una dirección de página web. Sólo esa frase repetida una y otra vez en las pantallas. Cuando me encontré con los carteles, caminando por la calle, las frases eran nítidas como si las hubieran colgado la noche anterior. Sin embargo, al llegar al final de la manzana, observé que una de ellas ya se estaba desvaneciendo. No por la parte inferior, si no a partir de la segunda línea desde abajo. Alguien había usado un bolígrafo azul para escribir algo debajo de la frase. La escritura era menuda, pero legible: EXCEPTO A MÍ.

El médico que visité tiene un piso cerca del puente de la calle Cincuenta y Nueve Bridge. La dirección me la facilitó un amigo que trabaja en un banco. Me había contado que el 99 por ciento de la gente que trabaja en finanzas se había lanzado a por la Cura en cuanto se supo que estaba disponible en el mercado negro. Así que si conoces a alguien que se dedique a las finanzas, no te costará demasiado conseguir el nombre de un médico que te pueda suministrar la Cura. Incluso ahora, después de los arrestos y a pesar de lo que sucedió en Oregón. De hecho, a mí me parece que resulta más sencillo que conseguir que te pasen hierba. Todo lo que necesité fueron una dirección, una contraseña y un número de teléfono escritos en un trozo de papel. Nada más.

Creo que lo suyo es que me hubiera costado bastante más conseguirlo: algo así como cruzar un océano y luchar contra una tribu de reductores de cabezas sedientos de sangre, o enfrentarme a los acertijos de un troll maligno, o pelearme con un tipo enorme y derrotarlo con golpes de kárate. Algo por el estilo, que le diera valor. Pero lo cierto es que no tuve que hacer casi nada, y tampoco es que me sintiera culpable por ello. Tampoco me siento culpable ahora. En cuanto fui consciente de que podía obtener la Cura, la quise. Por encima de cualquier otra cosa que haya deseado jamás. Más que a cualquier mujer. Más que el típico vaso de agua cuando te mueres de la sed.

Lo más normal cuando voy a tomar una decisión, es sumergirme en la tediosa e inacabable burocracia de mi conciencia. En este caso, no ocurrió así. Mi motivación era tan grande que impulsó la idea a través de las habituales tonterías y titubeos de mi conciencia y emergió con la misma fuerza con que había nacido en lo más profundo de mi mente. Era un deseo innegociable. Ansia pura. Un impulso primitivo que no respondía a la lógica ni a la razón. No existía un argumento válido contra mi profundo deseo de evitar la muerte.

El edificio donde vivía el médico tenía conserje, pero no era un tipo estricto en el cumplimiento de sus obligaciones. No me pidió que firmara en el registro de visitantes. No me preguntó a quién iba a ver. De hecho, creo que ni siquiera levantó la vista de la quiniela hípica que estaba estudiando. Me limité a entrar al ascensor y apretar el botón. Resultó demasiado sencillo.

Salí del ascensor, busqué el piso que me habían indicado y llamé a la puerta. Me contestó una voz que parecía llegar del extremo más alejado del interior de la vivienda, pidiéndome que me identificara. Di mi nombre y expliqué que iba a recoger la tostadora de Ella. Ella no existe y desde luego, tampoco la tostadora. Encontré esa parte del asunto muy emocionante, más de lo debido.

Oí los pasos del médico dirigiéndose hacia la puerta y el ruido de la cerradura al abrirse. No era cómo lo había imaginado. Era de edad mediana, aunque conservaba un aire juvenil. Bronceado. Pelo plateado bien cortado. Le calculé cuarenta y pocos años. Su aspecto era más el de un banquero que el de un médico. Había esperado encontrarme con alguien más anodino, que llevara gafas, una bata blanca y cosas por el estilo. Alguien con aspecto más precavido. Creo que habría preferido a alguien así. Me dio la mano sin presentarse y me invitó a pasar.

Tengo que admitir que visitar a un médico con fines ilegales resulta una experiencia mucho más satisfactoria que hacerlo con fines legítimos. Llamas a la puerta y, ¡voilà! ahí está el médico.

Nada de recepcionistas antipáticas. Nada de firmar el registro de entradas. Nada de presentar la tarjeta sanitaria. Nada de olvidarte de recuperar la tarjeta sanitaria cuando la recepcionista ha terminado con ella. Nada de esperar durante horas. ¡Joder, no tienes que esperar nada de nada! Era genial. Estuve tentado de preguntarle al médico si todas mis visitas podían ser ilegales.

—Muy bien, John —me dijo—, has venido a por la tostadora.

—Sí.

—De acuerdo, necesito que me enseñes tu carnet de conducir.

—Claro. —Le entregué el carnet. Él asintió con la cabeza.

—Tienes veintinueve años. Bien. La edad perfecta. No trabajo con gente que tenga más de treinta y cinco.

—¿Por qué no?

—Porque sería una estupidez. Siéntate aquí.

Me ofreció un sillón tapizado en cuero y él se sentó enfrente. No tuve la sensación de estar hablando con un médico. Me recordaba más a un profesor de inglés muy enrollado.

—¿Sabes cómo funciona la Cura?

Me sentí algo decepcionado al ver que no seguía con lo de «la tostadora». Me habría gustado mantener la intriga más tiempo.

—Sí —respondí—. Creo que sí. Sé cómo la descubrieron y he leído todo lo que he podido sobre el tema, como todo el mundo. Conozco sus pros y sus contras. Aunque no sabría decir qué es cierto y qué no lo es.

—¿Sabes cómo funciona la terapia genética?

—Tengo una ligera idea.

—Bien. De todas formas, voy a explicártelo aunque sepas de qué va. El proceso requiere tomar una muestra de tu ADN, entonces buscaremos y alteraremos —sería más exacto decir que «desactivaremos»— un gen en concreto de tu ADN, y a continuación lo volveremos a introducir en tu cuerpo empleando un vector que en este caso será un retrovirus. Así que lo que haremos hoy será extraerte sangre, aislar el gen, modificarlo, crear el retrovirus e inyectártelo en tres puntos distintos: en la parte interior del muslo, en el brazo y en el cuello. Eso lo haremos dentro de dos semanas. Y ya está. Cuando salgas de aquí, el virus habrá comenzado a duplicar el nuevo código genético por todo tu cuerpo. Dentro de seis meses, habrá ocupado la totalidad de tu organismo y habrá detenido el envejecimiento. El resto, a partir de ese momento, es cosa tuya.

—¿Me hará enfermar?

—No. Ni efectos secundarios, ni reacciones alérgicas.

—¿Está garantizado?

—Lo cierto es que ha habido un par de pacientes a los que he tenido que inyectarles el retrovirus una segunda vez; pero han sido la excepción y nunca ha habido que practicar una tercera inoculación. De todas formas, no te cobraré nada si hay que ponerte una segunda dosis.

—¿Y después del tratamiento, puedo morirme?

—Claro que puedes. Aún puedes coger un resfriado. Puedes contraer el sida y morirte, o sufrir un ataque al corazón. Puedes tener cáncer. Alguien podría asesinarte. De hecho, ése es el motivo por el que doy un plazo de dos semanas a la gente antes de ponerles la inyección.

—¿A qué se refiere?

Inspiró con fuerza antes de seguir.

—Porque tienes que meditar sobre las implicaciones que conlleva la Cura. Cuando la gente entra en mi consulta lo único que piensa es: «¡Tío, voy a vivir para siempre!». Sin embargo, no se detienen a considerar las consecuencias. Quieren vivir para siempre, pero no reflexionan sobre lo que significa. Lo que tendrán que asumir. Pensar si en realidad están preparados para algo así, si lo desean de verdad. Contéstame a una pregunta: ¿por qué lo haces? ¿Por vanidad?

—No, creo que no. Supongo que siento curiosidad.

—Ya, pero ¿qué es la curiosidad? La curiosidad es buscar respuestas a los interrogantes que te planteas. Se trata de satisfacer las ansias de saberlo todo sobre ti mismo y el mundo que te rodea. Buscas la satisfacción personal, ¿verdad? Yo diría que no existe una diferencia muy grande entre la curiosidad y la vanidad.

Me había pillado. No sé por qué intenté edulcorar mis motivos. Quizá sea porque siempre le miento a los médicos. A lo mejor ése es el motivo por el que busco ser eternamente joven, para evitar situaciones en las que les miento a los médicos por razones que ni yo mismo comprendo. Mentiras lamentables por otra parte, que intento hacer tragar a profesionales de la medicina de aspecto grave y respetuoso.

Decidí ser sincero.

—Vale —confesé—. Me ha pillado. No quiero morir. Me aterroriza la muerte. Tengo miedo de que no exista nada más allá y que esta vida sea la única que voy a poder disfrutar. Por eso estoy aquí.

Me dio unos golpecitos en la pierna para tranquilizarme.

—Eso es lo que buscáis todos. Hasta los que creen en la existencia del cielo y que allí les aguardan setenta y dos vírgenes y todas las cosas buenas imaginables de la otra vida. Pero insisto, no existe un antídoto contra la muerte, aunque la gente la llame así. Es un tratamiento contra la vejez. Es más, si la teoría de Malthus es correcta, tu muerte está asegurada. Es posible que ocurra dentro de cien años o incluso, dentro de diez mil años. Pero morirás y no será agradable porque lo que te garantiza la Cura es que no tendrás una muerte natural y tranquila. Y eso es lo que tienes que pensar a lo largo de estas dos semanas, si vale la pena vivir todos esos años extra sabiendo que morirás con toda certeza a causa de un balazo, una enfermedad o inanición.

En ese instante, imaginé cómo sería que alguien me disparara en un sucio callejón, y que mi última visión fuera el cañón humeante de un revolver. Entonces la película cambió y de pronto tenía ochenta y cinco años, me encontraba en mi lecho de muerte y había enfermeras gordas que limpiaban con esponjas mi piel vieja y decadente.

—No es cierto que la gente muera tranquilamente en sus camas —dije—. Todos los seres queridos a los que he visto morir, estaban enfermos, depauperados e impotentes. Sometidos a quimioterapia. Metidos en hospitales. Haciéndose sus necesidades encima. Dos de mis abuelos murieron solos, sin nadie a su lado. Dudo mucho que una muerte natural ofrezca muchos atractivos. En realidad, creo que es un proceso lento y deprimente que preferiría evitar a toda costa.

—De acuerdo.

Se puso de pie y me indicó que hiciera lo propio.

—¿Cuántos de sus pacientes han vuelto al cabo de las dos semanas y le han dicho que no querían el tratamiento?

—Estoy convencido de que conoce la respuesta a esa pregunta. Venga, vamos al laboratorio para extraerle la muestra de sangre.

Me guió a la cocina del piso. Los armarios y cajones estaban pintados de blanco, un trabajo descuidado y con aspecto de haberse hecho hacía bastante tiempo. Dentro de los armarios, en lugar de platos, vasos y objetos parecidos, se almacenaba material médico: gasas, esparadrapo, jeringuillas, escalpelos, depresores linguales, etc. Me asombró que no hubiera comida, ni los utensilios propios de una cocina. El médico no tardó en reunir lo necesario para la extracción y aplicarme un torniquete en el brazo.

—¿Qué hace cuando quiere comer aquí? —pregunté.

—Nunca como aquí. ¿En qué trabajas?

—Soy abogado.

—Santo cielo, ¿otro abogado? Debería dejar de aplicaros el tratamiento. Lo último que necesitamos es un ejército de picapleitos incordiando para toda la eternidad. Atento a la aguja.

Me estiró el brazo, me dio un cachete sobre la vena y llenó un tubo de muestras de buen tamaño con mi sangre. Nunca me había detenido a pensar en mi sangre. La única consideración que me había merecido hasta ese día es que era un fluido que recorría el interior de mi cuerpo, y que me asustaba sobremanera cuando corría por el exterior. Y ahora al examinar la sangre que llenaba el tubo, advertí su profundo e inconfundible color rojo, la misma coloración que intentan reproducir en vano en pinturas o barras de labios. Tenía aspecto de poseer vida propia, casi como si tuviera su propio hálito. «Si todo sale bien —pensé—, pronto volverá a mí con más vida de la que jamás ha tenido.»

—¿Puedo preguntarle algo, doctor?

—Desde luego.

—¿Qué especialidad tiene? ¿A qué rama de la medicina se dedica en su trabajo normal?

—Ortopedia.

—Ajá.

—Estuve a punto de hacerme cirujano plástico, pero al final lo descarté. Menos mal que lo hice. A partir de ahora, lo único a lo que se van a dedicar ésos es a sacar grasa.

—Entonces, tiene un buen empleo, ¿no? Se gana bien la vida…

—Sí.

—¿Por qué hace esto? ¿Por qué cruzar la línea? ¿Por qué se arriesga a perder su licencia para practicar la medicina? ¡Joder, está arriesgando su propia vida! ¿Qué le reporta todo esto aparte de un dinero que estoy seguro de que no necesita?

Sonrió antes de responder.

—Verás, John, el tratamiento me da el poder de otorgarle a cualquiera la posibilidad de vivir durante miles de años, quizá para siempre. Digamos que satisface mi curiosidad.

Me curó la herida de la aguja.

—No me saldrán colmillos ni tendré que dormir en un ataúd, ¿verdad?

—No, para conseguir eso hay que modificar otro gen. ¿Quieres que lo haga?

—No, no para nada. Gracias.

—Bien, ya estás. Tienes cita para dentro de dos semanas, a la misma hora que hoy. No es necesario que me llames para confirmar. Sólo tienes que venir con el dinero. No admito billetes de más de cincuenta, gracias. Estaré aquí cuando vengas.

(Nota: el coste total del tratamiento era de siete mil dólares. Algo muy razonable.)

Me dirigí a la puerta. Quería hacerle cuatro millones de preguntas y hacérselas ya. Al final, me limité a formular sólo una.

—Una última cosa.

—Adelante —me animó.

—¿Se lo ha aplicado a sí mismo?

—Claro que lo he hecho.

—Pero tiene más de treinta y cinco años.

Se encogió de hombros.

—Creo que podré sobrellevarlo. Te veré dentro de dos semanas, John.

Me dijo adiós con un gesto de la mano y cerró la puerta. Salí a la calle. Había descargado una gran tormenta mientras me extraían la sangre y cuando miré al cielo, comprobé que presentaba ese extraño brillo enfermizo que sigue a una tormenta de verano al anochecer. Era una luz inquietante, de una tonalidad nauseabunda, como si el cielo se hubiera sentido indispuesto. Estaba atrapado entre la violenta oscuridad de la tormenta y los últimos residuos de luz diurna. Corrí a casa. Y aquí estoy, un día más tarde, sentado cómodamente, en la antesala a la inmortalidad.

Fecha de modificación

7/6/2019, 8:47 a.m.