El niño estaba mirando, sin sonreír, con el blazer negro pulcro y planchado, con el cuello de la camisa abotonado, con su corbata a rayas gruesas, que parecía haberse anudado él mismo, colgando flácida en medio del calor. Podría haber estado esperando a que pasara un funeral. El anciano estaba de pie en lo alto de la escalerilla del vagón, con la jaula de alambre, tapada con una capucha, a los pies.
El tren se acercó meciéndose lentamente al final del andén. Se oyeron lamentos y suspiros bovinos irritados procedentes de la máquina. El inspector estaba de pie detrás del anciano, carraspeando como si esperara hacer algún que otro comentario modesto sobre aquella ocasión tan satisfactoria. Se había establecido un acuerdo entre los tres hombres —el señor Panicker esperaba en el pasillo— de que le correspondía al mayor de los tres el honor de devolver el pájaro a su amo. Al anciano esto le pareció justo; no solamente había permitido sino que había insistido en que el inspector Bellows se llevara todo el mérito por el apresamiento y la detención del asesino Martin Kalb. En cuanto a las razones que tuviera el pastor para declinar semejante honor, su papel en la aventura del retorno del pájaro, tal vez marginal pero cierto, no pareció haber hecho mucho para mejorar su visión de las cosas. Se había pasado todo el camino de vuelta desde Londres de un humor sombrío y taciturno, sentado en el vagón de fumadores echándose ceniza de pipa por encima de su insulso atuendo de seglar. Estaba regresando a casa, le pareció al anciano, con el rabo entre las piernas.
Aparte de su mujer y del niño, el andén de la estación campestre estaba, salvo por el cartero local y un par de mujeres jóvenes vestidas para pasar el día en Eastbourne, desierto. El hijo del vicario había decidido no dar la bienvenida a casa a su padre. De acuerdo con el inspector, Reggie Panicker había huido de Sussex «esperemos que para siempre», aunque al anciano le pareció que tal vez habría sido más caritativo decir que Reggie se había ido en busca de un lugar donde sus carencias de carácter estuvieran un poco menos catalogadas, donde su desafortunada historia no se le echara siempre en cara, donde no fuera el sospechoso más probable de todas las fechorías que se cometían en el vecindario y, por encima de todo, donde un vengativo Fatty Hodges no pudiera encontrarlo.
Con una última sacudida, el tren se detuvo. El niño dio un paso hacia el vagón, un paso tan vacilante que el anciano vio que la señora Panicker le ponía una mano en la nuca para animarlo.
—Podría al menos sonreír —dijo el señor Panicker, sacudiéndose la ceniza de la pechera de la camisa—. Precisamente hoy. Dios bendito. Es un milagro que tengamos al pájaro.
—Cierto —dijo el anciano.
Todavía estaba un poco extrañado de que el loro, que hasta hacía poco había sido objeto de una intensa búsqueda por parte de las más altas esferas del gobierno, hubiera sido liberado de la custodia oficial tan deprisa y sin aparente interés. En medio de la indiferencia absoluta del gabinete del coronel Threadneedle hacia el destino de Bruno se percibían indicios de que el enemigo había cambiado sus códigos, haciendo de este modo inservible cualquier información secreta que Bruno pudiera poseer. Aquellos indicios le fueron transmitidos con una firmeza lo bastante brusca como para dejar al anciano convencido de que de hecho había algo más profundo detrás. Tal vez, pensó, se había encontrado algún medio de desciframiento mejor y más fiable que un pájaro políglota de mediana edad y algo perverso.
—Una sonrisa no estaría mal.
De hecho, el anciano sentía un intenso deseo, casi un ansia, de ver el reflejo de la felicidad en la cara del niño. El negocio de detective había estado durante tantos años enredado con cuestiones de remuneración y recompensa que aunque ahora ya nada de esto le preocupaba sintió, con un vigor sorprendente, que el niño le debía una sonrisa a modo de pago. Pero cuando Linus Steinman se acercó al tren, con la vista puesta en la cúpula encapuchada que el anciano tenía a los pies, su expresión no se desvió de su habitual impasibilidad, aparte, tal vez, de un destello de nerviosismo en los ojos, tal vez incluso de duda. Era una mirada que el anciano reconoció, aunque durante un instante no consiguió recordar de dónde. Pero que tal vez no fuera muy distinta de la duda que atormentaba la mirada del señor reverendo K. T. Panicker.
Pero bueno, pensó el anciano. Claro que está preocupado. No puede ver a su amigo.
—Tenga —le dijo con brusquedad al vicario.
Levantó la jaula, no sin dificultades, y se la entregó al señor Panicker. El vicario empezó a decir que no con la cabeza, pero el anciano empujó la jaula hacia él con toda la fuerza que tenía en los brazos. Le dio un empujón al vicario, de forma no muy suave, hacia la escalera. Luego, mientras el señor Panicker se bajaba del tren con pasos inseguros, el anciano extendió un brazo tembloroso y torcido y tiró de la capucha de hule que cubría la jaula, revelando con una floritura de prestidigitador la cola de color escarlata, el poderoso pico negro, los ojos negros sin fondo y las patas rojas.
El niño sonrió.
El señor Panicker le alborotó el pelo, un poco incómodo. Luego se giró para mirar a su mujer.
—Buen trabajo, señor Panicker —dijo ella, y le ofreció su mano.
El niño cogió la jaula que le ofrecía el señor Panicker y la dejó en el suelo del andén. Descorrió el cierre de alambre, abrió la jaula y metió en ella el brazo y la mano. Bruno saltó ágilmente sobre su brazo y mientras el niño lo sacaba subió poco a poco por la manga de color azul oscuro hasta llegar al hombro, donde, en un eco consciente o accidental del gesto de incomodidad que había tenido el vicario hacía un momento, pasó el pico cariñosamente por los rizos oscuros que el chico tenía encima de la oreja derecha.
La señora Panicker se quedó mirando un momento, contemplando la imagen del niño y el pájaro reunidos con una sonrisa que era al mismo tiempo irónica y nostálgica, tal como uno podría contemplar el salero y el pimentero o el par favorito de calcetines que son lo único que ha sobrevivido del incendio de la propia casa hasta los cimientos. Luego se volvió hacia el inspector.
—Así pues, ¿es rico o no? —dijo.
—Podría serlo —dijo el inspector Bellows—. Pero por lo que he sido capaz de averiguar, o por lo que ha sido capaz de averiguar el señor Kalb, esas series interminables de números que repite el pájaro no corresponden a números de cuentas bancarias de Suiza. Y eso que Kalb hizo trabajar horas extra a su hermano en Zúrich para intentar localizarlos.
La señora Panicker asintió con la cabeza. Era lo que sospechaba. Fue a donde estaban su marido, el niño y Bruno.
—Hola —dijo el loro.
—Hola a ti —le dijo ella al loro.
—Dudo mucho —dijo el anciano— que alguna vez nos enteremos del significado que esos números podían tener, si es que tenían alguno.
No era algo, el cielo lo sabía, que el anciano tuviera costumbre de admitir ni que se sintiera cómodo admitiendo. La aplicación de la inteligencia creativa a un problema, el hallazgo de una solución al mismo tiempo obstinada, elegante y descabellada le había parecido siempre la ocupación esencial de los seres humanos, el descubrimiento del sentido y de la causalidad en medio de las pistas falsas, del ruido y de la maleza sin senderos de la vida. Y sin embargo siempre lo había atormentado —¿no era cierto?— el saber que había hombres, criptógrafos lunáticos, detectives locos, que malgastaban su inteligencia y su cordura en decodificar e interpretar los mensajes de las formaciones de las nubes, de las letras de la Biblia recombinadas, de las manchas de las alas de las mariposas. De la existencia de semejantes hombres se podía tal vez sacar la conclusión de que el sentido moraba únicamente en la mente del analista. De que eran los problemas irresolubles —las pistas falsas y los casos ya enfriados— los que reflejaban la verdadera naturaleza de las cosas. De que todo el significado y esquema aparente no tenía más sentido intrínseco que el parloteo de un loro gris africano. Esto era lo que se podía pensar. Ciertamente, se dijo.
En aquel momento el suelo retumbó débilmente, y a lo lejos, acercándose, se oyó el chirrido de las ruedas de los trenes contra las vías de metal. Estaba pasando un tren por la estación, un tren de carga dedicado al transporte militar, con los vagones pintados de un insulso color gris verdoso, cargado de obuses y radios de campaña y ataúdes para abastecer los bulliciosos depósitos militares de la guerra en Europa. El niño se quedó mirando aquel tren que pasaba traqueteante, aminorando la marcha pero sin pararse. Miró los vagones, moviendo los ojos de izquierda a derecha como si los estuviera leyendo al pasar.
—Sieben zwei eins vier drei —susurró el chico con un ligero ceceo—. Sieben acht vier vier fünf.
Luego el loro, asustado tal vez por el estruendo del tren que pasaba, subió volando a las vigas del tejado de la estación, donde, en una parodia impecable de la voz de una mujer que ninguno de ellos conocería o volvería nunca a ver, empezó a cantar con voz muy dulce.