Él había visto a hombres locos: y el hombre que olía a carne de pájaro hervida se estaba volviendo loco.
Conocía el olor a carne de pájaro porque ellos se la comían. Ellos comían de todo. La conciencia de que los hombres de sus selvas natales eran capaces de quemar y comerse con fruición la carne de su propia especie era un rasgo siniestro de su sabiduría ancestral. En los primeros días de su cautividad la contemplación de su sangrienta dieta y la probabilidad de que lo estuvieran reteniendo en relación con alguna hambruna futura le preocupaba y le asqueaba tanto que se quedó en silencio y se dedicó a mordisquear un pequeño claro entre las plumas de su pecho. Ahora sin embargo ya llevaba mucho tiempo acostumbrado al horror de sus apetitos y se le había pasado el miedo a ser comido. Por lo que había observado de ellos hasta el momento, aquellos hombres, criaturas pálidas, aunque devoraban aves con abundancia y variedad crueles, eximían arbitrariamente a su especie de la matanza. El ave que comían más a menudo era el kurcze Hahne poulet chicken pollo kip, y este era su olor, el de un pollo sacrificado y hervido en agua con zanahoria y cebolla, el olor que por alguna razón exudaba el hombre que se estaba volviendo loco, aunque jamás parecía comer nada que no fueran tostadas y sardinas en lata.
En casa del holandés, junto al puerto, en la isla en que lo incubaron, cuando todavía temía los fuegos y los dientes de aquellos simios terribles con sus canciones extrañas y cautivadoras, él también, suponía, se había vuelto un poco loco. Mientras observaba ahora cómo el hombre pollo-hervido, Kalb, caminaba furiosamente de un lado a otro de la habitación, hora tras hora, con el pellejo de la cabeza alborotado y con el pellejo de la cara todo crecido, cantando para sí mismo en voz baja, el loro se dedicaba a moverse sigilosamente, con solidaridad involuntaria, de un extremo a otro de su percha, y hacerlo lo relajaba bastante, y le recordaba que en aquellos primeros meses temibles con el holandés, se había pasado horas enteras haciendo el mismo trayecto breve, de un lado para otro, mordisqueándose lentamente el plumaje hasta sangrar.
Él había visto a hombres locos. El holandés se había vuelto loco, de hecho. Había matado con los huesos nudosos de sus manos a la chica que compartía cama con él y después se había bebido su propia muerte en un vaso de whisky mezclado con la sustancia más maloliente que Bruno había encontrado en su larga vida entre los hombres y su notable vocabulario de hedores. El whisky ya hedía de por sí, pero era un olor que Bruno había aprendido a apreciar durante la parte última de su estancia con le Colonel. (Ahora ya hacía una eternidad que nadie le ofrecía whisky a Bruno. El niño y su familia nunca lo bebían, y aunque a menudo había detectado su aroma acre en el aliento y la ropa del Pobre Reggie, nunca había visto al Pobre Reggie con un vaso o una botella de la sustancia en la mano). Le Colonel también tenía sus brotes de locura, momentos melancólicos silenciosos y prolongados en los que se hundía tanto que Bruno experimentaba su falta de canto como una especie de tristeza, aunque no era comparable con la tristeza que sentía ahora, después de perder a su niño, Linus, que cantaba en secreto solamente para Bruno.
Era una de las viejas canciones de Linus, la canción del tren, la que estaba volviendo loco a Kalb, de una forma que Bruno no acababa de entender pero que apreciaba y, había que admitirlo, incluso alentaba. Kalb se plantaba delante de la percha de Bruno, con una hoja de papel en una mano y un lápiz en la otra, y le suplicaba que cantara la canción del tren, la canción de los largos vagones que pasaban. La habitación estaba llena de hojas de papel que el hombre había cubierto de marcas de garras, marcas que Bruno entendía que representaban, de una forma cuyos principios captaba pero nunca había aprendido a descifrar, los elementos, simples y contagiosos, de la canción del tren. A veces, cuando el hombre salía de la habitación que compartían, regresaba con un pequeño fardo azul de papel doblado, que abría rasgándolo como si fuera comida y vaciaba ansiosamente de su contenido. Invariablemente, y para fastidio y perplejidad de Bruno, aquel contenido resultaba ser otra hoja llena de pequeñas marcas. Y entonces las súplicas y amenazas volvían a empezar.
El hombre estaba plantado allí ahora, sin zapatos ni camisa, sin nada más que una hoja azul rasgada de marcas de garras en la mano, murmurando. Había entrado hacía poco rato, respirando pesadamente como resultado de subir la escalera que llevaba a su habitación en lo alto del edificio y exudando poderosamente su olor característico a pájaro asesinado y hervido.
—El prefijo de ruta —no paraba de decir para sí, en tono amargo, en el idioma del niño y de su familia.
Aquel hombre también sabía hablar en el idioma del Pobre Reggie y de la familia de este, y una vez había habido un visitante —su único visitante— con quien el hombre loco había conversado fluidamente en el idioma de Wierzbicka, cuyo recuerdo Bruno siempre veneraría, puesto que fue Wierzbicka el pequeño sastre de la voz triste el que había vendido a Bruno a la familia del niño, en una transferencia que Bruno había experimentado, sin saberlo del todo en aquel momento pero sí después de forma retrospectiva y ciertamente desde que había perdido a Linus, como el sentido último y la resolución del absurdo deambular de su larga vida.
—No hay ningún puto prefijo —dijo Kalb.
Bajó la hoja de papel azul y clavó su mirada de loco en Bruno. Bruno puso la cabeza en un ángulo que, entre los de su especie, se habría entendido sin problemas como una expresión elocuente de intransigencia sardónica, y esperó.
—¿Y si me das alguna letra, para variar? —dijo el hombre—. ¿Conoces alguna letra?
«Letra» era un concepto que sí entendía, o por lo menos lo reconocía. Las letras iban dentro de los brillantes fardos de papel que los hombres rasgaban tan ansiosamente y miraban tan desesperanzadamente con sus ojos blancos y veloces.
—¿Alfabeto? —probó Kalb—. ¿A-B-C?
Bruno mantuvo la cabeza firme, pero su pulso se aceleró al oír aquello. Le gustaban los alfabetos. Cantarlos resultaba intensamente placentero. Se acordaba de Linus cantando su alfabeto, en la pequeña voz errática de sus primeras vocalizaciones. El recuerdo era conmovedor, y el ansia por repetir su ABC burbujeó y se elevó dentro de Bruno hasta prácticamente inundarlo, hasta que sus garras suspiraron por la textura del hombro flaco del niño. Pero guardó silencio. El hombre parpadeó, respirando de forma regular y furiosa por su pico pálido y blando.
—Vamos —dijo. Enseñó los dientes—. Por favor. Por favor.
La canción del alfabeto se infló y ondeó, distendiendo el pecho de Bruno. Tal como le pasaba a toda su especie, en alguna parte de su interior había un lugar dolorido sobre el cual el canto presionaba de una forma que producía un gran placer. Si cantaba la canción del alfabeto para el hombre, la presión era menor. Si cantaba la canción del tren, que había permanecido durante mucho más tiempo y con mucha mayor nitidez en su mente que ninguna de las otras mil canciones que sabía cantar, por razones poco claras incluso para él mismo pero relacionadas con la tristeza, con la tristeza de su cautiverio, de su deambular por el mundo, del haber encontrado al niño, de los trenes que se alejaban, de la madre y el padre del niño y del silencio enloquecido que se había cernido sobre el niño cuando lo separaron de ellos, entonces el dolor se calmaba. Era una bendición cantar la canción del tren. Pero la canción del alfabeto serviría. Podía cantarle solo un trocito. Solo el principio. Seguramente aquello no le serviría de nada al hombre. Lanzó un destello con su ojo izquierdo impasible en dirección a Kalb, luchando contra él del modo que llevaba semanas luchando.
—No hay ningún puto prefijo —dijo Bruno.
El hombre dejó escapar una exhalación brusca y parecida a un silbido y levantó la mano como si fuera a golpear al pájaro. A Bruno lo habían golpeado antes, varias veces a lo largo de su vida. Lo habían estrangulado y lo habían zarandeado y le habían dado patadas. Había ciertas canciones que provocaban aquellas respuestas en cierta gente, y uno aprendía a evitarlas, o en el caso de un pájaro muy inteligente como Bruno, a elegir los momentos. Le había resultado posible atormentar a le Colonel, por ejemplo, simplemente mediante la repetición juiciosa, en presencia de su mujer, de ciertos comentarios escogidos de la petite amie de le Colonel, mademoiselle Arnaud.
Levantó una pata para protegerse del golpe. Se preparó para arrancar un cacho húmedo de carne de la mano del hombre. Pero en lugar de golpearle, el hombre se dio la vuelta y fue a tumbarse en la cama. Bruno dio las gracias por aquello. Porque si el hombre se quedaba dormido, entonces Bruno podía permitirse cantar la canción del alfabeto, y también la canción del tren, que él cantaba, por supuesto, con la voz secreta del niño, tal como el niño se la había cantado a él, de pie frente a la ventana trasera de la casa de herr Obergruppenführer, con la vista puesta en las vías del tren, contemplando los trenes incontables que se alejaban rumbo al lugar donde el sol salía del suelo todos los días, y cada parte del tren llevaba las marcas de garras especiales que componían la letra interminable de la canción del tren. Debido a que Kalb parecía estar tan ansioso por oír la canción del tren, ahora Bruno tenía cuidado de cantarla únicamente cuando el hombre estaba dormido, con esa perversidad instintiva y deliberada que se contaba entre las virtudes más apreciadas por su especie. El sonido de la canción del tren, al elevarse en medio de la noche, sacaba bruscamente al hombre de su sueño y lo ponía a buscar desesperadamente su lápiz y su papel. Cuando por fin estaba despierto, sentado en medio de un círculo de luz de la lámpara con el lápiz aferrado en los dedos, entonces —por supuesto— Bruno dejaba de cantar. Noche tras noche, se repetía la misma actuación. Bruno había visto cómo enloquecían varios hombres, empezando por aquel holandés de la isla de Fernando Poo, en medio del calor y del zumbido constante de las cigarras. Sabía cómo se hacía.
Sonó el timbre, muy por debajo de la habitación diminuta de Kalb. Bruno lo oyó y luego, un instante después, como siempre, el hombre lo oyó también. Se incorporó en la cama, con la cabeza inclinada en un ángulo que entre los loros habría significado una ligera excitación sexual pero que entre los simios denotaba vigilancia. Kalb siempre estaba alerta a las idas y venidas de la casa, en la que habitaban diecisiete humanos más, seis de ellos hembras, en aposentos separados y compartiendo sus cantos de forma muy esporádica. Ahora Bruno podía oír a nueve de los otros humanos, oía sus aparatos de radio, su carbón susurrando en la chimenea y el tintineo de un par de agujas de hacer punto. Y oía también la voz de la señora Dunn, la casera, muy por debajo, al pie de las escaleras. A modo de respuesta llegó una voz masculina que no reconoció. Luego Bruno oyó pasos pesados en las escaleras, tres, no, cuatro hombres, y también la señora Dunn, pero Kalb no pareció percibir este clamor hasta que los que subían ya habían dejado atrás el rellano del segundo piso y seguían subiendo.
Por fin Kalb se puso en pie de un salto y corrió a pegar la oreja a la puerta. Escuchó un momento y luego soltó una sílaba oscura y áspera que solía decir muy a menudo herr Obergruppenführer cuando se tumbaba en el sofá del padre del niño, en el despacho del fondo de la casa situada junto a las vías del tren, con un hedor procedente de sus botas que era casi tan terrible como el olor del vaso de muerte del holandés. Kalb se giró para apartarse de la puerta y echó una mirada frenética a la habitación, después se volvió hacia Bruno, con los brazos extendidos, como si estuviera pidiendo ayuda. Pero Bruno no tenía ganas de ayudarle, porque Kalb no era un buen hombre en absoluto. Había arrebatado a Bruno de Linus, que necesitaba a Bruno y que le cantaba de una forma que pagaba con creces todos los largos años de sufrimiento y cautividad. Y lo que era peor, Kalb mataba a sus congéneres: Bruno lo había visto abatir al hombre llamado señor Shane, por la espalda, con un martillo. Era cierto, por supuesto, que el señor Shane también había estado planeando arrebatar a Bruno de Linus. Con todo, Bruno nunca habría deseado su muerte, y odiaba el recuerdo inerradicable de haberla presenciado.
Decidió informar a Kalb de que no pensaba ayudarlo, de alguna manera pudiera hacerlo, incluso si hubiera entendido qué peligro era el que se acercaba.
Abrió el pico y emitió, presionando de forma muy satisfactoria en el sitio dolorido que tenía dentro, una serie de toses por lo bajo parecidas a risitas. Aquella alusión al olor característico de Kalb, aunque el hombre no tenía manera de saberlo, constituía una reproducción fiel y exacta de la voz de los menorquinos azules que habían graznado en el jardín trasero de la casa de le Colonel en Biskra, Argelia, en particular de una fornida dama azul y blanca cuya coloración Bruno siempre había admirado.
Un momento después pagó muy cara su bromita, sin embargo, cuando el hombre agarró un saco de lona para guardar ropa sucia y se abalanzó sobre él, agarrándolo de forma tosca pero eficaz por las patas. Antes de que Bruno pudiera coger la mano o la nariz o el lóbulo de la oreja de Kalb con su poderosa herramienta, cuerno y pinzas y boca y mano, que constituía su único orgullo y vanidad y tesoro en el mundo, se encontró a sí mismo arrojado a las tinieblas.
Desde el interior del saco para la ropa sucia oyó cómo el hombre recogía todas sus hojas desparramadas y llenas de marcas de garras y luego el chirrido de la puerta del armario ropero. La oscuridad que lo rodeaba resonó con una vibración inconfundible de madera y de aquello dedujo que el hombre lo iba a meter en el ropero. Sintió que su cabeza golpeaba contra algo y luego hubo un destello en su cráneo, tan nítido como las plumas del pecho de aquel pollo menorquino azul devorado tanto tiempo atrás. Luego oyó un ruido metálico cuando su percha cayó también a su lado, empujándolo, con un chapoteo suave del agua del platillo de hojalata que había sujeto al travesaño. Luego otro chirrido cuando Kalb cerró el ropero, confinando a Bruno en su interior.
Bruno estaba perfectamente inmóvil, paralizado por la oscuridad y por la luz que acababa de estallarle en el cráneo. Cuando resonaron los golpes en la puerta intentó cantar pero descubrió que no podía mover la lengua.
—¿Señor Kalb? —Era la señora Dunn—. La policía está aquí. Quieren hablar con usted.
—Sí. Muy bien.
Se oyó el ruido del agua del grifo al correr, el tintineo de la brocha de afeitarse contra el vaso. Y luego el traqueteo de la cerradura de la puerta.
—¿El señor Martin Kalb?
—Soy yo. ¿Ha pasado algo?
Siguió un breve intercambio de canciones en voz baja entre los hombres, al que Bruno prestó poca atención. Estaba muy desorientado, y los efectos de la brutalidad del hombre hacia él persistían, zumbando en su cráneo. Aquello lo trastornó, puesto que parecía exigir un eco, una repetición —pedía un castigo—, y sin embargo la violencia era tan ajena a él como el mismo silencio.
—¿Así que no tiene usted ni idea de dónde puede estar entonces el loro del niño? —oyó que decía uno de los hombres. Reconoció que se trataba de la voz del hombre anciano y devastado que tenía aquel admirable pico de carne, el que había salido aleteando de su guarida para asustarlos al niño y a él en aquella tarde deslumbrada de caminar por las vías.
—Me temo que no. Qué pérdida tan insoportable.
Cada vez le costaba más respirar. No había suficiente aire en el saco. Y luego llegó un momento en que Bruno sintió que podía dejar simplemente de respirar, rendirse, permitir que todo el triste deambular y la crueldad de su cautiverio llegaran por fin a una conclusión suave y oscura. Al final tan solo se lo impidió la esperanza inesperada, completamente ajena a su naturaleza y temperamento, de clavar las garras en la piel de la garganta de Kalb, de arrancar de un mordisco la punta de su odiado hocico pálido.
—¿Y nunca ha conocido usted al señor Richard Shane?
—Pues no.
Aunque el hombre lo había cerrado con los cordeles, el saco para guardar ropa sucia estaba hecho de una lona más bien fina. Bruno dio una dentellada experimental con el pico.
—¿Tendría alguna objeción, señor, a que echáramos un vistazo por su habitación?
El material ofrecía poca resistencia a sus esfuerzos. Masticarlo no era del todo desagradable.
—En circunstancias normales, inspector, no tendría ninguna objeción, pero me coge usted en un momento muy inoportuno. Una de mis niñas ha caído gravemente enferma, me temo, y ahora mismo tengo que salir para ir a verla. No me refiero a una hija mía, claro. Tal vez han oído hablar ustedes de mi trabajo con el Comité de Ayuda.
Tan preciso como herr Wierzbicka con sus enormes tijeras relucientes, Bruno abrió a mordiscos una ranura en el saco de lona y después una segunda ranura en ángulo recto respecto a la primera. Agarró con el pico la esquina que quedaba suelta y dio un tirón brusco. Se oyó un ruido suave de un desgarrón cuando una tira de tela se desprendió del saco. Era un ruido interesante —ksst, ksssst— y a Bruno le habría gustado producirlo él mismo, pero tenía la boca llena de lona y además el agujero todavía no era lo bastante grande. En todo caso no era fácil para un loro cantar cuando estaba siendo presa de una emoción tan oscura como aquella furia que ahora lo abrumaba.
—Lo siento muchísimo, pero tengo que preguntárselo… ¿han venido a detenerme?
—No, no. En absoluto.
Bruno dio otro tirón del jirón de tela y luego sacó la cabeza por el agujero que había hecho. Se produjo una alteración en la naturaleza de la oscuridad. Ahora podía ver una rendija luminosa a lo largo de los bordes de la puerta del ropero.
—Y yo no… No se me ocurre cómo podría yo estar bajo sospecha.
—No lo está. Pero nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
—En ese caso tengo que pedirles que me disculpen por ahora. Tengo que coger un tren para Slough dentro de… oh, cielos, dentro de veinticinco minutos. Estaré encantado de ir a Scotland Yard y hablar con ustedes. Hoy mismo, tal vez a las cuatro o las cuatro y media. ¿Les parece bien?
—Muy bien entonces —dijo el que se llamaba inspector, usando matices de pesar y de duda en su tono.
Se oyó el susurro y el ruido áspero de los pies de los hombres mientras se dirigían a la puerta.
Bruno forcejeó, aleteando y escarbando, para liberar el resto de su cuerpo del saco. Una de sus alas golpeó el palo frío de su percha, y al encontrarlo se agarró con fuerza al metal con una garra. Usando el palo como trampolín a la oscuridad se lanzó a sí mismo contra la puerta del ropero, preparado en cuanto esta se abriera para salir volando a la garganta del hombre y sacar a la luz la carne roja que tenía dentro.
Aquella vez no notó ningún destello dentro del cráneo. Fue su cuerpo el que golpeó la puerta, dejándolo sin respiración como si le hubieran golpeado con el dorso de una mano enorme de madera. Se quedó tirado al fondo del ropero, derrotado y temblando y luchando por coger aire. Abrió la boca para cantar su impotencia, su rabia, su odio al hombre que lo había separado de Linus Steinman. Durante un momento largo no salió nada de su garganta paralizada. La habitación del otro lado de la puerta se había quedado sumida en un silencio profundo y casi audible, como si todas las criaturas que había allí estuvieran esperando a oír lo que fuera que Bruno pudiera —o tal vez debería— conseguir decir. En el instante previo a perder el conocimiento sintió, más que oyó, el sonido grave y gutural que emanó de él, seguido de las palabras del inspector al otro lado de la puerta.
—¿Tiene usted un pollo guardado en el ropero, señor Kalb?