8

Los panales eran una hilera de cajones con tejado a dos aguas situados al lado sur de la casita de campo, pagodas en miniatura, blancas y escalonadas como pasteles de boda. Una de las colonias databa de 1926; en su fuero interno él siempre la había llamado el «Viejo Panal». El «Viejo Panal» había sido engendrado y gobernado por generaciones de reinas fuertes y prolíficas. Para el anciano era tan antiguo como la propia Gran Bretaña, como los huesos calcáreos de los South Downs. Y ahora, igual que en cada uno de los diecisiete veranos anteriores, había llegado el momento de despojarlo de su miel.

En la mañana propuesta para la extracción, estuvo leyendo a J. G. Digges hasta las cuatro, después durmió de forma entrecortada durante una hora hasta que supo que era el momento de levantarse. Nunca se había fiado de los despertadores. Toda su vida había tenido el sueño ligero, y en su ancianidad sufría insomnio declarado. Cuando dormía, sus sueños eran acertijos y problemas de álgebra que le impedían descansar. Por lo general prefería permanecer despierto.

Todo se demoró más de lo que debería: las abluciones, el café, cargar la primera pipa del día. Nunca había aprendido a cocinar, y la chica de los Satterlee que lo cuidaba últimamente no llegaría hasta las siete. Para entonces ya estaría enfrascado en su trabajo con los panales. Así que no comió nada. Y sin embargo, aunque no se molestara en desayunar, descubrió con fastidio que para cuando hubo terminado de librar su batalla diaria en el lavabo, para cuando hubo lavado sus viejos brazos y piernas, hubo cerrado todas las cremalleras de su traje de apicultor y se hubo puesto las botas con suela de goma y el sombrero de apicultor, el sol ya había salido y estaba alto en el cielo. Iba a ser un día caluroso, y cuando las abejas tenían calor estaban descontentas. Por lo menos de momento seguía habiendo cierta frescura nocturna en el aire, niebla en las tierras altas y un aroma denso a mar. Así que malgastó otros cinco minutos saboreando su pipa. La frescura matinal, el tabaco picado encendido, el sopor de finales de verano, las abejas saciadas de miel: hasta que llegó la reciente aventura del loro sabio aquellos habían sido los placeres de su vida. Unos placeres animales, lo reconocía.

Una clase de cosas que antaño habían significado muy poco para él.

Las suelas de sus botas crujieron en la hierba mientras iba al cobertizo a buscar sus herramientas de asaltador y crujieron cuando fue cojeando hasta las colmenas. Notó el olor a ungüento de la miel de brezo cuando todavía no había cruzado la mitad del jardín donde las tenía. Aquel año el verano había sido bueno para el brezo. Los Satterlee estarían contentos: en virtud de un antiguo acuerdo la familia vendía la producción de sus colmenas y se quedaba con las ganancias, y la miel de brezo alcanzaba cuatro o cinco veces el precio de cualquier variedad común.

Por fin llegó junto al «Viejo Panal», sosteniendo su ahumador y el frasco tapado de benzaldehído. La colmena despedía cierto aire de satisfacción condenada, como una ciudad durmiendo la mona el día después del carnaval mientras era contemplada desde la cima de una colina por un ejército de hunos. El anciano aspiró una calada larga de humo y luego se agachó hasta el suelo, apoyándose en el ahumador para no perder el equilibrio. Había un par de obreras ociosas frente al portal redondo de su ciudad.

—Buenos días, señoras —dijo. O tal vez solo lo pensó.

Acercó los labios al agujero de entrada y sopló en el interior una densa y rancia exhalación de tabaco barato. Había criado a su ganado infundiéndoles una recomendable docilidad, pero cuando uno iba a robarles su miel era mejor no correr ningún riesgo. El tabaco picado que él fumaba tenía unos notables poderes de tranquilización; el British Bee Journal había publicado sus notas al respecto.

Se puso de pie con un ruido como de carraca y se preparó para quitar el alza, con sus panales gruesos y llenos de cera. No era una tarea que le gustara. Las alzas se volvían cada año más pesadas. No costaba mucho imaginarse que tropezaba de camino al porche techado que había detrás de la casa y donde tenía el extractor: se le partía un hueso crucial y todos los paneles astillados con la miel se desparramaban por el suelo. No tenía exactamente miedo de morir, pero había eludido a la muerte durante tantos años que esta había llegado a resultarle formidable simplemente por aquel largo acto de evasión. En concreto tenía miedo de morir de alguna forma indigna, en el retrete o con la cara hundida en las gachas.

Sacó la pipa con cuidado y se la guardó en el amplio bolsillo de su traje de apicultor junto con sus cerillas y su bolsita de tabaco. El aldehído benzoico solo era moderadamente inflamable, pero la perspectiva de incendiarse a sí mismo con su propia pipa se ajustaba a sus peores ideas sobre la indignidad de la visita que podía hacerle alguna vez la muerte. Después de quitar la pipa de en medio, destapó el frasco de cristal marrón y su órgano olfativo quedó abrumado, casi anulado, por una desagradable vaharada de olor a mazapán. Roció generosamente con aquel líquido el relleno de fieltro del ahumador. Luego cogió el tejado en punta de la colmena y lo levantó. Deprisa, casi dejándolo caer, lo puso en el suelo y regresó al panal, al hermoso panal, cada una de cuyas celdas estaba sellada con un tapón de cera robustamente fabricado por las abejas. Tenía la extraña palidez de los panales de brezo, una blancura intensa, tan blanca como la muerte o como las gardenias. Despertaban admiración en él. De vez en cuando una abeja sorprendida en medio de sus asuntos contemplaba el significado del trastorno, el repentino estallido de luz del día. Una de ellas, una heroína de su pueblo, se elevó de golpe en el aire para atacarlo. Si lo picó, él no pareció darse cuenta. Ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a las picaduras. Dejó el ahumador sobre la pálida extensión del panal y volvió a colocar el tejado para cubrirlo. Al cabo de pocos minutos el odiado olor del aldehído habría empujado a cualquier abeja que todavía quedara en el panal al siguiente nivel de la colmena.

Cuando tenía bajado el velo de su sombrero por lo general no oía nada más que su respiración y el murmullo de las abejas. Pero esta vez no se había molestado en bajarse el velo, de tan lentas y gordas que estaban sus abejas, así que tuvo la oportunidad de oír el grito ahogado que sonó detrás de él. Fue más un jadeo que un grito en realidad, breve y decepcionado. Al principio creyó que debía de ser la chica de los Satterlee, pero cuando se giró vio al niño de pie junto al cobertizo, chupándose el dorso de la mano. Llevaba los mismos pantalones cortos y limpios y la misma camisa planchada que el día de su primer encuentro, pero al verlo allí de pie sin su loro al anciano le dio la impresión de que le faltaba algo de forma muy llamativa.

El anciano sonrió.

—Duele, ¿verdad?

El niño asintió lentamente, demasiado sorprendido o demasiado dolorido para fingir que no entendía. El anciano caminó tranquilamente hacia él, negando con la cabeza.

—Menudo chico tan singularmente desafortunado eres —dijo—. Déjame que le eche un vistazo.

Le cogió la mano al niño. En el dorso, justo debajo de la muñeca, tenía un bultito inflado de carne y en su centro el filamento negro del aguijón. El anciano extrajo una caja de cerillas del bolsillo con cremallera de su traje de apicultor y sacó de dentro la bandejita de las cerillas. Mientras sostenía la bandejita con la mano izquierda, con la derecha aplanó la funda exterior de la caja de cerillas. Luego, usando el borde del cartón aplanado, raspó la mano del niño hasta sacar el aguijón. El niño estuvo llorando a moco tendido durante todo el proceso.

—No hay que arrancarlos —le dijo al niño con una brusquedad que no era del todo su intención.

Era consciente de que existía un vocabulario para consolar a los niños compungidos, pero él nunca se había molestado en aprenderlo. A lo largo de los años los chicos le habían servido bien —¡aunque aquello había sido en otro siglo!—, ampliando el alcance de sus ojos y orejas, pasando invisibles por callejones y patios oscuros donde la presencia de él habría atraído una atención indebida, colándose por encima de los dinteles, por las puertas traseras de tabernas hostiles y entrando y saliendo de los establos de criadores corruptos de caballos. Y a su manera altivamente jocosa él había hablado con aquellos chicos e incluso se había preocupado distraídamente por ellos. Pero se trataba de una clase totalmente distinta de niños, andrajosos, rudos, necesitados y ávidos, con agujeros en los zapatos y agujeros en lugar de ojos, chicos a los que el hambre y la pobreza habían adiestrado para que mostraran el espectro más corto posible de emociones humanas. Antes habrían bebido lejía que dejarse ver en público derramando una lágrima.

—Solamente sirve para extender el veneno.

El aguijón cayó al suelo. El niño recuperó su mano y examinó la hinchazón rosada de la histamina. Luego devolvió la mano al consuelo de su boca. Había algo en la imagen del niño mudo chupándose el dorso de la mano que hizo enfurecer al anciano. Permitió que el deseo de abofetear al niño en la mejilla lo emocionara durante un instante.

—Espera —dijo—. No hagas eso.

A tientas, con la furia y la artritis entorpeciéndole los dedos, intentó volver a ensamblar los componentes de la caja de cerillas. El cajoncito se volcó y las cerillas se desparramaron por el suelo. El anciano soltó una palabrota. Luego, al mismo tiempo de forma deliberada y movido por un impulso descabellado, soltó una segunda palabrota, horrible, en alemán. Las sílabas agradablemente rancias escaparon de sus labios con un chasquido audible de placer.

El niño dejó de besarse el dorso irritado de la mano. Una expresión maligna animó aquellos ojos grandes y sombríos, un destello de aquella sorna dura y parecida a la mirada de un loro que de vez en cuando, durante aquel siglo XIX ya desaparecido, había relucido en los ojos duros y huecos de aquellos poco ortodoxos y andrajosos granujillas. El niño despojó al anciano de las mitades rotas de la caja de cerillas, se arrodilló, recogió a toda prisa las cerillas desparramadas y las metió cuidadosamente en su lugar. Le devolvió la caja al anciano y este se la guardó de nuevo en el bolsillo con cremallera de su traje de apicultor y sacó la bolsita del tabaco picado. Sacó un pellizco, dejando caer una lluvia de confeti rancio en el suelo. Sacó su lengua de ogro, puntiaguda y agrietada. Un chorrito de su saliva de dragón. Luego extendió la mano en dirección al niño.

—Dame —dijo el anciano con toda la amabilidad que pudo.

Tenía la sensación de no estar siendo amable en absoluto. El niño lo entendió. Le pasó la mano herida al anciano, con una cara al mismo tiempo seria y expectante, como si estuvieran a punto de sellar algún pacto de muchachos con esos pinchazos que hacen brotar gotas de sangre o con palmas de manos ungidas de saliva sacrosanta. El anciano colocó el pegote de tabaco mojado sobre el verdugón. Cogió la otra mano del niño y presionó la palma contra la picadura de la abeja y el grumo de tabaco.

—Así. Aguántalo así.

El niño obedeció mientras el anciano se esforzaba por sacar el ahumador del alza de encima. Confiaba en no haberlo dejado allí demasiado tiempo. Una exposición prolongada al humo podría estropear el aroma de la miel. Tras dejar a un lado el ahumador agarró los extremos del alza cargada de miel y caminó dando tumbos hacia el porche donde efectuaba la extracción, esforzándose de forma febril e intentando con una desesperación que lo entristecía disimular el hecho de que estaba dando tumbos. Su esfuerzo no consiguió engañar al chico.

Se oyó el crujido de unas suelas de goma sobre la hierba y el chico apareció de repente allí, a su lado, agarrando un extremo del armazón rectangular del alza con la mano herida, cuya hinchazón ya parecía haber empezado a remitir.

Fueron juntos hasta el porche. El niño no miraba a los ojos del anciano sino al espacio que lo rodeaba, echando vistazos rápidos y recelosos, como si temiera que lo atacara alguien más. Mientras el anciano intentaba abrir como podía la puerta mosquitera, el peso del armazón fue recayendo inexorablemente sobre el niño. Y lo aguantó. Entraron avanzando pesadamente en el porche, donde esperaba el centrifugador, con su enorme manivela dentada, con el aire paciente y lleno de reproche de toda la maquinaria de granja cuando no se está usando. Aunque estaba abierto, en el porche flotaba todavía una penumbra sombría y avinagrada de cosechas de años anteriores. Dejaron la bandeja con su cargamento de cera extrañamente radiante sobre una sábana limpia y emprendieron el camino de vuelta a las colmenas.

Trabajando solo —su forma preferida, e inevitable, de trabajar durante los últimos treinta años— podría haber tardado hasta bien entrado el atardecer en sacar una por una las alzas de las seis colmenas, a razón de dos alzas por colmena; en corlar los armazones de los paneles; en separar las cubiertas de cera con el filo calentado de un cuchillo de cortar pan; en cargar con secciones goteantes de panal cortado hasta el extractor y darle a la manivela hasta que toda la miel a la que se podía convencer para que abandonara los panales era vertida, mediante distintas operaciones de fuerza centrífuga y gravitatoria, en los frascos de reposo; en asegurarse de que el porche estuviera bien cerrado y sellado contra incursiones vengativas; y en devolver las alzas saqueadas a las colmenas. Con la ayuda de Linus Steinman, cada vez más competente a medida que avanzaba el día, inteligente y habilidoso y bendecido con el don maravilloso e incondicional de la ausencia de conversación, terminó la tarea poco después de las cuatro de la tarde. Se quedaron juntos en el porche protegido con tela mosquitera, en medio del olor denso y pestilente —parecido a la atmósfera de un planeta de fermentación y podredumbre, parecido al planeta Venus con todo su supuesto alboroto insalubre e inhospitalario— de la miel. Al detenerse el centrifugador el porche, la granja y la inmensa cuenca de campiña verde y tediosa que los rodeaba parecieron llenarse de una masa espesa y gomosa de silencio.

De repente la comodidad de su trabajo mutuo los abandonó. Se miraron entre ellos.

El niño tenía algo que decir. Se palpó los bolsillos con unos dedos que se le pegaban a la tela de los pantalones cortos y de la camisa con un susurro áspero. Su trozo de lápiz apareció en el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, pero a medida que la búsqueda del cuaderno continuaba sin arrojar resultados una arruga apareció en el ceño condenado al fracaso del niño. Se estuvo dando palmadas por todo el cuerpo hasta que se le formaron filamentos de miel entre las yemas de los dedos y los bolsillos, cubriéndolo de una capa vaporosa parecida a una telaraña. El anciano observó impotente cómo el niño, cada vez más agitado, hilaba filamentos de pérdida procedentes de las palmas de sus manos y de sus dedos. Sin duda el cuaderno, tras la ausencia continuada de Bruno, era lo único que le quedaba a modo de compañero de sus pensamientos.

—Tal vez se te ha caído junto a las colmenas —sugirió el anciano, y mientras las pronunciaba oyó la nota de alivio genuino que al menos había logrado infundir a sus palabras y al mismo tiempo la absoluta ausencia adulta de esperanza que expresaban.

Recorrieron todo el jardín donde estaban los panales y allí el anciano, con las articulaciones matándolo de dolor y los músculos temblorosos, consiguió acercar sus despojos traqueteantes al suelo. Con su aplomo canino de costumbre peinó el jardín en busca del resto barato de cartón y pulpa que quedaba de la voz perdida del niño. Desde el ángulo bajo de su exploración las seis colmenas se veían blancas y solemnes a la luz del sol vespertino, como una calle de templos de Lucknow o de Hong Kong. Mientras gateaba por el suelo volvió a su mente la posibilidad de morirse, y descubrió con placer que ninguna sombra de indignidad oscurecía aquella posibilidad. Una vida larga descartaba todo lo que no fuera esencial. Algunos ancianos terminaban sus vidas como poco más que la suma total de sus recuerdos, otros como nada más que un par de pinzas, o un puñado de amargos axiomas demostrados. A él le agradaría bastante acabar no siendo nada más que un simple gran órgano de detección que hurgaba en el vacío en busca de una pista.

Al final, sin embargo, se vio obligado a admitir que no había nada que encontrar. Cuando se levantó luchando por conservar el equilibrio, el dolor palpitante de sus articulaciones era como un sentimiento universal de pérdida, la acción sobre sus huesos de la resistencia implacable que mostraban algunas cosas, una vez perdidas, a ser encontradas. Pesadamente, como si lo estuviera recogiendo del otro lado del mar del Norte, el niño dejó escapar un suspiro. El anciano se puso de pie y se encogió de hombros. Con la conciencia del fracaso pareció que una sombra gris le oscurecía los sentidos, como si un enorme satélite inexorable como una nube estuviera cruzando el cielo y tapando el rostro del sol. El mundo se vació de significado igual que la luz huye durante un eclipse. El enorme corpus de experiencia y sabiduría, de corolarios y resultados observados, de los cuales se sentía el maestro, quedó inutilizado de un plumazo. El mundo que lo rodeaba era una página de texto ilegible. Una hilera de cubos blancos de los que escapaba un misterioso zumbido lastimero. Un niño envuelto en una miasma reluciente de hilos, con la cara y la mirada aplanadas y bordeadas de sombras como si fueran de papel y alguien las hubiera recortado y pegado al cielo. Una brisa que dibujaba trazos ondulantes de vacío en las puntas de color verde claro de las briznas de hierba.

El anciano se llevó un puño a los labios y lo mantuvo allí, luchando por contener un acceso de náuseas. Su intento de tranquilizarse recordándose vagamente que dichos eclipses le habían ocurrido antes fue cancelado por el recuerdo adverso de que cada vez le acometían más a menudo.

Linus Steinman sonrió. De algún bolsillo o forro no registrado el niño acababa de sacar una tarjeta. La luna que ocultaba el sol empezó a alejarse; el mundo quedó una vez más deslumbrado por el sentido y la luz y la maravillosa vanidad del significado. Los ojos del anciano se entelaron de lágrimas de vergüenza mientras, aliviado, miraba cómo el niño garabateaba una breve pregunta en el papel que había encontrado. Se le acercó caminando por la hierba y, con una pregunta en la mirada, le dio al anciano el trozo de papel vitela de color crudo.

—«Leg ov red» —leyó el anciano.

Tenía la poderosa sensación de que debería entender aquella comunicación pero que el sentido de la misma se le escapaba por poco. Tal vez su cerebro en descomposición había fracasado aquella vez en su intento de recobrarse del todo de su reciente lapsus. ¿Se trataba acaso de una invocación, escrita por alguien que no dominaba el idioma, de las garras de color rosado del loro africano desaparecido? O tal vez…

Al anciano se le escapó el papel de los dedos y cayó revoloteando hasta el suelo. Se agachó gruñendo para recuperarlo y cuando lo recogió encontró en el dorso del papel dos palabras y un numeral, no escritos en los garabatos torcidos de grafito del niño sino con el puño firme de un adulto, en tinta negra de plumín fino. Era la dirección, en Club Row, de un tal señor Jos. Black, Tratante de Aves Raras y Exóticas.

—¿De dónde has sacado este papel? —dijo el anciano.

El niño cogió la tarjeta y, debajo de la dirección, garabateó una sola palabra:

«BLAK».

—¿Ha estado aquí? ¿Has hablado con él?

El niño asintió con la cabeza.

—Ya veo —dijo el anciano—. Creo que tengo que ir a Londres.