7

Las abejas sí le hablaban, en cierta manera. El zumbido inexpresivo, el simple vacío sonoro que otros oían era para él una narración cambiante, rica, llena de inflexiones, variable y nítida como las piedras desperdigadas de una playa de guijarros grises y vulgares, y él se desplazaba por aquel ruido, atendiendo a sus abejas como alguien que peina una playa, encorvado y lleno de maravilla. El sonido no tenía ningún sentido, por supuesto —él no estaba tan chiflado—, pero aquello no quería decir, en absoluto, que el canto no significara nada. Era el canto de una ciudad, una ciudad situada tan lejos de Londres como Londres lo estaba del paraíso o de Rangún, una ciudad en la que todo el mundo hacía exactamente lo que tenía que hacer, de la forma que había sido establecida de antemano por sus antepasados más remotos y venerables. Una ciudad en la que las piedras preciosas, los lingotes de oro, las cartas de crédito o los planes navales secretos no eran nunca robados, en la que los hijos segundos perdidos desde hacía mucho tiempo y los primeros maridos fracasados en la vida no aparecían procedentes del valle de Wawoora ni del Rand con algún ingenioso truco provinciano para matar de miedo a algún viejo ricachón. Sin apuñalamientos, estrangulamientos, palizas ni tiroteos. Casi exenta de violencia, salvo por algún regicidio de vez en cuando. Todas las muertes en la ciudad de las abejas estaban programadas, preparadas de antemano hacía decenas de millones de años. Cada muerte era transformada nada más ocurrir, de forma eficaz e inmediata, en más vida para el panal.

Era una de esas ciudades en las que un hombre que se había ganado la vida entre asesinos y rufianes podía elegir pasar el resto de sus días, escuchando su canto, igual que un joven recién llegado a París o a Nueva York o a Roma (o incluso, tal como recordaba vagamente, a Londres) salía al balcón de una habitación alquilada o a la azotea de una casa de vecinos para escuchar el ronroneo del tráfico y la fanfarria de las bocinas y sentir que estaba oyendo la música de su propio destino misterioso.

Entre la epopeya de las abejas y el ruido áspero de su propia respiración en el interior de su redecilla protectora, no pudo oír, del mismo modo que tampoco lo había esperado, el sedán largo y negro que apareció al día siguiente de su entrevista con Parkins. El anciano no se giró hasta que el hombre de Londres estuvo a menos de tres metros a su espalda. Una presa fácil, pensó, enfadado consigo mismo. Era una suerte realmente que todos sus enemigos estuvieran muertos.

El hombre de Londres iba vestido como un ministro pero se movía como un soldado apartado del servicio. Era fornido de pecho, rubio, tenía los ojos guiñados como si estuviera bajo un cielo hostil, y se acercó a los panales arrastrando de una forma curiosa el pie izquierdo, calzado con un elegante zapato grueso Cleverley. Lo bastante mayor como para haber acumulado una veintena de enemigos, estaba claro, pero no lo bastante como para haberlos sobrevivido a todos. Su chófer esperó junto al coche, que tenía matrícula de Londres y unos faros estrechos y apagados que parecían la réplica de los ojos entornados por el sol de su pasajero.

—¿Nunca le pican? —dijo el hombre de Londres.

—Todo el tiempo.

—¿Y duele?

El anciano levantó la redecilla para no tener que desperdiciar un sí perfectamente valioso en una pregunta tan necia. El hombre de Londres escondió el asomo de una sonrisa en su bigote rubio encanecido.

—Supongo que sí —dijo—. Le gusta la miel, ¿no?

—Pues no particularmente —dijo el anciano.

El hombre de Londres pareció un poco sorprendido por aquella respuesta, pero asintió y contestó que a él tampoco le volvía loco la miel.

—¿Sabe quién soy? —dijo al cabo de un momento.

—Conozco su género y especie —dijo el anciano. Levantó una mano hacia su velo de redecilla como si lo fuera a volver a bajar. Luego se quitó todo el sombrero y se lo puso debajo del brazo—. Será mejor que entre.

El hombre de Londres eligió la silla que estaba junto a la ventana e hizo un intento discreto de levantar el marco de la misma para dejar entrar un par de centímetros de aire fresco en la sala. Era la silla menos cómoda de la casa y combinaba las peores cualidades de un caballete para serrar y de un banco de iglesia, pero el anciano no se engañaba a sí mismo acerca del olor que reinaba en la sala. A pesar de no poderlo oler ya, no más de lo que un oso, o ya puestos un ogro, puede percibir o preocuparse por el hedor de su oscuro cubil.

—Puedo ofrecerle una taza de té —dijo, aunque de hecho no estaba nada seguro de poder—. Creo que mis existencias datan de principios de la década de mil novecientos treinta. No sé, coronel, si las hojas del té se vuelven amargas con el tiempo o si pierden todo su sabor, pero estoy razonablemente seguro de que las mías han encontrado su destino. ¿Tengo razón? ¿Es usted el coronel…?

—Threadneedle.

—Coronel Threadneedle. ¿De caballería?

—Infantería montada. De los Lennox Highlanders.

—Ah, entonces whisky.

La propuesta fue ofrecida y aceptada con el mismo espíritu de buen humor hostil que había caracterizado hasta entonces su trato con el oficial de inteligencia, pero de pronto lo acometió el nerviosismo al no estar seguro de si el whisky que acababa de ofrecer de forma tan caballerosa había sido consumido años atrás en una casa distinta, si tal vez se había evaporado o convertido en una pasta con la textura del alquitrán, o bien si tal vez nunca había sido whisky, si nunca había existido. Cinco minutos de espeleología en las regiones más profundas del armario del rincón dieron como resultado una botella de Glenmorangie, sepultada bajo una capa de polvo que podría haber repelido a un Heinrich Schliemann. Se quedó allí de pie, temblando de alivio, y se secó el sudor del ceño con el dorso de su brazo enfundado en un cárdigan. De joven, el que lo apartaran de una investigación había sido un acontecimiento positivo, un hito en el camino a su solución, y más aún, algo emocionante.

—¡Lo encontré! —dijo levantando la voz.

Vertió una cantidad generosa en un vaso razonablemente limpio y se lo dio al hombre de Londres antes de sentarse laboriosamente en su sillón. El recuerdo del sabor del whisky escocés era en su boca como el olor a hojas quemadas que se queda en una bufanda de lana. Pero los cables que impedían que se desplomara eran tan escasos y estaban tan deshilachados que tuvo miedo de aflojarlos.

—Este país —empezó a decir el coronel— enseguida perdona a sus enemigos y se da demasiada prisa en olvidar a sus viejos amigos. —Inhaló profundamente los tres dedos de whisky de su vaso, como para purgarse los orificios nasales, y luego se bebió la mitad de un trago. Gruñó, de forma tal vez involuntaria, y soltó un suspiro nostálgico de satisfacción: el paso de los años era, en todos los demás sentidos, tan cruel—. Al menos, así es como yo lo veo.

—Confío en haber prestado algún pequeño servicio, de vez en cuando, a lo largo de los años.

—Se ha considerado —empezó a decir el coronel— que se le debía a usted una explicación.

—Muy amable.

—El niño es el hijo de un tal doctor Julius Steinman, un médico de Berlín. Para mí el nombre no significa nada, pero en círculos psiquiátricos… —Hizo una mueca para indicar lo que pensaba de los psiquiatras y de sus opiniones. El anciano percibió el juicio sin compartirlo. Como médicos, sin duda, los psiquiatras dejaban algo que desear, pero a menudo eran buenos detectives—. Parece que el tipo tuvo cierto éxito tratando ciertos desórdenes del sueño. Dios sabe cómo. Con drogas, me imagino. En cualquier caso, el niño y sus padres se libraron de ser deportados en mil novecientos treinta y ocho. Tengo entendido que los sacaron del tren en el último momento.

—Alguien que tenía pesadillas —dijo el anciano.

—No me extrañaría.

—Alguien metido en asuntos de códigos y cifras.

—«Metido» en algo muy secreto, en cualquier caso. —Miró con cariño el último dedo de whisky de su vaso y luego se despidió del mismo—. Alguien que conservó a su médico personal judío todo el tiempo que pudo. Para evitar las pesadillas. Lo tenía alojado consigo en alguna clase de campamento o instalaciones secretas. A toda la familia. Esposa, niño y loro.

—Donde el loro, con todo el sigilo y la astucia por los que se conoce a su especie, procedió a aprenderse de memoria las claves cifradas de la Kriegsmarine.

El hombre de Londres apreció el sarcasmo tal vez un poco menos de lo que había apreciado el whisky.

—Alguien se las enseñó, naturalmente —dijo—. O por lo menos esa es la teoría. Ese tal Parkins lleva meses estudiando el caso, por lo visto. En cuanto nos enteramos…

—Intentaron hacer que Reggie Panicker lo robara para ustedes y se lo vendiera a ese tal señor Black, que me imagino que es empleado suyo.

—No que yo sepa —dijo el hombre de Londres, y en su tono se podía percibir la sugerencia cortés de que el alcance de aquella información era más que suficiente para cualquier propósito que tuviera el anciano—. Y se equivoca usted en lo del joven Panicker. No tuvimos nada que ver con eso.

—Y no les importa a ustedes quién les mató al señor Shane.

—Oh, sí que nos importa. Por supuesto. Shane era un buen hombre. Un agente experto. Su muerte resulta de lo más inquietante, sobre todo porque implica a las claras que alguien ha sido enviado para recuperar su pájaro. —No pareció creer necesario sugerir quién podía haber mandado a aquel enviado—. Puede ser alguien que ha estado escondido en la campiña cerca de aquí. Puede ser uno de esos espías que solamente entran en actividad después de un tiempo, alguien que ha estado viviendo y trabajando en el pueblo desde mucho antes de que empezara la guerra. O puede que en estos momentos se encuentre en mitad del mar del Norte, de camino a casa.

—O puede que esté en su estudio de la vicaría, trabajando duro en un sermón para este domingo. Un sermón cuyo texto esté tomado del segundo capítulo de Oseas, versículos uno a tres.

—Tal vez —dijo el hombre de Londres con una tos seca que parecía emplear de forma intencionada como representante de una risa de verdad—. Su joven amigo el inspector está investigando ahora al padre.

—Sí, debe de estar en ello.

—Pero parece poco probable. El tipo cultiva rosas, ¿no?

—Un hombre amargado, decepcionado y celoso mata al hombre al que cree el amante de su mujer, ¿eso le parece a usted poco probable? Por otro lado, un espía nazi asesino con órdenes de secuestrar un loro…

—Sí, bueno. —El coronel miró dentro del vaso vacío de whisky y las mejillas se le ruborizaron dando una impresión de disgusto—. Es simplemente que si se diera la oportunidad nosotros haríamos lo mismo, ¿verdad? —Dentro del coronel parecía haber tenido lugar cierto aflojamiento de sus cables internos, pero el anciano dudaba que la culpa fuera de un vaso polvoriento de whisky escocés. Había conocido a la flor y nata de los servicios secretos ingleses, desde la época del Great Game hasta los primeros ecos de los cañones en Mons. Y a fin de cuentas el oficio de aquella gente se reducía al simple trabajo de un espejo: inversiones y reflexiones, ecos. Y siempre había algo descorazonador en las cosas que uno veía en un espejo—. Si ellos tuvieran un loro atiborrado hasta las cejas de nuestro código naval, está claro que nosotros haríamos todos los esfuerzos posibles por recuperarlo.

Se levantó de aquella silla tan dura con un crujido de los listones de su armazón de soldado. Luego, echando un último vistazo nostálgico a la botella de whisky escocés, fue hasta la puerta.

—Esta es una guerra que estamos intentando no perder por todos los medios —dijo—. Un loro sabio no es ni mucho menos la cosa más ridícula de la que puede depender su resultado.

—He prometido encontrar a Bruno —dijo el anciano—. Y lo haré.

—Si le sale a usted bien… —dijo el coronel. Un haz alargado de la tarde de verano se coló en la casa cuando abrió la puerta. El anciano pudo oír el canto de las abejas en sus ciudades. La luz misma era del color de la miel. Frente al porche el chófer se despertó de su estupor y el motor del sedán volvió a la vida con un ronroneo—. Gracias de parte de una nación que le está en deuda y esas cosas.

—Se lo devolveré al chico.

Aquello sonó más petulante de lo que el anciano pretendía, en un tono aflautado y tembloroso, y se arrepintió de haberlo dicho. Su visitante ni siquiera podía considerarlo la bravata hueca de un vejestorio.

El hombre de Londres frunció el ceño y dejó escapar un suspiro que podía ser de amargura o de admiración. Luego el coronel negó una sola vez con la cabeza, con firmeza, de una forma que el anciano se imaginaba que normalmente bastaba para cualquier propósito anulador que pudiera aparecer en el curso de un día de trabajo. El coronel sacó un papel y un trozo mordisqueado de lápiz. Apuntó un número en el dorso del papel y lo metió cuidadosamente en una grieta del marco deformado de madera de la puerta. Justo antes de salir se dio la vuelta y miró al anciano con una expresión extrañamente especulativa en la cara.

—Me pregunto a qué debe de saber la carne de loro —dijo.