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El anciano había visitado una vez con anterioridad Gabriel Park; debió de ser en algún momento de la década de 1890. Entonces también se había tratado de un caso de asesinato, y también había habido un animal de por medio: una gata siamesa, laboriosamente adiestrada para administrar un veneno malayo muy raro frotando sus bigotes contra los labios de la víctima.

En los años transcurridos desde entonces parecía que la vieja mansión había caído en la decadencia. Antes de la última guerra un incendio había destruido el ala norte, con su observatorio en forma de torreta desde cuyo párpado hendido la baronesa Di Sforza —aquella mujer majestuosa y horrible— se había precipitado hacia la muerte, con su preciosa reina de Siam abrazada contra el pecho y gimoteando. Aquí y allí uno veía tablones ennegrecidos de madera que sobresalían de la hierba alta como hileras de cabos de vela apagados. El edificio principal, junto con todas las tierras de pasto que lo rodeaban, había sido adquirido justo antes de la guerra actual por algo llamado el Centro Nacional de Investigaciones Lácteas. Su pequeño y admirablemente saludable rebaño de vacas Galloway era objeto de un inmenso escepticismo y sorna en el vecindario.

Hacía cuarenta años, recordaba el anciano, había hecho falta un regimiento de sirvientes para atender el lugar. Ahora no había nadie para cortar la hiedra ni para dar una mano de pintura a los marcos de las ventanas ni para reemplazar las tejas que se habían caído del tejado, que cinco años de ocupación por parte del Centro de Investigaciones Lácteas habían transformado de un majestuoso desfiladero de chimeneas a una nerviosa cesta de costura de antenas y cables. A los investigadores lácteos en sí se los veía muy poco en el pueblo, pero se había observado que unos cuantos de ellos parecían hablar con acentos de las lejanas tierras del centro de Europa, donde tal vez no se daban cuenta del hecho de que las vacas Galloway eran un tipo de ganado que no daba leche. El ala sur, separada del edificio principal por las ostensibles necesidades lácteas de la nación, languidecía. Un par de los Curlewe sobrevivientes moraban en su piso superior. Y en su magnífica y vetusta biblioteca —la misma sala donde el anciano había desenmascarado, por medio de una lata de sardinas sagazmente colocada, al felino ladrón—, el señor Parkins y una docena aproximada de otros historiadores demasiado mayores o incapacitados para la guerra, estudiaban el archivo mundialmente afamado y sin parangón de listas de contribuyentes, libros de contabilidad y registros judiciales que la familia Curlewe había guardado durante los siete siglos de su reinado en aquella parte de Sussex.

—Lo siento, señor —dijo el joven soldado que estaba sentado detrás de un pequeño escritorio metálico en un pequeño edificio metálico situado al final del camino para coches que llevaba a la casa. Era un edificio de fabricación reciente y barata. Era casi imposible no ver que el soldado llevaba una Webley en una pistolera—. Pero no se puede entrar sin las debidas credenciales.

El nieto de Sandy Bellows, aquel adusto e incansable desenmascarador de charlatanes, mostró su tarjeta de identificación.

—Estoy investigando un asesinato —dijo, dando una impresión de seguridad en sí mismo menor de lo que le habría gustado a su antepasado o bien al anciano.

—Estoy enterado —dijo el soldado. Por un momento pareció genuinamente compungido por la muerte de Shane, el tiempo suficiente como para que al anciano le pareciera curioso. Luego su cara regresó a la sonrisita plácida de antes—. Pero me temo que una insignia policial no basta como credencial. Seguridad nacional.

—Nacional… hablamos de productos lácteos, ¿no? —dijo el anciano levantando la voz.

—La leche y la producción de leche son esenciales para el esfuerzo bélico británico —dijo el soldado en tono jovial.

El anciano se volvió hacia el nieto de Sandy Bellows y observó con cierto fastidio que el joven parecía aceptar aquella mentira mayúscula. El inspector sacó una tarjeta de visita de su cartera y garabateó unas pocas palabras en el dorso.

—¿Puedo pedirle que lleve este mensaje al señor Parkins? —dijo el inspector—. ¿O que mande a alguien a hacerlo?

El soldado leyó el mensaje y se lo pensó un momento. Luego descolgó un auricular negro y habló por el mismo en voz baja.

—¿Qué ha escrito? —preguntó el anciano.

El joven inspector levantó una ceja y dio la impresión de que era la cara de Sandy Bellows la que lo estaba mirando a través de las décadas, irritada y divertida.

—¿No lo adivina? —dijo.

—No sea impertinente. —Y luego, con la comisura de la boca, añadió—. Ha escrito usted: «Richard Shane ha muerto».

—Me apena mucho oír eso —declaró Francis Parkins. Estaban sentados en una sala grande del ala sur, justo debajo de la biblioteca. En algún momento había sido el comedor para sirvientes. El anciano, mientras buscaba al envenenador, había entrevistado al servicio doméstico en aquella misma mesa. Ahora la sala se usaba como una especie de cantina. Ciudades derruidas de tarros de té. Envoltorios de galletas. Un fogón para el hervidor y un olor acre a café requemado. Los ceniceros estaban sin vaciar—. Era un buen tipo.

—Sin duda —dijo el anciano—. También era un ladrón de loros.

Aquel Parkins era un hombre larguirucho y esbelto, que vestía como un profesor universitario con un traje de tweed caro y mal cuidado. Su cabeza parecía demasiado grande para su cuello, igual que su nuez para su garganta y sus manos para sus muñecas blancas y frágiles. Eran unas manos inteligentes, ágiles y expresivas. Llevaba unas gafitas con montura metálica cuyas lentes reflejaban la luz de una forma que hacía difícil leerle los ojos. Tenía todo el aspecto de ser un tipo tranquilo y aposentado. No se podía sacar ninguna conclusión de la reacción de Parkins a la noticia de la desaparición del loro, a menos que esta se encontrara en su misma réplica.

—¿Dónde está Bruno ahora? —dijo.

Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al montón de colillas que había en el cenicero más cercano. Con la cara y los ojos ilegibles posados sobre el inspector, no prestaba la más mínima atención a su compañero, un hombre bajito y quemado por el sol que se presentó a sí mismo, sin dar explicaciones de su presencia en la entrevista, como el señor Sackett, director ejecutivo de Investigaciones Lácteas. Aparte de revelar su nombre y su cargo, Sackett no dijo palabra. Pero encendía sus cigarrillos como un soldado, apresuradamente, y escuchaba con aire de ser alguien acostumbrado a buscar defectos en estrategias. Era muy poco probable, pensó el anciano, que alguna vez hubiera estado cerca de una vaca.

—Teníamos ciertas esperanzas de que eso nos lo pudiera decir usted —dijo el anciano.

—¿Yo? ¿Sospechan de mí?

—En absoluto —dijo el inspector con solemnidad—. Ni por un momento.

—No más —dijo el anciano— de lo que creemos que esté usted llevando a cabo complejos cálculos matemáticos de la altura de la torre del campanario en el siglo catorce.

Ah. Aquello abrió un resquicio. La luz se apagó en las lentes de sus gafas. Parkins miró al señor Sackett, cuya cara carnosa era tan elocuente en su falta absoluta de expresión como un puño.

—Caballeros —dijo Parkins al cabo de un momento—. Inspector. Les aseguro que no he tenido nada que ver con la muerte del señor Shane, ni tampoco con la desaparición de ese admirable pájaro. Me he pasado los dos últimos días en la cama o aquí en la biblioteca, aunque no puedo dar pruebas de esto que digo, me temo. Puedo, sin embargo, demostrarles que mis investigaciones son genuinas. Déjenme que vaya a buscar mi cuaderno y les enseñaré…

—¿Cuál es la altura actual de la torre del campanario? —dijo el anciano.

—Cuarenta metros con treinta y nueve centímetros —dijo Parkins de inmediato. Sonrió. El señor Sackett dio unos golpecitos para hacer caer la ceniza de su cigarrillo.

—¿Y en mil trescientos doce?

—Yo diría que unos cinco metros más baja, aunque está por demostrar.

—¿Es una cuestión difícil de comprobar?

—Terriblemente difícil —dijo Parkins.

—Y sin duda importante.

—Solamente para los ratones de biblioteca como yo, me temo.

—Por lo que tengo entendido, Bruno le ha proporcionado ciertas informaciones cruciales.

—No le entiendo.

—Los números —dijo el inspector Bellows—. Usted los va apuntando. Los registra.

La vacilación fue breve, pero al anciano le habían mentido algunos de los más grandes mentirosos de su generación, entre los cuales la modestia no le impedía incluirse a sí mismo. Los casi treinta años que había pasado prácticamente en la única compañía de criaturas cuya sinceridad no se podía disputar parecían no haber tenido ningún efecto negativo en la sensibilidad de su instrumento. Parkins estaba mintiendo como un bellaco.

—Solo para entretenerme —dijo Parkins—. No significan nada. No tienen ningún sentido.

Un entramado delicado e inexorable de interferencias empezó a ensamblarse, como un cristal, en la mente del anciano, temblando y reflejando la luz en forma de destellos y conjeturas. Era el placer más intenso que la vida podía proporcionar, aquella cristalización deductiva, aquel paroxismo de hipótesis, y se trataba de un placer del que había vivido desprovisto durante una temporada terriblemente larga.

—¿Qué es lo que sabe Bruno? —dijo—. ¿De quién son los números que ha sido adiestrado para repetir?

—Me temo que aquí no nos ocupamos de esa clase de cuestiones —dijo el señor Sackett en voz baja.

—¿Debo entender —dijo el anciano— que el señor Parkins es un empleado, o por decirlo de alguna forma un miembro, de su organización, señor Sackett? ¿Existe alguna conexión vital entre la arquitectura eclesiástica normanda y el ordeñado del ganado vacuno que a mí me ha pasado por alto?

El inspector intentó valerosamente disimular su risa con un acceso de tos. El señor Sackett frunció el ceño.

—Detective inspector Bellows —dijo Sackett en voz todavía más baja—. Me pregunto si podría hablar a solas con usted.

Bellows asintió, los dos se levantaron y salieron al pasillo.

Justo antes de salir de la sala, el señor Sackett se giró y dirigió una mirada de advertencia al señor Parkins que hizo que se le ruborizaran las mejillas.

—Me temo que voy a ser apartado del caso —dijo el anciano.

Pero la escarcha luminosa había regresado a las lentes de las gafas del señor Parkins. Esbozó una débil sonrisa. El grifo goteaba en la pica. Se empezó a quemar el filtro de un cigarrillo que había en uno de los ceniceros atiborrados y la sala se llenó de un olor acre a pelo. Un momento más tarde el inspector regresó a la sala, solo.

—Gracias, señor Parkins. Puede marcharse —dijo. Luego se volvió hacia el anciano, con expresión de disculpa y con un eco grabado en la voz, por así decirlo, del susurro duro e imperioso del señor Sackett—. Ya hemos terminado aquí.

Una hora más tarde Reggie Panicker fue liberado después de que se retiraran todos los cargos contra él, y al día siguiente la investigación concluyó oficialmente que la muerte de Richard Woolsey Shane había sido resultado de un accidente cuya naturaleza no se especificaría ni entonces ni después.