Ella metió en la maleta un par de camisas, dos pares de calcetines y dos pares de calzoncillos meticulosamente planchados. Un cepillo de dientes nuevo. Un queso, un paquete de galletas y una caja vetusta de antes del racionamiento de las pasas de Esmirna que a él le gustaban. Todo junto cabía en un puñado pequeño. Se puso su vestido azul bueno con el cuello estilo mandarín y bajó las escaleras para buscar al chico.
Ya antes del robo de Bruno, Linus había sido propenso a desaparecer. A ella no le parecía tanto un chico como la sombra de un chico, que se escurría sigilosamente por la casa, el pueblo y el mundo. Tenía ratoneras por todas partes, en rincones a la sombra del patio de la iglesia, bajo los aleros del tejado de la vicaría o en el mismísimo campanario. Se iba de caminata por la campiña con el pájaro en el hombro, y aunque ella desaprobaba eso rotundamente, ya había renunciado a intentar detenerlo, pues nunca tenía valor para castigar al pobre niño. No se veía con ánimos. Y además, a su Reggie siempre lo había tratado con una severidad que no le salía nada natural, y los resultados saltaban a la vista.
Lo encontró junto al arroyo al pie del patio de la iglesia. Había un banco de piedra con musgo en el cual durante seiscientos o setecientos años los aldeanos, sin duda, habían ido a sentarse bajo el tejo enorme y a albergar pensamientos melancólicos. A su lado estaba sentado Martin Kalb. Linus se había quitado los zapatos y los calcetines. Y el señor Kalb también iba descalzo. Por alguna razón la imagen de sus pies pálidos sobresaliendo desnudos de los dobladillos de sus elegantes pantalones grises de raya fina escandalizó a la señora Panicker.
—Voy a salir —dijo ella, en voz demasiado alta. Sabía que no estaba bien, pero no podía evitar gritarle al niño como si fuera sordo—. Tengo que hacer una visita a Reggie. Señor Kalb, confío en que se quede a pasar la noche con nosotros.
El señor Kalb asintió. Tenía una cara larga y dulce, sencilla y pensativa. A ella le recordó al señor Panicker cuando tenía veintiséis años.
—Naturalmente.
—Puede quedarse en la habitación de Linus. Hay dos camas.
El señor Kalb miró al niño con una ceja levantada. Como si por respeto a la mudez del niño hablara muy poco con él. El niño asintió con la cabeza. El señor Kalb asintió con la cabeza. La señora Panicker sintió una oleada de gratitud.
El niño se sacó un cuaderno de la chaqueta y también su trozo de lápiz de color verde. Garabateó con esfuerzo algo en una página, tenía enormes dificultades para escribir, mordiéndose el labio inferior. Examinó un momento lo que había escrito. Luego le enseñó la página al señor Kalb. Ella nunca entendía una palabra de lo que él escribía.
—Pregunta si el señor Shane está muerto de verdad —dijo el señor Kalb.
—Sí —dijo ella casi gritando, y luego en voz más baja—. Muerto.
Linus se la quedó mirando con sus ojos marrones enormes y asintió con la cabeza una sola vez, casi para sí mismo. Era imposible adivinar lo que estaba pensando. Casi siempre lo era. Aunque ella sentía lástima por él y se acordaba de él en sus oraciones, y de una forma extraña también sentía que lo quería, había algo en Linus que a ella le resultaba mucho más extranjero que el mero hecho de su nacionalidad o su raza. Aunque era un niño guapo y el pájaro era un animal elegante —y ambos tenían unos hábitos sorprendentemente limpios—, había una intensidad en la forma en que estaban unidos que a la señora Panicker le resultaba más extraña que las series de números del loro o el hecho de que cantara con una dulzura que helaba el corazón.
El niño escribió con esfuerzo unas cuantas palabras más con su trozo de lápiz. El señor Kalb les echó un vistazo y luego las tradujo con un suspiro.
—«Conmigo fue amable» —dijo.
La señora Panicker intentó responder, pero parecía haber perdido la voz. Algo le subió a empellones por la caja torácica. Luego, para su vergüenza y consternación, rompió a llorar profusamente. Era la primera vez que lloraba desde una ocasión a finales de los años veinte, aunque el Señor sabía que no le faltaban razones. Lloraba porque aquel niño, aquel niño herido o mellado de alguna forma, había perdido su loro. Lloraba porque su hijo estaba sentado en una celda en el sótano del ayuntamiento, prisionero de la Corona. Y lloraba porque con cuarenta y siete años, después de veinticinco de piedad, decepción y circunspección, había sentido un interés profundamente estúpido por el nuevo inquilino, el señor Richard Shane, como si acabara de salir de una novela de baja estofa.
Se acercó al niño y se plantó delante de él. Le había lavado el trasero y lo había peinado. Le había dado comida y ropa y había recogido su vómito en una palangana cuando estuvo enfermo. Pero nunca lo había abrazado. Ahora extendió los brazos. Él se inclinó hacia delante y puso la cabeza, con cierta cautela, en la barriga de ella. El señor Kalb carraspeó. La señora Panicker notó que dejaba de mirarlos mientras ella le acariciaba el pelo al niño e intentaba recobrar la compostura para ir a la cárcel. A ella la avergonzaba llorar delante de aquel joven del Comité de Ayuda. Al cabo de un momento echó un vistazo en su dirección y vio que Kalb le estaba ofreciendo un pañuelo. Ella lo cogió y le dio las gracias en voz baja.
El niño se apartó y la examinó mientras ella se secaba los ojos. A ella la conmovió de forma absurda ver lo preocupado que parecía. El niño le dio unos golpecitos en la mano como si quisiera que ella prestara una atención especial a lo que tenía que decir a continuación. Después escribió tres palabras más en su cuaderno. El señor Kalb las examinó con el ceño fruncido. La caligrafía del niño era atroz y rudimentaria. Escribía letras e incluso palabras enteras del revés, sobre todo en las raras ocasiones en que intentaba comunicarse en inglés. Una vez había desconcertado a su marido con una pregunta escrita que decía: «¿POR KE AL SIOD CRITSIANO NO EL JUSTAN LOS ÑINOS JUDIOZ?».
—«Pregúntele al viejo» —leyó el señor Kalb.
—¿Qué demonios le tengo que preguntar? —dijo la señora Panicker.
Solo había visto al anciano una vez con anterioridad, en 1936, en la estación de trenes, cuando él había salido de su reclusión y de su obsesión por las abejas para recibir cinco cajones enormes que le enviaban desde Londres. Aquella mañana la señora Panicker se dirigía a Lewes, pero cuando el anciano cambió al andén que iba al sur, acompañado por el fornido hijo mayor de su vecino Walt Satterlee, ella cruzó para poder verlo más de cerca. Hacía muchos, muchos años su nombre —que por sí solo evocaba la rimbombancia y la rectitud de aquella era desaparecida— había adornado todos los periódicos y gacetas policiales del Imperio, pero fue su fama más reciente y local, basada casi exclusivamente en leyendas sobre su timidez, su irascibilidad y su hostilidad a todo contacto con la humanidad, lo que la hizo cruzar al lado del andén donde él estaba aquella mañana. Flaco como un galgo, le había explicado después ella a su marido, tenía algo canino, o más bien lupino, también en la cara, en aquellos ojos de gruesos párpados inteligentes y alertas y pálidos. Unos ojos que escrutaban los detalles y el mobiliario del andén, los textos de los tablones de anuncios, la colilla tirada de un puro o el nido hecho jirones de un estornino en las vigas del tejado en saliente. Y luego los dirigió, aquellos ojos lupinos, hacia ella. El hambre que mostraban aquellos ojos la sorprendió tanto que le hizo dar un paso atrás y golpearse la cabeza con una columna de hierro, tan fuerte que después se encontraría grumos de sangre seca en el pelo. Era un hambre puramente impersonal, si tal cosa era posible —y aquí su informe al señor Panicker decayó bajo el peso del desagrado que este sentía por la «naturaleza romántica» de ella—, un hambre desprovista de lascivia, de apetito, de malicia o de buena voluntad. Era un hambre, decidió ella más tarde, de información. Y sin embargo, había en aquella mirada una vivacidad, una especie de vitalidad fresca que se acercaba a la diversión, como si el hecho de pasarse toda una vida alimentándose constantemente de una dieta de observaciones mundanas hubiera conservado la juventud únicamente de sus órganos ópticos. Encorvado a la manera de los ancianos altos, pero no jorobado, estaba de pie bajo el sol radiante de abril, enfundado en un grueso abrigo estilo Inverness de lana, escrutándola, inspeccionándola y sin molestarse en esconder ni en disimular su examen. Su capa, recordó ella, había sido remendada muchas veces, sin prestar ninguna atención al dibujo de la tela o al material, y la habían zurcido en un centenar de lugares formando un espectro abigarrado de hilos de colores.
El tren de Londres llegó enseguida y dejó los enormes cajones, que tenían agujeros redondos perforados a intervalos regulares y el nombre vetusto del caballero estampado. Claramente visible a un lado de cada caja estaba la dirección mimeografiada de una ciudad de Texas, Estados Unidos. Más tarde ella se enteró de que los cajones contenían, entre otros muchos artículos extravagantes, gruesas bandejas repletas de huevos de una variedad de abeja hasta entonces desconocida en Gran Bretaña.
La respuesta del señor Panicker, cuando ella terminó su historia, había sido característica de él.
—Lamento oír que nuestras buenas abejas inglesas son insuficientes para los propósitos de ese hombre —había dicho.
Ahora ella estaba sentada al lado del anciano, en una dependencia trasera del ayuntamiento. Por la única ventana que daba al solar vacío situado más allá venía, como si lo atrajera el anciano en persona, el murmullo de las abejas, insistente como la misma tarde sofocante. El anciano se había dedicado a cargar y chupetear su pipa durante los quince minutos que llevaban allí esperando al preso. El humo de su pipa era el más pestilente que ella, una chica criada en una casa con siete hermanos y un padre viudo, se había visto nunca obligada a inhalar. Flotaba en la sala tan denso como si fuera lana de oveja y trazaba arabescos bajo la luz dura y oblicua que entraba por la ventana.
Mientras observaba las parras de humo que se retorcían bajo la luz del sol, intentó imaginarse a su hijo en el proceso de asesinar a aquel hombre bueno y lleno de vida. Nada que ella pudiera concebir en su imaginación la podía persuadir del todo. La señora Panicker, nacida Ginny Stallard, había visto a dos hombres muertos con violencia, en ocasiones distintas, durante su infancia. El primero era Huey Blake, al que sus hermanos habían ahogado en el estanque Piltdown durante un arrebato de lucha libre semiamistoso. El otro era su padre, el reverendo Oliver Stallard, a quien el viejo señor Catley disparó un domingo a la hora de la cena después de volverse majara. Aunque todo el mundo echaba la culpa a su marido negro del carácter inestable de su único hijo, la señora Panicker sospechaba que la culpa recaía plenamente en ella. Los hombres de la familia Stallard siempre habían sido canallas o desgraciados. Ella ya casi pensaba que el hecho de que estuvieran tardando tanto en subir a Reggie de las celdas era un ejemplo más, aunque el cielo sabía que no hacía falta ningún otro, de la falta de carácter de su hijo. No se podía imaginar lo que lo estaba entreteniendo.
El contacto repentino de los dedos resecos del anciano en el dorso de su mano derecha hizo que el corazón le diera un vuelco.
—Por favor —dijo él echándole un vistazo a sus dedos, y ella vio que se había quitado el anillo de bodas y lo tenía fuertemente pellizcado entre el pulgar y el índice.
Estaba claro que llevaba un buen rato dando golpecitos con el anillo en el brazo de la silla, tal vez desde el mismo momento en que se sentó en la sala de espera. El sonido de los golpecitos despertaba ecos débiles en su memoria.
—Lo siento —dijo ella.
Miró la mano con manchas de la edad que estaba encima de la de ella. Él la apartó.
—Sé lo difícil que debe de ser esto —dijo, y le dedicó una sonrisa de aliento que, sorprendentemente, la alentó—. No hay que desesperar.
—Él no lo hizo —dijo ella.
—Eso está por ver —dijo el anciano—. Pero, por el momento, confieso que estoy bastante de acuerdo con usted.
—No me engaño acerca de mi hijo, señor.
—El sello distintivo de una madre sensata, sin duda.
—No le caía bien el señor Shane, es cierto. —Era una mujer sincera—. Pero a Reggie no le cae bien nadie. Parece que no lo puede evitar.
Luego se abrió la puerta e hicieron entrar al pobre Reggie. Llevaba una tirita en la mejilla, se le veía un verdugón sobre la sien izquierda y su nariz parecía por alguna razón más grande de lo normal y tenía el puente de color púrpura. Ella experimentó la falsa impresión de que aquellas heridas le habían sido infligidas durante su forcejeo fatal con el señor Shane, e incluso le pasó por la cabeza la esperanza fugaz de alegar autodefensa antes de acordarse de que había oído que el detective agente Quint le decía a su marido que a Shane lo habían matado por la espalda y de un solo golpe en la cabeza. No había habido forcejeo. Un vistazo a las caras de los policías, que se dedicaron a mirar fijamente los rincones de la sala mientras conducían a Reggie a la silla vacía, le bastó para comprender la verdad.
El anciano se puso de pie e hizo un gesto con la caña de la pipa en dirección al hijo de la mujer.
—¿Se le ha hecho daño a este hombre? —dijo con una voz que sonó débil incluso a los oídos de ella, y también petulante, como si existiera una especie de obviedad moral en la paliza que la policía le había dado a su hijo que impidiera de forma inapelable cualquier amago de protesta que él o cualquiera pudiera expresar.
El horror de la situación competía en los pensamientos de ella con una voz baja y áspera que susurraba «Se lo merecía. Hacia mucho tiempo que se lo merecía». Le hizo falta toda la serenidad de que disponía —un recurso considerable, reforzado durante una vida entera de ejercicio casi continuo— para no cruzar la sala y coger en sus brazos la cabeza vapuleada y oscura de su hijo, aunque solamente fuera para arreglar el desorden de su espesa mata de pelo negro.
Los dos policías, feligreses del señor Panicker, de los que por fin consiguió recordar los nombres de Noakes y Woollet, se quedaron mirando al anciano y parpadeando como si este tuviera algún trocito del desayuno colgando de los labios.
—Ha sufrido una caída —dijo el que ella creía que era Noakes.
Woollet asintió con la cabeza.
—Mala suerte —dijo.
—Claro —dijo el anciano.
Su cara se vació de toda expresión mientras llevaba a cabo otro de sus exámenes visuales largos y profundos, esta vez del rostro indignado del hijo, que le devolvió la mirada al anciano con una cara de odio que no consiguió asombrar a su madre, no más de lo que se sorprendió cuando al final a Reggie le falló la mirada y acabó bajándola, con aspecto de tener muchos menos años que los veintidós que tenía, para mirarse las muñecas flacas y marrones cruzadas sobre el regazo.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —dijo por fin.
—Su madre le ha traído algunos efectos personales —dijo el anciano—. Estoy seguro de que le irán bien. Pero si usted quiere, le pido que espere fuera.
Reggie levantó la vista, la miró a ella y en su mohín hubo algo que se parecía al agradecimiento, cierta gratitud sardónica como si tal vez ella no fuera una madre tan horrible como él siempre había creído. Aunque en la versión de ella —que no era precisamente generosa consigo misma—, nunca le había fallado como madre, cada vez que ella lo apoyaba él parecía reaccionar con la misma sorpresa escéptica.
—Me importa un pimiento lo que haga —dijo.
—Sí —dijo el anciano en tono seco—. Sí, supongo que es verdad. Veamos. Ajá. Hum. Sí. Muy bien. Hábleme, si no le importa, de su amigo el señor Black de Club Row.
—No hay nada que contar —dijo Reggie—. No conozco a ese tipo.
—Señor Panicker —dijo el anciano—. Tengo ochenta y nueve años. La poca vida que me queda preferiría pasarla en compañía de criaturas bastante más inteligentes y misteriosas que usted. Por tanto, en aras de conservar el escaso tiempo que me queda, déjeme que yo le hable del señor Black de Club Row. Hace poco que le han llegado rumores, me imagino, de un loro extraordinario, maduro y con buena salud, que tiene un don para la imitación y una mente retentiva muy por encima de lo normal en su especie. De pertenecerle a él, nuestro señor Black podría vender ese pájaro a un criador británico o del continente por una suma considerable. Así que usted tomó la decisión e hizo todos los preparativos para robar el pájaro y vendérselo, con la esperanza de obtener una suma grande de dinero. Un dinero que, si no me equivoco, necesita usted para pagar la deuda que ha contraído con Fatty Hodges.
Las palabras fueron pronunciadas y dejadas atrás antes de que los pensamientos de ella pudieran asumirlas o bien asumir la descarga instantánea que habían suscitado en ella. Fatty Hodges era al parecer de todos y por opinión unánime el peor hombre de los South Downs. Era imposible saber en qué embrollo se habría metido Reggie por su culpa.
Noakes y Woollet se quedaron mirando. Reggie se quedó mirando; todos se quedaron mirando. ¿Cómo podía haberse enterado?
—Mis abejas vuelan a todas partes —dijo el anciano. Torció el cuello y se frotó las manos con un ruido áspero. Un prestidigitador con sus cartas, después de sacar el as—. Y ven a todo el mundo.
La conclusión, la de que sus abejas se lo contaban todo, la dejó en suspenso. Ella supuso que tendría miedo de parecer loco; ya se lo consideraba bastante chiflado de por sí.
—Por desgracia, antes de que pudiera usted robar la amada mascota y único amigo de un huérfano refugiado y solitario, se le adelantó el señor Shane, el inquilino. Pero cuando se disponía a marcharse con el pájaro, a Shane lo atacaron y lo mataron. Y ahora llegamos al punto, o debería decir a uno de los puntos, en que la policía y yo discrepamos. Porque está claro que también discrepamos en cuanto a si es aconsejable o no pegar palizas a los presos de la Corona, en particular a aquellos que todavía no han sido condenados.
¡Oh!, pensó ella, ¡qué anciano tan magnífico! Por encima de su porte, de su forma de hablar, del traje de tweed y de su capa andrajosa estilo Inverness flotaba, como el aroma del tabaco picado turco, todo el vigor y la rectitud desaparecidos del Imperio.
—Oiga, señor… —terció Noakes en tono de reproche… ¿o fue Woollet?
La policía, digo —dijo el anciano, inocente y sereno— parece estar bastante segura de que fue usted quien sorprendió al señor Shane mientras se estaba llevando a Bruno y lo asesinó. Mientras que yo creo que fue otra persona, un hombre…
La mirada ferviente del anciano se abrió paso hasta los zapatos gruesos de cuero de Reggie, que brillaban por el lustre que les había sacado aquella mañana, cuando el día no prometía nada fuera de lo común.
—… con los pies mucho más pequeños que los de usted.
A Reggie se le descompuso la cara, aquella cara decepcionada, lisa como una rótula. Inmóvil salvo por una ceja y una comisura de la boca que estaban torcidas. Ahora, por un instante, su expresión se deshizo y sonrió como un niño. Sacó sus pies enormes de debajo de la mesa y los extendió hacia delante, maravillándose de su tamaño asombroso como si acabara de verlos por primera vez.
—¡Eso es lo que les he estado diciendo a estos dos! —dijo levantando la voz—. Sí, muy bien, si hubiera tenido un día más habría podido vender ese pájaro y pagar a Fatty para librarme de él. Pero no fui el único que tuvo la idea. Es Parkins el que debería estar aquí. Fue en su cartera donde encontré la tarjeta de Black.
—¿Parkins?
El anciano miró a los policías, que se encogieron de hombros, y después a ella.
—Mi inquilino más antiguo —dijo la mujer—. En marzo hizo dos años.
Ella nunca había confiado del todo en el señor Simón Parkins, se daba cuenta ahora, aunque en su apariencia nunca hubo absolutamente nada excepcional ni sospechoso. Se levantaba igual de tarde todas las mañanas, se iba a estudiar sus pergaminos, o sus calcos, o lo que fuera que examinaba en la biblioteca de Gabriel Park hasta que ya era noche cerrada, y después regresaba a su cuarto, a su lámpara y a su cena recalentada y tapada con un plato.
—¿Así que tienes costumbre de examinar el contenido de la cartera del señor Parkins, eh, Reg? —dijo Noakes o Woollet, afablemente pero tal vez esforzándose una pizca demasiado, como si sintiera que la oportunidad de adjudicarle a Reggie una acusación de asesinato se estuviera alejando y hubiera que adjudicarle alguna otra antes de que fuera demasiado tarde.
El anciano giró la cabeza hacia los policías con un chasquido audible.
—Les ruego, caballeros, que tengan ustedes también en consideración que mis días están contados —dijo—. Les ruego que no hagan preguntas superfluas. ¿Muestra Parkins algún interés en el pájaro?
La pregunta iba dirigida a ella.
—Todo el mundo mostraba interés por Bruno —dijo ella, preguntándose por qué estaba refiriéndose al loro en pasado—. Todo el mundo salvo el pobre señor Shane. ¿No es extraño?
—Está claro que Parkins tiene interés —dijo Reggie. La forma huraña en que había tratado al principio al anciano había desaparecido—. Siempre estaba apuntando cosas en su cuaderno. Cada vez que el pájaro empezaba con sus malditos números.
Por primera vez desde que llegara a la comisaría, el anciano pareció verdaderamente interesado en lo que estaba pasando. Se puso de pie sin ninguno de los gemidos y murmullos que hasta ese momento habían acompañado a dicha acción.
—¡Los números! —Puso las palmas de las manos juntas, en un gesto paralizado a medio camino entre el rezo y el aplauso—. ¡Sí! ¡Eso me gusta! El pájaro tenía costumbre de repetir números.
—Todo el puto día.
—Series interminables de números —dijo ella, sin siquiera dar muestras de haber oído la palabrota, aunque uno de los policías hizo un gesto de desagrado. Ahora se dio cuenta de que ella había visto muchas veces a Parkins sacar un cuaderno pequeño y copiar las arias numéricas que emergían del inverosímil mecanismo de Relojería que tenía Bruno en el pico negro—. Del uno al nueve, una y otra vez, sin ningún orden en particular.
—Y siempre en alemán —dijo Reggie.
—Y nuestro señor Parkins, ¿a qué se dedica en la actualidad? ¿Es viajante de comercio como Richard Shane?
—Es historiador de la arquitectura —dijo ella, fijándose en el hecho de que ni Noakes ni Woollet se molestaban en apuntar nada. A juzgar por su aspecto, aquellos dos gigantones sudorosos vestidos con sus abrigos de lana azul podrían no estar ni siquiera escuchando, y mucho menos pensando. Tal vez les pareciera que hacía demasiado calor para pensar. A ella le daba lástima aquel pequeño inspector tan vehemente de Londres, Bellows. No era de extrañar que hubiera acudido en busca de la ayuda del anciano—. Está preparando una monografía sobre nuestra iglesia.
—Y sin embargo nunca la visita —dijo Reggie—. Y mucho menos los domingos.
El detective la miró a ella en busca de una confirmación a aquellas palabras.
—En la actualidad está investigando unos pergaminos muy antiguos de nuestro pueblo que se guardan en la biblioteca de Gabriel Park —dijo ella—. Me temo que no acabo de entender el asunto. Está intentando hacer cálculos sobre la altura que tenía la torre en la Edad Media. Todo es… una vez me lo enseñó. Parecía matemáticas en vez de arquitectura.
El anciano se apoltronó lentamente en su silla, pero esta vez con aire intensamente abstraído. Ya no la estaba mirando a ella ni a Reggie, ni tampoco, por lo que ella podía ver, miraba nada que hubiera en la sala. Ya hacía rato que tenía la pipa apagada y ahora la volvió a encender llevando a cabo una serie de pasos de forma automática, sin darse cuenta en apariencia de que lo estaba haciendo. Los cuatro seres humanos que compartían la sala con él estaban sentados o bien de pie, esperando con notable unanimidad a que él llegara a alguna conclusión. Al cabo de un minuto entero de fumar con furia, pronunció la palabra «Parkins» de forma clara y nítida y luego soltó una parrafada en voz tan baja que ella no la pudo entender. Daba la impresión, habría dicho ella, de que estaba pronunciando una conferencia para sí mismo. Una vez más se puso de pie y luego se dirigió a la puerta de la sala de espera sin echar un solo vistazo atrás. Parecía que se hubiera olvidado por completo de ellos.
—¿Qué pasa conmigo? —dijo Reggie—. ¡Dígales que me suelten, pedazo de carcamal!
—¡Reggie! —Ella estaba horrorizada. Hasta el momento su hijo no había dicho nada que se pareciera siquiera remotamente a una expresión de pesar por lo que le había sucedido al señor Shane. Había confesado sin un ápice de remordimiento su plan de robar a Bruno de las manos de un pequeño refugiado judío huérfano y también que había hurgado en los contenidos de la cartera del señor Parkins. Y ahora estaba allí, siendo grosero con el único aliado de cierto peso que había tenido nunca, aparte de ella—. Por el amor de Dios… Si no eres capaz de ver el lío en que te has metido esta vez…
El anciano se volvió hacia la sala, con una pequeña sonrisa molesta en la cara.
—Tu madre tiene razón —dijo—. En estos momentos hay muy pocas pruebas que te exculpen y un montón de pruebas circunstanciales que parecen implicarte. Estos caballeros —señaló con la cabeza en dirección a Noakes y Woollet— estarían faltando a su obligación si te soltaran. En pocas palabras, pareces bastante culpable de haber asesinado al señor Shane.
Luego se puso su gorro de caza y, con un último saludo en dirección a ella, salió.