Lo encontraron sentado en el arcón de delante de su puerta, con sombrero y capa a pesar del calor y agarrando con las manos quemadas por el sol el pomo de su bastón. Listo para marcharse. Como si —por imposible que pareciera— los estuviera esperando. Debían de haberle cogido en la puerta, con los cordones de las botas atados, reuniendo fuerzas para un paseo de media mañana por los Downs.
—¿Cuál es usted? —le dijo al inspector Bellows. Sus ojos resultaban excesivamente brillantes. El gran pico temblaba como si estuviera captando el olor de los recién llegados—. Hable.
—Bellows —dijo el inspector—. Detective inspector Michael Bellows. Lamento molestarle, señor. Pero soy nuevo en el cargo, por estos lares, estoy aprendiendo el oficio, como se dice, y no sobrestimo en absoluto mis capacidades.
Al oír esta última afirmación el compañero del inspector, el detective agente Quint, carraspeó y fijó la mirada educadamente en la media distancia.
—Bellows… Yo conocí al padre de usted —sugirió el anciano. Su cabeza se tambaleaba sobre su débil cuello. Sus mejillas estaban salpicadas de la sangre y las tiritas de un afeitado apresurado de anciano—. ¿No es cierto? En el West End. Un tipo pelirrojo, con bigote pajizo. Especializado, según recuerdo, en estafadores. Y con cierto talento, he de decirlo.
—Sandy Bellows —dijo el inspector—. Era mi abuelo. Y yo lo oía muy a menudo decir grandes cosas de usted.
Tal vez no tan a menudo, pensó el inspector, como lo oía maldecir el nombre de usted.
El anciano asintió con aire grave. La mirada afilada del inspector detectó una tristeza fugaz, un parpadeo de recuerdos que surcó la cara del anciano.
—He conocido a muchos grandes policías —dijo—. A muchos. —Se esforzó en adoptar un tono jovial—. Pero siempre es un placer conocer a uno más. Y al detective agente… Quint, si no me equivoco.
Ahora dirigió su mirada de dinosaurio hacia el agente, un tipo moreno, meditabundo y con nariz de patata. El D. A. Quint había estado muy apegado, como casi nunca olvidaba de hacer saber, al anterior detective inspector, tristemente fallecido pero al parecer partidario de los métodos tradicionales y sólidos del trabajo policial. Quint se llevó un dedo al ala de su sombrero. No era un tipo locuaz, el D. A. Quint.
—Muy bien, pues, ¿quién ha muerto y de qué forma? —dijo el anciano.
—Un hombre llamado Shane, señor. Golpeado en la nuca con un objeto pesado.
El anciano no pareció impresionado. Tal vez incluso pareció decepcionado.
—Ah —dijo—. Shane golpeado en la nuca. Con un objeto pesado. Ya veo.
Tal vez esté un poco chiflado después de todo, pensó el inspector. «Ya no es lo que era —tal como había dicho Quint—. Una lástima».
—No estoy en absoluto senil, inspector, se lo aseguro —dijo el anciano. Había leído el hilo de los pensamientos del inspector; no, aquello era imposible. Entonces le había leído la cara. La inclinación de los hombros—. Pero este es un momento crucial, una crisis, por así decirlo, en los panales. No puedo abandonarlos por un delito del montón.
Bellows miró a su agente. El inspector era lo bastante joven, y el asesinato lo bastante raro en los South Downs, como para que a ambos policías no les pareciera un acontecimiento del montón el que a un hombre le hundieran el cráneo con un atizador o una cachiporra detrás de una vicaría.
—Y el tal Shane iba armado, señor —dijo el D. A. Quint—. Llevaba una pistola de servicio Webley, a pesar de que aseguraba ser, y por lo que hemos podido averiguar era, un simple viajante en… —se sacó del bolsillo un pequeño cuaderno con cubiertas de hule y lo consultó; el inspector ya había empezado a odiar la imagen de aquel cuaderno con su meticuloso inventario de datos profundamente ir relevantes—… el ramo del equipamiento y maquinaria para plantas lecheras.
—Golpeado por la espalda —dijo el inspector—. Parece. En plena noche y mientras estaba a punto de meterse en su automóvil. Con las maletas hechas y al parecer marchándose del pueblo sin dar explicaciones y sin despedirse, aunque solo hacía una semana que había pagado dos meses de alojamiento por adelantado en la vicaría.
—La vicaría, sí, ya veo. —El anciano cerró los ojos, pesadamente, como si los detalles del caso no solo fueran del montón, sino también soporíferos—. Y sin duda ustedes, literalmente sin conocimiento de causa, porque desconocen la causa y las circunstancias del asunto, se han precipitado a sacar conclusiones y han detenido por el crimen al joven señor Panicker.
Aunque consciente del aspecto de comedia de cine mudo de su conducta, el inspector Bellows se encontró para su vergüenza intercambiando otra mirada apocada con su agente. A Reggie Panicker lo habían detenido a las diez de aquella mañana, tres horas después del descubrimiento del cadáver de Richard Woolsey Shane, natural de Sevenoaks, condado de Kent, en el callejón de detrás de la vicaría donde el difunto tenía aparcado su MG Midget de 1933.
—Un crimen por el cual —continuó el anciano— ese joven deplorable será a su debido tiempo colgado por el cuello, y su madre llorará, y después el mundo seguirá dando vueltas ciegamente de camino al vacío, y a fin de cuentas ese señor Shane seguirá muerto. Pero entretanto, inspector, hay que cambiar la reina del panal número cuatro.
E hizo un gesto con una mano de dedos largos y parecida a una estrella de mar, toda manchas de la vejez y verrugas, en señal de despedida. Mandándolos a que siguieran con su trabajo. Se palmeó los bolsillos de su traje arrugado: en busca de su pipa.
—¡Ha desaparecido un loro! —se aventuró el inspector Michael Bellows, impotente, confiando en que aquel goloso dato pudiera añadir alguna clase de lustre al crimen según el criterio inimaginable del anciano—. Y el hijo del vicario llevaba esto encima.
Se sacó del bolsillo de la pechera la tarjeta de visita con los bordes doblados del señor Jos. Black, Tratante de Aves Raras y Exóticas, Club Row, Londres, y se la entregó al anciano, que no se dignó echarle un vistazo.
—Un loro. —Por alguna razón, le pareció a Bellows, no solo había conseguido impresionar al anciano sino también dejarlo estupefacto. Y el anciano parecía encantado de verse de aquella manera—. Sí, por supuesto, un loro gris africano. Propiedad, tal vez, de un niño. De unos nueve años. Natural de Alemania, y de origen judío, diría yo. Y desprovisto del habla.
Ahora sería el momento perfecto para que el inspector carraspeara. El D. A. Quint había protestado enérgicamente contra la decisión de involucrar al anciano en la investigación. «No está en posesión de sus facultades mentales, señor, eso se lo puedo asegurar con plena confianza». Pero el inspector Bellows estaba demasiado perplejo para jactarse. Había oído las historias, las leyendas, los famosos y descabellados actos de inducción realizados por el anciano en sus días de gloria, los asesinos inferidos a partir de la ceniza de un puro, los ladrones de caballos a partir de la ausencia del ladrido de un perro guardián. Por mucho que lo intentara, el inspector no podría encontrar el hilo que unía a un niño judío alemán mudo con un loro desaparecido y un cadáver llamado Shane con el cráneo agujereado. Y así perdió la oportunidad de anotarse un punto delante de Quint.
Ahora el anciano echó un vistazo a la tarjeta de visita del señor Jos. Black, con los labios fruncidos, colocándola a diversas distancias de la punta de su nariz hasta que encontró una que le permitía ver bien.
—Ah —dijo, asintiendo—. Así que nuestro señor Shane sorprendió al joven Panicker cuando este se estaba marchando con la mascota del pobre chico con la intención de vendérsela a este señor Black. Y Shane intentó evitar que lo hiciera y pagó caro su heroísmo. ¿He resumido correctamente su punto de vista?
Aunque aquella era en pocas palabras la totalidad de la teoría de Bellows, desde el principio había habido algo en la misma —algo en las circunstancias del asesinato en sí— que preocupaba al inspector lo bastante como para hacerle ir, contraviniendo el consejo de su agente, a visitar a aquel amigo y adversario cuasi legendario de toda la generación de policías a la que había pertenecido su abuelo. Y a pesar de todo, le había parecido una teoría sensata en su conjunto. El tono del anciano, sin embargo, la hacía parecer igual de probable que la intervención de las hadas.
—Parece que tuvieron unas palabras —dijo el inspector haciendo un gesto de contrariedad cuando un antiguo tartamudeo emergió de las profundidades de su niñez—. Se pelearon. Llegaron a las manos.
—Sí, sí. Bueno, no pongo en duda que tenga usted razón.
El anciano compuso con la hendidura de su boca la sonrisa más falsa que el inspector Bellows había visto en su vida.
—Y la verdad sea dicha —continuó—, es toda una suerte que no me necesiten, porque tal como deben de saber estoy jubilado. Y de hecho lo he estado desde el diez de agosto de mil novecientos catorce. Momento en el cual, deben creerme, estaba mucho menos hundido en la decrepitud que este caparazón marchito que ahora tienen delante. —Dio unos golpes con el mango de su bastón en el umbral, en gesto jurídico. Estaban despedidos—. Que tengan un buen día.
Y luego, con un eco de aquella teatralidad que tantas veces había puesto a prueba la paciencia y había exaltado el lenguaje del abuelo del inspector, el anciano levantó la cara en dirección al sol y cerró los ojos.
Los dos policías permanecieron un momento en su sitio, observando aquel simulacro indecente de siesta. Al inspector le pasó por la cabeza que tal vez el anciano quería que le suplicaran. Miró al D. A. Quint. Sin duda las súplicas abyectas al viejo ermitaño loco constituían un paso al que su difunto predecesor jamás se rebajaría. Y, sin embargo, ¿cuántas cosas se podrían aprender de un hombre así si uno fuera capaz de…?
Los ojos se abrieron de golpe, y ahora la sonrisa se endureció y adoptó la forma de algo más sincero y cruel.
—¿Todavía están aquí? —dijo.
—Señor… si me permite…
—Muy bien. —El anciano soltó una risita reseca, dirigida enteramente a sí mismo—. He tomado en consideración las necesidades de mis abejas. Y creo que puedo perder unas pocas horas. Así pues, les ayudaré. —Levantó un dedo largo a modo de advertencia—. A encontrar el loro del chico. —Laboriosamente, y con un aire que rechazaba de antemano cualquier ofrecimiento de ayuda, el anciano, apoyándose pesadamente en su bastón negro y lleno de muescas, se puso de pie—. Si por el camino nos encontramos al verdadero asesino, bueno, pues mejor para ustedes.