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Había tantos elementos extraños en la cena de los domingos a la mesa de los Panicker que el señor Shane, el recién llegado, despertaba las sospechas del otro inquilino, el señor Parkins, por el mero hecho de que no parecía percibir ninguno de los mismos. Entró en el comedor, un tipo rubicundo y majestuoso que hacía crujir poderosamente los tablones del suelo cuando los pisaba y que tenía aspecto de lamentar profundamente la ausencia de un pony entre sus piernas. Llevaba el pelo cobrizo cortado al rape y había algo inefablemente colonial, un eco nasal de acantonamientos o de yacimientos de oro, en su forma de hablar. Saludó con la cabeza sucesivamente a Parkins, al niño refugiado y a Reggie Panicker y luego se dejó caer en su silla como un niño que saltara sobre la espalda de un amiguete de la escuela para echar una carrera por la hierba. De inmediato entabló conversación con el patriarca de los Panicker acerca de las rosas americanas, un tema sobre el cual admitió libremente no saber nada.

Un profundo depósito de elegancia, o bien un déficit patológico de curiosidad, supuso Parkins, podían explicar la falta casi absoluta de interés que el señor Shane, que se presentaba a sí mismo como viajante de equipamientos para ordeñar de la empresa Chedbourne & Jones, de Yorkshire, parecía mostrar por la naturaleza de su interlocutor, el señor Panicker, que no solamente era un malayalí de Kerala, negro como un tizón, sino también vicario anglicano de la Alta Iglesia. También podían ser la formalidad o la estupidez lo que le impedía hacer comentario alguno sobre la forma huraña en que Reggie Panicker, el hijo mayor del vicario, estaba abriendo un agujero profundo en el raído mantel con la punta de su cuchillo para el pescado, o bien sobre la presencia a la mesa de un niño mudo de nueve años cuya cara era como una página en blanco al final del libro de las penas humanas. Pero era la escasa atención que el señor Shane prestaba al loro del niño lo que hacía que al señor Parkins le resultara imposible aceptar al nuevo inquilino por las buenas. Nadie podía ser inmune al interés intrínseco de aquel loro, por mucho que, como ahora, el pájaro se estuviera limitando a recitar fragmentos de poemas de Goethe y Schiller que conocía todo escolar alemán de más de siete años. El señor Parkins, que por razones privadas había estado sometiendo al loro gris africano a una observación meticulosa, vio de inmediato en el nuevo inquilino a un posible rival en su intento no resuelto de solucionar el profundo y sumamente irritante misterio del notable pájaro africano. Estaba claro que Alguien Importante se había enterado de lo de los números y había mandado al señor Shane a que los oyera en persona.

—Bueno, pues aquí estamos.

La señora Panicker entró en el comedor, llevando una sopera Spode. Era una mujer de Oxfordshire grande, muy rubia y no muy atractiva cuya fantasía inimaginablemente descabellada de hacía treinta años, casarse con el pastor ayudante de su padre en la India, un joven solemne y con ojos de color azabache, había rendido unos frutos mucho más pálidos que las maduras y sonrosadas papayas que ella, al inhalar el aroma del aceite capilar del señor K. T. Panicker en una cálida tarde estival de 1913, se había permitido esperar. Pero su mesa era excelente, digna de la clientela de un número mucho mayor de inquilinos que los que la casa de los Panicker alojaba en la actualidad. El beneficio de la parroquia era mínimo, el vicario negro impopular en la localidad, los feligreses ariscos como guijarros y la familia Panicker, pese a la previsión seria y ahorrativa de la señora Panicker, incómodamente pobre.

Eran tan solo el espléndidamente cuidado huerto de la cocina de la señora Panicker y su talento culinario lo que hacía posible una sopa fría de pepino y perifollo tan buena como la que ahora le propuso, levantando la tapa de la sopera, al señor Shane, de cuya repentina presencia en la casa, con dos meses pagados por adelantado, se mostraba claramente agradecida.

—Esta vez se lo advierto desde el principio, maese Steinman —dijo mientras vertía crema de color verde claro, con motas de color esmeralda, en el cuenco del niño—. Es una sopa fría y así es como ha de ser. —Miró al señor Shane con el ceño fruncido, aunque había un débil brillo de burla en su mirada—. La semana pasada roció toda la mesa de sopa de crema, este chico, señor Shane —continuó—. Estropeó el mejor fular de Reggie.

—Ojalá eso fuera lo mejor que este chico ha estropeado —dijo Reggie desde detrás de su cuchara de sopa de pepino—. Ojalá todo se limitara al fular.

Reggie Panicker era la desesperación de los Panicker y, como muchos hijos que traicionan hasta las aspiraciones más modestas de sus padres, también era un azote para el vecindario. Era jugador, mentiroso, insatisfecho y soplón. Parkins —mostrando, o eso le parecía ahora a Shane, cierta cortedad de entendederas— había perdido un par de gemelos de oro, una caja de plumines, doce chelines y su amuleto de la buena suerte, una ficha de color claro de cinco francos del Casino Royale de Monaco, antes de percibir la afición por el robo de Reggie.

—¿Y cuántos años tiene el joven señor Steinman? —dijo el señor Shane, enfocando el heliógrafo centelleante de su sonrisa hacia los ojos distantes del pequeño judío—. ¿Nueve, no? ¿Tiene usted nueve años, muchacho?

Como de costumbre, sin embargo, los puestos de vigilancia de la cabeza de Linus Steinman se habían quedado desocupados. La sonrisa pasó desapercibida. De hecho, parecía que el chico no hubiera oído la pregunta, aunque Parkins se había cerciorado tiempo atrás de que no le pasaba nada en las orejas. El tintineo repentino de un plato podía sobresaltarlo. El tañido de la campana del campanario podía llenarle los ojos enormes y oscuros de un mar de lágrimas.

—A ese no le van a sacar respuestas —dijo Reggie metiéndose en la boca la última cucharada de su sopa—. Es más mudo que una pared, ese.

El chico bajó la vista hacia su sopa. Frunció el ceño. La mayoría de los residentes de la vicaría, y del vecindario, lo suponían no anglófono y con toda probabilidad estúpido, pero Parkins tenía dudas sobre ambas cosas.

—El señor Steinman ha venido a nosotros desde Alemania —dijo el señor Panicker. Era un hombre culto cuyo acento de Oxford estaba teñido de cierta cantinela decepcionada del subcontinente indio—. Formaba parte de un pequeño grupo de niños, la mayoría judíos, cuya emigración a Gran Bretaña fue negociada por el señor Wilkes, el vicario de la Iglesia anglicana de Berlín.

Shane asintió, boquiabierto, parpadeando lentamente, igual que un golfista que fingiera por cortesía estar disfrutando de una conferencia improvisada sobre la mitosis celular o los números irracionales. Parecía que no hubiera oído hablar nunca de Alemania o de los judíos, o ya puestos, de los vicarios o de los niños. El aire de aburrimiento profundo que se instaló sobre sus rasgos les resultaba totalmente natural a los demás. Y, sin embargo, el señor Parkins no se fiaba. El loro, que se llamaba Bruno, ahora estaba recitando Der Erlkönig, en voz baja, hasta se podría haber dicho que recatadamente, con su voz aguda y entrecortada. El recitado del pájaro, aunque desafinado y un poco presuroso, tenía cierto patetismo infantil que no resultaba inapropiado al asunto del poema.

Y aun así el nuevo inquilino no prestaba ninguna atención al loro.

El señor Shane miraba al chico, que estaba mirando su sopa y hundiendo nada más que la punta de su cuchara en el contenido espeso y claro del cuenco. Por lo que Parkins había estado observando —y era un observador meticuloso y agudo— el chico solamente comía con placer dulces y postres.

—Los nazis, ¿no? —dijo Shane. Negó con la cabeza sin mucho aplomo—. Un asunto feo. Mala suerte para los judíos, hay que admitirlo.

La cuestión de si el chico iba a escupir la pizca de sopa que se había puesto sobre la lengua parecía interesarle mucho más que el internamiento de los judíos. El chico frunció el ceño y juntó sus cejas tupidas. Pero la sopa permaneció a salvo en su boca, y por fin el señor Shane volvió a concentrarse en zamparse su propia ración. Parkins se preguntó si por fin iban a abandonar aquel tema de conversación tan tedioso y desagradable.

—No es lugar para un niño, está claro —dijo Shane—. Uno de esos campos. Ni tampoco, me imagino… —dejó la cuchara y levantó la vista, con una ligereza que sorprendió al señor Parkins, hasta el rincón de la sala, donde, encima de un grueso poste de hierro, sobre un travesaño de madera todo lleno de muescas, con páginas del Express del día anterior extendidas debajo, el loro Bruno le devolvió la mirada con expresión crítica—… para un loro.

Ah, pensó el señor Parkins.

—Supongo que cree usted que una casucha de piedra destartalada en el rincón de Sussex más dejado de la mano de Dios es un buen sitio para un pájaro africano, entonces —dijo Reggie Panicker.

El señor Shane parpadeó.

—Por favor, perdone la mala educación de mi hijo —dijo el señor Panicker con un suspiro, dejando la cuchara en la mesa aunque su cuenco solo estaba medio lleno. Pese a que había habido una época en que regañaba a su hijo único por sus continuas groserías, aquello había sido antes de la estancia del señor Parkins en la casa—. Todos le hemos cogido mucho cariño al joven Linus y a su mascota, hay que decirlo. Y lo cierto es que Bruno es un animal notable. Recita poesía, tal como puede oír ahora mismo. Canta canciones. Es un imitador de gran talento y ya ha sorprendido a mi mujer varias veces falsificando mi modo personal, tal vez en exceso vehemente, de roncar.

—¿En serio? —dijo el señor Shane—. Vaya, señor Panicker, confío en que no le importe si le digo que entre las rosas de usted y este jovencito con su loro, me parece que he aterrizado en una casa muy interesante.

Ahora estaba observando al loro, con la cabeza inclinada a un lado de una forma que imitaba, sin duda de manera inconsciente, el ángulo en el que Bruno prefería ver habitualmente el mundo.

—¿Y dice que canta?

—Así es. Principalmente en alemán, aunque de vez en cuando se le oyen fragmentos de Gilbert y Sullivan. Sobre todo parte de Iolanthe, diría yo. Las primeras veces resulta bastante chocante.

—Pero es todo mera… imitación de loro, por decirlo de algún modo, ¿no? —El señor Shane sonrió vagamente, como para insinuar, de forma insincera en opinión del señor Parkins, que sabía que su bromita no era graciosa—. ¿O diría usted que es capaz de pensar por sí mismo? Una vez vi un cerdo, cuando yo era niño, un cerdo de un número circense, que podía calcular la raíz cuadrada de números de tres dígitos.

Su mirada, al decir aquello, centelleó brevemente y por vez primera en dirección a Parkins. Aquello, aunque parecía confirmar el presentimiento del señor Parkins sobre el nuevo inquilino, también lo preocupó. Nadie en el vecindario tenía razón alguna para relacionarlo con la cuestión de los dígitos y los números. La sospecha de que al señor Shane lo había enviado Cierta Gente para observar a Bruno en persona la consideraba ahora el señor Parkins confirmada.

—Números —dijo el señor Panicker—. Por extraño que parezca, parece que a Bruno le gustan, ¿verdad, señor Parkins? Siempre está cacareando largas series y listas de números. Siempre en alemán, naturalmente. Aunque no puedo decir que le sirvan para nada, por lo que yo veo.

—¿Ah, no? Me impide dormir —dijo Reggie—. Así que para algo le sirven. Para algo bastante alarmante.

Llegado aquel punto la señora Panicker volvió a entrar grácilmente en el comedor llevando el pescado en una bandeja de color verde claro. Por razones que nunca se le habían explicado al señor Parkins, pero que este suponía que debían de tener mucho que ver con los sentimientos por lo demás no manifiestos que ella debía de albergar hacia su marido y su hijo, la señora Panicker nunca cenaba con ellos. Ahora recogió los cuencos mientras el señor Parkins elogiaba la sopa. Había algo desesperado y valiente en la buena cocina de la patrona. Era como la voz temblorosa de una gaita saliendo de una ciudadela sitiada por todos los lados por derviches e infieles en la mañana del día en que finalmente iban a saquearla.

—¡Una sopa excelente! —ladró el señor Shane—. ¡Mis felicitaciones al chef!

La señora Panicker se sonrojó intensamente, y una sonrisa distinta a todas las que Parkins le había visto hasta entonces, diminuta y parecida a un mohín, hizo una breve aparición en sus labios.

El señor Panicker también la vio y frunció el ceño.

—Ciertamente —dijo.

—¡Puaj! —dijo el joven Panicker, apartando con la mano el humo que salía de la bandeja sobre la cual yacía una platija que aún conservaba la cabeza y la cola—. Ese pescado está pasado, madre. Huele como la parte de abajo del embarcadero de Brighton.

Sin pensarlo ni un segundo —y con la estela de la sonrisa juvenil todavía visible en su cara—, la señora Panicker estiró el brazo y le dio un bofetón en la cara a Reggie. Su hijo se levantó de un salto de la silla, llevándose una mano a la mejilla encendida, y durante un momento se limitó a mirarla con odio. Luego su mano salió disparada hacia la garganta de ella como si tuviera intención de estrangularla. Antes de que sus dedos pudieran agarrarse a nada, sin embargo, el nuevo inquilino estaba de pie y se había interpuesto entre madre e hijo. Las manos del señor Shane salieron disparadas hacia delante y antes de que Parkins entendiera del todo lo que estaba pasando Reggie Panicker estaba tumbado de espaldas sobre la alfombra ovalada. De la nariz le salía una sangre de color intenso.

Se incorporó sobre su trasero. La sangre le cayó sobre el cuello de la camisa y se llevó un dedo a la aleta izquierda de la nariz para contenerla. El señor Shane le ofreció una mano y Reggie la apartó de un manotazo. Se puso de pie y soltó un ruidoso soplido. Se quedó mirando a Shane y después hizo un gesto de asentimiento con la cabeza en dirección a la señora Panicker.

—Madre —dijo.

Luego dio media vuelta y salió.

—Madre —dijo el loro, con su voz suave.

Linus Steinman estaba mirando a Bruno con el cariño intenso que era la única emoción reconocible que Parkins le había visto expresar alguna vez. Y luego, con una voz clara, tierna y aflautada que Parkins no había oído nunca, el pájaro empezó a cantar.

Wien, Wien, Wien

Sterbende Märchenstadt.

Era una bonita voz de contralto y resultaba, al salir entrecortada del pico del animal gris del rincón, inquietantemente humana. La estuvieron escuchando un momento y luego Linus Steinman se levantó de su silla y fue hasta la percha. El pájaro guardó silencio y saltó al brazo extendido que le estaba siendo ofrecido. El niño se volvió hacia los demás y sus ojos estaban llenos de lágrimas y también de una pregunta muy simple.

—Sí, querido —dijo la señora Panicker con un suspiro—. Puedes irte si quieres.