9

Aquella noche dormí muy inquieta, no dejaba de dar vueltas en la cama y en algún momento me desperté aturdida. Una inesperada tristeza se apoderó de mí, pero era incapaz de recordar qué era lo que me la había causado. Sólo sabía que tenía que ver con música y con el hecho de no haberla encontrado y, confusa, me di media vuelta y me dormí de nuevo.

Me desperté a las cinco y media y comprendí por qué Nathaniel quería que durmiera ocho horas durante la semana: no creía que fuera a dormir mucho durante el viernes y el sábado. Me levanté con las tripas rugiendo.

A las seis y cuarto ya estaba duchada y vestida y me quedaba tiempo más que suficiente para preparar mis famosas tostadas francesas. Vi luz por debajo de la puerta del gimnasio.

Nathaniel ya debía de estar despierto y haciendo ejercicio. Me pregunté si algún día conseguiría levantarme antes que él.

Bostecé mientras troceaba los plátanos y batía los huevos. Me encanta cocinar. Me encanta preparar comidas que alimenten y sepan bien. Si no me gustaran tanto los libros, habría sido cocinera.

Estaba tostando el pan, cuando Apolo entró caminando muy despacio.

—Eh, Apolo —lo llamé—. ¿Qué pasa?

Me ladró con suavidad, bostezó y rodó hacia un lado.

—¿Tú también? —le pregunté, bostezando de nuevo.

Mientras freía el plátano, pensé en la noche anterior. Aún me parecía surrealista, aunque había sido muy divertida. Todo el mundo fue muy amable conmigo. Y Nathaniel… Pensé especialmente en él: recordé nuestro baile y después lo que pasó en su habitación…

Casi se me quema la salsa.

A las siete en punto, le serví el desayuno. Coloqué la tostada en el plato y luego vertí la salsa por encima de todos los ingredientes.

—Sírvete un plato y siéntate —dijo él al entrar.

No vi ni rastro del caballero de la noche anterior, pero yo sabía que estaba allí, escondido en alguna parte.

Dejé mi plato en la mesa, me senté y, cuando comí el primer bocado, Nathaniel se volvió a dirigir a mí.

—Hoy tengo planes para ti, Abigail —anunció—. Voy a prepararte para mi placer.

¿Que me iba a preparar para su placer? ¿Y qué narices significaba eso? Ya había estado practicando yoga. Había corrido. Había seguido una dieta equilibrada. ¿Qué más quería?

Pero no estábamos en mi mesa.

—Sí, Amo —respondí, con los ojos clavados en mi plato.

Se me había desbocado el corazón y ya no tenía hambre. Rebañé un poco de salsa de mi plato con un trozo de pan.

—Come, Abigail —dijo—. Con el estómago vacío no me sirves para nada.

Yo tampoco creía que le sirviera de mucho si le vomitaba encima por culpa de los nervios, pero decidí no decírselo. Le di un bocado a mi tostada. Podría haber estado comiendo cartón y me habría dado lo mismo.

Cuando ya había comido lo suficiente como para complacer a Nathaniel, recogí la mesa y fui al salón, donde me quedé de pie junto a él.

—Llevas demasiada ropa —dijo—. Ve a mi dormitorio y quítatela toda.

Mientras iba a su habitación, no dejaba de pensar, intentando tranquilizarme. ¿Qué más podíamos hacer que no hubiéramos hecho ya? Habíamos follado tres veces y habíamos tenido sexo oral. Podía enfrentarme a lo que fuera que tuviera planeado.

Cuando llegué arriba había conseguido calmarme un poco, pero entonces entré en su dormitorio y me quedé de piedra.

En medio de la habitación vi una especie de banco, o por lo menos yo pensé que era un banco. Me llegaba a la altura de la cintura y tenía un escalón.

Sentí cómo otra vez se apoderaba de mí aquella ráfaga de excitación nerviosa que ya estaba empezando a resultarme familiar. Me quité la ropa y la dejé apilada de cualquier forma junto a la puerta. Luego me quedé mirando el artilugio de madera.

—Es un potro —dijo Nathaniel entrando en la habitación—. Lo utilizo para castigar a mis sumisas, pero también sirve para otros propósitos.

«Dilo —me suplicó la parte racional de mi cerebro—. “Aguarrás”. Dilo».

«No —contrarrestó la locura—. Esto es lo que yo quiero».

Nathaniel no se dio cuenta de mi batalla interior.

O si lo hizo la ignoró por completo.

—Sube ese escalón —me indicó— y túmbate boca abajo.

«Tres únicas sílabas y te podrás ir a casa», insistió de nuevo la parte racional de mi cerebro.

«Tres únicas sílabas y no lo volverás a ver nunca más. No te hará daño», me recordó la locura. La locura adoraba a Nathaniel.

«Dijo que no te provocaría daños permanentes. Pero nunca dijo que no fuera a dolerte».

La parte racional tenía algo de razón.

—Abigail. —Nathaniel inspiró hondo—. Me estoy cansando. Hazlo o di tu palabra de seguridad. No te lo volveré a pedir.

Valoré mis alternativas durante cinco segundos más. La locura ganó la batalla mientras la parte racional de mi cerebro amenazaba con tomarse unas largas vacaciones.

Inspiré hondo y me tumbé en el banco. La madera era suave y tenía una zona en forma de cuchara para acomodar mi cuerpo.

«Bueno, no está tan mal».

Nathaniel estaba haciendo algo por detrás de mí. Oí cómo abría y cerraba varios cajones.

Entonces apoyó algo junto a mis caderas.

—¿Recuerdas lo que te dije el viernes por la noche? —me preguntó.

Y no era una pregunta retórica. Se suponía que no debía hablar a menos que él me lo pidiera específicamente. Estaba jugando con mi mente.

Intenté recordar la noche del viernes. Mucho sexo, pocas horas de sueño, mucho sexo, dolores y escozores, sexo, salsa de almejas, más sexo… Estaba totalmente en blanco, no tenía ni idea de a qué se refería.

Apoyó sus cálidas palmas sobre mi cintura y me acarició el trasero. Entonces recordé que me había preguntado sobre el sexo anal.

«¡Aguarrás! —gritó la parte racional de mi cerebro—. ¡Aguarrás!»

Apreté los dientes para mantener el mundo encerrado en mi mente, justo donde debía estar. También contraje otras partes de mi anatomía. ¡Qué diablos!, contraje todo el cuerpo.

—Relájate.

Me acarició la espalda. En otro momento ese gesto me habría gustado. En cualquier otro momento hubiera ronroneado al sentir el tacto de sus manos sobre mi cuerpo. Pero si lo que quería era practicar sexo anal, yo era incapaz de disfrutar.

La verdad era que no lo había marcado como límite infranqueable, pero creía que llegaría más adelante.

Empecé a oír ruidos; se estaba quitando la ropa. Inspiré hondo y me quedé completamente rígida.

Nathaniel suspiró.

—Ve a la cama, Abigail.

Salté tan rápido del banco que casi tropiezo. Él me siguió hasta la cama. Estaba desnudo y glorioso, pero apenas lo advertí.

—Tienes que relajarte. —Me rodeó con los brazos—. Esto no funcionará si no te relajas.

Me posó los labios en el cuello y yo lo rodeé con los brazos. Sí, ese terreno lo conocía.

Eso lo podía manejar.

Aquella magnífica boca le estaba haciendo cosas increíbles a mi piel. Y cuando sus labios comenzaron a descender, me empecé a relajar. Me rozó los pezones con la boca y yo eché la cabeza hacia atrás mientras su lengua giraba sobre ellos una y otra vez.

Me dio besos por todo el torso sin dejar de acariciarme con las manos, sin dejar de moverlas un instante, haciéndome arder con sus caricias.

—Todo lo que hago lo hago pensando tanto en tu placer como en el mío. —Me mordisqueó la oreja—. Confía en mí, Abigail.

Y yo quería hacerlo. Quería confiar en él. Confiaba en el caballero de la noche anterior.

Pero ¿podía sentir lo mismo por el dominante del potro? Bueno, costaba un poco más confiar en éste.

«Son el mismo hombre», me dije.

Estaba tan confusa que no sabía qué pensar. Me esforzaba mucho para comprender lo que estaba ocurriendo, para decidir qué sería lo mejor que podía hacer y quién era Nathaniel.

Y durante todo el rato, él siguió hablándome con sus tranquilizadores murmullos.

—Yo puedo darte placer, Abigail —susurró—. Placeres que jamás has imaginado.

Estaba derribando mis resistencias, acabando con todas mis excusas. Y yo lo dejé. En realidad no tenía otra salida. Ya me había marcado: era suya.

Se separó de mí y me miró a los ojos mientras me penetraba. Yo gemí y lo abracé con más fuerza.

Entonces me di cuenta de que era la primera vez que tenía los brazos libres durante el sexo y deslicé una vacilante mano por su espalda.

—Suéltate, Abigail. —Se internó más profundamente en mí—. El miedo no tiene lugar en mi cama.

Se retiró y adoptó un ritmo más rápido, al tiempo que me relajaba con su voz. No dejó de tranquilizarme ni un segundo.

Al poco yo ya no podía recordar de qué tenía miedo. No me acordaba de nada. Sólo podía pensar en Nathaniel y en su cama, y sentir cómo me penetraba una y otra vez mientras su voz me susurraba sobre placeres prometidos.

El clímax empezó a contraerme el vientre. Él se separó de mí, me levantó las caderas y se adentró más profundamente. Yo estaba cerca, muy cerca. Le rodeé el cuerpo con las piernas para atraerlo hacia mí. Y justo cuando me embistió por última vez, sentí algo cálido y resbaladizo deslizándose por mi ano y grité mientras el clímax me recorría todo el cuerpo.

Me dijo que era un tapón. Que me ayudaría a dilatarme y que debía llevarlo durante algunas horas cada día. Yo no tenía ninguna experiencia con el sexo anal. No tenía ni idea de lo que debía esperar, y la mera idea me producía nervios y mucha expectación. Pero él prometió darme placer, y hasta que no hiciera lo contrario, decidí creerlo. Nathaniel nunca me había mentido.

Me marché después de la comida del domingo. Lo último que él me dijo fue que debía volver el viernes a las seis.

—Llevo todo el día esperando que vuelvas —confesó Felicia con una gran sonrisa en los labios, cuando le abrí la puerta—. Tengo una sorpresa para ti.

Sus sorpresas solían estar relacionadas con algún pintalabios nuevo. Yo me senté en el sofá y le pedí que me lo contara.

—Primero —me dijo—, quiero que sepas que eres la mejor amiga del mundo por haberle dado mi número a Nathaniel para que se lo hiciera llegar a Jackson. Jackson es el mejor.

Pensaba que sería un engreído por ser un jugador profesional, pero no lo es; está muy centrado. ¿Y su madre? ¿Te puedes creer lo simpática que es? ¿Y viste cómo se levantaron todos los hombres cuando te fuiste al lavabo? ¿Y no te pareció alucinante que Elaina se ofreciera a acompañarte? Y entonces…

—Felicia —la interrumpí—, ¿en qué momento llegamos a mi sorpresa? Más que nada porque puedo revivir la noche yo solita.

Y eso era exactamente lo que había planeado hacer en cuanto estuviera sola.

—Tienes razón —convino ella—. Perdona.

—No pasa nada. Pero intenta ir al grano.

Entonces se inclinó hacia mí.

—Cuando volvíamos a casa, le pedí a Jackson que me hablara de su infancia. Quería saber cuánto tiempo hacía que conocía a Todd, cuánto tiempo hacía que Todd estaba casado con Elaina, si Nathaniel había salido con muchas mujeres…

—¡Felicia Kelly!

—Soy tu mejor amiga, Abby. Y es mi deber cuidar de ti. Escucha: Todd creció en la casa contigua a la de los Clark. Los conoce de toda la vida. —Me miró con una traviesa sonrisa en los labios—. Nathaniel ha salido en serio con tres mujeres. Primero con Paige, después vino Beth y Melanie fue la última. Jackson llamó a Melanie «la chica de las perlas», porque siempre llevaba ese collar de perlas. —Miró mi collar—. No quiero ni pensar en cómo te va a llamar a ti. ¿Es que Nathaniel no te puede dar un anillo, como haría cualquier tío normal?

Continuó hablando, pero mi cabeza seguía procesando lo que acababa de decir. Tres mujeres. Tres sumisas. Tres que la familia conociera.

Felicia prosiguió:

—Nathaniel y Melanie rompieron hace cinco meses. Jackson me dijo que era una auténtica arpía y que se alegró mucho de que lo dejaran. —Esbozó otra maliciosa sonrisa—. También me dijo que tú no eres el tipo habitual de Nathaniel, pero que pareces buena para él.

Ya era la segunda persona cercana a Nathaniel que, en cuestión de dos días, había dicho que yo era buena para él. Y no podían equivocarse las dos, ¿no?

De repente, me sentí revitalizada y ya no tenía tanto sueño como hacía un rato.

—¿Te acuerdas de esa película nueva que queríamos ver? La estrenan esta noche —añadió luego Felicia—. ¿Te apetece ir?

Hacía demasiado tiempo que las dos no pasábamos un rato juntas y teníamos muchas horas que recuperar.

—¿Hasta qué hora dura? —pregunté.

—Hasta las once.

La película acababa a las once y yo me tenía que levantar a las seis. Eso me seguía dejando siete horas de sueño, cosa que ya era mucho más de lo que había dormido las dos últimas noches.

—Venga, vamos a verla.