Me desperté al notar la luz del sol en la piel y parpadeé varias veces, confusa. ¿Dónde estaba?
Miré a un lado y vi el enorme lecho cerniéndose sobre mí. Vale. Estaba en el suelo. Junto a la cama de Nathaniel.
Estiré las piernas y gemí. Me dolían partes del cuerpo que ni siquiera sabía que tenía y algunas que ya hacía mucho tiempo que había olvidado. Me puse en pie tambaleante y me aventuré a dar algunos pasos. Hubiera dejado que me cortaran el brazo derecho y parte del izquierdo por poder darme un buen baño, pero parecía que me las tendría que arreglar con la ducha.
Después de una larga e intensa ducha de agua caliente, cojeé hasta la cocina. Nathaniel estaba sentado a la mesa, mi mesa, con su teléfono móvil en la mano, supuse que escribiendo o enviando un correo electrónico. Parecía estar perfectamente.
La biología había jodido bien a las mujeres.
Literalmente.
—¿Una noche dura? —preguntó, sin siquiera molestarse en mirarme.
Qué diablos. Estaba en mi mesa, podía hablarle con franqueza.
—Ni me lo recuerde.
—¿Una noche dura? —me volvió a preguntar, esbozando una leve sonrisa.
Me serví una taza de café y me lo quedé mirando fijamente.
Me estaba tomando el pelo. Por su culpa casi no podía andar, me dolía la espalda de dormir en el suelo ¿y me estaba tomando el pelo?
En realidad, me pareció dulce a su manera enferma y retorcida.
Cogí una magdalena de arándanos de la encimera y me senté con cuidado. No conseguí disimular un gesto de dolor.
—Necesitas proteínas —observó.
—Estoy bien —respondí, dándole un mordisco a la magdalena.
—Abigail.
Me levanté, cojeé hasta la nevera y saqué un paquete de beicon. Mierda. Encima me tocaba cocinar.
—He dejado dos huevos hervidos para ti en el cajón calentador. —Me siguió con los ojos, mientras yo volvía a guardar el beicon y cogía los huevos—. El ibuprofeno está en el primer estante del segundo armario, junto al microondas.
Era patética. Probablemente Nathaniel estuviera deseando no haberme puesto nunca su collar.
—Lo siento. Es que… Es que hacía mucho tiempo.
—Qué cosa tan absurda por la que disculparse —dijo—. Estoy más molesto por tu actitud de esta mañana. No debería haberte dejado dormir tanto.
Me volví a sentar y agaché la cabeza.
—Mírame —me ordenó—. Me tengo que ir. Nos vemos luego en el vestíbulo. A las cuatro y media, tienes que estar vestida y preparada para la fiesta benéfica.
Asentí y él se levantó.
—Hay una bañera grande en la habitación de invitados; la encontrarás en la otra punta del pasillo donde está tu dormitorio. Utilízala.
Luego se marchó.
Me sentí más humana después de darme un baño bien largo y tomar un ibuprofeno. En cuanto me sequé, preparé una taza de té, me senté a la mesa de la cocina y llamé a Felicia.
—Hey —exclamé cuando respondió.
—Abby —contestó—, no sabía que te daban permiso para llamar.
—No funciona así.
—Eso es lo que dices siempre —respondió con su voz de me-importa-una-mierda-lo-que-digas-porque-no-pienso-creerme-ni-una-sola-palabra—. Aunque, como ahora estás sola, no tienes nada mejor que hacer.
Felicia no solía pillarme desprevenida.
—¿Cómo sabes que estoy sola?
—Jackson me comentó que iría a jugar al golf y a comer con Nathaniel y un tal Todd antes de la fiesta benéfica de esta noche. Tú no lo sabías porque Nathaniel sólo debe darte la información estrictamente necesaria.
Casi podía ver su sonrisa engreída a través del teléfono y me pregunté por qué narices había pensado que llamarla era una buena idea.
—No nos hemos visto mucho esta mañana —repliqué con despreocupación, fingiendo que no me importaba que Nathaniel no me hubiera dicho adónde iba. Pero era mentira, porque, por algún motivo, me dolió que me lo ocultara—. Y recuerda que Jackson no sabe que Nathaniel…
—Sinceramente, Abby, tu extraña vida sexual no es el mejor tema de conversación para una primera cita.
En ese momento se abrió la puerta principal y luego se cerró.
—Tengo que colgar. Nathaniel ha vuelto —dije, encantada de tener un motivo para cortar y emocionada de que él hubiera vuelto.
—¿Estás segura? —preguntó Felicia, interesada por primera vez—. Es demasiado pronto.
Jackson me dijo que me llamaría cuando acabaran y aún no sé nada de él.
—Tengo que dejarte. Adiós.
Colgué justo cuando alguien entraba en la cocina.
Pero no era Nathaniel.
Una alta y esbelta mujer morena de pelo corto y con unas gafas de montura roja me miró sorprendida, con una expresión que probablemente era igual a la mía.
—Vaya —dijo—. No sabía que hubiera nadie.
—¿Quién eres? —pregunté, segura de que si Nathaniel esperaba que alguien fuese a su casa me lo habría mencionado.
—Elaina Welling —respondió, tendiéndome la mano—. Mi marido Todd y Nathaniel se conocen desde hace muchos años.
Le estreché la mano.
—Abby King. Disculpa, Nathaniel no ha mencionado que fuera a venir nadie.
Levantó un bolso de noche de satén negro que llevaba en la mano.
—Me olvidé de esto cuando traje el vestido.
Sus ojos se posaron sobre mi collar y vi que esbozaba una astuta sonrisa.
—¿Te apetece un té? —le pregunté.
—Sí —contestó, mientras se sentaba—. Creo que sí.
Le serví una taza y mantuvimos una agradable conversación. Después de quince minutos, ya tenía la sensación de conocerla de toda la vida. Elaina era la mujer más amable y centrada con la que había hablado en mucho tiempo. Se había mudado al vecindario de los Clark al acabar el instituto y Linda se convirtió en una segunda madre para ella. Cuando supe que Elaina también había perdido a su madre cuando era una niña, me sentí aún más unida a ella.
Yo le conté que la mía había muerto hacía cuatro años y Elaina asintió, me cogió la mano y dijo:
—La seguirás echando de menos toda la vida, pero te prometo que cada día que pase será más fácil.
Durante nuestra conversación, me di cuenta de que su mirada se posaba en mi collar en varias ocasiones, pero no hizo ni un solo comentario al respecto. Por un momento, me pregunté si Nathaniel habría mentido cuando dijo que su familia y sus amigos no sabían nada de su estilo de vida, pero enseguida decidí que no parecía un mentiroso.
Transcurrió casi media hora sin que nos diéramos cuenta, hasta que Elaina miró su teléfono y dio un pequeño grito:
—Oh, no, ¡mira la hora que es! Tenemos que darnos prisa si no queremos llegar tarde.
Me dio un beso en la mejilla al marcharse y me prometió que seguiríamos hablando en la fiesta benéfica.
Soy una chica con mucha imaginación y tengo que admitir que cuando intenté adivinar el tipo de vestido que Nathaniel me había comprado, mis pensamientos escoraron hacia el cuero y las cintas. Pero la prenda que me esperaba en la cama era maravillosa. Un vestido de un diseño muy exclusivo, que yo no me habría podido permitir ni con dos anualidades de mi sueldo. Satén negro con escote fruncido y delicados tirantes sobre los hombros. Era entallado sin ser vulgar ni demasiado sugerente; largo hasta los pies y un poco acampanado al final. Me encantaba.
No solía maquillarme, pero Felicia era mi mejor amiga y ella nunca pasaba por delante de una tienda de maquillaje sin comprar algo, así que sabía un par de cosas sobre el tema. Luego me recogí el pelo en el mejor moño que fui capaz de hacerme yo sola y me miré al espejo.
—No está mal, Abby —me dije—. Creo que serás capaz de no ponerte en evidencia, ni a ti ni a Nathaniel.
Luego entré un momento en mi habitación para ponerme los zapatos de tacón y bajé la escalera para reunirme con Nathaniel en el vestíbulo. Debo admitir que estaba tan nerviosa como una adolescente en su primera cita.
En cuanto lo vi me detuve en seco.
Me estaba esperando de pie y de espaldas a mí. Llevaba un largo abrigo de lana negro, con una bufanda de seda asimismo negra alrededor del cuello y el pelo le rozaba el cuello del abrigo. Cuando me oyó, se dio la vuelta.
Lo había visto con vaqueros y lo había visto con traje, pero no había nada en la Tierra que se pudiera comparar a Nathaniel con esmoquin.
—Estás muy guapa —comentó.
—Gracias, Amo —conseguí decir, con la garganta cerrada.
Me ofreció un chal negro.
—¿Nos vamos?
Asentí y cuando me acerqué a él, tuve la sensación de estar flotando. No sabía cómo lo hacía, pero había conseguido hacerme sentir guapa de verdad.
Cuando me puso el chal sobre los hombros, me rozó la piel con las manos muy suavemente. De repente, me asaltó un desfile de imágenes de la pasada noche. Rememoré lo que aquellas manos le hicieron a mi cuerpo.
Cuando salíamos, pensé que no había otra forma de describirlo: estaba nerviosa. Me alteraba saber que me iba a dejar ver en público con Nathaniel. Ya me había dicho que no le iba la humillación pública. Esperaba que eso significara que no me iba a pedir que se la chupara durante la cena. Y también me ponía nerviosa saber que iba a conocer a su familia.
¿Qué pensarían de mí? Él acostumbraba a salir con chicas de la buena sociedad, no con bibliotecarias.
En enero en Nueva York hace frío, y aquél era uno de los más gélidos que se recordaba.
Pero Nathaniel lo tenía todo controlado: cuando llegamos al coche, éste ya estaba en marcha y dentro se estaba muy calentito. Incluso me abrió la puerta como un auténtico caballero y la cerró cuando hube entrado.
Condujo en silencio durante un buen rato. Al final puso la radio y sonaron las suaves notas de un concierto para piano.
—¿Qué clase de música te gusta? —preguntó.
Aquella delicada melodía tenía un efecto relajante sobre mí.
—Ésta me parece bien.
Y ésa fue toda la conversación que mantuvimos de camino a la fiesta.
Cuando llegamos, él le entregó las llaves a un aparcacoches y nos dirigimos a la entrada del edificio. Yo llevaba muchos años viviendo en Nueva York y ya me había acostumbrado a los rascacielos y las multitudes, pero mientras aquella noche subía la escalera, consciente de que me iba a mezclar con gente a la que hasta la fecha sólo había visto de lejos, me sentí abrumada. Por suerte, Nathaniel me puso la mano en la espalda e hizo que me sintiera extrañamente tranquila al notar el contacto de su piel.
Inspiré hondo y esperé, mientras él le entregaba mi chal y su abrigo a la mujer encargada del guardarropa.
Al poco de haber entrado, Elaina se apresuró hacia nosotros, seguida de un hombre alto y muy atractivo.
—¡Nathaniel! ¡Abby! ¡Ya estáis aquí!
—Buenas noches, Elaina —la saludó él, inclinando levemente la cabeza—. Veo que ya conoces a Abby.
Nathaniel se volvió hacia mí y arqueó una ceja. No le había mencionado la visita de Elaina y, aunque no tenía ni idea del motivo de mi omisión, tuve la sensación de que no le había gustado.
—Oh, relájate. —Elaina le golpeó el pecho con el bolso—. Nos hemos tomado una taza de té juntas cuando he pasado por tu casa. Así que sí, Nathaniel, ya nos conocemos. —Luego se volvió hacia mí—. Abby, éste es mi marido, Todd. Todd, ella es Abby.
Nos dimos la mano y me pareció un hombre muy agradable. Al contrario que su mujer, sus ojos no reflejaron ninguna sorpresa al ver mi collar. Miré a mi alrededor preguntándome si Jackson y Felicia ya habrían llegado.
—Nathaniel —dijo otra voz.
Una mujer se detuvo delante de nosotros. Su gracia y elegancia natural le conferían una apariencia majestuosa. Y, sin embargo, tenía una mirada amable y una sonrisa acogedora.
Supe inmediatamente que debía de ser la tía de Nathaniel.
—Linda —confirmó él—. Permíteme que te presente a Abigail King.
Él me podía llamar Abigail, pero yo no pensaba permitir que lo hicieran también todos sus conocidos.
—Abby —dije, tendiéndole la mano—. Llámeme Abby, por favor.
—Nathaniel me ha dicho que trabajas en una de las bibliotecas públicas de Nueva York, en la de Mid-Manhattan —me hizo saber Linda cuando le estreché la mano—. Siempre paso por allí cuando voy al hospital. Quizá podamos quedar para comer algún día.
¿Eso estaba permitido? ¿Podía comer con la tía de Nathaniel? Parecía algo demasiado personal. Pero no podía rechazar su proposición; no quería rechazarla.
—Me encantaría.
Me preguntó por la fecha de publicación de varios libros nuevos de sus escritores favoritos. Hablamos durante algunos minutos sobre nuestras preferencias y los autores que menos nos gustaban y descubrimos que ambas disfrutábamos mucho de las novelas de suspense y muy poco de la ciencia ficción. Al rato, Nathaniel nos interrumpió.
—Voy a buscar un poco de vino —me dijo—. ¿Tinto o blanco?
Me quedé helada. ¿Era una prueba? ¿Le importaba la clase de vino que prefiriese?
¿Habría una respuesta correcta? Estaba tan cómoda hablando con su tía, que me había olvidado de que aquello no era una cita normal.
Entonces, él se acercó a mí para que sólo yo pudiera oírlo.
—No tengo ninguna intención oculta. Sólo quiero saberlo.
—Tinto —susurré.
Asintió y se fue a buscar las bebidas. Yo lo observé mientras se alejaba: sólo verlo caminar ya era todo un placer para la vista. Pero cuando estaba a medio camino del bar, un adolescente le salió al paso y se abrazaron.
Yo me volví hacia Elaina.
—¿Quién es ese chico?
Me sorprendió que alguien fuera capaz de acercarse a Nathaniel y abrazarlo de esa forma.
—Es Kyle —me informó—. El receptor de Nathaniel.
Estaba totalmente desconcertada.
—¿Receptor?
—De la médula ósea de Nathaniel.
Hizo un gesto en dirección al cartel que presidía la entrada del salón y en ese momento me di cuenta de que estábamos en una celebración de la Asociación Benéfica de Médula Ósea de Nueva York.
—¿Nathaniel ha donado médula ósea?
—Ya hace bastante tiempo. Creo que Kyle tenía ocho años; Nathaniel le salvó la vida.
Tuvieron que perforarlo por cuatro puntos distintos y sin anestesia. Pero dice que valió la pena pasar por eso para salvar una vida.
Cuando volvió Nathaniel yo aún tenía los ojos como platos. Por suerte, enseguida sirvieron la cena y pude pensar en otras cosas.
Jackson y Felicia ya estaban sentados a nuestra mesa, vueltos el uno hacia el otro, enfrascados en una animada conversación. Nathaniel me retiró la silla para que me sentara.
Cuando nos vio, Felicia esbozó una breve sonrisa, pero rápidamente volvió a centrarse en Jackson.
—Me parece que nos debéis una —afirmó Nathaniel cuando se sentó.
—Abby —dijo por fin Jackson, levantándose y estrechándome la mano por encima de la mesa—. Tengo la sensación de que ya te conozco.
Le lancé una mirada furiosa a Felicia.
«Yo no he sido —decía su expresión—. No sé de qué está hablando».
—Eh, Nathaniel —continuó Jackson—, ¿no te parece guay que estemos saliendo con dos chicas que son tan amigas? Lo único que podría superarlo sería que fueran hermanas.
—Cállate, Jackson —se ordenó Todd—. Intenta comportarte como si tuvieras modales.
—Chicos, por favor —intervino Linda—. Si seguís así, Felicia y Abby no se atreverán a volver a quedar con nosotros.
Los «chicos», como los llamó Linda, consiguieron no armar mucho jaleo. Imaginé el grupo tan ruidoso de niños que debieron de ser. No dejaban de provocarse entre ellos. Incluso Nathaniel se unía de vez en cuando, pero era el más reservado de los tres.
Primero nos sirvieron los aperitivos y el camarero me trajo un plato con tres enormes vieiras.
—¡Caramba, mamá! —exclamó Jackson—. ¿Vieiras? ¡Están a punto de empezar los play-offs!
Pero se puso a comer de todos modos, sin dejar de mascullar quejas sobre lo que él llamaba comida de «mariquita».
—Jackson se crió entre osos —me susurró Nathaniel—. Linda sólo lo dejaba entrar en casa de vez en cuando. Por eso encaja tan bien en el equipo. Todos son animales.
—Te he oído —le advirtió Jackson desde el otro lado de la mesa.
Felicia se rio.
Enseguida nos trajeron las ensaladas y los primeros platos, y no sé qué pensaría Jackson, pero yo me empecé a sentir bastante llena. Todo el mundo participó de la conversación mientras cenábamos. Supe que Elaina era diseñadora de moda y, después de que nos entretuviera a todos contándonos los contratiempos más habituales del mundo de la pasarela, Jackson cogió el relevo y nos deleitó con algunas de sus mejores anécdotas sobre fútbol americano.
Cuando acabamos el segundo plato, me volví hacia Nathaniel.
—Tengo que ir al servicio.
Me levanté y los tres hombres que había a la mesa hicieron lo mismo.
Por poco me vuelvo a sentar. Había leído sobre situaciones como ésa, incluso lo había visto en alguna película, pero nunca se habían levantado todos los hombres de una mesa sólo porque lo hubiera hecho yo. Incluso Felicia pareció sorprenderse.
Por suerte, Elaina me echó una mano.
—Creo que iré contigo, Abby. —Se acercó y me cogió de la mano—. Vamos.
Avanzamos por entre las mesas en dirección a los servicios; Elaina iba delante.
—Supongo que vernos a todos juntos puede resultar un poco abrumador —dijo—. Ya te acostumbrarás.
No tuve el valor de decirle que dudaba mucho que me invitaran a muchas reuniones familiares. Por fin llegamos a los servicios y entramos a una antesala más grande que mi cocina. Cuando acabé, Elaina me estaba esperando ante el enorme e iluminado tocador.
—¿Alguna vez has tenido una intuición, Abby? —me preguntó, mientras se retocaba el maquillaje. Yo no entendía por qué lo hacía: estaba fabulosa—. Ya sabes, una corazonada.
Me encogí de hombros y seguí su ejemplo, retocándome también.
—Pues yo acabo de tener una —prosiguió Elaina—. Y quiero que sepas que eres buena para Nathaniel. —Me miró—. Espero que no te importe que te lo diga, pero es como si nos conociéramos de toda la vida.
—Yo siento lo mismo —admití—. Me refiero a que tengo la sensación de que tú y yo nos conocemos desde siempre.
No quería decir que yo fuera buena para Nathaniel.
—Ya sé que a veces es un poco capullo y que puede costar llegar a conocerlo, pero nunca lo he visto sonreír tanto como esta noche. —Se volvió hacia mí—. Tiene que ser por ti.
Cuando me pinté los labios, me tembló la mano. Pensé que reflexionaría sobre esa conversación más tarde, cuando estuviera sola en la oscuridad de la noche. O quizá en algún momento de la semana, cuando Nathaniel no estuviera tan cerca. En algún momento en el que no tuviera que mirarlo a los ojos y preguntarme qué era lo que veía reflejado en ellos.
Cuando volví a guardar el pintalabios en el bolso, Elaina me abrazó.
—No te dejes engañar por esa fachada tan dura —me dijo—. Es un tío estupendo.
—Gracias, Elaina —susurré.
Cuando regresamos, nos esperaban los postres y los cafés. Los hombres se volvieron a poner en pie y Nathaniel me retiró la silla. Elaina me guiñó un ojo desde el otro extremo de la mesa. Yo bajé la vista y la posé en mi porción de tarta de queso con chocolate. ¿Estaría en lo cierto?
Después de los postres, empezó a tocar una pequeña banda y varias parejas se levantaron de sus sillas y se pusieron a bailar.
Las dos primeras canciones eran rápidas y yo me recosté en mi asiento para observar.
Pero entonces comenzó a sonar la tercera, una pieza más lenta. Una sencilla melodía de piano.
Nathaniel se puso en pie y me tendió la mano.
—¿Quieres bailar conmigo, Abigail?
Yo nunca bailo. Soy tan mala que podría hacer que la gente huyese de la pista de baile despavorida, pero mi cabeza seguía dándole vueltas a lo que había dicho Elaina y, al otro lado de la mesa, vi que Linda se llevaba la mano a los labios como para esconder una sonrisa.
Levanté la cabeza para mirar a Nathaniel; se le habían oscurecido los ojos y supe que no era una orden. Podía rechazarlo. Podía negarme educadamente y no me lo reprocharía. Pero en ese momento no había nada que deseara más que estar entre sus brazos y sentirlo entre los míos.
Acepté su mano.
—Sí.
Ya habíamos estado juntos de la forma más íntima posible, pero cuando me rodeó la cintura con un brazo y nuestras manos entrelazadas se posaron sobre su pecho, pensé que nunca me había sentido tan unida a él.
Estaba segura de que me debía notar temblar. Me pregunté si ése sería su plan: dejarme temblorosa y anhelante en público. Yo sabía que era perfectamente capaz de conseguirlo.
—¿Lo estás pasando bien? —me preguntó, rozándome la oreja con su cálido aliento.
—Sí —contesté—. Muy bien.
—Todo el mundo está encantado contigo.
Me estrechó con más fuerza y nos deslizamos lentamente por la pista de baile, mientras sonaba la canción.
Yo intenté poner en orden todo lo que había descubierto sobre él aquella noche: que había donado médula ósea a un completo desconocido, su forma de bromear con su familia y sus amigos y, sobre todo, pensé en Elaina y en lo que me había dicho cuando estábamos en los servicios. Pensé en todo eso e intenté encajarlo con el hombre que me había atado a su cama la noche anterior. El mismo hombre que afirmaba que no era fácil de complacer. Pero fui incapaz de hacerlo.
Y, mientras bailaba con él, comprendí una cosa: estaba peligrosamente cerca de enamorarme de Nathaniel West.
Volvimos a su casa poco antes de medianoche. Fue un viaje de vuelta tranquilo y silencioso. A mí me pareció bien. No tenía ganas de hablar con nadie, y en especial con él.
Apolo corrió hacia nosotros cuando Nathaniel abrió la puerta y yo me eché hacia atrás por miedo a que me manchara el vestido.
—Déjate puesto el vestido y espérame en mi dormitorio —dijo él—. Colócate en la misma posición que adoptaste cuando viniste a mi despacho.
Subí la escalera muy despacio. ¿Había hecho algo mal? Repasé mentalmente toda la noche y pensé en los muchos, muchos errores que podría haber cometido. No le había dicho que Elaina había pasado por su casa. Había insistido en que todo el mundo me llamara Abby.
Había quedado con Linda para comer juntas. ¿Y si cuando me preguntó por la clase de vino que prefería me estaba poniendo a prueba? ¿Y si tenía que haber pedido vino blanco? ¿Y si debería haber dicho «el que usted desee, Señor West»?
Mi mente repasó las tres mil cosas que había hecho mal, cada una más absurda que la anterior. Deseé que me hubiera dado alguna instrucción antes de salir.
Cuando entró, seguía vestido. Por lo menos eso me pareció. Yo había agachado la cabeza y lo único que vi cuando se detuvo frente a mí fueron sus zapatos y sus pantalones.
Luego se colocó detrás de mí, cada nuevo paso que daba, más lento que el anterior, levantó las manos muy despacio y resiguió el borde del escote del vestido con los dedos.
—Esta noche has estado espectacular. —Empezó a quitarme las horquillas del pelo y los mechones empezaron a caer sobre mis hombros—. Y ahora mi familia no hablará de otra cosa que no seas tú.
¿Eso significaba que no estaba enfadado? ¿No había hecho nada mal? Era incapaz de pensar teniéndolo tan cerca.
—Esta noche me has complacido, Abigail. —Su voz era suave y sus labios bailaban por mi espalda: los sentía cerca, pero nunca llegaban a tocarme—. Ahora soy yo quien debe complacerte.
Me bajó la cremallera del vestido y luego dejó caer los tirantes muy despacio. Entonces sentí sus labios sobre mi piel. Los deslizó por mi columna mientras el vestido caía al suelo.
Me cogió en brazos y me llevó a la cama.
—Túmbate —me dijo y yo sólo pude obedecer.
No llevaba medias y él se arrodilló entre mis piernas y me quitó los zapatos de tacón, que dejó caer al suelo. Levantó la cabeza, me miró a los ojos y luego se agachó para darme un beso en la cara interior del tobillo. Se me escapó un jadeo.
Pero no se detuvo. Sus labios fueron repartiendo suaves besos por mi pierna, mientras me acariciaba la otra con la mano, muy lentamente. Llegó a mis bragas y deslizó uno de sus largos dedos por el elástico de la cintura.
Yo sabía exactamente lo que estaba haciendo y lo que se proponía hacer.
—No —dije, posando una mano sobre su cabeza.
—No me digas lo que debo hacer, Abigail —musitó.
Me bajó las bragas y volví a quedarme desnuda y expuesta para él.
Nadie me había hecho nunca eso. Besarme allí. Y estaba convencida de que era justo lo que se disponía a hacer. Me moría de ganas, lo necesitaba, y cerré los ojos anticipando lo que iba a venir.
Me besó con suavidad, justo en el clítoris, y yo me agarré a las sábanas mientras notaba cómo me abandonaba hasta el último de mis pensamientos coherentes. Ya no me preocupaba lo que fuera a hacerme. Sólo lo necesitaba a él. Lo requería con urgencia. De cualquier forma que él deseara.
Sopló y volvió a besarme. Se tomó su tiempo moviéndose muy despacio, dándome tiempo para que me acostumbrara. Iba repartiendo besos esporádicos, tan suaves como susurros.
Entonces me lamió y yo arqueé la espalda. Joder. Me olvidé de sus dedos. Sus dedos no podían competir con aquella lengua. Entonces adoptó un ritmo suave y lento, lamiéndome y mordisqueándome. Yo intenté cerrar las piernas para atrapar esa sensación dentro de mí, pero él me puso las manos en las rodillas y me las abrió.
—No me obligues a atarte —me advirtió, y su voz vibró contra mi sexo, provocándome un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo.
Después volví a sentir su lengua: me lamió justo donde necesitaba. Luego me mordió con delicadeza. Yo empecé a notar cómo crecía el familiar hormigueo de mi clímax, comenzando justo donde estaba su boca y deslizándose por mis piernas, mi torso y mis pechos, rodeando mis pezones.
Pero no, no era yo, eran las manos de Nathaniel. Y me estaba dando placer con la lengua mientras sus dedos me acariciaban los pezones. Tiraban de ellos. Me los pellizcaba.
Retorcí las sábanas enrollándolas alrededor de mis muñecas, tirando de ellas con la misma fuerza con la que me arqueaba contra él. Su lengua giró alrededor de mi clítoris y solté un pequeño grito cuando el placer se adueñó de mi cuerpo: se originó justo en el punto donde Nathaniel me acariciaba con suavidad y se desplazó hacia arriba en espiral.
—Creo que es hora de que te vayas a tu habitación —me susurró luego, cuando se me normalizó la respiración.
Él seguía estando completamente vestido.
Me senté en la cama.
—¿Y qué pasa contigo? ¿No deberíamos…?
No sabía cómo decirlo, pero él no se había corrido y no me parecía justo.
—Estoy bien.
—Pero mi deber es servirte —contesté.
—No —dijo—. Tu deber es hacer lo que yo diga y te estoy diciendo que es hora de que te vayas a tu habitación.
Me levanté de la cama sintiéndome muy ligera y me sorprendió que mis piernas me sostuvieran.
Entre las emociones del día y la relajante liberación que acababa de experimentar, no tardé mucho en dormirme.
Ésa fue la primera noche que oí música. Las notas de un piano sonaban en alguna parte: era una melodía suave y dulce, delicada y evocadora. Busqué la fuente del sonido en mi sueño, intenté averiguar quién estaba tocando y de dónde procedía la música. Pero sólo conseguí perderme y cada nuevo pasillo que recorría me parecía igual que el anterior. Al final descubrí que la melodía procedía de la casa, pero no logré llegar hasta ella y, en mi sueño, caí de rodillas y lloré.