Cuando volví a casa el domingo, Felicia arqueó una ceja, pero no dijo nada. Supuse que mientras me viera de una pieza no haría ningún comentario. Ya me había llamado tonta una vez, y para ella eso era advertencia más que suficiente. Además, tenía otras cosas en las que pensar: Jackson Clark telefoneó aquella misma noche para invitarla a la fiesta benéfica. Ella aceptó y desde entonces hablaban un rato cada día.
Ese mismo domingo por la noche, mientras mi amiga charlaba con Jackson, yo estuve ocupada. Me senté ante mi portátil y desplegué el historial de búsquedas: tenía que volver a ver la foto de aquella mujer. Necesitaba ver si llevaba mi collar. Tamborileé con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba. Mi collar. ¿Podía considerarlo realmente mío si lo habían llevado un sinfín de mujeres antes que yo? La página se cargó. Y allí estaba Nathaniel.
Pero mis ojos no se posaron en él, sólo miré a la chica que lo acompañaba.
Suspiré aliviada cuando vi que no llevaba puesto el collar de brillantes, sino uno de perlas. Ladeé la cabeza. ¿Cabía la posibilidad de que a ella le hubiese puesto un collar de perlas? Cerré el ordenador con frustración.
De lunes a viernes trabajaba en una de las bibliotecas públicas de Nueva York, donde pasaba las horas rodeada de libros y de personas que los amaban tanto como yo. Estar entre libros solía relajarme, aunque no siempre. Dos días a la semana, impartía clases de lengua y literatura a un grupo de adolescentes. Disfrutaba mucho ayudándolos y viendo cómo se les iluminaban los ojos cuando conseguían entender alguna cuestión especialmente difícil o descubrían algo nuevo, pero el miércoles, uno de mis alumnos me sorprendió tocándome el collar. Su sencillo «Bonito collar, señorita King» me dejó muy intranquila. Nathaniel me había prohibido que me lo quitara y yo intenté no pensar en lo que pensarían los padres del chico si supieran lo que había estado haciendo aquel fin de semana y lo que tenía planeado hacer de nuevo el siguiente.
«No es asunto de nadie. Mi tiempo libre es mío», me dije, asintiendo con la cabeza. Pero entonces comprendí una cosa: mi tiempo libre ya no era mío. Era de Nathaniel.
La semana se me hizo muy larga hasta que llegó el viernes. Técnicamente, no había pasado una semana desde la última vez que lo vi, sólo cinco días. Pero a mí me parecieron diez.
Cuando aquella tarde llegué a su casa a las seis en punto, Nathaniel me estaba esperando.
Había cocinado pasta de cabello de ángel con salsa de almejas.
—¿Qué tal la semana? —me preguntó, en cuanto me llevé el tenedor a la boca.
—Larga —dije. No tenía por qué mentir—. ¿Y la suya?
Se encogió de hombros. Era evidente que no iba a admitir que deseaba que llegara el fin de semana. Pero aunque lo hubiera hecho, yo sabía que él no podía tener tantas ganas como yo.
¿Qué haríamos esa noche? ¿Me tocaría? Recordé cómo me había recorrido el cuerpo con las manos el domingo anterior y me estremecí.
—Apolo mató un roedor.
Asentí. Era una locura que estuviéramos allí sentados, cenando como si fuéramos una pareja normal. Como si aquélla fuera una noche de viernes cualquiera. Como si no me hubiera encadenado desnuda hacía menos de una semana y no me hubiera azotado con una fusta. Como si eso no me hubiera gustado. Me removí en la silla.
—Hace un rato, la mujer de mi amigo Todd, Elaina, ha venido a traer un vestido para ti.
Están deseando conocerte.
Al oír eso levanté la cabeza.
—¿Sus amigos? ¿Alguien sabe algo de nosotros?
Él cogió pasta con el tenedor y se lo llevó a la boca. Aquella boca. Aquellos labios. Lo observé mientras masticaba y tragaba con despreocupación.
Vaya. Estaba empezando a hacer mucho calor en la cocina. Me apresuré a comer otro bocado.
—Saben que sales conmigo —dijo—. No saben nada sobre nuestro acuerdo.
Acuerdo. Sí, ésa era una bonita forma de llamarlo. Me concentré en comer. Delante de mí, Nathaniel deslizó un dedo por el borde de la copa de vino. Me estaba provocando, tanteándome como si fuera un violín. Y le estaba saliendo muy bien.
—Y dime, ¿tienes planeado tocarme este fin de semana? —le espeté.
Su dedo se detuvo y entrecerró los ojos.
—Hazme esa pregunta de una forma más respetuosa, Abigail. Que estemos sentados a tu mesa no significa que puedas hablarme como te dé la gana.
Me ardieron las mejillas.
Él esperó.
Agaché la cabeza.
—¿Me tocará este fin de semana, Amo?
—Mírame.
Lo hice. Sus ojos verdes ardían de furia.
—Tengo pensado hacer mucho más que tocarte —me dijo muy despacio—. Tengo pensado follarte. Fuerte y repetidamente.
Sus palabras me provocaron una descarga eléctrica que me atravesó de la cabeza hasta ese doloroso punto entre las piernas. Había un motivo por el que él era un Amo: podía hacer más con unas sencillas palabras, que la mayoría de los hombres con todo su cuerpo.
Se levantó de la mesa.
—Vamos a empezar, ¿te parece? Te quiero desnuda en mi cama dentro de quince minutos.