31

Ésa fue la primera noche que dormí entre los brazos de Nathaniel. Como la cama era tan pequeña, me colocó encima de él y dejó que apoyara la cabeza sobre su pecho. Podríamos haber dormido en cualquier parte y no me habría importado. Sus brazos eran el paraíso que yo no quería abandonar jamás.

Al día siguiente me desperté sola, pero no me sorprendió. Por lo que había visto hasta el momento, Nathaniel nunca dormía mucho. Aun así, fue un poco decepcionante. El final perfecto para aquella noche habría sido amanecer entre sus brazos.

Salté de la cama y me puse algo de ropa. Teníamos que hablar de lo que había pasado la noche anterior y de cómo eso alteraría nuestra relación. Teníamos que pensar en cómo conciliar a Nathaniel el dominante con el Nathaniel del resto de la semana. Estaba segura de que conseguiríamos que funcionara.

Eché una ojeada a su dormitorio, pero estaba vacío. Tampoco estaba en la biblioteca, ni siquiera había fuego. Del gimnasio no salía ningún sonido. Fui a la cocina. La cafetera estaba encendida, pero no había ni rastro de él. Por lo menos no hacía mucho que había estado allí.

¿A quién le tocaba preparar el desayuno? A mí me tocó la cena de la noche anterior, aunque en realidad no llegamos a cenar. Mi mente volvió a Nathaniel y recordé la forma en que sus labios encajaban con los míos…

«Concéntrate», me gritó Abby la racional.

Vale. El desayuno.

Decidí que lo justo era que me ocupara yo de preparar el desayuno. Después de todo, me había saltado el turno. Quizá pudiéramos salir después de desayunar. Jugar a tirarnos bolas de nieve. Citar un rato más a Shakespeare.

Besarnos.

¿Dónde estaba?

Asomé la cabeza al salón y me quedé boquiabierta.

Estaba allí, leyendo el periódico.

¿Cómo debía llamarlo? Nathaniel parecía demasiado informal para el salón.

—Hola —saludé, para evitar decir su nombre.

Eso estaba mejor.

—Ah, estás aquí —contestó, levantando la vista. No sonreía. ¿Por qué no sonreía?—. Justo estaba pensando que hoy ya podrás irte a tu casa.

—¿Qué?

Dejó el periódico en la mesa.

—Las carreteras ya están despejadas. No deberías tener ningún problema para llegar a tu apartamento.

Estaba confusa. No sabía cómo debía dirigirme a él ni cómo debía hablarle. Todo estaba del revés. ¿Y por qué me estaba diciendo que me fuera a casa? ¿Cómo podía pensar en esas cosas después de lo que había pasado la noche anterior?

—Pero ¿para qué me voy a ir a casa si voy a volver mañana por la noche?

—En cuanto a eso —dijo, mirándome con ojos velados—, estaré en el despacho la mayor parte del fin de semana. Tengo que ponerme al día después de la tormenta. Probablemente lo mejor sea que no vengas.

¿No ir? ¿Qué?

—Pero tendrás que volver a casa en algún momento —dije.

—No por mucho rato… Abigail.

«Abigail».

Se me encogió el corazón. Algo no iba bien. Algo no iba nada bien.

—¿Por qué me llamas así? —susurré.

—Yo siempre te llamo Abigail.

Estaba sentado completamente inmóvil. No tenía la sensación de que se moviera en absoluto. Quizá ni siquiera estuviera respirando.

—La pasada noche me llamaste Abby.

Nathaniel parpadeó. Ése fue el único movimiento que hizo.

—Era una escena.

¿De qué estaba hablando? ¿Qué escena?

—¿A qué te refieres?

—Ayer cambiamos. Tú querías que te llamara Abby.

—No cambiamos —repuse, cuando empecé a comprenderlo.

Estaba fingiendo que no había significado nada. Que la noche anterior había sido alguna clase de escena en la que él hizo de sumiso.

—Claro que sí. Eso era lo que querías cuando entraste en la biblioteca con las chocolatinas.

Maldita fuera, era incapaz de pensar con claridad. No entendía lo que estaba haciendo.

—Ésa era mi intención original —le expuse—, pero entonces me besaste, me llamaste Abby. —Lo miré a los ojos con desesperación, tratando de encontrar al hombre al que tanto amaba—. Dormiste en mi cama. Toda la noche.

Sus manos resbalaron por la mesa e inspiró hondo.

—Y nunca te he invitado a dormir en la mía.

Oh, no.

Oh, por favor, Dios mío, no.

Las lágrimas asomaron a mis ojos. Aquello no podía estar ocurriendo. Negué con la cabeza.

—Joder, no hagas esto.

—Vigila tu lenguaje.

—No me jodas diciéndome que vigile mi lenguaje cuando estás aquí sentado intentando fingir que lo que ocurrió ayer por la noche no significó nada. —Apreté los puños—. Que cambiara la dinámica no significa que tenga que ser malo. Ayer admitimos algunas cosas. ¿Y qué? Seguimos adelante. Ahora estaremos mejor juntos.

—¿Alguna vez te he mentido, Abigail?

Ya volvía otra vez con lo de Abigail. Maldita fuera. Me limpié la nariz.

—No.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que te estoy mintiendo ahora?

—Que tienes miedo. Me quieres y eso te está asustando. Pero ¿sabes qué te digo? Que no pasa nada. Yo también estoy un poco asustada.

—Yo no estoy asustado. Yo soy un bastardo sin corazón. —Ladeó la cabeza—. Pensaba que ya lo sabías.

No iba a retroceder. Había reconstruido el muro. Con refuerzos. Volvíamos a estar en la casilla de salida.

Se quedó allí sentado, tieso como una tabla, con las manos en el regazo y el periódico a un lado. Observándome con unos ojos que no ofrecían esperanza.

Cerré los míos e inspiré con fuerza.

Hay que tener límites.

Ya me lo había dicho antes. Una tiene que saber cuáles son sus límites. Cuándo decir «basta», o «se acabó».

Valoré mis opciones. Si estaba mintiendo, le estaba saliendo muy bien. Si me estaba diciendo la verdad, yo no podía soportarla. Así que sopesé de nuevo las alternativas y por primera vez todo el mundo se puso de acuerdo: Abby la buena, Abby la mala, Abby la racional y Abby la loca.

Hay que tener límites.

Y yo había llegado al mío.

Abrí los ojos. Nathaniel seguía esperando.

Me llevé las manos a la nuca, me desabroché el collar y lo dejé sobre la mesa.

—Aguarrás.