27

Como de costumbre, Nathaniel había pensado en todo. Cuando entramos, ya ardía un enorme fuego en la chimenea de la biblioteca y el calor enseguida traspasó mi ropa húmeda. Él subió y volvió con ropa seca para darme. Mientras me cambiaba, nos sirvió unas copas.

Yo me senté y arqueé una ceja en dirección a la bebida que me ofrecía.

—¿Qué es esto?

—Brandy. Pensaba preparar café, pero luego he decidido que esto nos calentaría más rápido.

—Ya veo —dije, haciendo girar el líquido ámbar dentro de la copa—. Estás intentando emborracharme.

—Yo no suelo intentar nada. —Le dio un sorbo a su bebida—. Pero este brandy tiene más de un cuarenta por ciento de alcohol, así que será mejor que no bebas más de una copa.

Apolo pasó muy despacio por delante de nosotros y se sentó a los pies de Nathaniel delante del fuego. Él le acarició la cabeza.

Yo estaba empezando a darme cuenta de que nosotros dos teníamos ideas distintas sobre lo que significaba «entrar en calor». También me estaba empezando a preguntar si lo que había comentado sobre la naturalidad era alguna manera cifrada de Dominante de decir «no».

Aunque no me parecía que eso tuviera ningún sentido.

Él ya había pasado por alto nuestro acuerdo de los fines de semana en otras ocasiones: venía a visitarme a la sala de Libros Raros los miércoles y habíamos practicado sexo dos veces en aquella misma habitación donde estábamos ahora, mi biblioteca, allí en su casa, y no lo habíamos hecho siguiendo sus reglas habituales. ¿Por qué no iba a dejar que ocurriera nada entre nosotros en ese momento?

A veces todo me parecía muy confuso. Me encantaba la parte dominante de Nathaniel, esa faceta que podía aflojarme las rodillas y conseguir que me derritiera con una sola palabra.

Pero me estaba empezando a encaprichar de aquel otro Nathaniel de entre semana. Ojalá hubiera una forma de combinarlos. ¿Existiría esa posibilidad? Y, en caso de que existiera, ¿él lo desearía tanto como yo?

Pero aunque no fuéramos a practicar sexo salvaje delante de la chimenea, seguíamos estando en mi biblioteca. Y hablando de bibliotecas…

—¿Esta biblioteca ya estaba en la casa o la añadiste tú después de comprarla? —le pregunté.

—Yo no compré esta casa, la heredé.

—¿Ésta era la casa de tus padres? ¿Creciste aquí?

—Sí. Aunque he hecho muchas reformas. —Arqueó una ceja—. Como la sala de juegos.

Yo me acerqué un poco más a él.

—¿Ha sido duro para ti vivir aquí?

Él negó con la cabeza.

—Al principio pensaba que lo sería, pero la he reformado tanto que ya no se parece a la casa de mi infancia. Aunque la biblioteca sigue siendo muy igual a la que había entonces.

Yo miré a mi alrededor, contemplando el gran número de libros que había, mientras bebía un sorbo de brandy. Al tragar, sentí cómo me calentaba la garganta.

—A tus padres debían de encantarles los libros.

—Mis padres eran ávidos coleccionistas. Y viajaban mucho. —Hizo un gesto en dirección a la zona de la biblioteca donde estaban los mapas y los atlas—. Muchos de los libros que hay aquí los trajeron de otros países. Y otros llevan en mi familia varias generaciones.

—A mi madre le gustaba mucho leer, pero lo que más leía era ficción.

Flexioné las rodillas y me las llevé al pecho. Estaba muy sorprendida de que me estuviera hablando de sus padres, pero no quería que se sintiera presionado.

—Hay un lugar para la ficción en todas las bibliotecas. A fin de cuentas, la ficción de hoy en día se puede convertir en el clásico de mañana.

Me reí.

—Y eso lo dice el hombre que afirmó que nadie lee a los clásicos.

—Ése no era yo —repuso, llevándose una mano al pecho—. Era Mark Twain. Que lo citara no significa que esté de acuerdo con él.

El brandy comenzó a dejar notar sus efectos sobre mi cuerpo y me empecé a sentir a gusto y relajada. Nathaniel tenía razón: con una copa bastaba.

—Háblame más de tus padres —pedí, sintiéndome valiente, o quizá fuera la bebida.

—La tarde que murieron —empezó a decir y yo me puse más derecha. No pretendía que me hablara de eso—. Volvíamos del teatro y había nevado. Papá conducía y mamá se estaba riendo de algo. Todo era muy normal. Supongo que siempre ocurre así.

Entonces se quedó en silencio y yo me esforcé por no moverme. No quería hacer nada que le impidiera contar su historia.

—Él tuvo que maniobrar para esquivar un ciervo —continuó—. Creo que el coche volcó.

Fue hace mucho tiempo e intento no pensar en ello.

—No pasa nada. No tienes por qué contármelo.

—No, estoy bien. Me ayuda hablar del tema. Todd siempre me decía que tenía que hablarlo más.

Los troncos que ardían en la chimenea se movieron y algunas chispas saltaron hacia arriba. Apolo se dio la vuelta y se tumbó boca arriba. Durante algunos minutos, me pregunté si Nathaniel seguiría hablando o no.

—No lo recuerdo todo —dijo—. Me acuerdo de los gritos. Las voces preguntándome si estaba bien. De sus gemidos. Los suaves susurros que se dedicaban el uno al otro. Una mano que me buscaba. —Se quedó mirando el fuego fijamente—. Y luego nada.

Yo parpadeé para contener las lágrimas que me provocó la imagen tan vívida que se formó en la cabeza.

—Lo siento. Lo siento mucho.

—Utilizaron una grúa para recuperar el coche. Para entonces, mi madre y mi padre ya llevaban un rato muertos. Pero como ya te he dicho, no lo recuerdo todo.

Quise preguntarle más cosas. Saber cuánto tiempo estuvo atrapado en el coche con ellos y si se hizo daño. Pero me sentía tan honrada de que me hubiera contado aquello que no quise presionarlo.

—Linda ha sido maravillosa. Le debo mucho —añadió.

No pude hacer más que asentir.

—Me apoyó mucho. Y crecer con Jackson me ayudó también. —Sonrió—. También con Todd. Y con Elaina, cuando se mudó cerca de nuestra casa.

Quería cogerlo de la mano para tranquilizarlo como pudiera, pero no estaba segura de cómo recibiría el gesto y me quedé quieta.

—Tienes una familia increíble.

—Son mucho más de lo que merezco —replicó, poniéndose en pie—. Por favor, discúlpame. Tengo que volver a trabajar.

—Y yo tengo que empezar a preparar la cena. —Cogí su copa—. Ya me la llevo yo.

—Gracias —dijo, mirándome fijamente a los ojos, y supe que no se refería sólo a que me llevara la copa.

Mientras cenábamos, me preguntó por mis padres y yo le hablé de ellos. Le conté que mi padre trabajaba como contratista. Cuando le hablé de mi madre, observé con atención los ojos de Nathaniel en busca de alguna señal de reconocimiento, pero o no las recordaba ni a ella ni a la casa o era muy buen actor. Aunque sí pareció sorprenderse cuando le mencioné que había muerto. Por un segundo, pensé que me iba a preguntar algo, pero cambió rápidamente de tema.

Aquella noche soñé con él tocando el piano, pero para entonces ya sabía de dónde procedía la música y en mi sueño corría hasta la biblioteca. Nathaniel estaba allí, sentado ante el piano. Cuando me veía, me tendía la mano y susurraba:

—Abby.

Pero su imagen desapareció antes de que pudiera llegar a su lado.

El martes decidí que necesitaba un plan. La nieve había menguado un poco, pero no lo bastante como para poder pasar mucho tiempo fuera. Eso significaba que íbamos a pasar otro día encerrados en casa. El día anterior quité el polvo y lavé las sábanas y la verdad era que no me apetecía seguir limpiando.

Nathaniel hizo tortitas para desayunar, así que yo me tenía que encargar de la comida.

Quizá pudiera empezar a prepararla.

Comida…

Fui a la cocina y empecé a rebuscar por los armarios. Cuando encontré lo que necesitaba, saqué una tabla para picar y unas cuantas sartenes.

Luego volví al salón, donde Nathaniel estaba sentado al escritorio. Cuando entré levantó la vista.

—¿Sí? —preguntó.

—¿Me ayudarías a preparar la comida?

—¿Me das diez minutos?

—Perfecto.

Cuando regresé a la cocina, me di cuenta de que me había olvidado de las cebollas. Abrí el armario donde sabía que estaban y me puse en cuclillas para cogerlas.

«¿Qué diablos…?»

Cuando Nathaniel llegó poco después, me encontró delante de la encimera, con la cabeza apoyada en las manos y mirando fijamente dos latas sin etiquetar.

—¿Abigail?

Seguí mirando las latas.

—Estoy intentando decidir por qué alguien como tú tiene dos latas sin etiquetar en la cocina.

—La pequeña contiene pimientos italianos. —Se acercó un poco más a mí—. En la grande, metí los restos de la última sumisa entrometida que me interrogó sobre mis latas sin etiquetar.

Yo levanté la vista.

—¿Señal?

—Señal.

Sonrió.

—En serio. ¿Por qué tienes latas sin etiquetar en el armario? ¿Eso no rompe como cien de tus reglas?

Nathaniel cogió la lata más grande.

—En la pequeña seguro que hay pimientos italianos. En la grande debería haber tomates de la misma empresa. Las compré online.

—¿Y qué ha pasado con las etiquetas?

—Llegaron así. —Dejó la lata grande y cogió la pequeña—. Es muy probable que sean pimientos y tomates, pero nunca me he decidido a abrirlas y tampoco llegué a devolverlas. ¿Y si son de lengua de vaca encurtida? Supongo que me falta fe.

—La vida es un constante acto de fe. Que algo no lleve una etiqueta no significa que no vaya a corresponderse con el interior. —Le cogí la lata de la mano y la sacudí—. No temas por lo que pueda haber dentro. Puedo hacer una obra de arte con lo que encuentre.

Entonces me puso una mano en la mejilla y yo lo miré a los ojos, mientras veía caer otro de sus ladrillos.

—No me cabe duda —aseveró y bajó la mano—. A ver, ¿qué quieres que haga?

Abrí un paquete de arroz.

—Quiero hacer risotto de setas, pero no puedo remover el arroz y saltear los demás ingredientes al mismo tiempo. ¿Puedes remover tú?

—¿Para un risotto de setas? Te ayudaré encantado.

—Quizá quieras quitarte el jersey. Es probable que suba la temperatura.

Nathaniel arqueó una ceja, pero se lo quitó.

Debajo llevaba una camiseta negra de manga corta.

Oh, sí, mucho mejor. Gracias.

—Yo picaré los champiñones y las cebollas —determiné—. Tú empieza con el arroz.

—Eres un poco mandona, ¿no?

Me llevé una mano a la cintura.

—Es mi cocina.

—No. —Me empujó contra la encimera y apoyó las manos en ella, una a cada lado de mi cuerpo. Meció las caderas y sentí su erección a través de los vaqueros—. Dije que la mesa de la cocina era tuya. El resto de la cocina es mío.

Joder.

—Bueno —continuó—, querías que empezara a remover el arroz, ¿no?

Encendió el fuego y vertió un buen chorro de aceite en la sartén.

Yo me quedé inmóvil durante algunos segundos hasta que pude volver a mover las extremidades. Cogí dos copas y levanté la botella de vino, ofreciéndole a Nathaniel en silencio.

—Sí, por favor —rogó.

Serví una copa para cada uno y empecé a picar las cebollas.

—¿Estás preparado para esto? —pregunté, cuando acabé de hacerlo; aunque en realidad no me refería a las cebollas.

—Yo siempre estoy preparado.

Bajé la mirada y me di cuenta de que él tampoco estaba hablando de las cebollas. Su erección había crecido aún más. Y él estaba atrapado, removiendo arroz.

Pero yo no.

Pobrecillo.

Me acerqué a él, me deslicé por debajo de su brazo y eché las cebollas en la sartén.

—Ahí tienes —dije, asegurándome de rozarle la entrepierna con el trasero.

Tenía que picar los champiñones, pero decidí ser un poco mala. Está bien, a la mierda.

Decidí ser muy mala.

—¿Quieres que vierta yo el caldo de pollo? —Alargué el brazo por debajo del suyo y cogí el caldo. Eché un poco en la sartén, rozando su bíceps con el brazo sólo un segundo.

El sudor empezó a perlarle la frente y bebió un sorbo de vino.

Mi malvado plan estaba funcionando.

Volví a acercarme a la encimera y me puse con los champiñones. Los corté en trozos pequeños y los apilé ordenadamente. De vez en cuando, bebía un sorbo de vino.

Entonces un champiñón cayó «accidentalmente» al suelo cerca de donde estaba Nathaniel atrapado. Removiendo.

—¡Vaya! —exclamé—. Déjame cogerlo.

Me puse frente a él y me deslicé entre los fogones y su cuerpo, advirtiendo que el rato que había pasado no lo había ayudado a solucionar su pequeño problema; en absoluto. Recogí el champiñón y me agarré a la cintura de Nathaniel para volver a levantarme. El pequeño roce contra su entrepierna fue otro «accidente».

¿Qué puedo hacer? Soy muy proclive a sufrir accidentes.

Pero no dije nada, porque él se estaba esforzando mucho por concentrarse en el risotto y, bueno, ¿quién necesitaba hablar de todos modos?

Abrí la puerta del horno y metí las pechugas de pollo. Si todo salía como estaba planeado, estarían listas al mismo tiempo que el risotto. Le pasé los champiñones a Nathaniel y bebí otro sorbo de vino mientras me inclinaba sobre la encimera. Ya había acabado con mi parte, por lo que no tenía nada más que hacer que disfrutar de los músculos de él en movimiento.

Estaba empezando a tener calor de verdad, así que yo también me quité el jersey: mi minúscula camiseta blanca quedó al descubierto. Seguía quedando mucho caldo de pollo en la jarra que había junto a Nathaniel, pero el risotto progresaba muy bien. Ya estaba casi listo. Yo me volví a deslizar entre los fuegos y él y levanté la jarra.

—¿Necesitas más? —pregunté.

—Sólo un poco.

Vertí un poco de caldo en la sartén, pero, ups, me salpiqué un poco. Y llevaba una camiseta blanca. Y oh, qué descuido, había olvidado ponerme sujetador.

—¡Vaya! —me lamenté—. ¿Has visto lo que he hecho?

Sí que lo estaba viendo.

—Me la tendré que quitar antes de que la mancha cale demasiado. Podría ser un problema.

Me di media vuelta y me acerqué al fregadero, deshaciéndome la camiseta mientras lo hacía.

El horno se apagó al mismo tiempo que el fuego. Oí cómo Nathaniel apartaba la sartén del fuego y abría la puerta del horno.

Dos segundos después, me cogió de la cintura y me dio media vuelta.

—Yo tengo un problema mucho más grande para ti.

Bajé la mirada. Ya lo creo que lo tenía. Era imposible que estuviera cómodo con aquellos vaqueros.

Me cogió y me sentó sobre la encimera, junto al fuego, al mismo tiempo que apartaba con el brazo las tablas para picar y las latas. Algo cayó al suelo.

Me desabrochó el botón de los pantalones y luego me los bajó con tanta brusquedad que casi me tiró de la encimera. Se le oscurecieron los ojos porque, ups, había olvidado ponerme bragas. Otra vez.

Sus vaqueros aterrizaron en el suelo menos de dos segundos después y allí estaba, desnudo y magníficamente erecto.

—¿Esto es lo que quieres?

Se acercó a mí y se rodeó la cintura con mis piernas.

Yo deslicé las manos bajo su camiseta hasta tocar su torso.

—Sí.

Él me cogió un pecho y me frotó el pezón con el pulgar.

—Por favor —le pedí, acercándolo a mí—. Por favor. Ahora.

Pero era su turno. Ahora le tocaba a él provocarme: deslizó las manos por mi cuerpo, por mis piernas y de nuevo por mi espalda.

—Yo no quería… no pensaba… —empezó a decir, pero lo hice callar mordisqueándole el cuello y avanzando por su mandíbula hasta llegar a su oreja.

—Piensas demasiado —le susurré.

Eso fue cuanto necesitaba oír. Me agarró de las piernas y me penetró de un solo movimiento. Maldita fuera, dos días habían sido demasiado tiempo y gemí mientras se adentraba en mi interior.

—¡Oh, joder, sí! —exclamé, mientras lo recibía. Cuando se retiró se me cerraron los ojos—. Más. Más, por favor.

Él respondió embistiéndome de nuevo con todas sus fuerzas. Yo me golpeé la cabeza contra el armario y ni siquiera me importó.

—Más fuerte —pedí—. Por favor, más fuerte.

—Joder, Abigail.

Me agarró el trasero con ambas manos y tiró de mí mientras empujaba y los dos gemimos cuando su polla alcanzó la parte posterior de mi cérvix.

—Otra vez. —Le mordí la oreja—. Venga, otra vez.

Los dos nos rozamos, nos arañamos y nos mordimos mientras él intentaba internarse más en mí y yo trataba de absorberlo más. Le di un golpe en el trasero con los talones y él me chupó el cuello.

Más adentro. Los dos queríamos llegar más adentro.

—Sí —dije, cuando alcanzó mi punto G—. Justo ahí.

—¿Ahí? —me preguntó, embistiéndome de nuevo—. ¿Ahí?

Yo gimoteé mientras me penetraba una y otra vez. Sus dedos se deslizaron por entre nuestros cuerpos y me rozó el clítoris. Entonces mi orgasmo empezó a crecer y sentí cómo su polla se sacudía en mi interior.

—Más fuerte —pedí—. Ya casi llego.

Sus dedos me acariciaron con más fuerza y su polla palpitó dentro de mí.

—Yo… yo… yo… —tartamudeé, sintiendo cómo me contraía.

Me rompí en mil pedazos. Nathaniel arremetió profundamente una última vez y se quedó inmóvil, mientras se corría en mi interior.

—Vaya —dijo, cuando pudo volver a hablar—. Ha sido…

—Lo sé —lo interrumpí—. Estoy completamente de acuerdo.

Me bajó de la encimera y se aseguró de que me podía tener en pie antes de ir por un paño para limpiarme.

—Esto supera al risotto de setas.