24

El bufé no se servía hasta las once, así que volví a dormir hasta tarde y me tomé mi tiempo para vestirme. Nathaniel no me había dicho lo que quería que me pusiera, de modo que me decidí por unos pantalones negros y un jersey de cachemira. También me puse bragas.

Porque no me había dicho que no lo hiciera.

Y porque quería ver qué hacía cuando lo descubriera.

Por supuesto, quien me recibió fue el Nathaniel calmado, frío y sereno. No había ni rastro del hombre salvaje que la noche anterior me había poseído contra la puerta, mordiéndome el cuello mientras se corría.

«Joder, sí».

Pero yo tenía que pasar la mañana con su tía, sus amigos y varios desconocidos. No me podía poner nerviosa sólo porque había disfrutado de una sesión de sexo alucinante la noche anterior.

Una sesión de sexo alucinante de esas de: fóllame-ahora-mismo-contra-la-puerta.

«Déjalo ya», dijo Abby la buena.

«Enséñale a Nathaniel que te has puesto bragas», me aconsejó Abby la mala.

Al final, decidí hacerle caso a Abby la mala. Nathaniel me observó mientras me acercaba a la cafetera y me servía una taza. Me di la vuelta para que me pudiera ver bien el culo.

Incluso me contoneé un poco.

—Abigail —me regañó—. ¿Estoy viendo costuras?

Yo me quedé inmóvil con la taza de café en la mano.

«Pues sí, estás viendo costuras. ¿Qué piensas hacer al respecto?»

—Ven aquí —me ordenó, dejando la taza de café en la mesa.

Yo me acerqué, notándome los latidos del corazón en la garganta.

Nathaniel se levantó y se puso detrás de mí.

—Llevas bragas. Quítatelas. Ahora.

Me desabroché los pantalones y me los bajé. Luego me quité las bragas.

—Túmbate sobre el brazo del sofá, Abigail.

Me tumbé y le ofrecí mi trasero.

Él me dio un azote.

—No quiero ver más bragas en todo el fin de semana. —Otro azote—. Cuando acabe de azotarte, te irás a tu habitación y me traerás todas las que tengas. —Azote—. Las recuperarás cuando yo lo diga. —Azote—. Algo que tampoco ocurrirá el fin de semana que viene. —Azote—. Ya te dije ayer por la noche lo que tenías que hacer el fin de semana que viene.

Me dio otro azote. El calor se empezó a extender por entre mis piernas. Me encantaba todo lo que me hacía. Maldita fuera. Absolutamente todo. Le acerqué el trasero en busca de algo más.

—Esta mañana no. —Su mano volvió a aterrizar en mi trasero—. Ponte los pantalones y tráeme lo que te he pedido.

Maldita fuera. Castigada sin orgasmo.

Bajamos en ascensor hasta el salón privado en el que se iba a servir el bufé. Sólo reconocí a Linda y a Felicia, aunque sabía que también asistirían algunos de los socios de Nathaniel.

Felicia y Linda estaban hablando en una esquina de la sala y Elaina y Todd llegaron poco después que nosotros.

—Hemos llegado un poco pronto —dijo Nathaniel, posándome la mano en la parte baja de la espalda—. Tengo que ir a hablar con algunas personas. ¿Quieres que te lleve con Felicia y con Linda o estás bien aquí?

Si me quedaba donde estaba, era posible que Elaina se acercara a hablar conmigo.

—Aquí estoy bien.

Me rozó la parte superior del brazo.

—No tardaré.

Lo observé mientras se mezclaba con la gente y, poco después, Elaina apareció a mi lado.

—Ven aquí —me indicó, estirando de mí hacia un enorme jarrón.

Yo miré a Nathaniel. Estaba enfrascado en una conversación con una atractiva pareja mayor.

—Nathaniel vino a nuestra habitación ayer por la noche —explicó—. Todd se marchó con él poco después de que llegara. —Miró en dirección a su marido—. Él no me quiere decir qué está pasando, pero creo que tienes razón; me parece que es algo relacionado contigo.

¿Ése era el motivo del sexo contra la puerta? ¿Intentaba demostrarle algo a Todd? ¿O se lo habría querido demostrar a sí mismo?

¿Me habría querido demostrar algo a mí?

—Estoy intentando seguir tu consejo —le conté—. Estoy siendo muy cuidadosa con él. A veces —pensé en lo que ocurrió en la biblioteca de su casa—, a veces tengo la sensación de que he conseguido llegar a él, y otras veces —pensé en hacía dos noches— ni siquiera me importa.

—Todd estaba de mejor humor cuando volvió —me comentó ella—. Creo que Nathaniel le dijo algo que lo tranquilizó.

Yo me mordí el labio mientras intentaba imaginar qué sería.

—Te aconsejo que sigas haciendo lo que sea que estés haciendo. —Me estrechó la mano—. Está funcionando.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera Todd ayer por la noche? —la interrogué. No recordaba a qué hora me había ido a dormir, pero era bastante tarde.

—Algunas horas —contestó—. Todd me dijo que Nathaniel se quedó abajo buscando un piano.

Lo del piano tenía sentido. Siempre parecía sentirse mejor después de tocar un rato.

Recordé la vez que me senté encima de él mientras tocaba. Lo que estaba claro era que yo sí que me sentí mejor después de aquello. Volví a mirar en dirección a la gente. Nathaniel seguía hablando con la pareja mayor.

—¿Quiénes son? ¿Tienen negocios en común? —pregunté.

No quería seguir pensando en la biblioteca y en el piano, teniendo a Elaina tan cerca.

Después de haber pasado el día con ella en el spa, estaba segura de que aquella mujer tenía un sexto sentido para cualquier cosa relacionada con el sexo.

—No —contestó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. Son los padres de Melanie.

Me quedé boquiabierta.

«Los padres de Melanie».

—¿Y qué hacen aquí? —pregunté.

—Son amigos de la familia.

—¿Dónde está Melanie? —Miré a mi alrededor. ¿Estaría allí?

—No está invitada —respondió Elaina con una leve sonrisa.

Entonces Todd se acercó a nosotras.

—Señoras…

Su esposa se cogió de su mano.

—¿Ya es hora de comer?

Nathaniel se unió a nosotros. Yo me serví mi desayuno habitual más algún sándwich.

Todd y Elaina se sentaron a nuestra mesa, junto con Felicia.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en la biblioteca, Abby? —preguntó Todd, cuando la conversación se alejó del inminente partido.

—En la biblioteca pública llevo siete años —contesté—. Pero antes estuve trabajando en una de las bibliotecas del campus.

—¿Ah, sí? —se extrañó—. Me pregunto si te vi alguna vez. Yo pasaba mucho tiempo en las bibliotecas del campus.

Lo miré entrecerrando los ojos. Era bastante guapo, pero no tanto como Nathaniel.

—No sé —dije, intentando recordar—. Es probable que me acordara de ti.

—Es de suponer —convino casi entre dientes.

Elaina miró alternativamente a Todd y Nathaniel y luego me volvió a mirar a mí. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué me estaba perdiendo? Miré a Nathaniel. Nada.

—¿Te gusta más la biblioteca pública que la del campus? —preguntó Todd.

—En la pública hay más variedad de gente —expliqué—. Y la verdad es que los estudiantes universitarios pueden ser un poco odiosos. —Sonreí, tratando de suavizar lo que había dejado de ser una simple pregunta para convertirse en una conversación un poco tensa—. ¿Alguna vez te tuve que advertir que bajaras el tono o que dejaras de arrancar páginas de los libros?

Todd se rio.

—No, eso seguro que lo recordaría.

La conversación se volvió a centrar en el partido y, quizá fueran cosas mías, pero estaba casi convencida de que había oído a Nathaniel suspirar de alivio cuando cambiamos de tema.

Teníamos un palco reservado en el estadio. Seguía haciendo mucho frío y me alegré de que pudiéramos ver el partido en un sitio cerrado en lugar de estar al aire libre.

Justo antes del primer descanso, Nueva York llevaba una ventaja de tres puntos. Entonces Nathaniel me cogió de la mano y me llevó hacia la salida del palco diciéndole a todo el mundo que volvíamos enseguida. Cogió un petate de camino a la puerta.

—¿Recuerdas que te dije que tenía un plan? —me susurró al oído—. Pues empieza ahora.

Tenía gracia. Yo estaba convencida de que su plan era lo que había ocurrido la otra noche en la suite, cuando me poseyó por completo, la noche que lo cambió todo. Se me aceleró el corazón. ¿Qué habría planeado hacer en el estadio?

Me dio la bolsa.

—Ve a cambiarte. Hay una entrada en el petate. Reúnete conmigo en los nuevos asientos antes de que empiece la segunda parte.

Me llevé la bolsa al servicio. Dentro había una falda corta. «¿Con este tiempo?» También había dos mantas muy grandes. ¿Por qué nos cambiábamos de sitio? ¿Y por qué quería que nos sentáramos fuera? Por lo menos, el palco tenía calefacción.

Pero entonces pensé en los últimos días. Cualquier cosa. Yo estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me pidiera. Me puse la falda, doblé los pantalones y los metí en el petate. Luego dejé las mantas encima.

Miré la entrada: si no me equivocaba, estaba en la grada central.

Y no me equivocaba. Mi nuevo asiento estaba en la primera fila de la grada central. Y estaba abarrotado. Nadie dijo nada cuando me senté. Ni siquiera me miraron. Nathaniel se reunió conmigo algunos minutos más tarde.

Me pasó un brazo por el hombro y me atrajo hacia él. Empezó a acariciarme el hombro con la mano. Se me aceleró el corazón al percibir su cercanía.

Entonces se inclinó hacia mí y susurró:

—¿Sabías que tres de cada cuatro personas fantasean con practicar sexo en público?

Sentí su lengua dentro de la oreja.

—Y yo me pregunto: ¿por qué fantasear con algo cuando se puede experimentar?

«Madre…»

—Te voy a follar en la Super Bowl, Abigail. —Me mordió el lóbulo de la oreja y yo inspiré hondo—. Mientras te estés calladita, nadie se dará cuenta.

«Eres mía».

Me excité sólo de pensar en lo que había dicho. Miré a la gente que teníamos alrededor.

Todo el mundo estaba tapado con mantas. Empecé a comprender su plan.

Nathaniel seguía acariciándome el hombro.

—Quiero que te levantes y te envuelvas en la manta. Déjala abierta por detrás —dijo—. Luego apoya un pie en la barandilla que tienes enfrente.

Me acerqué a la barandilla, sintiendo cómo se me humedecían los muslos al pensar en lo que quería hacer Nathaniel; en lo que me iba a hacer. Alguien interceptó un pase en el campo.

La multitud que nos rodeaba vitoreó al equipo. Yo me envolví en la manta y me di cuenta de que era más larga de lo que creía. No se colaba ni una brizna de aire.

Entonces empezó la cuenta atrás en el terreno de juego. Diez, nueve, ocho —Nathaniel se puso detrás de mí—, cinco, cuatro, tres —la gente que estaba a nuestro alrededor se puso en pie—, uno. Todo el mundo gritó cuando los jugadores abandonaron el campo.

Nathaniel nos envolvió con la otra manta. Éramos como cualquier otra pareja abrazada.

No había ninguna diferencia. Aunque, en realidad, yo podía sentir la diferencia presionando caliente y dura contra mí.

En el terreno de juego, vi a un montón de empleados que se apresuraban para prepararlo todo. Una mano de Nathaniel se deslizó bajo mi falda. Yo jadeé al notar cómo hacía rodar mi pezón por entre sus dedos con la otra.

—Tienes que estarte calladita —me advirtió.

Me puso frenética: sus lentas caricias por debajo de la falda, mientras notaba su erección, dura como madera, rígida detrás de mí. Y durante todo el tiempo no dejó de murmurarme al oído: me decía lo bien que me iba a sentir, cómo apenas podía esperar y lo dura que se la ponía.

Sabía lo que estaba haciendo. Se estaba vengando por nuestro encuentro en la biblioteca de su casa, cuando le hice tocar el piano mientras yo me movía encima de él. Era una venganza y esa venganza era un infierno. Y un cielo. Era el cielo y el infierno a la vez; ambos estaban mezclados y tan entrelazados que ya no podía diferenciarlos.

De repente, las luces del estadio se atenuaron. Nathaniel dio un paso atrás y noté cómo se desabrochaba los pantalones.

—Inclínate un poco sobre la barandilla.

Se acercó a mí.

Yo miré a mi derecha. Había otra pareja apoyada en la barandilla, uno al lado del otro. No nos estaban prestando ninguna atención.

—No lo sabe nadie —aseguró Nathaniel, levantándome la falda por debajo de las mantas—. La gente está tan absorta en su propio mundo que no se da cuenta de lo que pasa a su alrededor. Podría estar ocurriendo junto a ellos lo más trascendental y se les pasaría completamente por alto. —Deslizó un dedo en mi interior—. Aunque en este caso nos viene muy bien.

Alguien apareció en el escenario y la multitud bramó, con un estruendo de ruidos y aplausos. Nathaniel me penetró. El pequeño grito que se me escapó quedó ahogado por los gritos del público.

Se empezó a mover al ritmo de la música. Podríamos haber estado bailando. Lo retiro: estábamos bailando. Era una danza lenta, seductora y erótica. Me rodeó con los brazos y me pegó un poco más a su cuerpo, mientras me embestía de nuevo. Yo abrí algo más las piernas y él se internó más profundamente con la siguiente embestida.

—Estamos rodeados de gente —me susurró al oído— y nadie sabe lo que estamos haciendo. —Penetró aún más—. Probablemente hasta podrías gritar.

Me pellizcó un pezón y yo me mordí el labio.

La canción cambió y Nathaniel redujo el ritmo, tomándose su tiempo, moviéndose con discreción. Pero seguíamos conectados y sentirlo dentro de mí era divino. Redujo un poco más el ritmo, pero era suficiente. La velocidad no importaba. Lo que importaba era que seguía allí.

Que me seguía poseyendo.

La siguiente canción fue aún más lenta. Él adoptó un ritmo más lento también, pero seguía en mi interior. Podía ir despacio o rápido. Podía amarme contra una puerta o en un estadio lleno de gente. Él haría cualquier cosa que decidiera, pero seguía allí.

Por fin, la música aceleró. Nathaniel movió la mano y empezó a excitarme el clítoris; cada nueva caricia era más áspera. Por un momento, temí desplomarme por encima de la barandilla. O que me fallaran las piernas. A nuestro alrededor, la gente se movía al ritmo de la música y, bajo las mantas, la mano de Nathaniel y su cuerpo seguían marcando nuestro propio ritmo.

Yo me eché hacia atrás cuando él empujó hacia delante y dejó escapar un pequeño gemido. Empezó a acelerar, embistiéndome y acariciándome mientras la canción llegaba a su fin. Vi unas luces brillar ante mis ojos, que quizá fueran fuegos artificiales. Era difícil de decir. Entonces sonaron siete notas en staccato, acentuadas por las profundas embestidas de Nathaniel.

—Córrete conmigo —me susurró, empujando una última vez, y los dos llegamos juntos al clímax, mientras la multitud rugía demostrando su entusiasmo por el artista del escenario.

Nos quedamos allí quietos, contra la barandilla, mientras la gente de nuestro alrededor se iba tranquilizando. Mientras nuestros corazones se calmaban. Él se quedó pegado a mí como no lo había hecho nunca antes y pude sentir su corazón latiendo contra mi espalda. Notaba su ritmo acelerado.

—Esto es lo que yo llamo una media parte alucinante —dijo contra mi cuello.