—Abby —me llamó Linda desde el otro lado de la mesa, sin tener ni idea de lo que su sobrino le estaba haciendo a mi rodilla—. Sigo teniendo muchas ganas de quedar contigo para comer, pero esta semana no me va muy bien. ¿Cómo te iría el miércoles que viene?
La mano que se había posado sobre mi rodilla siguió acariciándome.
—Los miércoles no me van muy bien —respondí—. Hay un socio que viene cada miércoles a la biblioteca a visitar la Colección de Libros Raros, y como no dejamos que nadie entre en esa sala sin acompañante, tengo que estar todo el rato con él.
Nathaniel se rio entre dientes.
—Debe de ser un poco agobiante —comentó Linda—. Pero supongo que son los inconvenientes de trabajar de cara al público.
—La verdad es que no me importa —contesté—. Resulta reconfortante encontrar a alguien tan persistente.
Su mano me empezó a acariciar la parte interior de la rodilla.
—¿Y cómo te iría el martes? —me preguntó—. No va también los martes, ¿verdad?
«Aún no».
—El martes sí que puedo —le dije.
—Entonces tenemos una cita —concluyó con una sonrisa.
La conversación fluyó con naturalidad. En algún momento, Nathaniel y Todd empezaron a debatir sobre política. Elaina me miró y puso los ojos en blanco. Era la clásica conversación de sus cenas. Nada fuera de lo normal.
Por encima de la mesa, claro.
La verdad es que tenía que concederle un mérito a Nathaniel: era muy discreto.
Jugueteaba con mi rodilla durante un rato y luego le pasaba el pan a Felicia o se cortaba la carne, cualquier cosa que requiriera las dos manos. Luego, sin previo aviso, su mano volvía a mí. Me acariciaba, me apretaba, se deslizaba hacia arriba con suavidad y luego se retiraba.
Yo estaba hecha un manojo de nervios.
Tomé un poco más de crema de marisco. Nathaniel tenía razón: estaba increíble. Delicada y sabrosa. Le habían puesto los trozos justos de langosta. Entonces crucé las piernas sin pensar. Cuando la mano de Nathaniel volvió a posarse sobre mi rodilla, me quitó la pierna izquierda de encima de la derecha y siguió acariciándome. Y esta vez subió un poco más arriba.
«Langostas —me dije—. Piensa en langostas».
Langostas. Las langostas eran criaturas de mar. Tenían unas pinzas enormes y había que atarlas. Se ponían rojas cuando las hervían.
«¿Te excita imaginarme poniéndote el culo rojo?»
Me atraganté con la siguiente cucharada.
Por suerte, en ese momento las manos de Nathaniel estaban a la vista de todos, encima de la mesa. Me dio unos golpecitos en la espalda.
—¿Estás bien?
—Sí. Perdón.
El camarero vino a llevarse nuestros cuencos y platos. Todos los integrantes de nuestra mesa estaban hablando o riendo, abstraídos en su conversación.
Nathaniel me sirvió más vino y me empezó a acariciar el muslo por encima del vestido.
—¿Qué otras cosas lees además de poesía?
¿Quería hablar sobre mis hábitos de lectura?
—Casi cualquier cosa —le contesté, con curiosidad por saber adónde llevaría aquello—. Los clásicos son mis favoritos.
—«Un clásico es un libro que todos alaban pero nadie lee». Mark Twain —dijo.
Entonces supe que estaba metida en un buen lío. Una cosa era que me provocara con caricias tentadoras, pero que me asaltara verbalmente era muy distinto. Especialmente sobre literatura. Ya había conseguido controlar mi cuerpo. ¿Mi mente era el siguiente punto de su lista? Pero entonces recordé lo que había ocurrido en la biblioteca de su casa y pensé que podía pagarle con la misma moneda.
—«No puedo tener buena idea de ningún hombre que juegue con los sentimientos de una mujer» —recité—. Jane Austen.
Él esbozó una sonrisa de superioridad.
—«Pero cuando una joven está llamada a ser una heroína, ni el consejo de cuarenta familias podría evitarlo». —Subió la mano por mi falda—. Jane Austen.
—«La verdad supera a la ficción» —respondí—. Mark Twain.
Nathaniel se rio y negó con la cabeza.
—Me rindo —cedió—. Tú ganas. —Se puso serio—. Pero sólo este asalto.
Yo me pregunté cuántos asaltos más disputaríamos.
Nos sirvieron el segundo plato y, como de costumbre, sus recomendaciones no me decepcionaron: el solomillo estaba tan tierno que lo podría haber cortado con el tenedor.
—A ver, vosotras dos —nos llamó Elaina a Felicia y a mí—. Linda y yo vamos a ir al spa mañana a que nos hagan un masaje, un tratamiento facial y las uñas. Os hemos pedido cita también a vosotras. Corre de nuestra cuenta. ¿Vendréis?
Felicia miró a Jackson, que le cogió la mano y se la besó.
—Mañana estaré ocupado. Ve y pásatelo bien.
—Qué considerado —dijo Nathaniel, volviéndome a acariciar la rodilla—. Supongo que Todd y yo podemos pasar el rato jugando al golf. ¿Te gustaría ir con las chicas, Abigail?
—Claro —respondí—. Me encantaría.
Elaina me sonrió.
Un día de spa sonaba muy bien. Pero ¿qué haría con el collar? ¿Sería raro llevarlo a un spa? La mano de Nathaniel trepó un poco más por debajo de mi falda y el pensamiento racional me abandonó durante algunos minutos.
A él no le resultó fácil seguir tocándome por debajo de la mesa mientras comíamos, pero yo continué tensa de todos modos, sentada al borde de la silla, esperando qué sería lo siguiente que haría.
Que probablemente era como él quería que estuviera.
Cuando nos retiraron los platos, nos reclinamos en la silla y esperamos a que trajeran los postres. Entretanto, dos adolescentes se acercaron a la mesa para hacerse una fotografía con Jackson y pedirle un autógrafo. Él habló un rato con ellos y les dijo que los vería el domingo.
Como ya he dicho, una cena de lo más normal.
Vale. ¿A quién quiero engañar? No había nada de normal en aquella cena.
Nathaniel me volvió a llenar la copa de vino y yo intenté recordar cuánto había bebido.
¿Tres copas? ¿Cuatro? No creía que hubiera llegado a tomarme cuatro.
Su mano volvió, pero en lugar de buscar mi pierna, se posó sobre mi mano, me la cogió y, con mucha sutileza, la colocó sobre su entrepierna. Estaba erecto y presionaba la costura de los pantalones. Se frotó contra mi palma, pero apenas se movió y ninguno de los comensales sospechó nada.
Yo era perfectamente capaz de controlarme, pero notar la evidencia de su necesidad me descolocó. Miré el reloj. Las ocho y media. Aún era pronto. No tardaría mucho en suplicar por su polla aquella noche. Ya casi estaba a punto de hacerlo.
Nos trajeron unos suflés. La mano de Nathaniel volvió a trepar bajo mi falda, rozándome justo donde estaba húmeda y necesitada y luego la volvió a posar sobre la mesa. Yo me mordí el interior del carrillo.
«Control».
Me dije a mí misma que no estaba entonada. Sólo relajada. Y feliz. No me podía olvidar de la felicidad. Y excitada. Me sentía excitada y estremecida por dentro. Ligera.
Nathaniel siguió provocándome en el coche. Le resultó muy fácil, pues estábamos solos y no nos podía ver nadie. Me levantó la falda con una mano.
—Vas a estropear la tapicería del coche de alquiler —me regañó, penetrándome con el dedo—. Estás empapada.
Quería pedirle que me azotara. Pero no estábamos en la cocina ni en la biblioteca.
Estábamos en un coche de alquiler de camino al hotel. Donde había una cama.
Nathaniel y una cama…
Sería capaz de suplicar.
Ya.
Por favor.
Por fin llegamos al hotel y entramos en el ascensor que recorrería el largo trayecto que nos separaba de nuestra suite. Nathaniel me apretó el trasero y rugió.
—Aún no —me dijo.
Alguien había estado en la habitación mientras nosotros estábamos fuera. Habían atenuado las luces y la cama de Nathaniel estaba abierta. Me llevó hasta allí y rebuscó en un petate que había en el suelo. Luego dejó un tubo de lubricante y un vibrador sobre la cama.
—He sido muy paciente, Abigail —dijo—. Y seré todo lo cuidadoso que pueda, pero hoy es la noche. Ya estás preparada.
Una descarga de adrenalina me recorrió de pies a cabeza. Jamás había pensado que llegaría un día que esperaría que eso ocurriera.
«Suplicarás por mi polla».
No tenía ningún motivo para pensar que se equivocaba.
—Desnúdame —me ordenó.
Yo estaba temblando.
Dejé resbalar la chaqueta por sus hombros mientras sentía sus firmes músculos, poderosos y duros por debajo de la camisa. Tenía que verlos. Le desabroché la camisa y se la saqué de los pantalones. Luego le desabroché el cinturón. Le bajé los pantalones y los calzoncillos y me recreé observando su erección.
—Es toda para ti —me informó—. Como esta noche lo has hecho muy bien en la cena, te dejaré que la saborees un poco.
Me puse de rodillas y me la metí en la boca. Gemimos los dos. Nathaniel me cogió del pelo con las manos y se empezó a balancear dentro y fuera de mi boca.
«Mmmmm. Su sabor».
Pero enseguida, demasiado pronto para mi gusto, tiró de mí hasta ponerme de pie. Yo me tambaleé un poco.
—Desnúdate —me indicó—. Despacio.
Me quité los zapatos, me llevé las manos a la espalda y me bajé la cremallera. Luego dejé resbalar el vestido hasta el suelo muy lentamente. Me miraba hambriento, como si quisiera devorarme. Después del vestido me quité el sujetador y lo dejé sobre el resto de la ropa.
—Tócate —me ordenó, sentándose al borde de la cama.
Me llevé las manos a los pechos y me los acaricié amasándolos lentamente y rozándome los pezones con las yemas de los dedos. Me los pellizqué. Los hice rodar entre mis dedos.
Luego me los pellizqué con más fuerza porque me gustaba mucho. Me deslicé una mano por el costado, por encima de las caderas, dibujé un círculo alrededor de mi ombligo y seguí bajando.
Me mecí contra la palma de mi mano.
—Ya es suficiente —dijo—. Ven aquí.
Me acerqué a la cama, sintiendo cómo la humedad resbalaba por entre mis muslos.
Nathaniel me agarró de la cintura y me dio la vuelta para colocarme debajo de él. Sus manos y sus dientes me exploraron por todas partes. Me mordía y me arañaba. Me pellizcaba y me provocaba. Las sensaciones me superaban.
Solté un gemido lleno de toda la necesidad que sentía por él. Me alegré mucho de que no me dijera que guardara silencio, porque sabía que no podría.
Entonces sus manos perdieron frenesí y suavizó sus mordiscos. Yo me arqueé contra él, deseando que volviera. Necesitaba que volviera. Algo. Por favor.
Me dio la vuelta y quedé tumbada de costado, con la espalda pegada a su pecho. Luego cogió el tubo de lubricante que tenía junto al codo. Cuando me volvió a tocar, tenía los dedos calientes y resbaladizos.
¿Cómo había conseguido calentárselos?
Como ya hizo el fin de semana anterior, empezó a dibujar círculos en mi clítoris con un dedo, mientras me penetraba el ano con otro. Se tomó su tiempo. Se movía muy despacio para dilatarme y, al poco, añadió un segundo dedo.
¿Por qué me gustaba tanto?
El dedo que tenía en mi clítoris me acariciaba con suavidad y me arqueé contra él, deseando sentirlo con más fuerza. Con más aspereza. Entonces me levantó la pierna con la otra mano y se colocó detrás de mí para presionar su cálida y resbaladiza polla contra mi ano.
Empujó hacia delante e insertó su glande en mi interior. Yo jadeé al notar cómo se me dilataba el cuerpo. No iba a caber. Era imposible. Pero él se quedó quieto y siguió masajeándome el clítoris. Se internó un poco más, seguía dilatándome. Dolía, pero yo confiaba en Nathaniel. Sabía que también quería mi placer.
Se fue abriendo paso empujando contra la resistencia natural de mi cuerpo y luego, cuando consiguió insertar todo el glande de la polla en mi cuerpo, se quedó completamente quieto. Me estaba dando tiempo para que me acostumbrara. Dejó de dibujar círculos alrededor de mi clítoris y me cogió la mano.
—¿Estás bien? —me preguntó.
«Ah, ah, ah».
Esperé hasta que pude responder con sinceridad.
—Sí.
Me estrechó la mano y me dio un beso en la nuca.
—Lo estás haciendo muy bien.
Y así de fácil, ya era suya.
Entonces oí un zumbido. El vibrador. Me mantuvo pegada a su cuerpo con una mano y con la otra deslizó el vibrador hasta posarlo en la húmeda entrada de mi sexo. Lo introdujo muy lentamente, mientras insertaba su polla más adentro en mi ano.
Mi cuerpo se estaba dilatando de formas que jamás creí posibles. Nathaniel me estaba penetrando por dos sitios distintos. Yo no sabía que me pudiese sentir tan llena. Pero él seguía moviéndose, seguía empujando hacia delante. Centímetro a centímetro. Hasta el final.
«Ahhh».
—¿Sigues estando bien? —preguntó con voz ronca.
—Sí —respondí en el mismo tono de voz.
Se volvió a quedar quieto. Se estaba asegurando de que estaba bien y dándome tiempo para que me acostumbrara.
Poco a poco, fui concentrándome en las vibraciones que experimentaba dentro de mí y que tan bien me hacían sentir. Entonces, Nathaniel empezó a moverse. Movía su polla y el vibrador al mismo tiempo, alternando el ritmo de las penetraciones. Yo me quedé quieta, abrumada de nuevo por las sensaciones. Dejando que me recorrieran.
Inspiré hondo entre los dientes. El dolor se mezclaba con el placer. Era demasiado, demasiado. Cuando empezó a moverse más deprisa, yo jadeé. La vibración me superó.
No iba a aguantar mucho. Nathaniel tenía la respiración pesada y entrecortada y a mí se me encogió el vientre. Algo estaba creciendo en mi interior y amenazaba con hacerme pedazos.
Gimoteé cuando noté cómo aumentaba aquella sensación. Jamás había sentido nada tan intenso. Tan completa y absolutamente intenso. No podía soportarlo. Dentro y fuera. Nathaniel se movía. Su polla. El vibrador. Siguió y siguió y el vibrador empezó a alcanzar zonas nuevas.
«Oh, por favor. Oh, por favor, Oh, por favor».
«Ya casi. Casi. Casi».
—¡Sí! —grité, mientras el mundo se hacía añicos a mi alrededor en brillantes fogonazos de luz.
Nathaniel me embistió una vez más y se corrió dentro de mí. Y yo me estremecí, presa del segundo orgasmo.
Tuve la vaga sensación de que oía agua.
Intenté darme la vuelta, pero mi cuerpo no obedecía. Me sentía muy débil.
Unos brazos me levantaron y me llevaron al cuarto de baño. Nathaniel había atenuado la luz y cuando me dejó dentro del agua caliente, yo apenas veía nada.
Se tomó su tiempo para bañarme. Me lavó con ternura, procurando ser suave. Seguía estando desnudo y debía de tener frío, pero toda su atención estaba puesta en mí. Cuando acabó, me sacó de la bañera, me sentó en el borde, y me secó con una toalla muy suave.
—Has estado maravillosa —me susurró, acariciándome el pelo—. Sabía que lo harías muy bien.
Luego me cogió de nuevo en brazos, me llevó a la cama y me tumbó en ella.