20

Nathaniel me sorprendió cuando vino a la biblioteca para visitar la Colección de Libros Raros el miércoles siguiente. Me sorprendió en el buen sentido de la palabra.

—He estado pensando en lo que me dijiste sobre aquel asunto del coche —dijo, subiéndose la cremallera del pantalón.

—¿Ah, sí?

Yo me calcé rápidamente los zapatos. Si íbamos a discutir, quería estar completamente vestida. Porque no había ninguna forma de que yo aceptara que me comprara un coche.

Se puso bien la corbata.

—He decidido no presionarte.

—¿Qué?

—Vi que la idea te incomodaba muchísimo y aunque hay una parte de mí que sigue pensando que es más seguro que conduzcas tu propio coche, tu bienestar mental es igual de importante para mí. —Se acercó y me miró—. No quiero que te sientas como una puta.

Estaba un poco sorprendida de que olvidara el tema sin discutirlo más, pero me alegró saber que no iba a imponerme su voluntad.

—Gracias.

—Dar y recibir, Abigail. Así son las relaciones. —Cogió su abrigo de camino a la puerta—. Aprecio mucho que seas sincera conmigo acerca de tus sentimientos. A mí me cuesta mucho.

«No me digas, Sherlock».

—Quizá podamos trabajar juntos en ello.

Nathaniel me aguantó la puerta para que saliera.

—Quizá.

El viernes por la tarde me reuní con él en la terminal privada del aeropuerto. Estaba esperándome junto a un precioso jet privado. Por lo menos a mí me pareció precioso; nunca había visto uno de cerca, así que no tenía con qué compararlo.

—Buenas tardes, Abigail —me saludó—. Gracias por haberlo organizado todo para salir antes del trabajo.

Asentí y miré la mano que me tendía para subir la escalerilla del avión. El interior era espacioso y elegante. Parecía un sofisticado apartamento: tenía un bar, sofás de cuero, incluso un pasillo que conducía a un dormitorio y, por supuesto, asientos tapizados en piel.

El piloto nos saludó cuando nos vio entrar en la cabina.

—Enseguida estaremos listos para despegar, señor West —dijo.

Nathaniel hizo un gesto en dirección a los asientos.

—Deberíamos sentarnos.

Lo hice junto a él, con un hormigueo en el estómago, mientras el personal de cabina se preparaba para el vuelo. Estaba nerviosa por varios motivos: por volver a ver a la familia de Nathaniel y por las expectativas que él pudiese haber depositado en mí. Además, me preguntaba cómo iría el partido y, vale, no mentiré, me estaba volviendo loca pensando en los planes que habría hecho para nosotros dos.

Enseguida estuvimos en el aire. Inspiré hondo y cerré los ojos.

—Quiero hablar contigo sobre el fin de semana —me expuso—. Seguirás llevando mi collar. Sigues siendo mi sumisa. Pero mi tía y Jackson no tienen por qué saber nada de mi vida privada. Así que no te dirigirás a mí como Amo, Señor o Señor West. Si te esfuerzas, te darás cuenta de que puedes evitar decir mi nombre. —Me miró a los ojos—. No quiero que me llames por mi nombre de pila a menos que sea inevitable.

Asentí.

—Muy bien —dijo—. Hoy vas a aprender algo más sobre el control.

Una mujer mayor entró en la cabina.

—¿Les sirvo algo a usted o a la señorita King, señor West?

—No —contestó Nathaniel—. Ya la llamaremos si necesitamos algo.

—Muy bien, señor.

—A menos que la llamemos, pasará el resto del vuelo con el piloto —me explicó él luego, desabrochándose el cinturón—. Cosa que no haremos. —Me tendió la mano—. Ven conmigo.

Entramos en el dormitorio y Nathaniel cerró la puerta.

—Desnúdate y túmbate en la cama.

Hice lo que me ordenaba, mientras lo observaba moverse por la pequeña habitación.

Calculé que disponíamos de unas dos horas. Sentí vértigo al pensar en las cosas que podía hacerme en dos horas.

Me tumbé en la cama boca arriba. La expectación empezó a burbujear en mi interior, al tiempo que me preguntaba a qué se referiría con eso del control.

No tuve que esperar mucho. Nathaniel, completamente vestido, rodeó la cama y me estiró los brazos de modo que quedaron perpendiculares a mi cuerpo. No me tocó las piernas.

—Si no te mueves, no te ataré.

Se sentó en la cama con algo que parecía un cuenco entre las manos.

—Esto es un calientaplatos térmico —dijo—. Normalmente utilizo una vela para hacerlo, pero el piloto no lo permitiría. —Esbozó una breve sonrisa—. Y las normas son las normas.

¿Una vela? ¿Había cera en alguna parte?

Se sacó un pañuelo del bolsillo.

—Funciona mejor con los ojos tapados.

Me quedé a oscuras. Volvía a estar una vez más en la misma situación: desnuda y esperando.

Nathaniel me habló con aquella voz suya suave y seductora.

—Hay mucha gente que siente placer al notar calor.

Se me escapó un siseo cuando una gota de cera cayó en mi brazo y luego me sorprendí de lo mucho que me había gustado.

Nathaniel la frotó.

—Esta cera es especial. Cuando se calienta, se convierte en aceite corporal.

Me cayó otra gota en el otro brazo, seguida de nuevo por la suave fricción de la mano de Nathaniel. La incertidumbre de no saber dónde se posaría la siguiente gota me puso tensa y expectante. Pero luego la notaba resbalando por mi estómago, en mi muslo, entre mis pechos.

El calor inicial iba disminuyendo gradualmente hasta convertirse en otro que me dejaba débil y temblorosa. Después de cada nueva gota, Nathaniel extendía el aceite por mi cuerpo mediante largas y sensuales caricias.

Una nueva gota aterrizó en mi pezón y jadeé.

«Ohhhhh. Joder. Qué bueno».

Volví a sentir el contacto de su mano frotando el aceite.

—¿Te gusta el calor, Abigail? —me preguntó, acariciándome la oreja con su cálido aliento, mientras una gota aterrizaba sobre el otro pezón.

Sólo pude gemir.

Entonces vertió un chorro de cera sobre mis pechos. La cama se movió y noté cómo Nathaniel se ponía a horcajadas sobre mí, para frotarme el torso con ambas manos, agarrándome los pechos y deslizando las palmas por mis brazos.

—Control —aseveró—. ¿A quién perteneces? Contéstame.

—A ti —susurré.

—Eso es —convino—. Y para cuando acabe la noche, estarás suplicando por mi polla. —Me frotó los pezones, me los pellizcó y tiró de ellos—. Si eres buena, quizá te deje tenerla.

La cama se volvió a mover y Nathaniel se marchó. La expectación me había dejado muy débil. Seguía desnuda, a su merced y, de repente, estaba completamente sola.

Nuestro hotel era un resort de cinco estrellas en Tampa. Yo llevaba toda la semana preguntándome cómo nos organizaríamos. ¿Dormiría por fin en la misma cama que Nathaniel? ¿Me haría dormir en el suelo? ¿Habría pedido dos habitaciones separadas?

Me quedé junto a él mientras se registraba, sintiéndome plenamente consciente de su cuerpo junto al mío. Casi podía sentir la electricidad que irradiaba de él. Me pregunté cómo conseguía la recepcionista no abanicarse. Aunque también era cierto que a ella no le habían estado masajeando el cuerpo con cera corporal hacía menos de una hora.

—Aquí tiene, señor West —dijo—. La suite presidencial ya está preparada para usted.

La chica me miró.

«Sí —quería decirle—. Estoy con él. Chúpate ésa».

—¿Cuántas llaves van a necesitar? —preguntó.

—Dos, por favor.

Ella se las dio y él se las metió en el bolsillo.

—Enseguida les subirán el equipaje.

—He reservado una suite para que puedas tener tu propia habitación con aseo. Así no tendrás que estar paseándote por toda la suite, ni dormir en una habitación distinta a la mía. —Me dio una llave—. Toma, podrías necesitarla.

La suite era espaciosa y aireada. Nathaniel me indicó cuál era mi habitación y me dijo que disponíamos de una hora antes de reunirnos con los demás para cenar. Poco después de que entráramos nos trajeron las maletas y yo me puse un vestido que Elaina le había debido de prestar para mí. Era elegante, sexy y sofisticado a la vez.

Cuando estuve lista, me reuní con Nathaniel en el salón de la suite.

—Muy bonito —dijo, mirándome de arriba abajo—. Pero vuelve a tu habitación y quítate las medias y las bragas.

¿Qué? La falda del vestido me llegaba por encima de las rodillas y fuera hacía frío.

—Quiero que vayas completamente desnuda debajo de la ropa —añadió—. Quiero que salgas sabiendo que puedo levantarte la falda y follarte cuando quiera.

Mi cerebro se esforzó para comprenderlo. Se esforzó y fracasó. Volví a la habitación y me quité las medias y las bragas. Luego me puse otra vez los zapatos.

Cuando regresé, Nathaniel me estaba esperando.

—Levántate la falda.

Hice lo que me pedía y me sonrojé.

Él me tendió el brazo.

—Ahora ya estamos listos.

Nos encontramos con los demás en un restaurante del centro. Los fans del equipo y los fotógrafos estaban pegados a los cristales y bloqueaban la entrada del local. Tardé un rato en comprender que estaban esperando a Jackson.

—Mira cuánta gente hay aquí —murmuró Nathaniel, cuando un transeúnte chocó contra nosotros—. Y ni siquiera nos ven. Podría hacer lo que quisiera y nadie se daría cuenta.

Mis rodillas amenazaron con doblarse.

—¡Nathaniel! —gritó Elaina desde el interior del restaurante, abriéndose paso entre la multitud—. ¡Abby! Aquí.

Por suerte, el personal del establecimiento estaba haciendo un trabajo excelente y consiguieron mantener fuera a la muchedumbre. Pero incluso así, nuestra mesa era el centro de muchas miradas; cuando nos sentábamos con los Clark y los Welling, casi todos los ojos del local se posaron en nosotros.

—¿Habéis visto el tiempo que hace? —preguntó Elaina, mientras Nathaniel me retiraba la silla—. Debemos de haberlo traído de Nueva York con nosotros.

Yo me reí y me senté.

—Creo que allí hacía más calor.

—Cosa que explicaría que hayas decidido no traerte medias —comentó, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a mis piernas desnudas.

Miré a Nathaniel, pero él se limitó a encogerse de hombros.

—Las odio —dije—. Siempre acabo haciéndome algún agujero.

—¿Cómo te encuentras, Abby? —preguntó Linda, ahorrándome más explicaciones sobre mi falta de medias—. ¿Cómo te estás recuperando del accidente?

—Estupendamente, doctora Clark —contesté—. Gracias.

—Eh, Abby —intervino Felicia—, ¿qué tal ha ido el vuelo?

Me sonrojé. Estoy segura de que ella lo notó.

—Bien, Felicia. Ha ido bien.

—¿Bien? —me susurró Nathaniel al oído—. ¿He estado vertiendo cera caliente sobre tu cuerpo desnudo y sólo ha estado bien? Me siento bastante insultado.

Interpreté que bromeaba.

El camarero se acercó y nos sirvió una copa de vino mientras mirábamos la carta. Me sentía un poco insegura. Aquél no era el tipo de restaurante que yo solía frecuentar. Era de demasiada categoría. Demasiado intimidante.

—La crema de marisco con langosta es excelente —dijo Nathaniel—. Igual que la ensalada César de la casa. También te recomiendo el solomillo o el entrecot.

—Entonces tomaré crema de marisco y solomillo. —Cerré la carta—. Dime, Jackson, ¿estás preparado para el partido?

Él apartó los ojos de Felicia.

—¡Por supuesto!

Se rio y empezó a hablar de fútbol americano. Tuve algunos problemas para seguir lo que estaba diciendo y me esforcé por fingir educado interés, pero me di cuenta de que Felicia escuchaba embobada cada una de sus palabras. Hubo un momento en que Jackson alargó el brazo y le cogió la mano. Yo estaba muy contenta por mi amiga: se merecía un buen chico y, por lo que sabía, Jackson la trataba como a una reina.

Elaina me guiñó un ojo y me hizo una pregunta que me alejó de la conversación sobre fútbol. Todd y ella fueron muy amables conmigo y, para que me relajara, me preguntaron por mi familia y mis estudios. Y resultó que Todd había estudiado Medicina en Columbia, que es donde yo hice también la carrera.

Hablamos un rato sobre nuestra etapa universitaria y descubrimos que habíamos frecuentado los mismos locales. Nathaniel había estudiado en Dartmouth, pero eso no le impidió unirse a la conversación y compartir sus recuerdos favoritos de esa etapa. Todos nos reímos mucho cuando nos explicó la primera vez que puso los pies en una lavandería.

Hubo una breve interrupción de la conversación cuando nos trajeron los entrantes. Yo me puse la servilleta sobre el regazo y me percaté, por primera vez, de lo cerca que estaba de Nathaniel. Casi podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo.

Sólo me había tomado una cucharada de crema de marisco cuando su mano empezó a dibujar círculos en mi rodilla.

«Control».

Pedí al cielo toda la ayuda posible.