9

Antes de bajar al gimnasio la mañana siguiente, me tomé un minuto para sacar el potro de la sala de juegos y llevarlo a mi habitación. Lo necesitaba. Pensar en Abigail como Abby la noche anterior me había confirmado que debía dejar bien asentados los términos de nuestra relación. Había sido demasiado generoso: había ignorado sus deslices, sus dudas y sus malas actitudes. No lo había hecho nunca hasta entonces y no quería dejar que ella se saliera con la suya.

Decidí enviarle un pequeño aviso. Le enseñaría el potro: un recordatorio de que yo era su Dominante y de cuáles eran mis expectativas. Quizá con eso bastaría y no tendría que llegar a castigarla.

También cogí un tapón anal del cuarto de juegos. La fantasía que había tenido mientras me duchaba había alimentado mis deseos de demostrarle el placer que podía proporcionarle. Uno que ella no esperaba. Guardé el tapón en un cajón de la cómoda junto a un tubo de lubricante.

Abigail me sirvió el desayuno en el salón a las siete en punto. Vertió una salsa que parecía deliciosa sobre una tostada francesa perfectamente cocinada. Me moría por probarla.

—Sírvete un plato y siéntate.

Empecé a comer mientras ella iba a la cocina.

Mmmm, sabor a plátano. Cocinaba muy bien.

Cuando regresó, se sentó a la mesa y empezó a comerse el desayuno.

—Hoy tengo planes para ti. Voy a prepararte para mi placer.

«Para tu placer».

—Sí, Amo.

—Come, Abigail. Con el estómago vacío no me sirves para nada.

Dio otro bocado, pero no comió mucho más. No lo suficiente. Decidí comer más despacio para adaptarme a su ritmo. Los dos acabamos más o menos al mismo tiempo y ella se levantó casi inmediatamente para recoger la mesa.

Sí, aquello iba a salir bien. Ver el potro sería más que suficiente.

Volvió al salón y se puso a mi lado. Temblaba ligeramente.

—Llevas demasiada ropa —observé—. Ve a mi dormitorio y quítatela toda.

Mientras subía, yo saqué a Apolo. El perro husmeó por el suelo, percibió algún olor y corrió hacia el bosque. Yo volví a la casa. El perro estaría bien allí fuera durante más o menos una hora.

Cuando entré en mi habitación, Abigail estaba desnuda mirando el potro.

—Es un potro —aclaré. Ella se sobresaltó al oír mi voz—. Lo utilizo para castigar a mis sumisas, pero también sirve para otros propósitos.

«No me obligues a utilizarlo para castigarte».

Ella siguió mirándolo fijamente, mientras intentaba decidir qué significarían mis palabras.

—Sube —le ordené—. Y túmbate boca abajo.

«Acostúmbrate a él, Abigail. Debes comprender que no quiero usarlo para pegarte, pero que lo haré si es necesario. Tócalo. Comprende que mis reglas son reales. La desobediencia tiene consecuencias».

«Luego te dejaré bajar y te daré placer en mi cama».

—Abigail —le dije suspirando—, me estoy cansando de esperar. Hazlo o di tu palabra de seguridad. No te lo volveré a pedir.

No iba a decir su palabra de seguridad, ¿verdad? ¿Y si lo hacía? Ya esperaba que vacilara antes de subirse al potro, pero había dado por hecho que acataría mi orden. ¿Y si había calculado mal? ¿Qué iba a hacer entonces?

Pero antes de que pudiera responder a mis propias preguntas, inspiró hondo, se subió al potro y se colocó boca abajo, tal como le había pedido.

«Sí».

Me acerqué a la cómoda y saqué el tapón anal. Lo recubrí de lubricante y lo coloqué junto a ella.

—¿Recuerdas lo que te dije el viernes por la noche? —Observé su cuerpo desnudo, tendido, esperándome. La polla me empezó a apretar los pantalones.

Era evidente que no esperaba que ella respondiera, pero quería que supiera lo que me proponía. La observé, busqué alguna señal o movimiento que me demostrara que me comprendía. Pero no vi nada. Quizá necesitara que le refrescase la memoria. Le apoyé las manos en la cintura y las deslicé hasta su trasero. Se puso tensa.

Sí, me había entendido.

—Relájate.

Subí las manos por su espalda y la masajeé con suavidad. Pero no se relajó. Me aparté de ella y me quité la ropa. Y, tal como esperaba, se puso aún más tensa.

Mi experimento había acabado. Quizá ya lo había entendido y no tuviese que sacarlo para castigarla. Había llegado el momento de dar el segundo paso de mi plan.

Pero por un momento, mientras la miraba allí desnuda y tumbada sobre mi potro, me permití fantasear un poco.

El látigo de tiras de piel de conejo.

Para su primera vez elegiría algo sencillo. Suave y ligero. Le acariciaría con suavidad los muslos, las nalgas, la zona inferior de la espalda. Encendería un fuego en su interior, la llevaría al límite del placer, la dejaría allí y luego, por fin, nos lanzaríamos juntos al precipicio.

Me cogí la polla con la mano y me la acaricié con aspereza, mientras permitía que esa fantasía siguiera proyectándose en mi cabeza; entonces dejé escapar un suspiro. Algún día, tal vez. Pronto.

—Ve a la cama, Abigail.

Se levantó a toda prisa del potro. Sí, lo había comprendido. Dudé mucho que quisiera volver a estar allí. La observé subirse a la cama, se la veía nerviosa.

La seguí, la abracé y dejé el tapón a su lado.

—Tienes que relajarte. Esto no funcionará si no te relajas.

Le besé el cuello y ella se agarró a mí con fuerza. Deslicé la boca por su cuello, seguí por su clavícula y bajé por su torso. Mientras paseaba los labios por su piel, la tensión fue abandonando su cuerpo. Me hacía sentir poderoso saber que podía afectarle de aquella forma.

Utilicé las manos para aliviar su miedo y la boca para avivar su pasión hasta convertirla en una brillante llama ardiente. Ella dejó caer la cabeza hacia atrás.

«Sí, así».

Yo seguí excitándola.

—Todo lo que hago lo hago pensando tanto en tu placer como en el mío. Confía en mí, Abigail.

«Yo nunca te mentiría. Necesito demasiado tu confianza. La necesito para darte el placer que necesitas. El placer que mereces».

—Quiero lo mejor para ti —dije contra su vientre—. Déjame dártelo.

Cuando la rocé con un dedo para evaluar su humedad, ella suspiró.

—Yo puedo darte placer, Abigail. —Le separé las rodillas y me coloqué entre sus piernas—. Placeres que jamás has imaginado.

En esa ocasión quería verle los ojos. Quería que me mirara mientras la penetraba. Era importante. Ella tenía que comprender la lección. Necesitaba comprender que su placer y su bienestar siempre eran una prioridad para mí. Y que cuando estábamos juntos en mi cama, allí sólo habría espacio para el placer.

A pesar de que sus ojos contenían demasiadas preguntas, yo no tenía respuestas, y me obligué a perderme en ellos mientras me internaba en ella. Me habría resultado muy sencillo cerrar los ojos y bloquearlo todo excepto la sensación de su cuerpo, firme y caliente a mi alrededor. Pero no podía. Abigail necesitaba ese vínculo entre nosotros mientras nos convertíamos en uno solo, debía percibir esa cercanía.

Me abrazó con más fuerza y me miró sorprendida mientras me deslizaba una mano por la espalda.

«Sí».

—Suéltate, Abigail. —Vaya, cómo me hacía sentir. Me encantó que volviera a pasarme la mano por la espalda, mientras mi polla se internaba profundamente en su interior—. El miedo no tiene lugar en mi cama.

Jamás.

La atraje más hacia mí y empecé a mover las caderas un poco más deprisa.

—Sí, Abigail. —La embestí con más fuerza—. Siente lo que te puedo dar. —Empezó a tensarse a mi alrededor—. ¿Te gusta? —Arremetí de nuevo.

Estaba funcionando. Dejó el miedo atrás, probablemente incluso olvidó mis planes. Yo me senté y le levanté las caderas al tiempo que la penetraba más profundamente. Ella me rodeó con las piernas y me atrajo más hacia sí.

Entonces cogí el tapón que había dejado a su lado y lo deslicé en su ano al mismo tiempo que la penetraba de nuevo. Ella gritó mientras se corría, arrastrándome a mí también hacia el orgasmo, y ambos nos dejamos caer en la cama con los brazos y las piernas entrelazados.

Cuando mi corazón aminoró el ritmo, me volví a sentar y miré sus enormes ojos interrogativos.

—Es un tapón —le expliqué, todavía sin aliento—. Tienes que llevarlo algunas horas al día. Te dilatará. Te ayudará a prepararte.

Ella se mordió el labio.

—Confía en mí —repetí.

Abigail asintió, pero me di cuenta de que no acababa de creerme. Yo ya no podía hacer más, la confianza tendría que llegar poco a poco.

Me levanté de la cama y me puse los pantalones.

—Tengo que ir a buscar a Apolo. Hoy comeremos en la mesa de la cocina.

Abigail no habló mucho durante la comida, pero tenía más apetito que en el desayuno. Quizá mi lección había funcionado. Imaginé las próximas semanas y nos vi adquiriendo una cómoda rutina. Los comienzos de las relaciones siempre eran algo complicados; había que esperar un poco hasta que las dos partes empezaban a sentirse cómodos con la otra y se conocían más mutuamente.

Así que, bueno, que Abigail no hablara mucho no importaba, todo a su tiempo. Pensé que cada vez me resultaría más fácil verla como Abigail y olvidarme de mi visión de Abby.

Hacía mucho que no me tenía que enfrentar a los detalles y las dificultades de una nueva relación. Había pasado de una relación larga con Beth a otra con Melanie, a la que conocía de toda la vida. La sumisa aficionada al dolor con la que estuve jugando después de Melanie, y a la que nunca le puse mi collar, no contaba, porque era una relación que había acabado incluso antes de empezar.

—El viernes a las seis en punto —le dije a Abigail cuando se marchaba.

Ella asintió.

Esa noche invité a Jackson a cenar. La casa me parecía demasiado tranquila y necesitaba un poco de ruido. Y mi primo siempre era una buena opción cuando uno quería ruido.

No dejó de hablar ni un minuto durante la cena y me hizo reír en varias ocasiones, cuando me contó algunos cotilleos sobre su equipo. Normalmente, yo intentaba cambiar de tema cuando pasaba demasiado tiempo hablando de fútbol, pero en esa ocasión preferí escucharlo. Había algo distinto en él y tuve la sensación de que era Felicia.

—¿Cómo está Felicia? —le pregunté cuando nos sentamos en el sofá, después de cenar.

Jackson iba cambiando de canal de televisión hasta encontrar los resultados del día.

—Genial. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono—. Mira, es de ella. —Leyó el mensaje de texto que Felicia le había enviado—. Está en el cine con tu bibliotecaria.

—Jackson, te juro por…

—Lo sé, lo sé. —Levantó una mano—. No te preocupes, no lo diré delante de ella.

Mientras él respondía el mensaje, mis ojos se posaron en el reloj que había sobre el televisor. Eran las diez y treinta y tres.

¿Las diez y treinta y tres?

Hice un cálculo rápido: Abigail solía levantarse a las seis para ir a trabajar. Lo sabía por su solicitud. Si la película acababa a las once, con suerte sólo dormiría siete horas.

Joder.

Sentí cómo crecía mi furia. ¿El mismo día que yo sacaba el potro para avisarla, ella reaccionaba rompiendo una regla y durmiendo menos horas de las que le había ordenado? ¿Qué narices…?

Resoplé mientras pensaba en el próximo fin de semana y sentí una repentina alegría al darme cuenta de que tenía cinco días para organizarlo todo. Cinco días para prepararme.