La mañana siguiente dormí un poco más de lo habitual y no me desperté hasta las siete en punto. Me levanté de la cama y me estiré: me sentía de maravilla. La noche anterior había disfrutado de algunas de las mejores horas de descanso de toda mi vida.
Estoy seguro de que los cuatro orgasmos también tuvieron algo que ver.
Abigail dormía profundamente, hecha un ovillo. No la había vuelto a oír gemir en toda la noche. Mientras la observaba, vi cómo sonreía en sueños. Me pregunté con qué estaría soñando y qué la estaría haciendo sonreír. Quizá cuando se despertara ni siquiera lo recordara.
Durante la noche, la sábana había resbalado por sus hombros y había vuelto a dejar al descubierto sus perfectos pechos. Alargué el brazo y se la subí para taparla; no quería que cogiera frío. Ella murmuró algo y se dio la vuelta.
Aunque necesitaba ducharme y prepararme para el partido de golf, decidí que primero prepararía una hornada de magdalenas de arándanos. A Abigail parecieron gustarle la semana anterior.
Eran casi las nueve cuando la oí moverse en el piso de arriba. No le tuve en cuenta que durmiera un poco más: la había tenido ocupada hasta tarde y luego la había despertado en plena noche. La gala benéfica de aquella noche supondría otra larga velada y ella necesitaba descansar.
Mientras se duchaba, herví dos huevos y luego los guardé en el cajón calentador.
Jackson me mandó un mensaje de texto justo cuando oí los pasos de Abigail en la escalera. Miré el teléfono: mi primo estaba nervioso por conocer a Felicia. La verdad es que me pareció divertido que un famoso atleta mundial como él se pusiera nervioso porque iba a conocer a una chica, pero ya sabía que siempre le resultaba difícil. Le preocupaba saber si las mujeres estaban de verdad interesadas en él o sólo en su cuenta bancaria y su estatus de celebridad.
Le contesté y le dije que estaba seguro de que Felicia estaría tan nerviosa como él. También le recordé que todos estaríamos con él aquella noche y, sinceramente, siendo la mejor amiga de Abigail, no podía estar tan mal.
«¿Cómo está tu bibliotecaria de fantasía?», escribió.
«Te patearé el culo si se te ocurre decirle algo así a ella», le advertí, justo cuando Abigail entraba en la cocina.
Parecía cansada y una parte de mí se sintió culpable. A fin de cuentas, yo era la causa de su falta de sueño y el motivo por el que caminaba con cautela. Pero yo aún sentía el subidón de aquella noche de sexo increíble.
—¿Una noche dura? —le pregunté, sin apartar los ojos del teléfono.
—Ni me lo recuerde.
Sonreí sin poder evitarlo. Estaba cansada, irritada, de mal humor y, aun así, conservaba las ganas de bromear.
—¿Una noche dura? —le volví a preguntar.
Ella cogió una magdalena de la encimera y se sentó frente a mí.
«Ha sido un acierto pensar en las magdalenas, West». Pero tenía que comer otras cosas aparte de la magdalena.
—Necesitas proteínas —dije.
—Estoy bien —contestó, antes de que pudiera decirle que le había preparado dos huevos.
—Abigail… —le advertí. Maldita fuera, no quería castigarla. No después de lo que habíamos compartido la noche anterior.
Se levantó, se movió con cautela hasta el frigorífico y cogió un paquete de beicon. Eso me complació. Incluso estando dolorida se mostraba dispuesta a cocinar proteínas sólo porque yo se lo había ordenado.
—He dejado dos huevos hervidos para ti en el cajón calentador —dije. Esbozó una expresión de alivio mientras guardaba el beicon—. El ibuprofeno está en el primer estante del segundo armario, junto al microondas.
—Lo siento. —Cogió el frasco de la estantería y se puso dos pastillas en la mano—. Es que… Es que hacía mucho tiempo.
—Qué cosa tan absurda por la que disculparse. Estoy más molesto por tu actitud de esta mañana. No debería haberte dejado dormir tanto.
Ella se sentó con la cabeza gacha y el pelo colgando por delante de los ojos.
—Mírame —le pedí—. Me tengo que ir. Nos veremos luego en el vestíbulo. Tienes que estar vestida y preparada para la fiesta benéfica a las cuatro y media.
Asintió y me pregunté cómo le sentaría el vestido que había elegido Elaina. Entonces deseé, y no por primera vez, no haber hecho planes para jugar al golf y comer con mi familia. Deseé poder pasar todo el día con ella.
Deseé ser normal.
Pero ¿qué sentido tenía ser normal? Abigail no quería eso y yo no podía hacerlo.
Suspiré.
—Hay una bañera muy grande en la habitación de invitados; la encontrarás en la otra punta del pasillo donde está tu dormitorio. Utilízala.
Quizá un buen baño la hiciera sentir mejor.
Tal como sospechaba, la comida se me hizo larga y el partido de golf, eterno. Normalmente, yo disfrutaba del tiempo que pasaba con mi primo y con Todd, pero eso de saber que Abigail estaba en mi casa alargó mucho el día.
Sí, le dije a Todd que aquella noche iría con una bibliotecaria.
También le dije a Jackson por decimoquinta vez que no tenía ninguna extraña fantasía con una bibliotecaria.
Volví a casa a las tres y media y me fui directamente a mi habitación. De camino, me di cuenta de que la puerta de Abigail estaba cerrada. A las cuatro y cuarto ya estaba esperándola en el vestíbulo. Me volví al oír sus tacones en la escalera y casi se me cae el chal que llevaba en las manos.
El vestido se ajustaba a sus curvas en los lugares adecuados y el escote dejaba al descubierto sus delicadas clavículas. Se había recogido el pelo en un sencillo moño bajo, con algunos mechones sueltos que le caían por la espalda y le rozaban el cuello.
—Estás muy guapa.
En realidad estaba espectacular.
—Gracias, Amo.
Le ofrecí el chal.
—¿Nos vamos?
Se acercó a mí y se detuvo a mi lado. Cuando le puse el chal sobre los hombros, aproveché para rozar su suave piel con la yema de los dedos y para inspirar su delicado aroma floral. Si pudiéramos quedarnos en casa…
Pero no. Era muy probable que ella siguiera un poco dolorida. Tenía que recordarlo. Debía recordarlo.
Cuando caminábamos en dirección al coche, me sorprendió pensar que podíamos ser cualquier pareja normal en una cita normal de una noche normal. Y entonces decidí que eso era lo que seríamos aquella noche. Normales.
Mientras conducía en silencio, con Abigail a mi lado en el asiento del pasajero, pensé en las otras dos sumisas que les había presentado a mi familia. Tanto Beth como Paige habían conocido a mi tía Linda, a Jackson, a Todd y a Elaina, pero las presenté sólo como novias y si alguien sospechó que había algo más en mi relación con ellas, guardó un discreto silencio.
Antes de que conocieran a mi familia les di una larga lista de instrucciones: cómo debían hablar con ellos, qué clase de comportamiento consideraba más adecuado y qué cosas no me lo parecían. Pero a Abigail no le había dado ninguna indicación.
Quería que fuera ella misma. Quería observarla mientras se relacionaba con la gente que más me importaba. Quería verla hablando y bromeando con su mejor amiga.
Quería un poco de normalidad.
Puse la radio. Estaba sonando uno de mis conciertos de piano favoritos, una pieza que había estado practicando en mi propio piano. Me pregunté qué clase de música escucharía Abigail. Aparte de lo que había escrito en su solicitud, sabía muy poco sobre ella.
—¿Qué clase de música te gusta?
—Ésta me parece bien.
Quería hacerle más preguntas: cómo era de niña, cómo había aprendido a cocinar, cuál era su color preferido. Detalles que no significaban nada, pero que cuando se tomaban como un todo creaban a la mujer que era.
Y si le hacía preguntas, ¿me contestaría con sinceridad o respondería de la forma que creía que debía hacerlo?
Fue entonces cuando me acordé de que ése era el motivo por el que no hacía las cosas con normalidad. Era todo demasiado confuso. Había demasiadas zonas grises.
Y a mí no me gusta el gris, la vida es mucho mejor en blanco y negro.
Cuando llegamos, y después de dejar el abrigo y el chal de Abigail, vi que Elaina se acercaba a nosotros.
—¡Nathaniel! ¡Abby! ¡Ya estáis aquí! —exclamó, arrastrando a Todd.
—Buenas noches, Elaina —contesté, sorprendido por el modo en que abrazó a Abigail. Arqueé una ceja. ¿Se habrían conocido hacía poco o serían viejas conocidas?—. Veo que ya conoces a Abby.
—Oh, relájate —dijo ella, golpeándome en el pecho—. Me he tomado una taza de té con Abby esta tarde, cuando he pasado por tu casa. Así que sí, Nathaniel, ya nos conocemos.
Abigail no me había mencionado nada, pero la verdad era que habíamos pasado separados la mayor parte del día. Y tampoco era una chica muy comunicativa. En lugar de seguir hablando, me retiré un poco y observé cómo se comportaba con mi vieja amiga. Habló educadamente con Todd, sonreía y parecía estar a gusto con todo el mundo. Y aunque él ya me había oído hablar de ella en el pasado, no tenía ni idea de que fuera la misma mujer a la que estaba conociendo en ese momento.
Entonces mi tía Linda se acercó a nosotros y le presenté a Abigail, que insistió en que la llamara Abby. No pude evitar sonreír al escucharla.
Mientras ellas dos hablaban de libros, me di cuenta de que Todd y Elaina intercambiaban extrañas miradas, igual que lo habían hecho la tarde del día anterior en mi casa.
Pero fue la expresión de Linda, mi dulce tía que me quería como si fuera su propio hijo, la que más me sorprendió. Era una expresión de dulce alivio y de alegría a la que no fui capaz de encontrarle el sentido. A fin de cuentas, sólo estaban hablando sobre libros.
Me acerqué a Abigail. Sí, sólo hablaban sobre libros. Seguía sin comprender esa mirada.
Vino. La noche necesitaba vino.
—Voy a buscar un poco de vino —le dije a Abigail—. ¿Tinto o blanco?
Se puso tensa y la miré sorprendido. Era una pregunta sin importancia.
Y entonces caí: «No eres normal. Eres su Dominante. Es muy probable que piense que debe contestar de una forma determinada».
Maldición.
—No tengo ninguna intención oculta —le susurré para tranquilizarla—. Sólo quiero saberlo.
—Tinto.
«¿Ves? —pensé—. Tampoco ha sido tan difícil».
Pero sí lo era. Una pregunta sobre el vino no debería ser motivo de angustia. Debería ser una sencilla pregunta con el objetivo de ir conociéndola.
Y entonces me pregunté si entre nosotros habría algo que se pudiera calificar de sencillo.
Ni una sola cosa.
Cuando iba hacia la barra, Kyle se acercó a mí. Yo estaba apuntado en el registro de donantes de médula ósea desde la universidad y hacía unos años recibí una llamada. Me informaron de que mis datos encajaban con los de un niño de ocho años que necesitaba un trasplante. Fue un proceso complicado, pero después conocí a Kyle, el receptor de mi médula ósea, y supe que había valido la pena pasar por todo aquello. El chico estaba vivo y se encontraba bien. Todo era muy abrumador.
—Nate —dijo, abrazándome.
—Hola, Kyle —lo saludé yo, riéndome—. ¿Cómo estás?
—Genial tío, estoy genial. —Se tiró del cuello del traje—. Incluso a pesar de tener que llevar esta ropa.
—Estás muy guapo. Ojalá pudieran verte ahora las chicas de tu clase…
Se rio y se miró los pies. Yo recordaba muy bien las dificultades que conllevaba ser un joven adolescente. No querría volver a esa etapa de mi vida por nada.
—Si ves a Jackson —le advertí—, asegúrate de incordiarlo con la Super Bowl. Creo que podré conseguir entradas si Nueva York logra llegar a la final.
El chico sonrió y se fue corriendo a buscar a Jackson. Yo cogí dos copas de vino y regresé junto a Abigail. Ella cogió la copa y me dio las gracias en silencio antes de beber un pequeño sorbo.
Durante la cena, la observé participar de las conversaciones que había a su alrededor, a veces hablaba animadamente y otras sólo se sentaba y escuchaba. Tenía una estrecha relación con Felicia, me di cuenta por la forma que tenían de bromear sutilmente la una con la otra.
El único momento en que pareció incomodarse fue cuando se levantó para ir al servicio y todos los hombres de la mesa se levantaron al mismo tiempo que ella. Me enfureció pensar que ninguno de los hombres con los que había salido antes la había tratado como a una dama.
«Sí —dijo mi conciencia con sarcasmo—. Porque la pasada noche, tú sí que lo hiciste».
No podía discutir eso, pero a mí me enseñaron a tratar bien a una mujer en público. Por suerte, Elaina también se levantó y la acompañó a los servicios. Tomé nota mental de acordarme de darle las gracias por el gesto.
—Felicia —dije, volviéndome hacia la mejor amiga de Abigail—, me han dicho que eres profesora de guardería.
—Sí.
Apenas me miró.
—¿Es muy agotador trabajar con niños tan pequeños?
—A veces —contestó en un tono de voz frío.
Me pregunté por qué estaría tan distante conmigo. Parecía gustarle mucho Jackson y los dos habían pasado gran parte de la noche conversando animadamente. Y también se mostraba amable cuando hablaba con Linda o con Elaina.
No tuve mucho tiempo de pensar en ello, porque Abigail y Elaina volvieron poco después. Abigail estaba ligeramente ruborizada y me pregunté qué le habría dicho Elaina mientras estaban en los servicios. ¿Qué podría haberla avergonzado?
Le retiré la silla para que se sentara. Me costaba mucho no tocarla. El vestido era lo bastante escotado por la espalda como para dejar ver sus suaves y femeninos hombros y no había nada que deseara más que acariciarle la piel de esa zona.
«Más tarde. Podrás hacerlo más tarde».
Acabamos de cenar y, antes de que nos retiraran los platos, empezó a tocar una banda de música. A mí no me gustaba mucho bailar. Podía contar con los dedos de una mano, y me sobrarían, el número de veces que le había pedido a una mujer que bailara conmigo. No era lo mío.
Pero aquella noche era distinta. Abigail era distinta. Y yo me sentía distinto.
Y quería bailar.
Así que cuando empezaron a sonar las notas de una pieza lenta, me levanté de la mesa y me coloqué frente a ella.
—¿Quieres bailar conmigo, Abigail?
No se lo estaba preguntando como Dominante, lo estaba haciendo como el chico que salía con ella y ése era un territorio en el que no me sentía muy cómodo. ¿Y si me decía que no?
¿Y si me decía que sí?
Oí cómo Linda jadeaba al otro lado de la mesa y Elaina se inclinó para susurrarle algo a Todd.
Maldita pandilla de locos.
Pero entonces Abigail me cogió la mano y ya no me importó nada de lo que dijeran o hicieran.
—Sí —respondió.
Cuando llegamos a la pista, la rodeé con el brazo, la atraje hacia mí y le cogí la mano. La noté temblar contra mi cuerpo.
—¿Lo estás pasando bien? —le pregunté para tranquilizarla.
—Sí. Muy bien.
—Todo el mundo está encantado contigo.
«Y yo también».
La estreché con más fuerza. Cuando regresáramos a casa, le demostraría hasta qué punto.
Un poco más tarde, me fui con Todd y Jackson a buscar los abrigos, mientras las mujeres esperaban en la mesa. Todd me dio un puñetazo en el hombro.
—Me gusta —afirmó.
—¿Abigail? —pregunté.
—Felicia también me ha parecido encantadora —aclaró—, pero sí, estaba hablando de Abby.
—Gracias —contesté, extrañamente complacido.
—Gracias, tío —dijo Jackson, acercándose a mí—. Felicia es estupenda.
—¿De verdad? —le pregunté.
Él se limitó a responder:
—Y tu Abby también lo es.
Y sí que lo era.
Cuando abrí la puerta de casa, Apolo corrió hacia nosotros. Abigail dio un salto hacia atrás y yo suspiré. Tenía que sacarlo un rato antes de poder centrarme en ella.
—Déjate puesto el vestido y espérame en mi dormitorio —dije—. Colócate en la misma posición que adoptaste cuando viniste a mi despacho.
Diez minutos después, entré en mi dormitorio y me la encontré esperando de pie, con la cabeza gacha. Me excité sólo de verla.
La rodeé muy despacio. Caminé a su alrededor y advertí el ligero temblor de su cuerpo. Me puse detrás de ella y reseguí con suavidad el borde del escote del vestido, pasando los dedos por esa porción de piel que llevaba tanto rato queriendo acariciar.
—Esta noche has estado espectacular. —Me incliné hacia delante y le olí el pelo. Mmmm. Luego empecé a quitarle las horquillas muy despacio y observé cómo su melena caía por encima de sus hombros—. Y ahora mi familia no hablará de otra cosa que no seas tú.
Seguía temblando. ¿Estaba asustada?
—Esta noche me has complacido, Abigail —proseguí, con los labios tan pegados a su piel que casi podía percibir su sabor—. Ahora soy yo quien debe complacerte a ti.
Le bajé la cremallera para quitarle el vestido. Me permití besarla para saborear la piel de su espalda. Era muy dulce, con un ligero toque de sal. Se estremeció, pero yo sabía que se debía a la expectativa.
El vestido cayó al suelo y la conduje hacia la cama.
—Túmbate.
Hizo lo que le pedía y yo me acerqué para quitarle los zapatos. Antes de agacharme y besarle el tobillo, me encontré con sus ojos. Ella jadeó.
Mientras le depositaba una serie de leves besos en la pierna, recordé que nunca le habían hecho aquello antes. ¿Con qué clase de hombres había salido que no se habían tomado el tiempo necesario para prestar la atención que merecía su sexo? ¿Cómo habían conseguido contenerse?
Le quité las bragas.
Ella me puso una mano en la cabeza.
—No.
Apreté los dientes, pero recordé que aquello era nuevo para ella y que estaba asustada.
—No me digas lo que debo hacer, Abigail.
De un solo movimiento, deslicé las bragas por sus piernas y me coloqué entre sus rodillas. Ya estaba húmeda. Húmeda e hinchada.
La miré fijamente; estaba preparado para demostrarle lo mucho que me había complacido. Quería enseñarle cómo la recompensaría cuando lo hiciera.
Empecé besándole el clítoris y ella casi saltó de la cama. Soplé con suavidad sobre él y luego repartí suaves besos en su abertura. Me lo tomé con calma, quería que se acostumbrara a mí. Quería saborear la experiencia. Quería darle placer.
Utilicé los dedos para separarle los pliegues con delicadeza hasta abrirla por completo para mi lengua. Luego recorrí toda su abertura de un largo lametón. Estaba deliciosa. Dulce como la miel. La lamí otra vez.
Mmmm.
A continuación, la mordí con suavidad. Seguía dolorida, tenía que ser suave. Empezó a cerrar las piernas alrededor de mi cabeza y yo le separé las rodillas.
—No me obligues a atarte —le dije.
Seguí lamiendo su humedad, bebiendo cada gota de su excitación. Levanté los ojos y vi cómo se agarraba del cubrecama. Cuando le mordisqueé el clítoris le temblaron las piernas. Por fin estaba disfrutando.
Redoblé mis esfuerzos y deslicé la lengua en su interior mientras subía las manos por su cuerpo. Le acaricié el vientre y el estómago, luego seguí hasta sus pechos y le rocé los pezones. Se le escapó un sorprendido jadeo y tensó el cuerpo.
«Sí, preciosa. Córrete para mí».
Me metí su clítoris en la boca rozándolo suavemente con los dientes mientras lo hacía y lamiéndola justo donde sabía que más lo necesitaba.
—Oh…
Ella arqueó la espalda y se apretó contra mí.
Yo volví a deslizar las manos por su torso y la cogí de las caderas para pegarla a mí mientras su orgasmo le recorría todo el cuerpo.
Luego Abigail se quedó inmóvil unos instantes. Yo debería haberme sentido orgulloso, pero estaba duro como una piedra. Me senté despacio en la cama y me puse bien los pantalones.
—Creo que es hora de que te vayas a tu habitación —susurré.
—¿Y qué pasa contigo? ¿No deberíamos…?
—Estoy bien.
—Pero mi deber es servirte.
Quería complacerme. ¿Cómo podía no saber que ya me había complacido durante toda la noche y que yo quería que ese momento fuera sólo para ella? Quería demostrarle que nuestro acuerdo no significaba únicamente que ella debía hacer cosas por mí, también que yo debía cuidar de ella. Abigail me había entregado la responsabilidad de saber lo que necesitaba y esa noche necesitaba que el placer fuera sólo suyo.
—No —negué—. Tu deber es hacer lo que yo diga y te estoy diciendo que es hora de que vayas a tu habitación.
No discutió, se levantó de la cama y salió del dormitorio cerrando la puerta a su espalda. Yo rugí para mí. Me quité el esmoquin y me fui al cuarto de baño, donde abrí el grifo de la ducha hasta que el agua estuvo tan caliente como fui capaz de soportar. Me quedé de pie bajo el chorro durante un buen rato, dejando que el agua resbalara por mi cuerpo mientras revivía en mi mente la imagen de Abigail alcanzando el orgasmo. Levanté la cara y recordé cómo me sentí la noche anterior, cuando se corrió mientras yo estaba dentro de ella.
Me cogí la polla con las dos manos y cerré los ojos.
Estaba atada en el cuarto de juegos, inclinada sobre la mesa acolchada. Llevábamos horas jugando y los dos jadeábamos, ansiosos de liberación.
—¿Estás preparada, Abigail? —le pregunté, rozando su trasero con mi polla.
—Si es lo que te complace —dijo ella con la voz ronca de necesidad.
Me aparté para que sintiera la ráfaga de aire frío entre nosotros.
—Lo que me complace es que me digas lo que quieres.
—Quiero…
—Dímelo.
Empujó el trasero hacia mí.
—Quiero tu polla.
Yo me reí y me incliné sobre ella, presionando el pecho sobre su espalda.
—Claro que sí. Dime por dónde quieres que te la meta.
Silencio absoluto.
Le di un azote.
—Dímelo o te mandaré a tu habitación.
—Por el culo —susurró.
—Más alto. —La azoté con más fuerza—. No te he oído.
—Por favor, Amo. —Esa vez habló más alto—. Por favor, métemela por el culo.
—Como tú quieras —dije, cogiendo el lubricante y echándomelo en los dedos.
Rodeé su abertura con suavidad antes de deslizar un dedo y luego dos en su interior. Ella empujó hacia atrás, quería más. Me quería a mí.
—Paciencia —musité, mientras la dilataba con suavidad—. Debes tener paciencia.
Cuando estuvo preparada, deslicé la lubricada punta de mi polla en su interior, apreté contra la resistencia de su cuerpo y la penetré por completo. Abigail gimió.
—¿Te gusta que te la meta por el culo? —Me retiré y la penetré de nuevo—. Estás tan apretada… —La saqué—. Me das tanto placer…
Ella volvió a empujar hacia atrás para que me internara más adentro y levantó la cabeza.
—Justo así, Abigail —le indiqué, moviéndome más deprisa—. Hasta el fondo. Qué bien.
Ella jadeó de placer.
—Joder. —Embestí con más fuerza—. Me corro. Me voy a correr en tu precioso culo.
Y, bajo la ducha, me corrí en mi mano, soltando un rugido.
Una vez me hube secado y con la bata puesta, salí al pasillo, donde Apolo seguía sentado en silencio. La puerta de Abigail estaba cerrada. Bajé la escalera hasta la biblioteca seguido del perro.
Aquélla era una de mis estancias favoritas. También era el espacio de la casa que preferían mis padres y estaba tal como ellos la dejaron al morir. Algo me decía que a Abigail también le gustaría y decidí enseñársela el siguiente fin de semana.
Pero en ese momento necesitaba tocar el piano. Me senté en el banco y dejé que mis dedos se desplazaran por las teclas. Cuando acabé, cerré los ojos y recordé a Abigail tal como estaba en la fiesta: relajada y rendida entre mis brazos, bailando conmigo. La vi con la espalda arqueada y la cabeza echada hacia atrás mientras le daba placer. Me la imaginé y dejé que mis manos tocaran la melodía que no dejaba de dar vueltas en mi cabeza.
La canción de Abigail.
La canción de Abby.