Estaba a punto de hacer algo muy malo.
Y, aunque me odiaba por ello, sabía que lo haría de todos modos.
Estaba a punto de darle a Abigail una palabra de seguridad falsa.
Me levanté de la cama y empecé a pasear de un lado a otro. Estaba mal. Muy mal. Con mis anteriores sumisas había utilizado el clásico sistema de palabras de seguridad basado en colores: verde, amarillo y rojo. La palabra de seguridad que pensaba darle a Abigail y que acabaría con nuestra relación era engañosa. Y estaba tan mal que si los de la comunidad llegaban a enterarse, sería excluido automáticamente.
Pero ¿cómo iban a enterarse? Ella no se lo contaría a nadie.
Y yo seguro que tampoco.
Ninguna de mis sumisas había utilizado nunca su palabra de seguridad. Me dije que estaba capacitado para interpretar con facilidad las señales de Abigail, por lo que nunca llegaría a presionarla demasiado. Ya me aseguraría de comprobarlo a menudo. Y, en realidad, si lo pensaba de esa forma, ¿para qué necesitaba las palabras de seguridad?
Aquello tenía que ser sano, seguro y consensuado.
Pero no podía mostrarme sano, seguro y consensuado sin una palabra de seguridad. Sabía que Abigail lo pensaría dos veces antes de utilizarla, si creía que eso significaba que se tendría que marchar. Era la forma perfecta de asegurarme de que se quedaba conmigo.
Sí, al final decidí que nos iría bien sin palabras de seguridad. Todo sería perfectamente seguro.
Me acerqué a mi mesilla de noche y abrí el primer cajón. El estuche de piel me miró y abrí la tapa. Tenía pensado ofrecerle el collar el día siguiente.
Y, cuando lo hiciera, estaría rompiendo otra norma: yo nunca le había ofrecido mi collar a una sumisa antes de poseerla. Nunca. ¿En qué diablos estaba pensando para dárselo a Abigail antes de acostarme con ella?
No podía responder esa pregunta. Sólo sabía que lo iba a hacer.
Sostuve la gargantilla sobre la palma de mi mano y traté de imaginar cómo le quedaría, el aspecto que tendría su largo y delicado cuello con mi collar. Lo llevaría toda la semana y aunque todo el mundo lo vería sólo como un bonito collar, Abigail y yo sabríamos la verdad: que era mía. Podía tratarla como quisiera, podría darle el placer que quisiera, y ella me daría el placer que yo quisiera.
Volví a dejar el collar en la caja y cerré el cajón. Ponerle el collar a una sumisa…
Ya había pasado más de un año desde la última vez que lo hice. Mi relación con Beth acabó justo cuando decidí empezar a salir con Melanie. Beth quería más, pero yo no. Al final decidimos separarnos. Poco después de que se marchara, llamó Melanie y yo pensé: «¿Por qué no?». Intenté llevar una relación normal.
Como si cualquier cosa relacionada con ella se pudiera considerar normal. Pero por algún extraño giro del destino, Melanie decidió que quería ser dominada. O por lo menos ella creía que sí.
—Átame, Nathaniel.
—Azótame, Nathaniel.
Nuestra relación estuvo maldita desde aquella primera llamada telefónica. Melanie era tan sumisa como yo.
Ponerle el collar a alguien era algo muy importante para mí. Después de ponérselo a una sumisa, yo siempre era monógamo durante todo el tiempo que durara la relación. Nunca compartía a las sumisas a las que les había puesto mi collar con otros Dominantes y ellas nunca se tenían que preocupar de que me fuera a jugar con nadie más.
Suspiré y me senté en la cama, cogí el libro encuadernado en piel La inquilina de Wildfell Hall, de Anne Brontë y pasé algunas páginas. Mis ojos se posaron sobre un pasaje al azar:
«Había colocado mis materiales de pintura sobre la mesa de la esquina, preparados para usarlos al día siguiente, únicamente tapados con un trapo. Enseguida los descubrió y, dejando la vela, empezó a arrojarlo todo al fuego: la paleta, los tubos de colores, los pinceles, el barniz. Vi cómo se consumía todo, las espátulas partidas en dos; el aceite y el aguarrás chisporrotearon y avivaron las llamas de la chimenea. Luego llamó al timbre».
Cómo debió de sentirse Helen cuando Arthur quemó sus útiles de pintura. Igual que me sentiría yo si Abigail se marchara.
Aguarrás.
Aguarrás en el fuego.
Vi cómo se consumía todo.
Y, por absurdo que pareciera, me di cuenta de que era la palabra de seguridad perfecta.
A las cinco y media de la mañana ya estaba completamente despierto y, después de darme una ducha rápida, fui a la cocina para preparar el desayuno. Abigail tenía que tomar una decisión importante y yo haría todo lo posible para facilitarle esa tarea.
A las seis y media la oí caminar por el piso de arriba. Seguro que se estaría preguntando qué estaba haciendo yo.
Oh, Abigail, si supieras lo que tengo planeado…
Probablemente debería haberle dicho el día anterior que yo me encargaría de preparar el desayuno esa mañana, pero estaba pensando en otras cosas y el desayuno no era precisamente una de ellas.
Serví dos platos en la mesa de la cocina, porque quería que ella pudiera hablar con libertad. Estaba seguro de que tendría preguntas que hacerme. Querría preguntarme sobre los besos, saber por qué no habíamos tenido sexo y cuáles eran mis planes y expectativas.
A las siete en punto, entró corriendo en la cocina y me encontró sentado a la mesa.
«Hoy es el día. Hoy serás mía».
—Buenos días, Abigail. —Hice un gesto en dirección a la silla que había frente a mí—. ¿Has dormido bien?
Tenía una sombra negra debajo de los ojos. No había dormido nada bien, pero me miró fijamente: había obedecido mi última orden.
—No. La verdad es que no.
—Vamos, come.
Miró todo lo que había en la mesa y luego me volvió a mirar a mí con una ceja arqueada.
—¿Usted duerme?
—A veces.
La observé mientras comía y disfruté de los movimientos de su mandíbula y de su expresión de placer cuando le dio un bocado a una magdalena.
«Háblame —quería decirle—. Pregúntame cosas».
Pero si le pedía que hablara, ¿pensaría que la estaba presionando? ¿Respondería sólo porque yo era un Dominante y le había pedido que hablara?
¿Quién sabía? Tendría que utilizar una táctica distinta.
—Debo decirte que ha sido un fin de semana muy agradable, Abigail.
Ella se atragantó.
—¿Ah, sí?
¿Por qué le resultaba tan sorprendente? ¿Cómo era posible que no supiera lo mucho que me complacía?
—Estoy muy contento contigo. Tu comportamiento es muy interesante y demuestras que tienes ganas de aprender.
—Gracias, señor.
Mi mente viajó al día anterior y recordé el aspecto que tenía abierta de piernas en mi cama. Desnuda, ruborizada y jadeante.
Cuando llevara mi collar…
¡Basta!
«Primero tienes que pedírselo».
—Hoy tienes que tomar una decisión muy importante —dije—. Podemos discutir los detalles cuando hayamos acabado de desayunar y te hayas duchado. Estoy seguro de que tendrás muchas preguntas que hacerme.
—¿Puedo preguntar una cosa, señor?
¿No acababa de decirle que podía hacerlo?
—Claro —la tranquilicé de nuevo—. Ésta es tu mesa.
—¿Cómo sabe que no me duché ayer por la mañana y que tampoco lo he hecho hoy? ¿Vive aquí o también tiene casa en la ciudad? ¿Cómo…?
—Una pregunta detrás de otra, Abigail —dije y casi se me escapa la risa. Estaba claro que sabía hablar—. Soy un hombre muy observador. Ayer no parecía que te hubieras lavado el pelo. Y he supuesto que esta mañana no te habías duchado, porque has entrado en la cocina como si te persiguiera el diablo. Vivo aquí los fines de semana y tengo otra casa en la ciudad.
—No me ha preguntado si he seguido sus instrucciones esta noche.
Era cierto. Probablemente debería haberlo hecho, aunque ya sabía que era así.
—¿Lo has hecho?
—Sí.
Bebí un sorbo de café.
—Te creo.
—¿Por qué?
—Porque no puedes mentir; tu cara es un libro abierto. —Eso tenía que saberlo—. No juegues nunca al póquer; perderás.
—¿Puedo hacer otra pregunta?
«Tantas como quieras».
—Sigo sentado a la mesa.
—Hábleme de su familia —pidió.
«¿De verdad? —quise decirle—. ¿De todas las cosas que puedes preguntar, me preguntas por mi familia?»
Pero eso era lo que ella quería, así que le hablé un poco sobre mis padres, su muerte y mi tía Linda. Entonces Abigail mencionó que su amiga podría estar interesada en Jackson y me pilló desprevenido. Yo daba por hecho que habría leído toda la documentación y habría comprendido que no tenía que hablarle a nadie sobre nuestro acuerdo, ni siquiera debía hacerlo con la familia o amigos cercanos.
—¿Qué le has contado a tu amiga sobre mí? Creía que los documentos que te envió Godwin eran muy claros respecto a la cláusula de confidencialidad —dije, con toda la tranquilidad que pude.
—No pasa nada —se apresuró a responder—. Felicia es mi llamada de emergencia; tenía que contárselo. Pero lo entiende y no le dirá nada a nadie. Confíe en mí. La conozco desde la escuela primaria.
—¿Tu llamada de emergencia? ¿Ella también lleva este estilo de vida?
—A decir verdad, su estilo de vida es lo más opuesto a éste, pero sabe que yo deseaba este fin de semana y accedió a hacerlo por mí.
Pensé en la clase de amiga que debía de ser Felicia para apoyar a Abigail incluso no estando de acuerdo con su decisión.
—Jackson no sabe nada sobre mi estilo de vida y es soltero. Tengo tendencia a ser un poco sobreprotector con él. Ya se ha cruzado con más de una cazafortunas.
Para cuando Abigail acabó de hablarme de Felicia, ya había decidido que le facilitaría su nombre y sus datos a Jackson. Éste me había preguntado si conocía a alguien y esa joven parecía que podía encajar con él.
Pero yo no quería hablar de Jackson y Felicia. Yo quería que la conversación volviera a centrarse en nosotros.
—Volviendo a lo que te he dicho antes, quiero que lleves mi collar, Abigail. Por favor, piénsalo mientras te duchas. Reúnete conmigo en mi dormitorio dentro de una hora y lo hablaremos más a fondo.
Cuando salió de la cocina, yo lavé los platos y me fui a mi habitación a prepararme. Cuando oí la ducha de ella, entré en su dormitorio y dejé una bata sobre la cama, junto con un conjunto de sujetador y bragas.
Vino justo a tiempo. El tono plateado de la bata resaltaba la pálida belleza de su piel y le daba luminosidad. Su melena negra le caía suavemente sobre los hombros mientras paseaba la vista por la habitación.
Volvía a estar nerviosa.
—Siéntate —le dije y lo hizo en el banco acolchado, con la elegancia de una auténtica princesa.
Saqué el collar del estuche y me volví hacia ella.
—Si aceptas llevar esto, significará que me perteneces. —Le enseñé el collar para que lo viera bien—. Serás mía y podré hacer contigo lo que quiera. Me obedecerás y nunca cuestionarás lo que te ordene. Tus fines de semana me pertenecerán y yo dispondré de ellos como se me antoje. Tu cuerpo será mío y podré utilizarlo como yo quiera. Nunca seré cruel contigo ni te provocaré daños permanentes, pero no soy un Amo fácil, Abigail. Te pediré que hagas cosas que jamás creíste posibles, pero también te puedo proporcionar un placer inimaginable.
«Quiero que seas mía —le estaba diciendo—. Y yo quiero ser tuyo».
—¿Has entendido todo lo que te he dicho? —le pregunté.
—Sí, Señor.
Aunque yo sabía que no era así, o por lo menos no del todo, la excitación empezó a latir en mis venas. Sólo me quedaba una pregunta por hacer.
—¿Lo quieres llevar?
Abigail asintió de nuevo.
Joder, sí. Lo quería.
Me puse detrás de ella para que no viera lo mucho que me alegraba de su respuesta. Era mía. Había aceptado ser mi sumisa. Le abroché el collar y le aparté el pelo.
Estaba muy guapa con él puesto.
Mi collar.
Quería darle la vuelta, posar los labios sobre los suyos y decirle lo mucho que me complacía, pero seguía sin estar preparado para mirarla a los ojos y, además, ya le había hablado de la regla de los besos.
—Pareces una reina —le dije y le deslicé la bata por los hombros.
Me encantó tocarle la piel. La tenía muy suave y seguía un poco húmeda de la ducha.
—Y ahora eres mía.
Para demostrar la verdad de mis palabras, deslicé las manos dentro de su sujetador y le agarré los pechos, disfrutando del modo en que se le endurecieron los pezones.
—Esto es mío.
Proseguí mi camino hacia abajo y deslicé las manos por sus costados.
—Mía —dije, porque todo su cuerpo era mío. Una ráfaga de pura lujuria me recorrió de pies a cabeza y me incliné para besarle el cuello y deleitarme con su sabor.
Le di un mordisco. Ella gimió y tembló bajo mis caricias.
—Mía —repetí.
«No lo olvides nunca».
Mis dedos alcanzaron su destino y aparté a un lado la finísima tela de sus bragas.
—¿Y esto? —deslicé un dedo en su interior—. Es todo mío.
Dios, sí, era todo mío.
Abigail estaba firme y húmeda y la sensación que percibí alrededor del dedo fue mejor de lo que esperaba. Se me endureció la polla y deslicé otro dedo en su interior. Firme y húmeda. Interné un poco más los dedos, todo lo que pude. Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás.
«Sí, Abigail. Siente lo que puedo hacerte».
Seguí tocándola hasta que empecé a sentir cómo se contraía alrededor de mis dedos; entonces los saqué.
—Incluso tus orgasmos son míos.
Era mejor que lo comprendiera cuanto antes.
Gimió de frustración.
—Pronto —le susurré—. Muy pronto. Te lo prometo.
Ella se llevó una mano al cuello para tocar el collar.
—Te queda muy bien.
Me di la vuelta y cogí un almohadón de la cama. ¿Me reprocharía lo que iba a hacer a continuación o aceptaría?
—Tu palabra de seguridad es «aguarrás». En cuanto la digas, todo esto habrá acabado. Te quitas el collar, te marchas y no vuelves más. Pero si eliges no decirla, volverás aquí cada viernes. A veces llegarás a las seis y cenaremos en la cocina. Otras veces llegarás a las ocho y te meterás directamente en mi habitación. Mis órdenes acerca de las horas de sueño, la dieta y el ejercicio siguen siendo las mismas. ¿Lo entiendes?
Contuve la respiración.
Ella asintió.
—Bien. Suelen invitarme a muchos eventos. Asistirás conmigo. Tengo uno de esos compromisos el domingo que viene, un acto de beneficencia para una de las organizaciones sin ánimo de lucro de mi tía. Si no tienes ningún vestido de noche, yo te proporcionaré uno. ¿Está todo claro? Pregúntame si tienes alguna duda.
«O dime lo loco que estoy por haberte dado esa palabra de seguridad».
Se mordió el labio.
—No tengo ninguna pregunta.
Mmmm. Ese labio. Me acerqué un poco más.
—No tengo ninguna pregunta…
«Dilo. Déjame oír cómo lo dices.
»Necesito que lo digas».
Pero ella no sabía de qué estaba hablando.
—Dilo, Abigail —le susurré—. Te lo has ganado.
Se inclinó hacia delante con un gesto de comprensión.
—No tengo ninguna pregunta, Amo.
«Amo». Podría haber gemido de placer al oír esa palabra de sus labios.
—Sí. Muy bien. —Tenía la polla insoportablemente dura y me presionaba incómodamente los pantalones. Me los desabroché—. Ahora ven aquí y demuéstrame lo contenta que estás de llevar mi collar.
Abigail resbaló por el banco y se puso de rodillas sobre el almohadón justo delante de mí. Sacó la lengua y se humedeció los labios.
Vaya, ella lo deseaba tanto como yo.
Dejó escapar un sonido que estaba entre el suspiro y el gemido y se inclinó hacia delante para tomarme en su boca. Yo apoyé las manos en su cabeza para equilibrarme, mientras ella me absorbía hacia dentro.
—Toda, Abigail. Tómame entero.
Y enseguida supe que no le costaría hacerse con mucho más que mi polla. Tenía la capacidad de apoderarse tanto de mi cuerpo como de mi alma.
Pero no podía pensar en eso. Lo único en lo que podía pensar era en la sensación de su boca alrededor de mi miembro. Alcancé el final de su garganta y empecé a moverme hacia dentro y hacia fuera.
—¿Te gusta? —le pregunté—. ¿Te gusta que me folle tu boquita caliente?
Ella emitió un gemido amortiguado que provocó unas vibraciones que se extendieron por todo mi cuerpo. La agarré más fuerte del pelo.
Me chupó con más fuerza y yo bajé la vista para observar cómo me deslizaba dentro y fuera de su boca. Tenía los ojos entrecerrados y me estremecí al ver cómo me succionaba. Entonces echó los labios hacia atrás para dejar que sus dientes rozaran toda mi longitud.
Se había acordado.
—Joder, Abigail.
Intenté aferrarme a la sensación que empezó a crecer en mis testículos y cerré los ojos para dejar de verla en aquella postura. Pero esa imagen estaba grabada a fuego en mi mente y era inútil que negara lo que me estaba haciendo.
—Me corro —dije, cuando me empecé a estremecer dentro de su boca—. No puedo…
Embestí hacia delante una última vez y me quedé quieto dentro de ella mientras me corría. Abigail tragó, moviendo la boca alrededor de mi glande y yo siseé de placer.
Cuando acabó, me retiré y me volví a poner los pantalones.
—Puedes ir a vestirte.
Ella se puso en pie con el rostro ruborizado de excitación.
«Lo sé —quería decirle—. Yo me siento igual».
Aquella tarde se marchó, después de que le ordenara volver el viernes a las seis en punto. Cuando le hablé del siguiente fin de semana, me esforcé lo máximo posible por contener mi excitación. A fin de cuentas, ella no sabía lo que había planeado. Sólo yo sabría lo larga que se me haría la semana mientras esperaba con impaciencia que llegara el día en que, por fin, poseería su cuerpo.
Antes de que se fuera, le pregunté si quería decir algo y ella me contestó que si no era mucha molestia, si podría proporcionarle un vestido para la fiesta del fin de semana siguiente.
Elaina, mi amiga de la infancia y mujer de Todd Welling, era diseñadora de moda y yo sabía que tendría algo perfecto.
—Por supuesto. Tendré algo preparado para que puedas llevarlo el sábado. Tengo tus medidas en la solicitud que enviaste.
—Gracias, Amo.
—No hay de qué. Y si tienes alguna duda o pregunta durante la semana, quiero que sepas que me puedes llamar al móvil cuando quieras.
Tenía la esperanza de que me llamara, pero sabía que probablemente no lo haría.
«Llámame, Abigail. Quiero que lo hagas».