Nunca he necesitado dormir mucho. La mayoría de las noches me bastaba con cuatro o cinco horas, cosa que en ese momento me parecía más que suficiente, porque después de haber tenido los labios de Abigail alrededor de la polla, era completamente imposible que consiguiera conciliar el sueño. Me pasé la mano por el pelo e intenté concentrarme en la hoja de cálculo que había en la pantalla de mi portátil, pero los números se mezclaban en mi cabeza. Maldije con frustración.
Maldita fuera. ¿Qué había hecho?
Había obligado a Abigail a ponerse de rodillas y me había follado su boca sin preguntarle lo que pensaba, cómo se sentía o ni siquiera si quería hacerlo.
Pero entonces recordé que eso era lo que ella quería. Abigail tenía voluntad propia. Me podría haber dicho que parara en cualquier momento y yo lo habría hecho. Yo lo sabía, pero lo cierto era que ella no quería que parara. Quería que la dominara, porque, si no, no estaría en mi casa y tampoco estaría durmiendo a dos puertas de mi habitación.
Cerré el portátil y salí al pasillo.
Su puerta estaba cerrada y la luz apagada. Estaba durmiendo.
Otra prueba de que aquello era lo que quería.
No volví a ponerlo en duda. Me fui al cuarto de juegos y preparé lo necesario para la noche siguiente.
Al final me fui a la cama mucho después de medianoche y me desperté cuatro horas y media más tarde, a las cinco y media. Hice algunos estiramientos antes de recorrer el pasillo hasta la habitación de Abigail.
La puerta estaba cerrada: ella seguía durmiendo. Me pregunté si se despertaría a tiempo para preparar el desayuno y por un momento pensé en despertarla yo mismo. Pero luego decidí que no quería sentar un precedente, así que me di media vuelta y bajé la escalera de camino al gimnasio que tenía en casa.
Cuando acabé de correr, a las seis cuarenta, oí a Abigail trasteando por la cocina. Debía de haberse despertado más tarde de lo que pretendía, pero aun así estaba decidida a tenerme listo el desayuno. Salí del gimnasio y me di una ducha rápida. A las siete en punto entré en el salón y el desayuno me estaba esperando.
Mientras comía, la observé con el rabillo del ojo. Iba vestida de manera informal y se había recogido el pelo en una cola alta. Lo más probable era que no se hubiese duchado. Tenía la respiración un poco acelerada, pero estaba intentando controlarla, como si no quisiera que yo notara lo mucho que había corrido para tenerlo todo a punto. Se había esforzado mucho aquella mañana.
Lo que significaba que el resto del fin de semana se presentaba muy prometedor.
Comí con tranquilidad. No tenía ninguna necesidad de apresurarme y quería que Abigail tuviera el tiempo suficiente para relajarse.
—Prepárate un plato y desayuna en la cocina —le dije cuando acabé—. Luego ve a mi habitación dentro de una hora. Página cinco, párrafo dos.
Mientras paseaba a Apolo llamé a Jackson.
—No estarás llamando para cancelar, ¿no? —me preguntó.
—No. Te llamaba para saber si te apetecía comer conmigo después del partido.
—Perfecto. —Bajó un poco la voz—. ¿Es que la cita no salió bien?
Me reí. Si él supiera…
—La cita estuvo bien. En realidad, estuvo más que bien. Hemos vuelto a quedar esta noche.
—¡Qué bien! —exclamó—. Primer punto para ti.
Si supiera siquiera la mitad de la historia…
—¿Y cómo es? —me preguntó—. ¿Es guapa? ¿Tiene una hermana?
Alargué el brazo para acariciar a Apolo.
—Ya te hablaré de ella mientras comemos.
Por muchas veces que traté de imaginar a Abigail abierta de piernas en mi cama, la imagen real me dejó sorprendido. El sol de la mañana proyectaba un intenso resplandor sobre la cama, iluminando su cuerpo y haciéndola brillar.
Tenía los ojos cerrados y eso me dio algunos segundos para observarla sin que ella se diera cuenta. Empecé por su boca: me fijé en sus labios ligeramente separados, casi como si estuviera hablando consigo misma. Mi mirada prosiguió por su delicado cuello. Observé cómo tragaba y cómo se le movían los músculos por debajo de la piel. El movimiento de sus manos me llamó la atención, pero sólo rozó la colcha con los dedos. Seguía con los ojos cerrados.
Sus pechos eran del tamaño perfecto, encajarían a la perfección en mis palmas. Mientras la miraba, inspiró hondo y se le elevaron. Sus pezones eran de un tono oscuro de rosa y se le habían endurecido de evidente excitación. Me moría por meterme uno de ellos en la boca. Por saborearla…
Más adelante.
Apreté los puños y bajé la vista por la suave curva de su vientre hasta sus rodillas flexionadas. Mi mirada se deslizó un poco más y pude ver que ya estaba húmeda.
Húmeda para mí.
Preparada para mí.
Se me puso dura sólo de pensarlo.
«Más adelante, West —me dije—. Tienes que trabajar tu autocontrol».
Sabía que si no me ceñía al plan me arrancaría la ropa y la poseería allí mismo. Pero ése no era mi propósito y yo siempre actuaba conforme lo previsto.
O casi siempre.
Tener a Abigail en mi casa rompía casi todas las reglas y los planes que había elaborado en mi vida.
Pero me dije que aquello no tenía nada que ver conmigo. O por lo menos no mucho. Sólo tenía que darle a ella lo que necesitaba.
Dejé de apretar los puños y me acerqué a la cama.
—No abras los ojos.
Ella se sobresaltó. Estaba tan ensimismada que no me había oído entrar.
—Me gusta verte así, abierta de piernas. Quiero que finjas que tus manos son las mías. Tócate.
«Enséñame lo que te gusta y lo que deseas».
Ella vaciló. De nuevo.
—Ahora, Abigail.
Tenía que ser más paciente que de costumbre. A fin de cuentas, era nueva en eso.
Se llevó las manos a los pechos y, aunque al principio empezó con movimientos suaves, sus caricias enseguida se volvieron más ásperas e intensas. Hizo rodar uno de sus pezones entre los dedos y luego repitió la maniobra con el otro. Se lo cogió y se lo pellizcó, mientras un pequeño jadeo de placer escapaba de sus labios.
Joder, sí. Le gustaba con brusquedad.
Una de sus manos resbaló por su vientre mientras la otra seguía ocupándose de sus pezones. Entonces deslizó un dedo entre sus piernas.
¿Sólo uno?
—Me decepcionas, Abigail. —Me acerqué tanto a ella que podía sentir su aliento en la cara. Sus párpados se movieron—. No abras los ojos.
Miré hacia abajo y observé las rápidas palpitaciones de su corazón. ¿Podía conseguir que latiera aún más deprisa?
—Ayer por la noche me tuviste dentro de la boca, ¿y ahora utilizas un solo dedo para representar mi polla?
Pues sí que podía. Su corazón se aceleró.
Se metió un segundo dedo.
—Otro.
Se le entrecortó la respiración, pero insertó un tercer dedo y empezó a moverlos.
Y no pensaba dejar que lo hiciera despacio.
—Más rápido. Yo te follaría con más fuerza.
Y era cierto. Un día no muy lejano se lo demostraría.
Un ligero rubor le cubrió el pecho. Sí, le gustaba que le hablara de ese modo. Le gustaba sucio, duro y dominante. Se me puso más dura cuando me imaginé ocupando el espacio de sus dedos: mi polla entrando y saliendo de ella, provocándole esos gemidos.
Ya estaba a punto. Se le entrecortó la respiración y se le oscureció el rubor del pecho. Abrió y cerró los labios.
Me acerqué un poco más.
—Ahora.
Abigail se dejó ir y, Dios, no había en la Tierra imagen más bonita que verla alcanzar el orgasmo: la concentración de su rostro, las tensas líneas de su cuerpo mientras la liberación se adueñaba de él, el suave gemido que surgió entre sus labios…
«La próxima vez —le prometí a mi endurecida polla—. La próxima vez que se corra, tú estarás dentro de ella».
Abigail abrió los ojos y me miró. Su mirada bajó hasta mis pantalones.
«¿Lo ves? —le quería decir—. ¿Ves lo que me haces?»
—Éste ha sido un orgasmo muy fácil, Abigail —le dije cuando volvió a posar los ojos en los míos—. No esperes que ocurra muy a menudo.
»Esta tarde tengo un compromiso y no comeré aquí. En la nevera hay unos filetes que deberás servirme para cenar en la mesa del comedor. —Recorrí su cuerpo con los ojos y me di cuenta de que estaba cubierta de una fina capa de sudor—. Esta mañana no te ha dado tiempo de ducharte, así que será mejor que lo hagas. Y hay DVD de yoga en el gimnasio. Utilízalos. Puedes retirarte.
No quiero presumir, pero le di una buena paliza a Jackson jugando al squash. Lo atribuí a mi inmensa frustración sexual.
—Vaya —exclamó mi primo cuando nos sentamos en un reservado de su bar favorito—. ¿Qué mosca te ha picado?
—Abigail King.
—Abigail —reflexionó, mientras miraba el menú.
—Abby para ti. A mí me deja llamarla Abigail, pero todo el mundo la llama Abby.
Él arqueó una ceja.
—Es algo entre nosotros. —Miré el menú, esperando poder cambiar de tema—. ¿Vas a pedir lo de siempre?
—Sí. ¿Por qué iba a querer cambiar algo bueno?
El dueño se acercó a charlar con Jackson. A veces resultaba un poco molesto estar emparentado con un famoso. Aproveché la interrupción para mirar el teléfono y repasar los correos electrónicos. No vi nada urgente.
—Bueno —dijo Jackson cuando el dueño se marchó con nuestro pedido—, háblame de esa tal Abby. ¿Dónde os conocisteis?
—Trabaja en la biblioteca de Manhattan.
—¿Una bibliotecaria? No sabía que fantasearas con bibliotecarias.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí.
Se rio como si no me creyera.
—¿La vas a llevar a la fiesta de mamá?
—Si acepta… ¿A quién vas a llevar tú? —le volví a preguntar.
—No sé a quién puedo pedírselo. Si se te ocurre alguien, dímelo.
Como si yo conociera a tantas mujeres solteras… Pensé en la mujer con la que había estado justo después de Melanie, una sumisa que necesitaba dolor intenso. Ni que decir tiene que fue una relación muy corta.
—Claro, Jackson. Ya te llamaré.
Después de comer, me fui al despacho. Por algún motivo, aún no quería volver. Quería que Abigail tuviera tiempo de acostumbrarse a mi casa y pensé que lo tendría más fácil si yo no estaba.
A las seis entré en el salón y me la encontré esperando junto a un plato con un delicioso bistec que aguardaba en mi sitio.
—Sírvete y come conmigo —le pedí, mientras cortaba el filete. Aquélla era la primera comida de verdad que preparaba para mí y no me decepcionó: la carne estaba jugosa y tierna.
Abigail comió conmigo, pero lo hizo en silencio. Parecía muy pensativa y eso me preocupó un poco. Me pregunté qué sería lo que la habría puesto en ese estado. Quizá se estuviera planteando marcharse. Tal vez ya había tenido suficiente. Quizá se había dado cuenta de que aquello no era lo que deseaba.
Sólo había una forma de averiguarlo.
—Ven conmigo, Abigail —le indiqué cuando acabamos.
Salimos del salón, subimos la escalera y nos dirigimos hacia el cuarto de juegos. Cuando llegamos a la puerta, me hice a un lado y dejé que ella entrara primero.
Se adentró tres pasos en la habitación y luego se dio media vuelta para mirarme con la boca abierta. Era exactamente la reacción que esperaba.
—¿Confías en mí, Abigail?
Ella miró alternativamente mis ojos y los grilletes.
—Yo… yo…
Pasé a su lado y abrí uno de los grilletes.
—¿Qué pensabas que conllevaría nuestro acuerdo? Creía que eras consciente de la clase de situación en la que te estabas metiendo.
Por supuesto, no esperaba que respondiera. Sólo quería que comprendiera que no éramos amantes.
—Si queremos progresar, tendrás que confiar en mí.
«Confía en mí, Abigail. Por favor».
—Ven aquí.
Ella vaciló de nuevo y supe que tendría que hacer algo al respecto tarde o temprano.
—O bien —dije, con la voluntad de darle otra alternativa—, puedes marcharte y no volver nunca más.
Se acercó a mí. No quería irse.
—Muy bien. Desnúdate.
Mientras se quitaba la camiseta y el sujetador, vi cómo temblaba. Luego se bajó los vaqueros y las bragas y sacó los pies de la ropa sin mirarme.
Le cogí los brazos y se los encadené por encima de la cabeza. Me moví despacio, quería saborear cada momento. Me detuve frente a ella para quitarme la camisa y ella me miró con una salvaje excitación en los ojos.
No, todavía no quería que me mirara.
Fui hacia la gran mesa que había a mi derecha y abrí un cajón. Allí estaba: el tupido pañuelo negro. Eso impediría que me observara.
Lo sostuve ante sus ojos para que pudiera verlo y supiera lo que había planeado.
—Cuando te vende los ojos, se te agudizarán los demás sentidos.
Le até el pañuelo alrededor de la cabeza, asegurándome de que le tapaba bien los ojos. Sí, eso estaba mucho mejor. Miré su vulnerable figura. En aquel momento estaba completamente a mi merced. Encadenada y esperando lo que le fuera a hacer.
«Oh, Abigail, las cosas que me gustaría hacerte… Las cosas que te voy a hacer…»
Regresé a la mesa y cogí mi fusta favorita.
Luego me acerqué a ella en silencio y me puse a su espalda para apartarle el pelo del cuello. Ella se sobresaltó al percibir mi caricia. Me pregunté cuándo dejaría de sobresaltarse cada vez que la tocara.
—¿Qué sientes, Abigail? —le pregunté—. Sé sincera.
—Miedo. Tengo miedo.
Claro que tenía miedo. ¿Qué persona razonable no lo tendría?
—Es comprensible, pero absolutamente innecesario. —Intenté tranquilizarla—. Yo nunca te haría daño.
Me puse delante de ella. Tenía la respiración trabajosa y se estaba esforzando mucho para escuchar lo que estaba haciendo. Pero aún no confiaba en mí.
Le reseguí un pezón con la fusta. La sensación le arrancó un jadeo.
—¿Qué sientes ahora?
—Expectación.
Mucho mejor. Tracé un segundo círculo.
—Y si te dijera que lo que tengo en la mano es una fusta, ¿qué sentirías?
«Es uno de mis juguetes favoritos. Déjame enseñarte lo que puedo hacer con él. Lo bien que puede hacerte sentir. Deja que te enseñe los placeres de mi mundo».
Abigail inspiró hondo.
—Miedo.
Llevé la fusta hacia atrás y la sacudí con suavidad con la muñeca para que aterrizara rápidamente sobre su pecho. Algunas cosas era mejor explicarlas sin palabras.
Ella jadeó, pero no fue un jadeo de miedo. Más bien de sorpresa.
—¿Lo ves? No tienes nada que temer. No te voy a hacer daño. —Le golpeé las rodillas con suavidad—. Abre las piernas.
Esta vez no vaciló. Obedeció de manera inmediata.
Excelente. Observé su rostro: excitación, sorpresa y entusiasmo.
Deslicé la fusta desde sus rodillas hasta su húmedo sexo, sin dejar que el cuero se separara de su cuerpo.
—Podría azotarte aquí. ¿Te gustaría?
Arrugó la frente, confusa.
—Yo… no lo sé.
Deja que te ayude a averiguarlo.
Hice un movimiento seco con la muñeca y dejé que la fusta impactara contra su sexo hinchado y dispuesto.
Uno.
Ella inspiró de nuevo.
Dos.
Soltó el aire con un gemido.
Tres.
—¿Y ahora? —le pregunté, aunque en realidad no lo necesitaba, su cara era un libro abierto. Pero quería que ella supiera que me preocupaba por cómo se sentía y que siempre tendría presentes sus pensamientos y sus deseos.
—Más. Necesito más.
Dibujé otro círculo alrededor de su sexo y luego hice impactar la fusta contra su clítoris. Ella no pudo contenerse y gritó mientras tiraba de las cadenas.
Su reacción me sorprendió. Nunca habría imaginado que sería tan receptiva, ni lo mucho que disfrutaría de lo que le estaba haciendo, lo mucho que parecía necesitarlo.
Quería tenerla encadenada toda la noche y llevarla hasta el límite del placer una y otra vez. Pero me recordé lo nueva que era en todo aquello y cómo se podría cuestionar sus reacciones por la mañana, y supe que no debía presionarla demasiado.
—Estás tan hermosa encadenada delante de mí, tirando de mis grilletes, en mi casa, gritando al recibir mis azotes… —Subí la fusta de nuevo hasta su pecho—. Tu cuerpo está suplicando liberación, ¿verdad?
—Sí —gimió.
—Y la tendrás. —Hice impactar de nuevo la fusta sobre su clítoris porque no me pude contener—. Pero esta noche no.
Me alejé de ella y dejé la fusta en la mesa, cogí el bálsamo del cajón y me lo metí en el bolsillo. Oí el tintineo de las cadenas a mi espalda.
Alguien estaba sufriendo la misma frustración sexual que yo.
—Ahora voy a desencadenarte —le expliqué, acercándome a ella—. Te irás directamente a la cama. Dormirás desnuda y no te tocarás. Si me desobedeces, habrá graves consecuencias. —La desencadené y le quité el pañuelo—. ¿Me has entendido?
Ella tragó saliva.
—Sí, señor —contestó y enseguida vi que lo había comprendido.
—Bien.
Me saqué el ungüento del bolsillo y abrí el tarro. Le froté un poco en una muñeca y luego hice lo mismo con la otra con mucha suavidad. No tenía la sensación de que Abigail hubiera tirado con demasiada fuerza de las cadenas, pero era mejor pecar de precavido.
—Ya está —le dije al acabar—. Puedes irte a tu habitación.
Observé cómo su esbelta y desnuda figura salía por la puerta y supe que estaba vendido. Haría cualquier cosa para conseguir que se quedara conmigo.