33

Todd movió algunos hilos y me concertó una cita para el día siguiente con un psiquiatra de renombre. Cuando volví a casa de la consulta me sentía mejor de lo que lo había estado en mucho tiempo. El agujero que tenía en el corazón seguía allí y me seguía doliendo, pero la mera libertad de poder hablar de eso con alguien ya me hizo sentir mejor.

Entré en el vestíbulo intentando evitar el banco acolchado: había ciertas cosas para las que aún no estaba preparado. Y aunque me empezara a sentir mejor conmigo mismo, sabía que aún había mucho que hacer por lo que a las cosas que le había hecho a Abby se refería.

Lancé las llaves sobre la encimera de la cocina. Paul estaba sentado a la mesa, hablando por teléfono.

—Tengo billete para un vuelo que sale pasado mañana —dijo.

Debía de estar hablando con Christine.

Cuando entré, levantó la vista y me guiñó un ojo. Yo me acerqué a la nevera y saqué una botella de agua. No había tomado ni una sola gota de alcohol en casi veinticuatro horas y, aunque me seguía doliendo bastante la cabeza, mi vista y mi mente estaban mucho más despejadas.

Pensé que era probable que Paul quisiera un poco de privacidad, así que hice ademán de marcharme, pero él me hizo un gesto con la mano para que me detuviera.

—¿Que cuando llegue a casa tendré que cambiar pañales y levantarme por las noches durante una semana? —preguntó.

Maldita fuera. Me molestaba mucho saber que mi comportamiento había alejado a Paul de su hijo.

—Claro, amor —dijo riendo—. En cuanto aprenda a dar el pecho.

La intimidad que percibí en su tono de voz me incomodó. Pensé en irme y esperarlo en el salón, pero sabía que ya casi estaba acabando.

—Dale a mi chico un beso de parte de su padre. —Esbozó una sonrisa—. Yo también te quiero —declaró y colgó dejando escapar un suspiro.

—Lo siento —me disculpé, inclinándome sobre la encimera—. Christine debe de odiarme.

—Me ha dicho que si no vuelvo pronto a casa, haré bien en temer por mi vida.

Me senté a la mesa.

—¿Y eso no es un poco raro?

—¿Raro?

Yo pensaba que la pregunta era evidente.

—Que tu sumisa te hable de esa forma.

—No es mi sumisa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana.

Me encogí de hombros.

—Es que creo que yo me sentiría raro.

—Porque no lo has hecho.

—Es posible.

Arqueó una ceja.

—¿Estás preparado para esto? Si de verdad crees que lo estás, podemos hablar del asunto.

—¿De qué asunto?

—Yo soy un optimista empedernido y siempre pienso en positivo. Aunque lo tuyo con Abby no llegara a funcionar, quizá algún día encuentres a alguien.

—Joder, Paul. —Me pasé la mano por el pelo—. Ahora no puedo pensar en eso.

—Es posible, pero si hubieras estado preparado, quizá habrías hecho las cosas de otra forma con ella.

—Soy incapaz de pensar en estar con nadie que no sea Abby y no creo que ella me vuelva a aceptar nunca.

—Dijiste que te quería. Si eso es cierto, es posible que te dé una segunda oportunidad.

La esperanza me dolía demasiado. No podía permitirme pensar que quizá algún día lograra estar en condiciones de arreglar las cosas con Abby. O que ella quisiera hablar conmigo. La verdad es que en ese momento me hubiera conformado con saber que me volvería a mirar a la cara algún día. Aunque para eso tendríamos que estar en la misma habitación y no parecía muy probable.

—Explícame como lo hacéis vosotros —le pedí a Paul—. Cómo conseguís que funcione.

—Al principio intentamos la opción de las veinticuatro horas los siete días de la semana, y no te mentiré, fue muy duro. —Me miró valorando mi reacción—. Para mí fue duro porque tenía la sensación de que ella nunca podría abrirse y ser sincera, y para Christine fue duro porque tenía la sensación de que nunca podía abrirse y ser sincera.

Recordé los días en que quería desesperadamente que Abby me hablara. Me acordé de la noche de la gala benéfica y en lo mucho que a ella le había costado decirme qué clase de vino quería tomar.

—Te entiendo.

—Entonces decidimos jugar sólo los fines de semana. —Sonrió—. Eso funcionó mejor. El truco está en encontrar la fórmula que te vaya bien a ti. Y lo que le vaya bien a tu sumisa. Si la cosa va a seguir adelante, tiene que funcionar para los dos. Conozco gente que sólo juega de vez en cuando. —Se encogió de hombros—. Pero volvemos a lo mismo: tienes que encontrar la fórmula que te vaya bien a ti.

—¿Y nunca ha interferido con tu matrimonio?

—No estoy diciendo que todo sea perfecto, pero ¿qué matrimonio lo es? También nos enfadamos. Y luego hacemos las paces. ¿Es difícil? Sí, pero la vida es así. Y siempre está cambiando. Cuando Christine se quedó embarazada, tuvimos que reorganizarnos. Estoy seguro de que pasarán semanas, incluso meses, hasta que podamos volver al cuarto de juegos, pero no importa. A nosotros nos funciona. Y nos queremos mucho. Queremos lo que quiere el otro.

Negué con la cabeza.

—No sé. Hay mucha gente que cree que si hay sentimientos románticos de por medio ya no es sadomasoquismo.

Pareció sorprenderse un segundo, fue a decir algo y luego se calló. Al rato, volvió a hablar:

—Normalmente, cuando alguien me dice que lo que tenemos Christine y yo no es real, los invito a mi cuarto de juegos para demostrarles lo real que es. Pero tú ya has estado en mi cuarto de juegos, así que no lo haré. —Hizo una pausa—. La otra reacción que suelo tener es darle de leches a quien se atreva a decir que mi mujer no es una sumisa de verdad.

Levanté la mano.

—Yo no he dicho eso. Sólo he repetido lo que he oído decir en alguna ocasión.

—Lo sé y has pasado unos días muy duros, así que seré tolerante contigo.

Por su tono de voz no parecía que quisiera ser muy tolerante conmigo.

—Te lo agradezco —dije con cansancio—. Pero ¿qué les dices a quienes opinan que no puedes llamarlo sadomasoquismo?

Se inclinó sobre la mesa y me miró fijamente a los ojos.

—¿Acaso importa cómo lo llames?

—¿Qué?

—Si tanto tú como tu sumisa conseguís lo que queréis a nivel físico, ¿crees que importa que eso lo consigas con alguien con quien además tienes una conexión emocional?

—Pero ¿cuesta más?

—¿Te costó más cuando castigaste a Abby? —preguntó, en lugar de contestar.

—Sí.

—Pues ahí tienes tu respuesta. Pero te haré otra pregunta: ¿cuando la abrazaste fue mejor? ¿Cuando eras tú quien le proporcionaba placer? ¿Cuando era ella quien te daba placer a ti?

—Ya lo creo.

—Entonces, sí, cuesta más —concluyó—. Pero también es mejor. Por lo menos en nuestro caso. Lo más importante que debes recordar, Nathaniel, es que yo no tengo todas las respuestas. Yo sólo sé lo que funciona para Christine y para mí. No puedo responder por los demás, pero tampoco espero que ellos respondan por mí.

—Entonces no importa cómo lo llamen los demás.

—En absoluto —contestó. Debió de advertir mi confusión—. Aún no estás completamente preparado para esto. Quizá me haya precipitado al sacar el tema. —Me dio una palmadita en la mano—. Escúchame, cuando estés preparado, llámame.

Yo puse la mano sobre la suya y lo miré a los ojos.

—Hecho.

Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir de la habitación, volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.

—Y Nathaniel —dijo—, cuando Abby y tú volváis a estar juntos, tráela a visitarnos a Christine y a mí.

Me quedé boquiabierto, pero él se rio y salió de la habitación.

Cuando se marchó, dos días después, me repitió lo que me había pedido. Yo sonreí y asentí. Quizá el infierno llegara a congelarse algún día. ¿Quién era yo para negar esa posibilidad?

Dos semanas después, ya había asistido a siete sesiones con el psiquiatra y me sentía mejor emocionalmente. Durante aquellos días, hablé varias veces con Paul e incluso una vez con Christine. Cuando Paul me sugirió que lo hiciera, yo tuve dudas, pero después me alegré de haberlo hecho. Christine era encantadora y tenía mucha energía, me dio algunas ideas sobre el funcionamiento del sadomasoquismo en las relaciones románticas, desde el punto de vista de una sumisa.

Yo seguía sin poder dormir en mi habitación y mucho menos entrar en la biblioteca, pero las cosas estaban empezando a mejorar.

Ligeramente.

A veces iba a la cocina convencido de que había percibido el aroma floral del gel de baño de Abby. O, mientras me duchaba, creía oír algo y me volvía para ver si era ella.

Cogí el teléfono para llamarla en varias ocasiones. Una vez llegué incluso a incluirla en mi lista de contactos y mi dedo flotó nervioso sobre el botón de llamada.

¿Qué estaría haciendo? ¿Me colgaría?

No podría soportar que lo hiciera. Jackson seguía viniendo por casa casi a diario. Poco después de que se marchara Paul, conseguí felicitarlo adecuadamente por su compromiso. Se mostró muy vergonzoso cuando me pidió que fuera su padrino.

Yo intenté no pensar en el hecho de que lo más probable era que Abby fuera la dama de honor de Felicia. La boda se celebraría en junio. Cuatro meses. ¿Estaría preparado para ver y hablar con Abby al cabo de cuatro meses?

No tenía otra alternativa.

Cogí el correo de la mesa del vestíbulo, donde lo había dejado la asistenta, y entré en el salón. Me senté y miré los sobres por encima. ¿Por qué me habrían enviado una copia de la revista People? Hojeé algunas páginas sin comprender nada. Pero entonces mis ojos se posaron en una fotografía de Jackson y Felicia.

Ah, el compromiso. Supuse que me la habría mandado mi primo.

Empecé a leer el artículo.

Segundos después, lancé la revista hasta la otra punta de la habitación y cogí el teléfono móvil.

—Jackson Clark —dije cuando contestó—. ¿Quién narices les ha dicho a los de la revista People que Abby y yo teníamos una relación?

—Debí de ser yo —admitió.

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? Seguro que ella creerá que yo he tenido algo que ver.

Pero entonces pensé que quizá no lo viera. Quizá nunca llegara a enterarse. Podía albergar esa esperanza.

—Creía que acabaríais reconciliándoos —confesó.

—¿Qué? —le grité.

—Está bien, esto es lo que ocurre —respondió, empleando el mismo tono de voz que recordaba de las innumerables noches en que me había mantenido alejado del brandy—. Mamá nos ha organizado una fiesta de compromiso.

Una fiesta de compromiso. Vale. Eso podía afrontarlo. ¿Y cuándo se celebraría? ¿En mayo?

—¿Y qué? —pregunté.

—Que queremos que sea en marzo.

—¿En marzo? ¿Dentro de un mes?

—Sí.

—Joder.

—Pensábamos que a estas alturas Abby ya se habría recuperado…

—Espera un momento.

—Me refiero a que sé que ha sido duro para ella. Felicia me lo ha dicho. Pero si Abby te llamara, ya sabes, para arreglar las cosas…

—Yo nunca he esperado que lo hiciera —dije con tranquilidad.

—Pues yo sí.

—¿Por qué?

—Porque ella debería saber lo mal que lo pasarías cuando se marchara. Sé que te echa de menos —añadió—. Debería llamarte. O, y sólo es una sugerencia, deberías llamarla tú.

¿Me echaba de menos? ¿Me echaba de menos?

Mi cerebro registró con retraso el resto del mensaje de Jackson.

—Yo no puedo llamarla —repuse.

—¿Por qué no? Estoy seguro de que te escucharía.

—No lo haría. La ruptura fue culpa mía.

—Pero me dijiste que fue ella quien te dejó.

—Por mi culpa. Porque yo hice que me dejara.

—¿Qué? ¿Lo hiciste a propósito?

Asentí, a pesar de saber que no podía verme.

—Sí, a propósito.

—Tío, estás peor de lo que me imaginaba.

—Lo sé.

—Entonces creo que eres tú quien tiene que superarlo —opinó, soltando una breve carcajada, como si no me quisiera presionar demasiado.

—Supongo que sí.

—¿Y lo has conseguido? —preguntó, poniéndose serio de nuevo.

—Lo estoy intentando —contesté—. Pensaba que tenía tiempo hasta junio. Y ahora vienes tú y me dices que Linda va a dar una fiesta dentro de un mes. —Pero podía ser positivo. Quizá eso me obligara a enfrentarme antes a mis demonios. A todos mis demonios—. No pasa nada, de verdad. Estaré bien. Es una buena noticia.

Tenía la esperanza de que fuera una buena noticia. Si me lo repetía lo suficiente, quizá al final llegara a creérmelo.

Jackson suspiró aliviado.

—Entonces, ¿vendrás esta tarde? —pregunté.

—No me lo perdería por nada.

Colgó y yo me fui al escritorio del salón. Un mes. Al cabo de un mes volvería a ver a Abby. Se me aceleró el corazón y cerré los ojos para tranquilizarme.

Me senté y empecé a trabajar, me sumergí en organigramas y correos para evitar pensar en la fiesta. Le contesté a Yang Cai y empecé a organizar un viaje a China para julio. Sabiendo que estaría solo toda la primavera y el verano, no veía motivo para posponer más la visita. Además, era muy probable que después de la boda necesitara alguna distracción. Tenía otro correo en el que me pedían si podía dar una conferencia en Florida para octubre. ¿Por qué no? Añadí la fecha a mi agenda.

Una semana antes de la fiesta, me senté y escribí todo lo que quería decirle a Abby. La explicación de todas mis mentiras y engaños. Enumeré todas mis faltas. No porque tuviera ninguna esperanza de recuperarla, sino porque quería explicarme y enmendar mis errores. Seguía acudiendo a terapia y eso me ayudaba. Emocionalmente era mucho más fuerte que antes, pero hablar con ella sería el examen definitivo de mi progreso.

En una ocasión, llegué incluso a ponerme delante del espejo para practicar lo que quería decir, pero parecía un estúpido y lo dejé. Al final opté por resumir mi discurso en unas tarjetas que me guardé en el bolsillo. De vez en cuando, alargaba el brazo para tocarlas. Las rozaba con el dedo y le susurraba a Abby mis disculpas.

Algunos días antes de la fiesta, Elaina me llamó cuando yo estaba frente a mi armario, eligiendo la ropa que me pondría. Ya había hablado con ella algunas veces desde la ruptura. Siempre se había mostrado muy seca; sabía, sin necesidad de que yo se lo dijera, que todo había sido culpa mía.

—Hola, imbécil —saludó.

Sonreí. Elaina no cambiaría nunca.

—Elaina.

—¿Estás preparado para este fin de semana?

No, pero no me quedaba otra salida. No había ninguna forma de evitarlo.

—He hablado con ella —me contó, sin esperar a que contestara.

Se me aceleró el corazón.

—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Cuándo?

—La última vez ayer, pero hemos hablado varias veces antes.

Tenía la pregunta en la punta de la lengua. ¿Quería saberlo? Sí. Lo tenía que saber.

—¿Y cómo… cómo está?

Elaina suspiró.

—¿Cómo crees que está?

Enfadada. Molesta. Cabreada. Triste. Confundida.

—No lo sé —respondí—. Quiero…

¿Qué quería? ¿Quería que fuera feliz? Y en ese momento, por mucho que tratara de evitar decirlo en voz alta o siquiera pensarlo, me di cuenta de que lo que quería era recuperarla.

Parpadeé para retener las lágrimas que asomaron a mis ojos. Desde que iba a terapia estaba mucho más sensible. Pero sensible o no, ésa era la verdad: quería recuperarla.

—Quiere darte una patada en las pelotas —concluyó Elaina.

Reprimí una carcajada.

—Me lo merezco.

—Ya lo sé. —Percibí la sonrisa en su voz—. Ya se lo he dicho.

—Gracias.

—No ha querido aceptar que le prestara un vestido para la fiesta. Dice que quiere hacerlo a su manera.

Eso parecía muy propio de Abby. «A su manera». Probablemente ya no quisiera tener nada que ver con nosotros. Quizá ni siquiera acudiera a la fiesta.

Sí. Asistiría por Felicia. Ésa era la clase de mujer que era. A pesar de lo mucho que pudiera incomodarla, lo haría por su amiga. Y como yo también estaría allí, hablaría con ella. Por fin.

Si decidía escucharme, me escucharía.

Si decidía darme una patada en las pelotas, me daría una patada en las pelotas.

Las luces del ático brillaban a través de las ventanas. Después de entregarle las llaves al aparcacoches, me quedé un momento de pie delante del edificio. Abby estaría al otro lado de aquellas puertas.

Di unos pasos en dirección a la puerta y me detuve. Entonces me di media vuelta y hacia el aparcacoches.

«Es la historia de tu vida, West: dos pasos adelante y uno atrás. Acaba con esto. Acábalo aquí mismo.

»Acábalo ahora».

Así que me volví de nuevo, pero me quedé inmóvil contemplando la puerta. Ésta se abrió y salió Jackson. Bajó corriendo la escalera hasta donde yo estaba.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

Él sonrió con timidez.

—He pensado que quizá necesitaras un pequeño discurso de motivación.

—¿Un discurso de motivación?

Me pasó un brazo por los hombros y echamos a andar hacia delante.

—Ya sé que es culpa mía que estés aquí esta noche y quería ofrecerte mi apoyo moral. —Se detuvo, se volvió hacia mí y me posó las manos en los hombros—. Eres un buen hombre, Nathaniel West, y ahí dentro hay una buena mujer que te está esperando. Ya sé que no tengo ni idea de lo que pasó entre vosotros, y la verdad es que no me importa. Lo único que me importa es que consigáis que esto funcione, ¿vale?

Lo abracé con fuerza.

—Gracias, Jackson. Te debo mucho.

—Creo que estamos en paz.

—Lo dudo —repliqué y supe que aunque la emoción me estuviera sofocando la voz, él podía oírme—. Te debo más de lo que jamás podré devolverte. Si no me hubieras encontrado aquel día…

Me estremecí; no quería pensar en ello.

Él se retiró un poco.

—Pero lo hice, así que no hay problema.

Le di una palmada en la espalda.

—No hay problema.

Luego cruzamos juntos la puerta.

Una vez en el piso, Jackson se marchó corriendo a buscar a Felicia y Todd se reunió conmigo en la entrada, abriéndose paso entre la multitud.

—No conozco ni a la mitad de estas personas —comentó colocándose bien la chaqueta, cuando consiguió llegar por fin hasta donde yo estaba.

—¿Cómo va?

Mi voz sonaba relajada, pero se quebraba al final y empecé a sentir un sudor frío sólo de pensar en adentrarme en el salón principal.

—Bien —dijo—. Por cierto, ha venido Melanie. No creo que vaya a hacer nada que pueda avergonzarte, pero quería que lo supieras. Estoy seguro de que sabe quién es Abby.

Joder. Melanie. No había pensado que podía estar allí.

—No te preocupes —contesté—, voy a ir directamente a buscar a Abby para pedirle que me deje hablar con ella.

Ése era mi plan. Podía hacerlo. Lo iba a hacer. Iría directamente hacia ella y le pediría que hablásemos. Mis dedos se deslizaron por las tarjetas que llevaba en el bolsillo.

«Lo siento, Abby».

Todd sonrió.

—Está dentro, hablando con Linda.

Le di un rápido abrazo, me puse derecho y entré en el salón.

«Vaya», pensé al entrar. Todd no bromeaba. ¿Quién diablos era toda aquella gente? Miré las caras que pasaban por delante de mí.

¿Dónde estaba ella?

—¡Nathaniel!

—Hey, Nathaniel.

Todas aquellas personas que no me importaban y con las que no quería hablar se acercaban a mí, me daban palmadas en la espalda y charlaban conmigo. Estreché algunas manos, pero seguí avanzando.

Encontrar a Abby. Tenía que encontrar a Abby.

Estreché la mano de alguien más.

No se habría marchado, ¿verdad? ¿Se habría enterado de que yo había entrado en el salón y habría salido por la puerta de atrás?

—Tienes buen aspecto, tío —dijo alguien—. Hacía mucho que no te veía.

Quizá llegué a responderle.

Mis ojos recorrieron de nuevo la multitud.

¡Allí! Junto a Linda, tal como me había dicho Todd.

Estaba muy guapa.

En todos mis sueños, jamás había aparecido tan perfecta. Apenas podía asimilar su imagen: su pelo recogido, su brillante vestido plateado, el modo en que se mordía el labio inferior. Toda la habitación desapareció y sólo estábamos ella y yo.

Intenté acercarme lo más rápidamente posible, pero, aun así, tardé una eternidad en cruzar el salón.

Ella no se alejó. Se quedó esperando con expresión cortés y escrutadora en los ojos.

—Hola, Abby —susurré cuando estuve frente a ella.

Si la sorprendió que la llamara por ese nombre, no lo demostró.

—Nathaniel.

Vale. La cosa iba bien. Yo había dicho una cosa y ella había respondido: era un progreso.

—Tienes buen aspecto —continué.

Su aspecto era mucho mejor que bueno, pero no quería empezar con mucha fuerza ni parecer desesperado. Aunque estaba seguro de que ella podía percibirlo.

—Gracias.

Al otro lado del salón había una pequeña sala, recordaba haberla visto al examinar los planos del recinto. Tenía que llevarla a algún rincón privado donde pudiéramos hablar.

Me acerqué un poco más a ella.

—Quería decirte…

—Pero ¡si estás aquí!

Levanté la mirada.

¿Melanie?

—Melanie, no es un buen momento —protesté, estaba ansioso por volver a concentrarme en Abby.

—Tú debes de ser Abby —dijo Melanie, tendiéndole la mano—. Me alegro de conocerte por fin —añadió, estrechándosela.

Maldita fuera. ¿Qué se proponía? ¿Ponerse a charlar?

¿En ese momento?

—Melanie, yo… —empecé a decir.

—¡Nathaniel! —llamó alguien. Miré por encima del hombro. Era el hombre que me había pedido que diera una conferencia en Florida—. Justo a quien estaba esperando. Ven conmigo. Tengo que presentarte a unas personas.

¿Qué? No. Yo quería quedarme a hablar con Abby.

Pero Melanie seguía allí con una leve sonrisa en los labios y era imposible que pudiera hablar con Abby delante de ella.

La fiesta duraría algunas horas; tenía mucho tiempo.

Ya volvería a buscarla después.

Pero no lo hice.

Siempre encontraba una excusa para no ir a hablar con ella: estaba con Felicia, estaba hablando con Elaina, Linda le estaba presentando a alguien…

La pequeña cantidad de valor que había ido acumulando durante las últimas semanas me abandonó. Había tenido una oportunidad y Melanie la había destruido.

No dejaba de repetirme que la fiesta aún no había acabado. Que aún tenía tiempo. Sólo tenía que recuperar el valor, buscarla y pedirle que hablara conmigo. Era muy fácil. Muy, muy sencillo.

Pero lo haría un poco más tarde.

Miré mi reloj: las ocho. Estaba seguro de que la fiesta no acabaría por lo menos hasta medianoche. Me quedé con un grupo de colegas de Linda, escuchándolos hablar de algo sobre un nuevo hospital, pero no dejaba de mirar a Abby: estaba abrazando a Elaina.

—¿Qué opinas tú, Nathaniel? —me preguntó uno de ellos.

¿Por qué estaba abrazando a Elaina?

—¿Nathaniel?

¿Se marchaba? ¿Por qué caminaba en dirección a la puerta?

Oh, Dios. Se marchaba.

Se marchaba y no volvería a verla hasta junio.

«¡NO!»

—Abby —la llamé, pero por supuesto ella no me oyó—. Abby —repetí más alto, pero aquella maldita gente era demasiado ruidosa.

Me di la vuelta y mis ojos se posaron en el pinchadiscos que tenía detrás. Empujé al tipo para apartarlo y le di al botón de la mesa de sonido. Ni siquiera estaba pensando con claridad cuando le quité el micrófono de las manos.

Seguí adelante.

—No me dejes, Abby.

Ella se dio la vuelta.

—Te dejé marchar una vez y casi me muero. Por favor —supliqué—. Por favor, no me dejes.