29

Elaina contestó al segundo tono.

—Hola —saludó.

—Elaina Grant Welling —solté, con la voz más calmada que pude.

—¿Qué? ¿Qué he hecho?

—Si quisiera que Abby supiera los detalles de mi relación con Melanie, se los habría contado yo mismo.

Me acerqué a la ventana de mi habitación y vi a Abby y a Apolo jugando fuera. Ella había querido sacarlo por última vez antes de irse a la cama y a mí me pareció bien, porque prefería que no estuviera en casa mientras hablaba con Elaina.

—Ah, es eso.

—Sí, es eso.

—Yo sólo le dije que Melanie no era tu… —Se quedó callada un momento—. Abby te lo ha dicho.

—No me importa que conozcas mi estilo de vida. Pero sí que me importa que te entrometas.

—¿Y cómo me estoy entrometiendo al decirle a Abby que Melanie no era tu sumisa?

Porque ella querría saber por qué no funcionó lo mío con Melanie. Querría saber por qué yo había dejado de ser un Dominante para intentar mantener una relación «normal» con alguien y luego había vuelto a ser un Dominante.

—Te estás entrometiendo cada vez que decides contarle a mi sumisa algo que yo he elegido no decirle.

—¿Tu sumisa?

—Sí, mi sumisa.

—¿Eso es lo que ella es para ti?

—¿Qué diablos significa eso? Tú no tienes ni idea de lo que significa tener una sumisa. —Volví a mirar fuera y vi que Abby alargaba el brazo para acariciarle la cabeza a Apolo. Suspiré; mi lucha no era con Elaina—. No quiero hablar de esto contigo. Tú no sabes nada sobre mi estilo de vida. Y esta noche no tengo ganas de darte detalles.

—Es que yo pensaba que quizá algún día ella significara algo más para ti. Creía que podría ser… especial.

«Mi algo especial». Cerré los ojos.

—Es mi vida, Elaina —insistí—. Deja que sea yo quien tome las decisiones.

—Lo sé. Lo siento. Me mantendré al margen.

Colgamos después de hablar un poco sobre la tormenta. Me preguntó si quería hablar con Todd, pero le dije que no.

Abrí un poco la ventana. Lo justo para dejar que una leve corriente de aire frío entrara en la habitación. Pero ésta también me trajo la risa de Abby. Su carcajada me llenó de calidez, incluso a pesar de la gélida temperatura de fuera.

Me acerqué a mi cama y me senté. ¿Cuándo se había vuelto todo tan confuso? ¿Por qué había dejado que Abby se colara en mi vida? Habría sido mucho más fácil haberlo dejado todo como estaba y aceptar que ella era alguien con quien soñaba pero que nunca llegaría a conocer. Alguien a quien observaba, pero a quien nunca me acercaría.

«Fue ella quien te buscó. Ella te deseaba».

Abby quería que yo fuera su Dominante y le acababa de decir en la biblioteca que yo había colmado y me había anticipado a todas sus necesidades, pero no era verdad. No siempre había sido suave, paciente y delicado. Le había fallado a Abby tanto como a Melanie. Probablemente más.

«Y sin embargo, ella sigue aquí».

«Porque no lo sabe», me respondí.

Solté un gruñido y me pasé los dedos por el pelo. No podía pensar con claridad. Ya nada tenía sentido. Nada. Tenía una semana y media para aclarar las cosas con ella y en lugar de buscar la mejor forma de decirle la verdad, estaba pasando los días leyendo a Shakespeare y haciendo picnics desnudo.

Oí sus pasos subiendo la escalera y me levanté para salirle al encuentro en la puerta. Apolo fue el primero en llegar a mi habitación y enterró el hocico en mi mano abierta. Abby apareció justo detrás de él.

—Se ha mojado todo —dijo—. He intentado secarlo, pero…

El perro me apoyó una pata húmeda en la rodilla y sentí cómo la humedad traspasaba mis pantalones.

—Con este tiempo es inevitable —contesté—. Gracias por sacarlo.

Abby le dio unas palmaditas por última vez.

—Me gusta jugar con él. Es muy divertido.

Se dio media vuelta para irse.

No había nada que deseara más que estrecharla entre mis brazos y confesárselo todo. Susurrarle al oído lo mucho que la deseaba. Lo mucho que la necesitaba. Decirle que ella era mi uno por ciento, mi algo especial. Joder, me moría por besarla.

—¿Abigail?

Se dio media vuelta y me miró con expectación.

—Sí, Señor.

«Has utilizado el nombre incorrecto. Si quieres que comprenda que es tu uno por ciento, deberías llamarla Abby. Lo haces todo mal».

Y por eso ni siquiera debía intentarlo.

—Buenas noches —susurré.

Ella esbozó una delicada sonrisa.

—Buenas noches.

La mañana siguiente me quedé en mi habitación hasta que la oí en la cocina. Dejé el libro que estaba leyendo en la mesilla de noche y bajé con ella.

La luz del sol se colaba por las ventanas de la cocina y proyectaba una luz perfecta mientras Abby bailaba con un tenedor de madera en la mano.

Entré y me apoyé en la encimera.

—«Le diré que es tan clara y serena como las matutinas rosas cuando las ha bañado el rocío» —dije y ella sonrió.

Dejó de bailar y se acercó a los fogones con despreocupación, para darle la vuelta al beicon.

—«Tenéis hechicería en los labios».

Le gustaba. Quería jugar.

—«¡El mundo es un gran escenario —recité—, y simples comediantes los hombres y mujeres!»

—«La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor / que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario / para jamás volver a ser oído».

Sacó los huevos del agua y los colocó en un cuenco.

Había llegado la hora de sacar la artillería pesada. Me acerqué a los fogones para que tuviera que mirarme. Adopté la expresión más dramática que pude, me llevé una mano al pecho y señalé la ventana con la otra:

—«¿Qué luz es la que asoma por aquella ventana? / ¡Es el Oriente! ¡Y Julieta es el sol! / Amanece tú, sol, y mata a la envidiosa luna. / Está enferma, y cómo palidece de dolor, / pues que tú, su doncella, en primor la aventajas».

Abby se rio y el sonido de su risa me aceleró el corazón. ¿Cuál era el motivo de mi preocupación? Ya no me acordaba.

Se puso seria y me miró.

—«Los asnos se hicieron para llevar carga, y vos también» —recitó.

«¿La fierecilla domada

—«Las mujeres se hicieron para llevar carga, y tú también» —repliqué, citando el verso siguiente; fui incapaz de esconder el orgullo que me teñía la voz.

Entonces ella apagó el fuego, colocó la sartén sobre un salvamanteles y se volvió hacia mí.

—«¿La razón? La de una mujer. Lo creo así, porque así lo creo».

Me reí. Vaya, qué buena era.

Y yo me estaba quedando sin citas de Shakespeare.

Me sabía una más. No encontraba ninguna para poder llamarla bruja, pero la que me quedaba en la recámara era casi igual de buena.

—«¡Oh villano! ¿Sonríes? ¡Villano, maldito villano!»

—Me has llamado villano.

—Tú me has llamado asno.

—¿Estamos en paz?

Fingí planteármelo.

—Por esta vez. Pero me gustaría dejar claro que el resultado demuestra que te estoy comiendo terreno.

Puso el beicon en una bandeja.

—De acuerdo. Y hablando de ganar terreno: hoy necesito utilizar tu gimnasio. Tengo que correr algunos kilómetros en la cinta.

—Yo también tengo que correr. —El beicon tenía un aspecto perfecto, crujiente sin llegar a estar quemado—. Tengo dos cintas. Podemos entrenar juntos.

Cuando acabé de recoger los platos y vasos del desayuno, me fui hacia la biblioteca. Como era de esperar, Abby estaba acurrucada en el suelo, con un libro en el regazo; Apolo estaba con ella.

Me senté ante el pequeño escritorio de la sala. Entre el risotto de champiñones y el picnic desnudos había trabajado muy poco el día anterior. Abrí el portátil y empecé a contestar correos.

Poco rato después me sonó el teléfono. Miré la pantalla: era mi primo.

—Hola, Jackson —dije, mirando cómo Abby se levantaba y salía de la biblioteca.

—Nathaniel —contestó él en voz baja—. Hey.

Yo también bajé el tono de voz.

—¿Por qué susurras?

—No quiero que me oiga Felicia.

¡Oh, no! ¿Había pasado algo? Miré hacia fuera, aquella mañana la nieve se había fundido un poco. Si había pasado algo entre Felicia y Jackson, ella ya debería poder volver a su apartamento. Por un momento, me pregunté si Abby querría quedarse conmigo el fin de semana en lugar de irse a su casa…

—¿Nathaniel? —preguntó Jackson.

—Lo siento. ¿Qué me decías?

Se le escapó una carcajada nerviosa.

—Lo voy a hacer.

Juro que no tenía ni idea de a qué se refería.

—Hacer ¿qué?

Bajó un poco más la voz.

—Me voy a declarar.

—¿Declarar?

—Vamos, espabila. Declararme. Le voy a pedir a Felicia que se case conmigo.

—¿Ah, sí? —Me concentré en la pantalla que tenía delante, mientras asimilaba sus palabras—. ¿En serio?

—Es una locura, ¿verdad? —No esperó a que le contestara—. Pero tengo el pálpito de que es lo que debo hacer. Sé que es lo correcto. Lo dice mucha gente, que cuando ocurre lo sabes. Y yo lo sé.

Se me aceleró el corazón. ¿Lo sabría? ¿Así de fácil? ¿Sólo tenías que preguntarte si era lo correcto y, pam, lo sabías sin más?

—Vaya, Jackson… Yo… yo —tartamudeé—. No sé qué… Enhorabuena.

—Gracias, tío. Y oye, no le digas nada a Abby. Deja que sea Felicia quien la sorprenda.

—Estás dando por hecho que te dirá que sí.

—Dirá que sí. Lo sé.

Cuando colgamos, tuve la sensación de estarme preparando para la batalla que estaba a punto de llegar: entre la parte de mí que sabía que no podía mantener una relación normal y la parte de mí que se moría por intentarlo.

Cogí un montón de papeles del escritorio y los estudié sin acabar de asimilar su contenido.

«Tú no eres normal y nunca lo serás —me dije—. Acéptalo y sigue con tu vida. Ahora compartes algo con Abby que vale la pena. ¿Por qué quieres echarlo a perder? Ella es feliz. Tú eres feliz. Disfruta de lo que tienes».

Empecé a pasar las páginas de los documentos.

«Recomponte, West. Que Jackson y Felicia se casen no significa nada. Él es como un hermano para ti. Deberías estar contento».

Y lo estaba. Estaba contento por Jackson y Felicia. Pero ¿por qué yo no podía tener…?

—Nathaniel West…