Me sentía tan aturdido como un adolescente en su primera cita. Era cierto que había practicado mucho sexo en lugares públicos en el pasado: en un parque desierto, en un aparcamiento vacío, incluso en la popular última fila del cine, pero nunca me había aventurado con nada tan descarado como un estadio lleno hasta los topes, durante uno de los eventos deportivos más vistos del país.
¿Y si nos había enfocado alguna cámara?
Deslicé los dedos por el pelo de Abby y percibí el perfume floral de su champú.
¿Y a quién le importaba? Durante la media parte estaba todo demasiado oscuro, era imposible que nadie se hubiera dado cuenta.
Pero lo de volver al palco…
Yo siempre había sabido poner una cara de póquer excelente y era muy capaz de esconder mis emociones tras una fachada cuidadosamente construida, pero en ese momento no me veía capaz de borrar de mi rostro las pruebas de la increíble sesión de sexo que acababa de disfrutar.
Abby suspiró y me apoyó la cabeza en el hombro. Sabía que ella tampoco sería capaz de disimular. Además, habíamos pasado demasiado tiempo del fin de semana entre familia y amigos. Quería estar un rato con ella, aunque tuviéramos que compartir ese tiempo con los desconocidos sentados a nuestro alrededor.
Así que eso fue lo que hicimos durante el tercer cuarto: quedarnos allí sentados disfrutando el uno del otro. Fingiendo ver el partido.
Cuando ya faltaba poco para que empezara el último cuarto, Abby se movió sobre mi regazo y yo supe que si no volvíamos al palco ya, tendría que esconder mucho más que lo que habíamos estado haciendo. En realidad ya la tenía medio dura.
—Deberíamos volver al palco —le dije, pero la agarré con fuerza y no dejé que se levantara—. ¿Sabes por qué hemos tenido que esperar?
Abby esbozó una serena sonrisa. ¿En qué estaría pensando?
—Porque tu cara lo revela absolutamente todo —contesté por ella—. Eres un libro abierto.
Excepto en ese momento. En ese momento no tenía ni idea de lo que estaba pensando.
Se rio y el sonido de su risa me hizo sonreír. Lo había conseguido, la había hecho reír. Por fin. Aunque no tenía ni idea de por qué.
—Será mejor que te cambies. —Hice un gesto en dirección a su ropa—. Felicia me cortará la cabeza si te ve con esa falda.
Cuando regresamos al palco, ya no volví a prestarle ninguna atención al partido. Sólo me di cuenta de que había ganado Nueva York cuando Jackson miró en nuestra dirección y le lanzó un beso a Felicia. Esperaba que supiera que me debía una muy gorda.
Abby y yo nos marchamos poco después de la entrega de trofeos. Le dije a Linda que la vería para cenar el martes por la noche y me despedí de Elaina y Todd. Abracé a éste. Seguía un poco enfadado por las payasadas que había dicho durante el almuerzo, pero quería creer que tenía buena intención.
Cuando Abby y yo llegamos a mi avión, miré el reloj. Era muy tarde. Si fuera un domingo cualquiera, ella ya se habría marchado de mi casa. Me moría de ganas de llevármela a la habitación del aparato y hacerla mía de nuevo, pero me contuve. Eso sería saltarse nuestro acuerdo y ya me había tomado demasiadas libertades con los límites del mismo.
Cosa que me recordó…
—¿De verdad me has reservado visita para el miércoles o sólo se lo dijiste a Linda porque sí? —le pregunté, consciente de que tendría que esperar hasta ese día para volver a estar con ella.
Ella esbozó una astuta sonrisa.
—Esperaba que quisieras pasar por allí.
Me había concertado una cita. Crucé la pierna derecha sobre la izquierda para esconder mi erección y sonreí.
—Pues entonces nos veremos el miércoles. —Recordé lo que le había dicho a Linda—. ¿Me documento?
—Necesitas ayuda con tu literatura. Si te esfuerzas de verdad, estoy segura de que la próxima vez podrás citar a más gente, aparte de Mark Twain y Jane Austen.
—¿De verdad? —Yo pensaba que lo de Mark Twain había estado muy bien—. ¿A quién me sugieres?
—A Shakespeare.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Por suerte, yo tenía muchos, muchísimos libros de Shakespeare en casa.
Todd me llamó la tarde del martes y se disculpó por su comportamiento del domingo. Me dijo que sólo intentaba ayudar, pero que no estuvo bien que tratara de estimular la memoria de Abby. Acepté sus disculpas. Él me dio las gracias y me dijo que sabía que era duro, pero que seguía pensando que lo correcto era que lo confesara todo.
Pensé en llamar a Paul, pero entonces recordé cómo reaccionó cuando le expliqué que no había cuidado de Abby después de castigarla y supe que si le explicaba que le había mentido, efectivamente se subiría a un avión con destino Nueva York.
Aquella noche cené con Linda. Estaba muy emocionada por su inminente comida con Abby. Frunció el cejo y me preguntó por qué no la había llevado a la cena, pero yo oculté mis verdaderos motivos diciendo que Abby no se sentía cómoda aceptando una invitación a la que Felicia no podía asistir. Mi tía negó con la cabeza y dijo que Felicia era igual de bienvenida.
Era la excusa que necesitaba: inicié una conversación sobre la Super Bowl y pocos minutos después ella se olvidó de Abby y de los motivos por los que no la había llevado a cenar.
El miércoles, cuando vi a Abby en la sala de la Colección de Libros Raros, me di cuenta de que aún no se había depilado y eso me tuvo nervioso durante el resto de la semana. ¿Y si no se depilaba tal como yo le había pedido que hiciera? Me dieron ganas de golpearme la cabeza contra la pared. Tendría que castigarla.
Maldición.
Qué forma de empezar el fin de semana: Abby desnuda en mi dormitorio sobre el potro.
No había esperanza de poder hacer otra cosa que no fuera castigarla. Y como no había estipulado ningún castigo por escrito por falta de depilación, tendría que pensar en algo.
Veinte azotes por una única hora de sueño perdida era demasiado. Ahora lo sabía. ¿Qué sería aceptable por haber ignorado otra orden directa? Veinte no. ¿Quince? ¿Diez? ¿Algo intermedio? ¿Trece?
¿Podría azotarla trece veces?
Sí.
Sí que podía.
Porque en esa ocasión le proporcionaría los debidos cuidados posteriores. Esa vez estaría preparado. No dejaría que ocurriera lo mismo que la vez anterior.
El viernes me marché de la ciudad; decidí trabajar desde casa para poder prepararme bien. Lo primero que hice fue poner la calefacción. Abby estaría desnuda todo el fin de semana y no quería que cogiera frío. Comprobé la temperatura del jacuzzi y me aseguré de que había toallas limpias en el armario. Luego preparé paella para cenar.
Saqué el potro y lo llevé a mi dormitorio.
Dejé salir a Apolo y estuve jugando a perseguirlo durante veinte minutos. Después de haberlo llevado a la guardería el fin de semana anterior, no tuve corazón de volver a separarme de él.
Lo organicé todo con la máxima precisión que pude y luego empecé a caminar de un lado a otro.
De arriba abajo del vestíbulo. De una punta a otra. De la puerta principal a la entrada de la cocina. Aguzando el oído y tratando de distinguir el sonido del coche avanzando por el camino.
Apolo lo oyó antes que yo.
—Tranquilo, chico —le dije cuando vi que corría hacia la puerta y empezaba a rascarla.
Me miró y aulló.
Tenerlo allí no era buena idea.
Me lo llevé rápidamente a la cocina y cerré la puerta. Cuando regresé al vestíbulo, sonó el timbre.
Abrí la puerta muy despacio.
«Por favor, por favor, por favor».
Ella entró en el vestíbulo esbozando mi sonrisa favorita.
«Oh, Abby. Esto no es lo mismo que llevar bragas. El domingo pasado no te di ninguna orden relacionada con las bragas, pero sí te dije que te depilaras».
Le señalé la ropa.
—Quítatelo todo. Lo recuperarás el domingo.
Abby se quitó el jersey muy despacio, se dio media vuelta y lo dejó caer al suelo. Luego me miró por encima del hombro y se desabrochó el sujetador.
Joder. Me estaba haciendo un pequeño striptease.
Eso significaba que se había depilado, ¿no?
El sujetador aterrizó en el suelo junto al jersey.
Quizá estuviera intentando distraerme.
Yo me cambié el peso de pierna.
Entonces se volvió hacia mí y se me puso dura al verla sin sujetador. Luego bajó las manos por su cuerpo hasta el botón de los vaqueros.
«Sí, quítatelos. Déjame ver».
Se desabrochó el botón con habilidad, me miró y empezó a bajarse los pantalones muy despacio. Un balanceo de caderas o dos más y…
Joder, no llevaba bragas.
Los vaqueros cayeron al suelo.
Sí que se había depilado.
Sentí cómo el peso del mundo desaparecía de mis hombros. Sus vaqueros cayeron al suelo de mármol, olvidados, y yo crucé el vestíbulo para rodearla con los brazos. Cuando la vi desnuda, se me puso dura como una roca. No habría castigo. Ninguno. Sólo nosotros dos. Juntos.
La empujé hasta el banco acolchado que había en el vestíbulo.
—Me complace mucho que hayas obedecido mis órdenes. —Se sentó en el borde y yo le separé las piernas—. Tengo que admitir que el miércoles me dejaste un poco preocupado. —Me incliné hacia delante hasta que mi cara quedó frente a su sexo—. Debería azotarte por haberme preocupado, y quizá lo haga más tarde. —La miré y sonreí para que supiera a qué clase de azotes me refería—. Pero por ahora creo que necesito probar este delicioso sexo depilado.
Le di un beso justo en el clítoris. Ella gimió y se recostó en el banco. Le abrí los pliegues con los dedos y lamí su humedad. Joder. Qué dulce. Siempre estaba tan dulce… Me tomé mi tiempo; estaba encantado de saber que no tendría que castigarla y me concentré en su placer. Quería demostrarle una vez más la recompensa que obtendría por su obediencia.
La cogí de las rodillas y se las levanté hasta que apoyó los talones en el banco. Esa postura me proporcionaba un mejor acceso a su cuerpo y deslicé las manos por sus costados para juguetear con sus pezones. Ella arqueó la espalda, acercándose a mi boca y yo aproveché para deslizar la lengua por su abertura y darle otro beso en el clítoris.
Poco a poco, fui notando cómo se relajaba y se entregaba a medida que el placer se apoderaba de su cuerpo. La lamí una vez más, quería dejarla seca y perderme en su sabor cuando se corriera. La mordisqueé juguetón, disfrutando de cómo temblaba debajo de mí.
Le demostré mi alivio dándole placer. Utilicé los dedos y la boca para mostrarle lo encantado que estaba. La acaricié con la yema de los dedos, la provoqué con los labios y la mordisqueé. A cambio, ella se estremeció entre mis brazos. Sus gemidos resonaban en la estancia vacía y en el suelo de mármol.
Entonces interné la lengua más profundamente y sentí cómo se contraía a mi alrededor. Aceleré los movimientos; lo único que quería era sentir cómo se corría.
—Oh, por favor —gimió.
Sí.
Se le entrecortó la respiración. Le chupé el clítoris y ella se sacudió contra mí. Se tensó un poco antes de contraerse con los espasmos del clímax.
Luego le cogí las piernas, se las bajé al suelo con delicadeza y le cerré las rodillas. Abby dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—Me gustas así. —Le pasé una mano por la suave piel y noté cómo una nueva oleada de placer la recorría—. Completamente depilada para mí. ¿Te dolió mucho?
—Nada que no pudiera soportar.
Yo prefería que mis sumisas fueran bien depiladas. No era uno de mis requisitos básicos, pero sí algo que solía pedir al cabo de algunos meses. Una parte de mí se sentía mal por habérselo pedido a Abby de la forma en que lo hice. Pero sólo tenía que mirarla y me olvidaba de esa parte de mí automáticamente.
Me levanté y le tendí la mano.
—¿Estás lista para cenar?
Esperaba que se mostrara tímida, que su desnudez la incomodara de alguna forma. Pero me sorprendió ver que se sentaba y se pasaba una mano por el pelo. Mis ojos bajaron hasta sus pechos.
—Sí, por favor, Amo.
¿Sí, por favor?
Sí, por favor ¿qué?
Aceptó la mano que le ofrecía y se levantó.
—¿Qué has cocinado?
Claro. La cena. Comer. Comida.
No iba a conseguir superar aquel fin de semana.
La paella fue una elección excelente. A Abby pareció gustarle mucho esa combinación de sabroso arroz y suculentas gambas, con trocitos de pollo. Se comió casi todo lo que le puse en el plato.
Entonces decidí que no mantendríamos ninguna conversación profunda durante la cena. Ni probablemente tampoco en ningún momento del fin de semana. No con Abby desnuda todo el tiempo.
Había pensado en volver a llevarla al cuarto de juegos, incluso lo había planeado. Pero eso fue antes del fin de semana de Tampa y de la reacción de Todd. Así que decidí que por de pronto dejaría las cosas como estaban y jugaríamos en el dormitorio. Por lo menos hasta que le confesara la verdad y ella decidiera quedarse conmigo.
«Por favor, por favor, que decida quedarse conmigo».
Pero como había decidido no decírselo todavía, olvidé esos pensamientos y me concentré en el momento. En Abby desnuda sentada a mi mesa. En lo que había decidido que haríamos aquella noche…
—Abigail —dije, dejando el tenedor. Ella levantó la vista y esperó a que continuara—. Me temo que en mi… intenso estado de excitación del fin de semana pasado, quizá hablara de más y sobrestimara mis habilidades.
Ella detuvo el tenedor a medio camino de su boca.
—¿Qué?
—Hacerlo cinco veces sería —carraspeé—, todo un acontecimiento.
Ladeó la cabeza.
—Creo que ya lo conseguiste en una ocasión.
Se sonrojó y agachó la cabeza.
—Sí, bueno —dije—. Lo que menos me importa es cómo me afectaría a mí. Si lo hacemos cinco veces, tú pagarás el precio más alto. —Me llevé la copa de vino a los labios y bebí un buen trago—. Y eso interferiría con lo que tengo planeado para mañana.
Había dicho las palabras, pero en realidad, lo que quería era llevarla al piso de arriba, tirarla sobre la cama y tenerla allí varias largas y sudorosas horas. Me levanté de la mesa con intención de seguir adelante con mi plan por lo menos dos o tres veces, cuando recordé el potro.
Seguía en mi dormitorio.
—Abigail, recoge la mesa y reúnete conmigo en el vestíbulo. Ahora vuelvo.
La dejé en la cocina, subí la escalera a toda prisa y devolví el potro al cuarto de juegos. Me pregunté si ella habría oído lo que estaba haciendo.
Cuando regresé abajo estaba de pie, esperándome. Pasó una de sus delicadas manos por el brazo del banco acolchado. Estaba de espaldas a mí y, cuando me oyó llegar, volvió la cabeza muy despacio para mirarme por encima del hombro. Nos miramos a los ojos.
El tiempo fue más despacio hasta detenerse por completo.
«Éste es su sitio».
Mi vida era un rompecabezas al que le faltaba una pieza y en esos momentos esa pieza había encajado en el lugar adecuado.
«Abby. Mi uno por ciento».
La imagen estaba completa. Me quedé allí fascinado y la observé mientras se volvía para mirarme.
Entonces frunció el cejo y sonrió.
No dejé de mirarla mientras me quitaba la camisa y los pantalones. Casi me corro en cuanto liberé mi erección. Abby esperó.
No lograríamos llegar a la cama.
—Ven aquí —le dije, casi con un gruñido, y ella dio unos pasos en mi dirección.
Ni siquiera nos daría tiempo de subir.
La tenue luz del vestíbulo se reflejaba en los diamantes de su collar.
«Mía».
Pasé un dedo por debajo del collar y tiré de ella hacia mí.
—Te deseo. Y te voy a hacer mía. Aquí mismo.
—Sí, Amo.
—Siéntate en el tercer escalón.
Yo me acaricié la polla mientras ella se acomodaba en la escalera.
No había planeado hacerlo allí, pero ya me parecía bien. Los planes podían cambiar. El cambio era bueno.
En especial cuando ese cambio significaba que tenía a Abby allí desnuda.
—Pon los pies en el segundo escalón y apóyate en los codos.
Me acaricié más deprisa. Joder. Aquello no iba a ir despacio. Quizá el tercer asalto fuese más lento, pero el segundo sería duro y rápido, en la escalera.
Me coloqué sobre ella con cuidado de no aplastarla.
—¿Te gusta esto? —En aquella postura su pecho quedaba hacia arriba, desnudo y vulnerable—. ¿Quieres que te folle en la escalera?
—Yo sólo quiero complacerte. —Tenía los ojos oscurecidos y velados de placer—. De cualquier forma que desees.
—Estate quieta. —Le cogí un pecho y jugueteé con su pezón. Se le tensó el cuerpo, pero se quedó inmóvil—. Quiero que me complazcas aquí.
Me podría haber regodeado en la visión de tenerla desnuda y abierta de piernas para mí durante horas, pero estaba excitado y preparado. Y sabía que ella no tardaría mucho en estar tan a punto como yo. Jugueteé con su cuerpo haciendo todo lo que sabía que le gustaba. Empecé con caricias suaves y tiernas y poco a poco fui aumentando la aspereza de mi tacto. La saboreé: del sabor salado que encontré bajo sus pechos, al ligero gusto metálico de su cuello. Abby no se movió en todo el tiempo, aunque no pudo evitar que su respiración se tornara pesada y se le acelerara el corazón.
Al rato, dejé caer mi peso sobre ella y le agarré las muñecas con las manos.
—Relájate, Abigail. —Su cuerpo se estiró debajo del mío—. Ya puedes moverte como te apetezca.
Entonces me rodeó la cintura con las piernas y me atrajo hacia ella.
—¿Estás lista para mi polla?
Tragó saliva y respondió con un hilo de voz.
—Sí, Amo.
Pero yo quería provocarla un poco más y le pasé la mano libre por el trasero.
—Un día de éstos, te presentaré mi látigo. —Se le aceleró la respiración y yo le pellizqué la otra nalga—. Te encantará, te lo garantizo.
Le solté los brazos y apoyé los codos a ambos lados de su cabeza. Moví las caderas y sentí cómo su humedad empapaba mi longitud.
—Cógeme la polla y métetela dentro.
Abby deslizó la mano entre nuestros cuerpos y me rodeó con sus cálidos dedos, mientras me acariciaba la punta con el pulgar. No perdió mucho tiempo, me introdujo rápidamente en su interior y los dos gemimos cuando se arqueó para absorberme hacia dentro.
—Sí —dije—. Así.
Me encantaba estar dentro de ella, pero me esforcé por quedarme quieto.
—Muévete. Demuéstrame lo mucho que deseas mi polla.
Abby alzó las caderas a modo de respuesta, absorbiéndome más y adoptando un ritmo más acelerado. Yo incliné la cabeza hacia su cuello e inhalé su aroma mientras me movía contra ella.
Poco rato después ya no podía estarme quieto. Empecé a embestirla una y otra vez. Sus piernas resbalaron de mi cintura y apoyó los talones en los escalones; yo sabía que no aguantaría mucho. Pasé una mano entre los dos y le acaricié el clítoris.
—Córrete con fuerza —le pedí y ella se contrajo a mi alrededor—. Joder. Ahora.
Le di un pequeño pellizco en el clítoris y desencadené su orgasmo.
Luego la penetré una vez más y me dejé llevar por la liberación.
Abby echó la cabeza hacia atrás y su cuerpo se contrajo por segunda vez.
La estreché contra mi pecho mientras recuperábamos el aliento.
—¿Te puedes levantar?
Estiró las piernas para comprobarlo.
—Creo que sí.
Le masajeé las caderas y deslicé las manos hasta sus rodillas para aliviar cualquier incomodidad que pudiera sentir.
—Vamos. —Me levanté y le tendí la mano—. Vamos arriba. Quiero probar una cosa.
Le posé la mano en la espalda mientras subíamos y disfruté del balanceo de sus caderas. Cuando llegamos a su habitación, me volví hacia ella.
—Descansa un poco y reúnete conmigo en mi dormitorio dentro de diez minutos.
Mientras Abby no estaba, aproveché para preparar la habitación: encendí velas y abrí las sábanas. Volví al vestíbulo y recogí nuestra ropa; la mía la puse con la ropa sucia y la suya la dejé sobre su cama.
Quería tomarme con calma el siguiente asalto para que los dos pudiéramos disfrutar y deleitarnos el uno en el otro. No estaba seguro de cuánto tiempo nos quedaba, pero si aquello tenía que acabar, quería que Abby conservara buenos recuerdos de la relación.
Una parte de mí estaba desesperada por pedirle que se quedara en mi cama toda la noche, que durmiera entre mis brazos, pero me dije que aún no era el momento. Si decidía quedarse después de esas dos semanas, la invitaría a permanecer en mi cama toda la noche.
Cuando entró en el dormitorio no parecía estar nada incómoda. Entonces me vio de pie en medio de la habitación y agachó inmediatamente la cabeza.
—He colocado algunos almohadones en la cama —le dije—. Ponte a cuatro patas.
Ella lo hizo sin vacilar ni un segundo.
—Apoya la cabeza en la almohada —le indiqué.
Siguió mis instrucciones, apoyó la cabeza de lado y posó los antebrazos a ambos lados de su cara.
Yo deslicé una mano por debajo de los almohadones.
—¿Sabes lo que tengo aquí escondido? —Abby no dijo ni una sola palabra cuando saqué el objeto—. La fusta.
Se le puso la carne de gallina.
—Mmmm. —Le deslicé la fusta por la espalda con suavidad. Sólo para que supiera que estaba allí—. ¿Recuerdas lo que te he dicho en el vestíbulo?
De nuevo silencio.
—Durante toda la noche del miércoles, todo el jueves y la mayor parte de hoy he estado preocupado. —Le recorrí la espalda con la fusta—. Creo que te mereces un castigo por preocuparme tanto. —Se la dejé resbalar entre las piernas—. Separa las piernas.
Abby lo hizo y se agarró al almohadón con ambas manos.
Yo le golpeé los muslos con la fusta muy suavemente.
—Eres una chica muy traviesa por haberme preocupado tanto. —Llevé la fusta hasta su trasero y la azoté con un poco más de fuerza. Ella gimió y cerró los ojos—. Te gusta, ¿verdad?
Volví a dejar caer la fusta y ella mordió el almohadón.
Entonces pasé un dedo por su abertura.
—Qué mala eres, Abigail. —Lamí su humedad de mi dedo—. Te excita mi fusta. —La azoté—. Quieres que te la meta por aquí, ¿verdad?
Ella seguía teniendo el almohadón en la boca.
Yo me reí y le di algunos golpes más en el sexo. Abby murmuró algo, pero no comprendí lo que decía por culpa de la almohada. Volví a llevar la fusta hasta su trasero y la azoté unas cuantas veces más. Las necesarias para conseguir que sus nalgas adoptaran un ligero tono rosa. Lo justo para llevarla al límite.
Entonces dejé la fusta y me retiré. Le di algunos segundos para que se diera cuenta de que había parado. Cuando su respiración se normalizó un poco, me coloqué detrás de ella y me acerqué.
—Dime, Abigail —le susurré—, ¿alguien ha conseguido llegar hasta tu punto G?
Ella negó con la cabeza.
—Contéstame. —Le agarré los pechos con las manos—. ¿Te gustaría que intentara ver si puedo encontrarlo?
—Sí, por favor.
Le di un azote.
—Sí, por favor, ¿qué?
—Sí, por favor, Amo.
—Mmmm. —Posé la mano en su abertura depilada y se me puso la polla aún más dura—. Por aquí, ¿verdad? —Nada. Deslicé un dedo en su interior—. ¿Qué tal por aquí? —Seguía en silencio. Inserté un segundo dedo—. ¿Aquí? —Nada. Entonces flexioné los dedos y presioné hacia dentro—. ¿Y aquí?
Sus muslos se contrajeron hacia mí y soltó un grito.
Oh, sí. Justo ahí.
—Creo que lo he encontrado. —Volví a acariciar la zona con los dedos y casi se cayó de la cama. Entonces saqué los dedos y los sustituí por mi polla—. Vamos a ver si lo encuentro otra vez.
Me metí en ella de una única embestida.
Abby soltó un suspiro de satisfacción.
Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no embestirla repetidamente, pero esa vez quería ir despacio. Tomármelo con calma. Alargarlo todo lo que pudiera.
Me retiré un poco y le pasé las manos por la espalda. Luego posé los dedos sobre sus delicados omóplatos y los enterré en el pelo de su nuca.
—Me encanta sentirte debajo de mí.
Ella se empujó hacia arriba.
—Eres una glotona. —Le agarré los pechos—. Tenemos toda la noche. Y todo el fin de semana. —Bajé las manos hasta su cintura—. Quiero memorizar todos los detalles de tu cuerpo. Tocarte por todas partes. Descubrir hasta tu último centímetro.
—La agarré de las caderas y adopté un ritmo lento y constante para asegurarme de que alcanzaba el delicado punto que tenía escondido en su interior.
—¿Es aquí? —le pregunté, cuando vi que arqueaba las caderas—. ¿Lo he encontrado con la polla? —Modifiqué un poco mi postura y la penetré de nuevo. Abby maulló—. Ah, sí, creo que ahora sí lo he encontrado.
Me dolían los testículos y mi pene no dejaba de suplicar liberación, pero seguí moviéndome lenta y acompasadamente, alcanzándola con la fuerza justa para llevarla hasta el límite, pero no con demasiada energía, no quería que se me escapara. Los dos tratábamos de mantener el equilibrio en ese precario límite.
Yo conseguí seguir ese ritmo durante unos largos minutos, pero sabía que los dos queríamos más. Empecé a subir la intensidad muy despacio, aumentando la velocidad ligeramente y embistiéndola con un poco más de fuerza. Pero no pasó mucho tiempo hasta que nuestros cuerpos tomaron el control y me di cuenta de que estaba arremetiendo con todas mis fuerzas.
Pobre Abby. La había provocado durante demasiado rato y con demasiada intensidad. De repente se puso tensa y empezó a temblar debajo de mí.
—Eso es —dije, levantando el brazo para apartarle el pelo de la cara mientras la embestía—. Córrete con fuerza para mí.
Su cuerpo respondió, alcanzó el clímax inmediatamente y sus firmes músculos desencadenaron el mío. Mientras me corría dentro de ella le tiré la cabeza hacia atrás.
Cuando, después, los dos nos dejamos caer sobre la cama, pensé que aquella mujer iba a ser mi perdición.
Al día siguiente parecía incluso más segura. Viéndola caminar por la casa, enseguida me di cuenta de que se sentía más a gusto con su cuerpo. A última hora de la mañana del sábado la envolví en un albornoz grueso y esponjoso y me la llevé al jacuzzi. Nos sumergimos en el agua caliente y nos sentamos. El cielo tenía un aspecto extraño, pesado y gris, y hacía mucho frío, pero los dos estábamos demasiado absortos el uno en el otro como para preocuparnos por eso.
Aquella tarde, como estaba muy complacido con la actitud de Abby, le di otra bata y permiso para quedarse un rato en la biblioteca. Pasó las siguientes horas leyendo acurrucada en un sofá; los dedos de los pies le asomaban por debajo de la bata. Yo me reuní con ella un poco más tarde, toqué un rato el piano y pasamos la tarde cada cual en su mundo.
La siguiente mañana me despertó el teléfono móvil. Parpadeé algunas veces, me di la vuelta en la cama y contesté:
—¿Qué? —pregunté, sin mirar siquiera de quién se trataba.
—Dile a Abby que ya he recogido a Felicia. —Era mi primo—. Está conmigo.
—¿Qué?
Maldita fuera, necesitaba un café.
Él suspiró.
—Dile. A. Abby. Que. He. Recogido. A. Felicia.
—Jackson. —Me senté y me froté los ojos—. ¿Por qué me llamas a las… —Miré el reloj que tenía junto a la cama—, a las cinco y media de la mañana de un domingo?
Oí un largo suspiro al otro lado de la línea.
—Quizá no te has dado cuenta, pero resulta que Nueva York está bajo la peor tormenta de nieve de los últimos años.
Di un salto de la cama y me acerqué a la ventana.
—¿Qué?
—Ha ocurrido durante la noche. Nos ha pillado a todos desprevenidos.
Todo blanco. Por lo que podía ver, no había nada más que nieve y seguía cayendo más.
—¿Cuándo…? ¿Qué? —tartamudeé.
—¿No viste las noticias ayer? Ya comentaron que se esperaba nieve, pero no esto.
No. No había visto las noticias. No me había conectado ni había mirado mi correo. Me había distraído demasiado con Abby.
Joder.
Bueno, sí, eso también.
—¿Hola? —decía Jackson—. ¿Nathaniel?
Me volví a frotar los ojos.
—Sí, ya te he oído. Sí, se lo diré a Abby. —Me empezó a palpitar la cabeza—. Aún está durmiendo.
—Vale. Dile que llame a Felicia cuando se despierte.
—Lo haré. Gracias, Jackson.
Me puse ropa limpia y bajé a la cocina a preparar café. Había una montaña de nieve de casi un metro y medio apilada contra la ventana y seguía cayendo.
Una tormenta de nieve.
No había forma de salir de casa.
Cuando Abby se levantara, le diría que se vistiera para que se sintiera cómoda mientras hablábamos de aquello. Aquello significaba reglas nuevas, una nueva situación, todo nuevo.
Abby y yo atrapados en casa durante quién sabía cuánto tiempo.
Era incapaz de ignorar el pálpito de que aquello no acabaría bien.