Volví a la suite y, como seguía siendo muy pronto para que Abby hubiera vuelto del spa, me senté en el sofá y me quedé mirando su collar fijamente.
Todd lo sabía.
Todd lo sabía, me iba a obligar a decírselo y ella se enfadaría conmigo. ¿De qué otra forma podría reaccionar cuando se enterase de que la había estado espiando? Le había mentido. Era una mentira por omisión, era cierto, pero una mentira al fin y al cabo. ¿Volvería a confiar en mí algún día?
Tendría que explicarle cómo la había espiado. Cosa que nos llevaría a aquella ridícula palabra de seguridad y a cómo le había mentido sobre nuestra forma de vida. Sabría que la había engañado.
No, jamás volvería a confiar en mí.
No la culparía por ello, pero… No tenía por qué decírselo. Lo que Todd decidiera hacer me daba igual. Que hiciera lo que quisiera.
Después de la pasada noche, mi relación con Abby había cambiado, había dado un giro a mejor. Y yo no podía ni quería destruirlo. Y menos después de todo lo que habíamos pasado, o por algo tan absurdo como un cuelgue.
¿Qué importancia tenía eso? Sí, la había estado espiando, pero nunca la acosé. Nunca traté de manipularla. Tampoco era para tanto.
Sí que lo era.
Nuestra relación, quizá más que cualquier otra, exigía una total confianza y sinceridad. Yo lo sabía. Y Abby no merecía menos.
Pero no podía hacerlo. Recordé la absoluta confianza que me demostró la noche anterior y supe que no podía mirarla a los ojos y decírselo. Era demasiado para un maldito cobarde como yo.
Después de la cena, iría a buscar a Todd y le comunicaría mi decisión: Abby seguiría ignorando lo que pasó. Y punto.
Cogí el periódico y leí por encima los titulares de la primera página. Nada importante. La segunda página era incluso peor. Me miré el reloj. Debería llegar en cualquier momento.
Me moría de ganas de verla.
Y por fin oí el sonido de la llave en la puerta.
Cuando entró estaba absolutamente preciosa. El día de spa había sido una gran idea: se la veía radiante. Su suave melena ondulada le rozaba los hombros y tenía una expresión luminosa en el rostro.
—¿Has disfrutado del día? —le pregunté.
—Sí, Amo —dijo y agachó ligeramente la cabeza.
Joder. Me encantaba que me llamara así. ¿Por qué se me ponía dura cada vez que la oía decir eso?
Me puse de pie y le enseñé el collar.
—¿Añoras algo?
Ella asintió.
Me acerqué.
—¿Quieres recuperarlo?
Abby asintió de nuevo.
—Dilo. —Quería escucharlo. Necesitaba escucharlo—. Dime que lo quieres.
—Lo quiero —susurré—. Quiero tu collar.
Mi collar. Exactamente. Ella llevaba mi collar. Era mía. Y no pensaba dejar que Todd me la arrebatara.
Le quité la camiseta y vi que aún se le veía la marca que le había hecho la noche anterior. Le aparté el pelo a un lado y la besé justo donde la había mordido.
—Ayer por la noche te marqué. Lo hice porque eres de mi propiedad y volveré a hacerlo. —Le rocé la piel con los dientes—. Te puedo marcar de muchas formas.
Le puse el collar alrededor del cuello. Joder. Se me puso aún más dura cuando la vi con él puesto. Lo único que quería era tumbarla sobre el brazo del sofá y follármela hasta dejarla sin sentido.
Pero me olvidé de eso y le abroché el collar.
—Por desgracia, tenemos que ir a cenar con Todd y Elaina. Ve a cambiarte. Tienes la ropa encima de la cama.
Yo estaba junto al sofá cuando ella volvió con el vestido de algodón que le había dejado preparado aquella mañana.
—Inclínate sobre el brazo del sofá, Abigail.
Ella lo hizo y yo le subí la falda: no llevaba bragas. Me reí.
—Qué bien me conoces. —Deslicé una mano por la suave piel de sus nalgas—. Es una lástima. Esperaba poder darte unos azotes antes de cenar.
Elaina había reservado mesa en el pequeño bistró del puerto a principios de semana. Poco después, mientras conducía hacia el restaurante, recordé que Abby había comido carne roja la noche anterior. Le iría muy bien tomar una buena ración de pescado, así que le ordené que pidiera pescado para cenar.
Cuando llegamos, Todd y Elaina aún no habían llegado y acompañé a Abby hasta un reservado. Ella cogió la carta y empezó a leer. Yo miré en dirección a la puerta; esperaba que mis amigos llegaran en cualquier momento.
Todd entró el primero y nos vio enseguida. Elaina parecía preocupada. Estaba claro que sabía que había pasado algo. Yo miré a Abby, que seguía leyendo la carta.
«No pienso decírselo», le dije a Todd articulando en silencio mientras se acercaba.
Se le oscureció el semblante.
—Hola, Abby —saludó con aspereza.
Ésta levantó la cabeza con cautela. Mierda. Ahora ella también sabía que había pasado algo. Todd no me quitó la vista de encima mientras Abby le contestaba; no dejaba de mirarme con frialdad.
Nos sentamos todos y el camarero vino a tomar nota de lo que queríamos beber.
«Tienes que decírselo», me contestó Todd en silencio, mientras Abby y Elaina charlaban tranquilamente.
Yo negué con la cabeza.
Él soltó la carta sobre la mesa cuando se marchó el camarero.
—Dime, Nathaniel —dijo Elaina, claramente ansiosa por mantener la paz en la mesa—, ¿dónde está Apolo este fin de semana?
—En una guardería —le respondí.
Yo podía hablar con normalidad y mantener una conversación razonable. Tampoco era tan difícil.
—Entonces ¿ya está mejor? —preguntó—. ¿Lo puedes dejar allí?
Estábamos hablando sobre mi perro. Todo era completamente normal.
—Ha mejorado bastante —expliqué.
—Me alegro de que alguien lo haya hecho —murmuró Todd.
La tensión entre nosotros era palpable.
Por suerte, en ese momento apareció el camarero con nuestras bebidas.
—¿Ya saben lo que van a cenar?
Eso. La carta. Habría sido una buena idea decidir lo que quería pedir.
Y entonces me di cuenta de la forma en que el camarero estaba mirando a Abby. La estaba mirando con lascivia. A Abby.
—¿Señora? —le preguntó. Como si no se la estuviera imaginando desnuda.
—Tomaré el salmón.
Porque yo le había dicho que pidiera pescado y ella siempre hacía lo que yo le ordenaba. Entonces me pasó la carta.
—Maravillosa elección —manifestó el repulsivo camarero—. El salmón es uno de nuestros mejores platos.
Y entonces le guiñó un ojo. Le guiñó el puto ojo. A Abby.
Carraspeé.
—¿Sí, señor? —se dirigió a mí—. ¿Qué va a tomar usted?
—El salmón también —contesté, dándole nuestras cartas mientras tomaba nota del pedido de Todd y Elaina.
Por fin se marcharía.
Pero en lugar de hacerlo, se balanceó sobre los talones.
—¿Han venido a la ciudad para ver el partido?
Hablaba en plural, pero no dejaba de mirar a Abby.
Ella se acercó un poco más a mí.
«Eso es, perdedor —quería decirle—. Ha venido conmigo. Está sentada conmigo. Cuando nos vayamos, se vendrá conmigo. Y cuando tú estés solo esta noche, ella seguirá estando conmigo».
—Claro. ¡Arriba los Giants! —exclamó Elaina, tratando una vez más de poner un poco de paz en la mesa.
La pobre se estaba esforzando mucho.
El camarero sonrió.
—Cuanto antes tramite nuestro pedido, antes nos traerán la comida y antes podremos irnos —le advertí yo.
El hombre se marchó por fin, no sin antes lanzarle una última mirada a Abby.
La tensión era tan palpable cuando se fue, que estuve a punto de desear que volviera. Aunque sólo fuera para desviar la atención de Todd y de mí.
Entonces Elaina empujó su silla hacia atrás.
—Tengo que ir al servicio. ¿Abby?
—Claro —dijo ésta con evidente alivio en la voz.
Todd y yo nos levantamos cuando ellas lo hicieron también y los dos observamos cómo se marchaban hacia el lavabo.
—Estás cometiendo un gran error —dijo él cuando ya no nos podían oír. Nos volvimos a sentar.
—Es decisión mía si lo cometo o no.
—Es posible, pero cuando ese error le haga daño a Abby, ya no será sólo cosa tuya.
—El error nunca le hará daño, porque nunca se enterará.
Todd se inclinó sobre la mesa.
—Yo no apostaría. Cuando lo descubra, cosa que hará, todo irá mucho mejor si eres tú quien se lo dice. Y también si se lo dices antes que después.
—Déjalo estar —le pedí, inclinándome yo también sobre la mesa.
—Eres un hombre inteligente y respetable —insistió—. Basas todos tus negocios en principios de honestidad e integridad. Toda tu vida se asienta sobre esos principios. Y es lo mismo que les pides a tus empleados. ¿Qué harías tú si supieras que le estoy ocultando algo a Elaina?
—Confiaría en que sabrías tomar la mejor decisión sobre una cosa que concierne a tu vida personal.
—Y una mierda —repuso, levantando la voz—. Se lo dirías tú.
Entonces di un puñetazo en la mesa.
—No pienso permitir que me la arrebates.
—¡Maldita sea, Nathaniel! —estalló él—. Yo no pretendo arrebatártela. Al contrario, quiero que se quede contigo porque mereces la confianza que te brinda. —Miró hacia un lado—. Te sugiero que te tranquilices. Ya vuelven.
Cuando Abby y Elaina se sentaron de nuevo a la mesa, ya había conseguido relajar el ritmo de mi respiración. A pesar de estar convencido de que Abby sabía que estaba ocurriendo algo, también sabía que nunca me preguntaría nada al respecto. Técnicamente, mis amigos no eran de su incumbencia.
Soy incapaz de recordar nada de lo que comí, aunque sé que cuando acabó la cena, mi plato estaba limpio. Sólo recuerdo que no dejé de discutir conmigo mismo.
«Díselo.
»No se lo digas.
»Perderla.
»Conservarla».
Las distintas opciones no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. No sabía qué hacer. Era incapaz de decidirme.
Pero un poco más tarde, cuando subíamos en ascensor a la habitación, sí sabía una cosa: en aquel momento, sólo por aquella noche, Abby era mía.
Cuando entramos en la suite, cerré de un portazo. Luego agarré a Abby del brazo, la empotré contra la puerta y la acaricié por encima del vestido.
—Joder, joder, joder.
Susurré embriagado por su esencia. Era mía. Su olor me pertenecía. Su cuerpo era mío. Incluso su alma era de mi propiedad. Le quité el vestido y le arranqué el sujetador.
Se quedó desnuda.
Me quité los pantalones de un solo movimiento y me abrí la camisa sin importarme que los botones salieran volando. Abby me miraba con ojos salvajes.
La cogí en brazos y la empujé contra la puerta.
—El fin de semana que viene no te pondrás nada de ropa desde que llegues hasta que te vayas de mi casa.
Estaba tan ido que era imposible que llegáramos al dormitorio. La iba a hacer mía allí mismo. Contra la puerta.
Introduje dos dedos en su sexo. Por suerte ya estaba húmeda. No estaba de humor para preliminares.
—Te tomaré cuando y donde quiera. —Hice girar los dedos y ella gimió—. Te follaré cinco veces la misma noche del viernes.
Porque podía hacerlo.
—Quiero que te depiles a la cera para el próximo fin de semana, Abigail. No quiero que te dejes ni un pelo.
Ella parpadeó.
—Abre las piernas y flexiónalas —le dije—. No pienso esperar más.
Sin vacilar ni un segundo, separó las rodillas y las flexionó. Yo me coloqué por debajo de ella y me metí en su cuerpo de un solo movimiento, embistiendo hacia arriba al mismo tiempo.
Joder. Sí.
Me retiré y la penetré de nuevo, empotrándola contra la puerta. Entonces ella dio un pequeño salto y me rodeó la cintura con las piernas.
Se me pusieron los ojos en blanco.
Pero seguía sin ser suficiente. Yo empujaba contra la puerta una y otra vez, internándome más profundamente en Abby y esforzándome al máximo para poseerla por completo.
Dejé de sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo para notar cómo movía las manos por mi espalda.
—¡Sí! —grité, cuando noté que me arañaba. «Márcame. Poséeme»—. Joder. Sí.
Fue entonces cuando comprendí que ella me poseía a mí tanto como yo a ella. Y ese pensamiento, la idea de que yo le pertenecía, me provocó un intenso frenesí. Empujé una vez más, quería llegar aún más adentro.
Abby gimió entre mis brazos.
—Aún no, Abigail. —Arremetí de nuevo y me interné un poco más—. Aún no he acabado.
Jamás acabaría con ella.
Gimió de nuevo mientras sus músculos se contraían alrededor de mi polla.
—Será mejor que no te corras antes de que te dé permiso —dije, embistiéndola de nuevo—. He traído la correa de piel.
Sus uñas se volvieron a deslizar por mi espalda y noté las marcas que iban dejando a su paso. Saber que me había marcado aumentó mi ansia y golpeamos contra la puerta de nuevo. Abby gimió una vez más. Sabía que era injusto que no la dejara correrse, pero me estaba dando tanto placer… Flexioné un poco más las piernas y ladeé las caderas para alcanzar una zona nueva de su interior en mi siguiente embestida. Ella respondió con un gruñido.
«Eso es, Abby. Tus gemidos y gruñidos son sólo para mis oídos».
La penetré otras tres veces y entonces supe que ya no podía aguantar más. Ni por ella ni por mí.
—Ahora —le indiqué en un susurro.
Entonces soltó el aliento con un suspiro de alivio y su clímax se manifestó en una serie de espasmos. Sus músculos se contraían alrededor de mi polla una y otra vez. Agaché la cabeza y le mordí el hombro mientras me corría en ella; ya era completamente incapaz de aguantar más.
La mantuve apretada contra la puerta entre mis brazos temblorosos, mientras luchaba por recuperar el control de mi respiración. Abby dejó caer el peso de su cuerpo contra mí y yo me retiré para mirarla. Le aparté el pelo de la cara.
Tenía el aspecto de una mujer a la que le acababan de echar un buen polvo.
La dejé en el suelo y me tambaleé hasta el baño más cercano. Había varias toallas y paños en un toallero junto al lavabo. Cogí un paño y lo empapé en agua.
Cuando regresé a la puerta, Abby no se había movido. Con suavidad, le separé las piernas y le limpié los restos de su excitación y de mi orgasmo. Después de lo de la noche anterior y lo que acababa de suceder, estaba seguro de que debía de estar dolorida.
Entonces miré sus dulces y confiados ojos y supe lo que tenía que hacer.
Debía contárselo.
—Lo siento —dije y no estaba seguro del motivo por el que me disculpaba: si era por la aspereza del sexo, por la verdad que no le había confesado, por el dolor que ella sentiría cuando se lo explicara… Quizá me refiriera a todo a la vez. A todo y un poco más—. Tengo que salir. Volveré más tarde.
Porque en ese momento no podía mirarla a los ojos sabiendo que le había mentido.