La conversación prosiguió, mientras yo deslizaba la mano por debajo de la mesa y rozaba la rodilla de Abby. La acaricié. La toqué. La provoqué.
—Abby —dijo Linda—, sigo teniendo muchas ganas de quedar contigo para comer, pero esta semana no me va muy bien. ¿Cómo te iría el miércoles que viene?
Yo seguí acariciándole la rodilla, pero estaba muy interesado en su respuesta.
—Los miércoles no me van muy bien —respondió—. Hay un socio que viene cada miércoles a visitar la Colección de Libros Raros y como no dejamos que nadie entre en la sala sin acompañante, tengo que estar todo el rato con él.
Casi me echo a reír.
Mi tía suspiró.
—Debe de ser un poco agobiante, pero supongo que son los inconvenientes de trabajar de cara al público.
—La verdad es que no me importa —contestó Abby—. Resulta reconfortante encontrar a alguien tan perseverante.
Dejé resbalar la mano por su rodilla. ¿Ella creía que yo era perseverante? Estaba impaciente por demostrarle lo perseverante que podía llegar a ser.
—¿Y cómo te iría el martes? —preguntó Linda—. No va también los martes, ¿verdad?
Me sorprendió mucho darme cuenta de que mi tía estaba tan interesada en pasar un rato con Abby y disfruté pensando en lo bien que la había aceptado mi familia.
—El martes sí que puedo —convino ella.
—Entonces tenemos una cita.
Linda sonrió.
Volví a meter la mano debajo de la mesa para acariciar de nuevo la rodilla de Abby. Entonces Todd me preguntó por las inminentes elecciones locales. Sabía que era incapaz de quedarme al margen de un debate sobre política. Pero no me importó, era una manera como otra cualquiera de alejar la atención de todo el mundo de mi mano izquierda.
«Eres mía —le decía con mis dedos—. Incluso en esta mesa. Puedo hacerte lo que quiera».
Y ella me dejaría.
Le pasé el pan a Felicia. No podía decir que se mostrara cálida conmigo, ni mucho menos, pero tampoco ni la mitad de fría que fue en el hospital. Quizá algún día acabara dándose por vencida.
Luego me acerqué un poco más a Abby y fui subiendo la mano hasta su regazo. Sólo era un recordatorio.
Elaina me hizo una pregunta y yo cogí los cubiertos cuando le contesté. Quería recordarle a Abby que no debía llamar la atención. Lo que estábamos haciendo era algo entre nosotros. A ojos de mi familia, sólo éramos como cualquier otra pareja normal en una cena.
Pero por debajo de la mesa…
Bajé la mano para volver a tocarle la rodilla, pero ella había cruzado las piernas. No podía permitirlo. Le empujé la pierna de encima y ella separó las rodillas.
Mucho mejor.
Empecé a subir la mano, le levanté la falda y volví a concentrarme en mi ensalada.
Miré alrededor de la mesa: Felicia se reía de algo que había dicho Jackson y Linda estaba hablando con Elaina.
Dejé que mi mente se perdiera en los planes que tenía para el resto de la noche. Había dado instrucciones en el hotel para que…
Entonces Abby se atragantó y regresé al presente.
Le di unos golpecitos en la espalda.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó, sonrojada de vergüenza—. Perdón.
—¿Sabes? —dijo Todd desde el otro lado de la mesa—, no deberías golpear a la gente en la espalda cuando se atragantan; puede ser peligroso.
—Gracias, doctor Welling —respondí.
—Sólo intento ayudar.
—Pues no te esfuerces tanto la próxima vez.
Él me dedicó una sonrisa provocadora.
—¿Y eso qué tendría de divertido?
El camarero retiró los platos. La copa de Abby estaba vacía, así que le serví un poco más de vino. Quería que estuviera bien relajada.
—¿Qué otras cosas lees además de poesía?
Le acaricié la parte superior del muslo. Éramos como cualquier otra pareja que se demostraba un poco de afecto.
Claro que sí.
Ella tomó un sorbo de vino.
—Casi cualquier cosa. Los clásicos son mis favoritos.
Sonreí. Como disfruté mucho de nuestro jueguecito de poesía en la biblioteca el fin de semana anterior, había pasado parte del tiempo de los almuerzos leyendo citas de autores famosos. Me moría por presumir.
—«Un clásico —dije— es un libro que todos alaban pero nadie lee». Mark Twain.
Abby esbozó una sonrisa pícara. Sus ojos se iluminaron de entusiasmo.
—«No puedo tener buena idea de ningún hombre que juegue con los sentimientos de una mujer». Jane Austen.
Sí, supongo que me estaba divirtiendo un poco con ella. Pero ¿contestaba con una cita de Jane Austen a la que yo había elegido de Mark Twain? Supuse que conocería la antipatía que se tenían.
Le sonreí.
—«Pero cuando una joven está llamada a ser una heroína, ni el consejo de cuarenta familias podría evitarlo». —«¿Qué te ha parecido ésta?»—. Jane Austen.
Abby ni siquiera parpadeó cuando yo le subí la mano por el vestido, sólo se limitó a decir la siguiente cita:
—«La verdad supera a la ficción». Mark Twain.
Oh, me había pillado. Me había pillado bien. Me reí y llamé la atención de todos los presentes.
—Me rindo. —Apoyé las manos en la mesa—. Tú ganas. Pero sólo este asalto.
—A ver, vosotras dos —les dijo Elaina a Abby y a Felicia—. Mañana Linda y yo vamos a ir al spa a hacernos un masaje, un tratamiento facial y las uñas. Os hemos pedido cita también a vosotras. Corre de nuestra cuenta. ¿Vendréis?
Fui yo quien llamó a Elaina a principios de semana para sugerírselo. Pero ella me sorprendió cuando me dijo que ya había reservado hora también para Abby y Felicia.
—Qué buena idea. —Le volví a acariciar la rodilla a Abby. No me gustaba nada la idea de estar separado de ella, pero también quería que fuera conociendo mejor a mi familia—. Supongo que Todd y yo podemos pasar la mañana jugando al golf. ¿Te gustaría ir con las chicas, Abigail?
—Claro. Me encantaría.
Claro que sí. ¿Qué mujer rechazaría un día en el spa? Yo miré al otro lado de la mesa en busca de Todd.
Éste me guiñó un ojo.
«Eres un calzonazos, West», me dijo en silencio.
«Voy a arrastrar tu culo por todo el green, doctor», le respondí.
—Puedes intentarlo —soltó en voz alta.
Linda carraspeó.
—Perdón —me disculpé.
Seguí comiendo sin dejar de observar a Abby con el rabillo del ojo. Sonreía todo el rato y hablaba con todo el mundo. No se mostró vergonzosa ni cohibida en ningún momento. Estaba preciosa.
También me di cuenta de que estaba tan tensa que no me costaría mucho hacerla explotar.
Pero no quería eso. De momento.
La dejé tranquila mientras nos comíamos el segundo plato. Ya era suficiente provocación que yo estuviera sentado junto a ella. Cada vez que respiraba, percibía el ligero movimiento de su cuerpo y la suavidad con la que se le levantaba el pecho.
Se rio de algo que dijo Felicia al tiempo que se apartaba el pelo de la cara con un elegante movimiento de la mano. Mi cabeza se descontroló y me imaginé esas manos sobre mi cuerpo.
Quería sentir sus dedos sobre mi piel.
Le serví más vino y la miré mientras bebía.
También quería sentir esa boca sobre mí.
Le cogí la mano y la coloqué sobre mi erección. Luego, muy despacio para no llamar la atención de ninguna de las personas sentadas a la mesa, levanté las caderas y la presioné contra su palma.
«¿Ves? —quería decirle—. ¿Te das cuenta de lo que me haces?»
Sí que se daba cuenta. Se mordió el labio y dejó la mano sobre mi entrepierna. Era demasiado. Le estreché la mano con suavidad y la volví a dejar sobre su pierna.
«Pronto —le prometí en silencio—. Pronto».
Esperaba que los dos consiguiéramos aguantar.
En el coche, seguí provocándola: le levanté la falda hasta la cintura y dejé su sexo desnudo al descubierto.
—Vas a estropear la tapicería del coche de alquiler. —Deslicé un dedo por su resbaladiza entrada y se lo metí dentro—. Estás empapada.
Con el rabillo del ojo vi cómo se mordía los labios. Sí, mi plan estaba funcionando. Estaba seguro de que me suplicaría allí mismo si se lo pedía. Seguí jugando con ella algunos minutos más, deslizando los dedos entre sus pliegues y jugueteando con su clítoris.
Me detuve frente al aparcacoches del hotel y le bajé a Abigail la falda antes de que pudiera verla nadie. Le di las llaves al joven y me acerqué a la puerta del pasajero para abrirle la puerta a Abby. Ella cogió la mano que le ofrecí y nos volvimos a convertir en una pareja normal.
Subimos solos en el ascensor hasta nuestra suite. Le apreté el trasero sólo porque podía hacerlo y ella respondió con un gemido.
—Aún no —susurré.
Mientras nos dirigíamos hacia la puerta, le apoyé una mano en la espalda. Ella temblaba de expectación.
«Oh, Abby —pensé—. No tienes ni idea de lo que he planeado para ti esta noche».
O quizá sí lo supiera.
Abrí la puerta de la suite y dejé que ella entrara primero. El personal del hotel había seguido las instrucciones que les había dado: todas las luces estaban apagadas, a excepción de la del salón. Guié a Abby por el corto pasillo que conducía a mi dormitorio, donde una lámpara proyectaba una luz tenue. Habían abierto la cama.
Excelente.
La dejé junto al lecho y abrí mi bolsa. Saqué el lubricante con efecto calor y el vibrador y los dejé sobre la cama.
Ella abrió mucho los ojos.
Pensándolo bien, quizá no supiera lo que había planeado.
—He sido muy paciente, Abigail —dije, hablando con firmeza pero en un tono suave y tranquilizador—. Y seré todo lo cuidadoso que pueda, pero hoy es la noche. Ya estás preparada.
«Confía en mí. No haría esto si no pensara que lo estás».
Me acerqué a los pies de la cama, donde ella me esperaba aún inmóvil a causa de la sorpresa.
—Desnúdame —le pedí, en parte para que concentrara su atención en otra cosa.
Con dedos vacilantes, me deslizó la chaqueta por los hombros y dejó resbalar las manos por mis brazos. Joder, me encantaba sentir su tacto sobre mi cuerpo. Luego me desabrochó los botones de la camisa con rapidez y la tiró al suelo. A continuación, me bajó los pantalones y los calzoncillos de un solo movimiento.
—Es toda para ti —dije, cuando liberó mi erección—. Como esta noche lo has hecho muy bien en la cena, te dejaré que la saborees un poco.
Ella se puso inmediatamente de rodillas y me tomó en su boca. Yo la sentí gemir cuando me interné en su calidez.
Al estar de rodillas, no podía hacer otra cosa que concentrarse en mí y dejar de pensar en las cosas que había dejado sobre la cama. En cualquier caso, eso era lo que yo esperaba. Si no, siempre serviría para recordarle que yo tenía toda la noche bajo control. Podía guiarla a través de aquella experiencia. Cerré los ojos y le presté toda mi atención: la sensación de su boca a mi alrededor, la manera en que alcanzaba la parte posterior de su garganta, los sedosos mechones de pelo entre mis dedos.
Me retiré algunos minutos después; no me quería correr todavía. Le tendí una mano para ayudarla a levantarse. Se tambaleó un poco y confié en que no hubiera tomado demasiado vino.
—Desnúdate —le indiqué—. Despacio.
Ella se quitó los zapatos, uno después del otro. Joder. ¿Por qué me parecía tan sexy verla hacer eso? Sin apartar los ojos de los míos ni un segundo, se llevó las manos a la espalda y se bajó la cremallera del vestido. Luego se posó la mano izquierda en el hombro derecho y empujó de la manga muy despacio.
Tenía que pedirle que se desnudara para mí más a menudo.
Cuando el vestido cayó al suelo, se volvió a llevar las manos a la espalda para desabrocharse el sujetador. Lo levantó un poco en el aire y lo dejó caer.
Abby brillaba a la luz de la luna. Su cuerpo se balanceaba un poco y proyectaba sombras sobre la cama.
Me senté.
—Tócate.
Ella empezó a moverse completamente desinhibida, se agarró los pechos y se tocó los pezones hasta que se le pusieron duros. Primero se pellizcó uno y luego el otro. Se le cerraron los ojos y gimió de placer mientras se mecía de nuevo.
A continuación, dejó resbalar una mano por el costado y por encima de su vientre, hasta que se empezó a tocar mientras con la otra seguía jugando con sus pechos. Era lo más erótico que había visto nunca.
—Ya es suficiente —le dije, cuando empezó a mecerse contra la palma de su mano—. Ven aquí.
Ella se contoneó hasta la cama y, cuando se acercó a mí, yo estiré un brazo para cogerla de la cintura. Dejó escapar un pequeño jadeo cuando la acosté boca arriba y me tumbé sobre ella.
Acerqué la nariz a su cuello e inhalé la dulzura de su aliento cuando suspiró de nuevo. Le mordisqueé el contorno de la mandíbula y ella hundió las manos en mi pelo.
Mi exploración de su cuerpo se tornó más descarada. Le lamí la piel de debajo de la mandíbula mientras le agarraba los pechos con las manos. Luego fui bajando, primero le pellizqué un pezón y luego le apreté la cadera.
Mi boca siguió el rastro que iban dejando mis dedos y fui saboreándola, le lamí el ombligo y jugueteé con su hinchado clítoris. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro y supe que estaba preparada.
Volví a acariciarla entera, pero lo hice con más suavidad. Con delicadeza. Con reverencia. También la mordí con más cuidado. Ella gimió debajo de mí. Estaba ansiosa y necesitada.
La puse de lado muy despacio, al tiempo que deslizaba las manos por sus brazos.
«Todo va bien. Estarás bien. Confía en mí».
Traté de comunicarle eso con mis caricias y ella apoyó la cabeza en mi cuerpo y arqueó la espalda.
Cogí el lubricante con efecto calor que tenía junto a mí y me unté la pegajosa sustancia en los dedos. También me puse un poco en la polla; estaba muy excitado.
Entonces, muy despacio, empecé a dibujar círculos en su clítoris con una mano, mientras con la otra la acariciaba entre las nalgas para presionarle el ano. Ella se sobresaltó un poco. Di por hecho que su sorpresa se debía a la temperatura del lubricante, porque el fin de semana anterior no había utilizado uno de esa clase.
Por si acaso, me tomé mi tiempo y tardé un buen rato en meter el dedo en su ano, mientras me aseguraba de que no dejaba de prestarle atención a su clítoris. Me concentré en sus reacciones, fijándome especialmente en cualquier signo de incomodidad. No percibí ninguno, sólo dejó escapar un suspiro de placer cuando deslicé el dedo hasta el fondo.
Repetí los mismos movimientos con el segundo dedo. Quería dilatarla despacio y prepararla para mi polla. Ella se mecía contra el dedo que yo había apoyado sobre su clítoris y, al apretarse contra mí, hacía que mis otros dedos se internaran más adentro. Aun así, seguí haciéndolo todo muy despacio.
Teníamos todo el tiempo del mundo. Toda la noche si era necesario. Yo me movería a paso de tortuga para asegurarme de que ella disfrutaba.
Ella se volvió a empujar contra mis dedos.
«Quédate conmigo, Abby».
Retiré los dedos y le levanté la pierna. Con una mano coloqué la polla contra ella, mientras con la otra mano seguía dibujando círculos en su clítoris y con los demás dedos me internaba entre sus pliegues. Presioné un poco hacia delante para que supiera dónde estaba y lo que me proponía hacer.
Ella se quedó quieta. Aceptándome.
Su cuerpo no opuso resistencia y no tembló. Tampoco dejaba entrever ninguna señal de incomodidad.
Presioné hacia delante hasta que la punta de mi polla se introdujo en ella.
«Despacio», me dije. La urgencia de introducirme del todo era muy intensa, pero me contuve. Sabía que me tenía que concentrar completamente en ella. Enterré mis necesidades en lo más profundo de mi mente. Abby había confiado en mí hasta ese momento y yo haría lo que fuera por agradecerle esa confianza.
Apreté con más fuerza y ella jadeó. Redoblé mis esfuerzos sobre su clítoris, mientras me quedaba totalmente inmóvil de cintura para abajo. Mi objetivo era volver a provocarle una fuerte necesidad. Cuando se relajaba, empujaba de nuevo. Luego, yo me detenía otra vez y la provocaba un poco más con los dedos.
Presioné contra la resistencia natural de su cuerpo y, de una suave embestida, deslicé la polla en su interior. Volví a sentir la necesidad de entrar del todo, pero me resistí, concentrándome en la mujer que tenía entre los brazos y en la confianza que me demostraba. No pensaba destruir ese sentimiento.
Abby inspiró hondo.
Maldita fuera, le estaba haciendo daño.
Aparté los dedos de su clítoris y le busqué la mano para cogérsela.
—¿Estás bien? —quise saber.
Aunque sabía que no podía eliminar del todo el dolor, podía demostrarle que lo sabía. Que sería suave. Que la cuidaría.
Ella volvió a inspirar hondo.
—Sí.
Abby no me mentiría. Si quería que parase, lo haría. Si me decía que no estaba bien, pondría fin a la noche.
Le estreché la mano y me acerqué para besarle la nuca.
—Lo estás haciendo muy bien.
La tensión abandonó su cuerpo con un largo suspiro y se fundió contra mí.
Entonces cogí el vibrador y lo puse en marcha. La rodeé con el brazo y la apreté contra mi pecho, dejando la mano entre sus pechos para poder sentir su respiración.
Con la otra mano pasé el vibrador por su cuerpo para que se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Temblé debido a la necesidad de empujar hacia delante y enterrarme completamente en ella, pero lo que hice fue penetrarla con el vibrador. Se le aceleró la respiración cuando empecé a hacerlo de ambas formas, deslizándome con la polla por detrás, al mismo tiempo que lo hacía en su sexo con el vibrador.
La estreché con fuerza contra mí; los dos estábamos tensos a causa del esfuerzo.
«Sólo un poco más. Quédate conmigo, Abby.
»Ya casi está».
Y entonces, por fin, llegué hasta dentro del todo.
Solté el aire que llevaba un rato conteniendo.
—¿Sigues estando bien? —le pregunté, sorprendido de lo ronca que tenía la voz.
—Sí —respondió, con voz ronca ella también.
Me quedé inmóvil una vez más para darle tiempo a acostumbrarse a la sensación de sentirse tan llena.
Para mí fue un auténtico infierno.
Dentro de su cuerpo, el vibrador zumbaba contra mi polla y me estaba volviendo loco de necesidad: quería empezar a moverme. Necesitaba empujar. Cualquier cosa que me ayudara a aliviar el ardiente anhelo que sentía.
Pero su corazón latía bajo mis dedos y tenía la respiración muy agitada.
Y no pensaba hacerle daño.
Así que apreté los dientes y esperé a que se relajara.
Saqué un poco el vibrador mientras me mantenía completamente quieto. Luego lo volví a meter al mismo tiempo que echaba las caderas hacia atrás. Y así fui moviendo el vibrador y mi polla, uno hacia dentro cuando el otro salía.
Estaba tan apretada… Gemí al penetrarla y el vibrador me rozó de nuevo. La estreché incluso con más fuerza. Le notaba el corazón muy acelerado.
Me empecé a mecer un poco más rápido mientras alternaba el movimiento de mi cuerpo con el del vibrador. Abby se quedó quieta y gimió. Yo giré el vibrador para que le presionara el clítoris y me lo agradeció con un pequeño quejido.
Empecé a embestirla más deprisa y a introducir el vibrador más profundamente. Ella contrajo los músculos a mi alrededor y estuve a punto de perder el control.
Mientras los dos íbamos hacia el clímax, comencé a sudar. Quería que Abby experimentara todo el placer posible.
Entonces sacudió la cabeza y gimió.
Ya no podía aguantar más. La embestí de nuevo y ella gritó, al mismo tiempo que su orgasmo la apretaba contra mí. Sus músculos se contrajeron a mi alrededor, absorbiéndome hacia dentro y apretando el vibrador contra mi polla.
Jodeeeeeeeer.
El orgasmo me recorrió de pies a cabeza y arremetí con más fuerza, mientras le mordía la suave piel de la espalda. Abby volvió a gritar: su segundo orgasmo fue tan intenso como el primero.
Se quedó inmóvil unos segundos, pero su corazón latía a ritmo constante y tenía la respiración agitada.
—¿Abigail?
—Oh, Dios.
—¿Estás bien?
Murmuró algo, pero no se movió. Lo único que yo quería era quedarme exactamente como estaba y no volver a moverme nunca más, pero debía ocuparme de ella. Tenía que ayudarla a que se tranquilizara y se relajara, de ese modo no se sentiría tan dolorida por la mañana. Tenía que demostrarle lo mucho que su confianza significaba para mí.
—Ahora vuelvo —dije, levantándome de la cama.
Regulé la intensidad de la luz del cuarto de baño para que proyectara un cálido y suave resplandor y me dirigí a la bañera. Me había traído los artículos de tocador de Abby de mi casa y, mientras la bañera se llenaba de agua caliente, vertí en ella unas gotas de su gel de baño. Pocos minutos después, la estancia estaba impregnada de un húmedo y vaporoso olor a Abby.
Regresé al dormitorio y la encontré tumbada sobre la cama en la misma postura en que la había dejado. Le pasé los brazos por debajo del cuerpo y la llevé al cuarto de baño, donde la metí suavemente en la bañera.
Ella suspiró cuando el agua caliente la cubrió. Entonces, yo cogí un paño, lo empapé en el agua y luego se lo pasé por los hombros, empezando a lavarla con delicadeza. Primero un brazo y luego el otro.
La incliné hacia delante y le froté la espalda. Le eché el pelo hacia un lado con cuidado y le froté el cuello, al tiempo que le besaba con suavidad la marca que le había dejado. Cuando terminé con la espalda, le pasé el paño por los pechos y observé cómo las jabonosas burbujas se deslizaban entre ellos.
Después le froté el abdomen, recordando cómo se había contraído de placer entre mis manos. A continuación, le levanté las rodillas para poder lavarle las piernas.
Ella estuvo todo el rato con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios.
Le deslicé el paño entre las piernas con toda la suavidad que pude.
—Levántate un poco, preciosa —le pedí.
Ella levantó las nalgas y yo eliminé de su cuerpo los últimos restos de mi orgasmo y de lubricante. Luego tiré del tapón de la bañera y dejé que se fuera el agua.
La cogí en brazos y la senté en el borde. Le puse una toalla alrededor de los hombros mientras tomaba otra para secarle los pies. Luego fui subiendo lentamente y secando cada centímetro de su perfecto cuerpo.
Cuando terminé, cogí un cepillo del tocador y la peiné con delicadeza.
—Has estado maravillosa. Sabía que lo harías muy bien.
Abby volvió a sonreír.
Cogí el camisón que había dejado colgado en la percha del baño y se lo deslicé por la cabeza. Luego la volví a coger en brazos y la llevé a su dormitorio.
Cuando posé los labios en su frente para darle un beso, ya estaba dormida.