Estaba yendo a la biblioteca. Hubiera apostado cualquier cosa. Durante unos cuatro segundos, me planteé quedarme en mi habitación, pero no podía. Sabía que tenía que ir con ella. Tenía que saber. Tenía que saber si la encontraría dormida en el sillón de piel, o delante de la sección de poesía, con el libro de John Boyle O’Reilly abierto entre las manos.
Si encontraba el poema, encontraría también el pétalo de rosa. La noche del miércoles lo metí en el libro para marcar la página exacta.
¿Qué descubriría en sus ojos? ¿Confusión o deseo?
Me quedé junto a la puerta e inspiré hondo.
Antes de salir de la habitación, me metí un condón en el bolsillo. Recordé la última vez que Abby y yo estuvimos juntos en la biblioteca y decidí que nunca estaba de más estar preparado.
Bajé la escalera muy despacio, me tomé mi tiempo e intenté decidir qué le diría cuando entrara en la biblioteca.
Pero eso era una tontería. Lo que le dijera dependería de lo que estuviera haciendo ella. Así que, por primera vez, opté por improvisar. Me guiaría por mis instintos.
Esperaba no estrellarme.
Cuando entré en la habitación, mis ojos se dirigieron directamente a la sección de poesía.
Y allí estaba ella, de pie junto a la ventana.
Pude ver cada una de las curvas de su cuerpo a través de la fina tela de su camisón. Parecía estar envuelta en un halo de luz de luna que no escondía nada: ni el oscuro tono de sus pezones ni el tenue rubor de sus mejillas.
Ni tampoco la sorpresa que reflejaba su rostro.
Lo había averiguado.
Se me aceleró el corazón.
Entonces encendí la pequeña lámpara que había sobre la mesita de la esquina.
—Abigail.
Ella se puso un mechón de pelo detrás de la oreja.
—No podía dormir.
Vale, no quería que yo supiera que ya lo sabía.
—¿Y has decidido que la poesía te noquearía? —le pregunté. Y justo en ese momento, pensé en probar algo distinto—. Te propongo un juego, ¿te parece?
«Ella camina en hermosura como la noche / de regiones sin nubes y cielos estrellados; / y todo lo mejor de la oscuridad y el brillo / se encuentra en su aspecto y sus ojos…»
Esbocé una astuta sonrisa.
—Di de qué poeta es.
—Lord Byron. Me toca.
«Duermo contigo y me despierto contigo, / pero tú no estás aquí; / mis brazos sólo piensan en ti / y estrechan el aire».
Ella pensaba en mí. Soñaba conmigo. Me deseaba.
A pesar de ser muy tarde, esos pensamientos me agitaron de pies a cabeza como si me hubiera bebido una cafetera entera. Por desgracia, no tenía ni idea de quién era el poeta y, a juzgar por la expresión autosuficiente que Abby había adoptado, ya se había dado cuenta.
—No debería haberle sugerido una competición como ésta a una bibliotecaria licenciada en Letras. Éste no lo sé.
—John Clare. Un punto para mí.
Cerré los ojos y traté de pensar en un poema, cualquier poema, y sonreí cuando por fin me vino uno a la cabeza.
—Prueba con éste —dije.
«No dejes que tu corazón profético / me presagie mal alguno. / El destino puede ponerse de tu parte / y dar cumplimiento a tus temores».
«Dame tiempo, Abby. Quiero intentarlo, pero tengo mucho miedo de echarlo todo a perder. Y no sé lo que haría si lo echara todo a perder».
Ella entrecerró los ojos y de repente pareció… ¿preocupada?
—John Donne —dijo.
—Tu turno —contesté asintiendo.
Entonces citó un poema de John Boyle O’Reilly. Lo reconocí de mis lecturas de la noche del miércoles.
—«Me diste la llave de tu corazón, mi amor; / ¿por qué entonces me haces llamar a la puerta?»
Su mirada era suave y estaba llena de añoranza. Y fue entonces cuando comprendí que estaba perdido. Lo supe en ese preciso momento. No importaba lo que pasara a continuación. Lo que yo hiciera o lo que hiciéramos los dos, o si todo se echaba a perder; estaba perdido. Le pertenecía sólo a ella. Y estaba muy asustado.
Tendría que tomármelo con calma. Ambos nos lo tomaríamos con calma. En ese terreno yo no tenía ninguna experiencia y no sabía qué debía esperar o lo que debía hacer. Pero teníamos mucho tiempo, ¿verdad? Teníamos todo el tiempo del mundo. Estaba convencido de que encontraríamos la manera.
—John Boyle O’Reilly —afirmé—. Y me doy un punto por saber también los siguientes versos.
«Oh, eso fue ayer, ¡por todos los santos! / Y por la noche cambié la cerradura».
Menos mal que Abby estaba en la otra punta de la sala. Quizá desde allí no pudiera oír los latidos de mi corazón. Debería haberme puesto una camisa. O por lo menos haber tratado de cubrirme un poco.
—Entonces hemos empatado. —Echó a andar hasta ponerse detrás del sofá, lenta y calculadoramente, mientras deslizaba un dedo por el respaldo de cuero—. Dime, ¿por qué has venido a mi biblioteca a estas horas de la madrugada?
«He venido a verte. Igual que el miércoles. Eres tú. Siempre eres tú».
—He venido a tocar —respondí, haciendo un gesto en dirección al piano.
Tocaría para intentar relajarme y quizá tratar de encontrarle alguna lógica a aquella situación a través de la música.
Ella se sentó en el sofá.
—¿Puedo escuchar?
—Claro.
Me acerqué al banco del piano y me senté. Cerré los ojos e inspiré hondo. La canción de Abby. Era la única melodía que conseguía oír en mi cabeza, la única melodía que podía tocar. Era lo único que tenía sentido en aquel momento de locura, confusión y de qué-narices-hago-ahora.
Como siempre, me perdí en las notas y me concentré en expresar a través de ellas mis sentimientos. Pensé en la suavidad de la piel de Abby, en la dulzura de su personalidad, en la delicada elegancia de su cuerpo, en el inolvidable dolor que había provocado en mi corazón… Dejé que saliera todo. Sabía que jamás sería capaz de decir con palabras lo que podía comunicar a través de la música, así que dejé que el piano hablara por mí.
Mientras tocaba, las claras zonas en blanco y negro que siempre habían dictado el orden de mi mundo empezaron a fundirse y a mezclarse, convirtiéndose en un seductor y precioso tono de gris. Durante todo el tiempo que duró la canción, ese gris se me antojó exquisito. Significaba que dos personas procedentes de mundos distintos se unían inesperadamente y creaban algo nuevo. El gris cogía lo mejor de nosotros dos y lo convertía en algo más grande de lo que éramos por separado.
La pieza terminó y me quedé allí sentado en silencio. Aquélla era su habitación. Le había dicho que allí podía ser ella misma. Y yo no pensaba ser menos: en aquella estancia daría rienda suelta a mi verdadero yo y no pensaría en las consecuencias.
—Ven aquí —susurré.
Abby se levantó y se acercó a mí.
—Es mi biblioteca.
—Es mi piano —repliqué, porque los dos estábamos cediendo algo en aquel momento. Los dos estábamos dejando que el otro echara un vistazo a los profundos rincones secretos de su alma.
Cuando estuvo frente a mí, la rodeé con un brazo y la senté sobre mí. Parecía tan delicada y pequeña… Le toqué el pelo, le acaricié los hombros y dejé que mis manos reposaran en la curva de su cintura. Suspiré e incliné la cabeza hacia delante para inhalar su deliciosa fragancia.
Ella hundió los dedos en mi pelo y, por un breve segundo, intentó levantarme la cabeza. No había nada que yo deseara más que hacer eso y pegar los labios a los suyos. No, no quería simplemente pegarlos a los suyos, quería saborearlos. Degustar su boca, explorarla.
Pero había establecido la regla de no besar y aún no estaba listo para romperla. Aún había muchos obstáculos en esa dirección. En lugar de besarla, volví la cabeza y deslicé los labios por encima de su vaporoso camisón hasta capturar uno de sus pezones con la boca.
Entonces me retiré y la miré a los ojos.
—Te deseo. Te deseo aquí. Frente a mi piano. En medio de tu biblioteca.
«Ahora mismo, Abby. Es la única forma que conozco de expresar estos sentimientos que no comprendo. Y justo aquí, en la única habitación en la que ambos podemos ser nosotros mismos».
—Sí —susurró con los ojos cerrados.
Era la única palabra que necesitaba oír. La ayudé a ponerse de pie y le quité el camisón. Ella deslizó las manos por mi pecho y me desabrochó los pantalones.
—En mi bolsillo —susurré, antes de que me los quitara del todo.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?
Cogió el preservativo y rasgó el envoltorio.
«En absoluto. Antes sí era un hombre seguro de mí mismo, pero ya no lo soy. Cuando estoy contigo, ya nunca estoy seguro de nada».
Me puso el condón con seguridad mientras me apretaba la base de la polla. Yo me senté con ella en el banco del piano y Abby quedó frente a mí, rodeándome con las piernas.
—Toca para mí —me pidió, abrazándome.
Su habitación. Sus deseos.
La melodía que mis dedos sacaron del teclado era distinta. Era una pieza provocativa y sensual, igual que ella en su biblioteca. Cualquier otra noche hubiera cogido papel para escribir las notas, pero teniendo a Abby en mi regazo, lo único que podía hacer era tocar.
Y entonces ella se penetró con mi polla de un solo movimiento.
—Sigue —dijo, justo cuando mis dedos amenazaron con detenerse.
Empezó a moverse sobre mí muy despacio, absorbiéndome más adentro con cada contoneo de sus caderas. Me arrastraba hacia el gris que los dos estábamos construyendo.
Me mordisqueó la oreja. Su cálido aliento provocó oleadas de sorpresa que me recorrieron todo el cuerpo, y entonces susurró:
—Me encanta sentirte dentro de mí.
Joder, me estaba diciendo guarradas.
—Durante la semana pienso en tu polla, en su sabor.
Se dejó caer hacia abajo y contrajo sus músculos internos a mi alrededor. Yo gemí.
Abby pensaba en mí durante la semana.
«Sólo piensa en tu polla —me recordé—. No en ti».
—En las sensaciones que me provoca —prosiguió y yo tuve que hacer acopio de toda mi fuerza para resistir—. Cuento las horas que faltan para poder verte. Para poder estar así contigo.
Me olvidé del piano. La música cesó cuando la rodeé con los brazos. Sólo quería tocarla.
Ella se quedó quieta.
—Sigue tocando.
Empecé a interpretar de nuevo la misma melodía. Más deprisa. Con más desesperación.
—Nunca me había sentido así —dijo—. Tú eres el único. Eres el único capaz de hacerme sentir así.
Eso fue demasiado. No podía seguir negándome ni negándonos. Ya no quería hacerlo.
Me había dicho que nunca se había sentido de esa forma.
Abby también estaba confusa. Aquello también era nuevo para ella.
Por supuesto.
Mis manos resbalaron del teclado y, por fin, por fin pude tenerla entre mis brazos.
—¿Crees que es diferente para mí? —le pregunté.
¿Cómo podía no saber lo que me estaba haciendo? Subí las manos para poder agarrarla de los hombros y embestir hacia arriba con todas mis fuerzas.
—¿Qué te hace pensar que para mí es distinto? —añadí.
«Cuento las horas que faltan para el fin de semana. Pienso en ti todos los días. Es exactamente lo mismo para mí. Yo tampoco me había sentido nunca así.
»Quédate conmigo, Abby. Aguanta conmigo mientras resuelvo todo esto.
»Por favor».
Entonces ella se empezó a mover más deprisa y mi cuerpo se adaptó al ritmo que marcaba, acogiendo sus empujones con embestidas de mis caderas. La deseaba. La necesitaba. Se estremeció a mi alrededor y yo deslicé una mano entre nuestros cuerpos para provocarle el clímax que tanto ansiaba. Ella me agarró del pelo y me lo estiró.
Le acaricié el clítoris más deprisa, desesperado por sentir su liberación a mi alrededor. Abby levantó las caderas y cuando yo empujé para encontrarme con ella, noté cómo su clímax la sacudía entera. Me enterré lo más profundamente que pude en su cuerpo y me quedé quieto mientras me corría con fuerza en el preservativo.
No nos movimos. Y mientras mi corazón recuperaba su ritmo habitual, me reencontré con la realidad.
¿Qué habíamos hecho? ¿Qué había hecho yo? ¿Adónde nos llevarían nuestros actos? ¿Y cómo seguiríamos adelante? Un hombre como Dios manda habría hablado con ella sobre el tema.
Pero yo no era ese hombre. Y aún no quería hablar del asunto. Pensé que aún teníamos mucho tiempo. Ya pensaría en nosotros y en todo aquello durante la semana, cuando ella no estuviera delante de mí. Pero en ese momento tenía que volver a encauzar la relación y prepararnos para el resto del fin de semana.
—Desayuno a las ocho en el comedor, Abigail —dije, poniéndola de pie.
Aún no estaba preparado para comer con ella en la mesa de la cocina. No hasta que tuviera tiempo de procesar lo que acababa de ocurrir.
—¿Tostadas francesas? —me preguntó, mientras se ponía el camisón.
—Lo que prefieras.
Me quité el condón y la observé salir de la biblioteca en dirección a su cuarto.