17

La noche del viernes, Apolo empezó a ladrar en cuanto oyó el taxi deteniéndose en la entrada. Lo mandé callar y miré por la ventana.

—¿Tienes ganas de ver a Abby?

Él ladeó la cabeza y gimoteó. Yo coloqué los platos de la cena en la mesa y salí a recibirla.

Abrí la puerta principal y la observé acercarse a la escalera. Llevaba un grueso jersey marrón que combinaba con el color de sus ojos. Me miró a los ojos y yo sonreí. ¿Habría encontrado la rosa? ¿Me haría algún comentario al respecto?

Probablemente no.

Pero tenía muchas ganas de saber lo que había pensado.

—Feliz viernes, Abigail.

A ella se le iluminaron los ojos de excitación. Era una buena señal.

Después de cogerle el abrigo, la acompañé a la mesa de la cocina y le retiré la silla para que se sentara. Ése era su momento. Su oportunidad de adaptarse al fin de semana, de expresar las preocupaciones que tuviera y de hacer preguntas.

No dijo nada, pero de vez en cuando en sus ojos aparecía una mirada pensativa. Hubiera dado lo que fuera por saber lo que estaba pasando por aquella preciosa cabecita. Quizá algún día le preguntara qué era, pero ya había llegado la hora de subir al dormitorio.

No me gustaba nada que los primeros azotes que le había dado hubiesen sido para castigarla. A principios de semana pensé en nuestro primer fin de semana juntos y en el rato que pasamos en el cuarto de juegos. Ella disfrutó mucho de la fusta. Sabía que tenía que volver a azotarla. Pero esta vez por diversión. Ya había dispuesto los almohadones sobre mi cama.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

Se podía tomar esa pregunta de dos formas: como que le estaba preguntando por el accidente o bien que me refería a lo que le advertí el miércoles sobre lo dolorida que se seguiría sintiendo el viernes.

—Dolorida en los lugares apropiados —contestó sonriendo.

Excelente.

—Abigail —le pregunté entonces—, ¿has sido una chica mala esta semana?

Ella parpadeó confusa.

La miré fijamente a los ojos.

—Ya sabes lo que les pasa a las chicas traviesas, ¿verdad?

Separó un poco los labios, pero permaneció en silencio.

—Que hay que azotarlas.

El pánico le nubló el semblante.

—Pero he hecho yoga, he dormido las horas que me corresponden y he caminado en lugar de correr, como me dijiste que hiciera.

Se calló y se mordió el labio.

Maldición. Era normal que estuviera asustada, por eso era tan importante lo que tenía planeado hacer aquella noche.

—Abigail —susurré, con el tono más tranquilizador posible—, ¿cuántas clases de azotes hay?

Ella no respondió. Se limitó a seguir mirándome desconcertada.

—Tres —me contesté a mí mismo, con la intención de que comprendiera lo que me proponía—. ¿Cuál era el primero?

«Vamos, Abby. Recuérdalo por mí».

Enseguida supe que recordó la palabra «erótico», porque la expectativa le iluminó los ojos y desbancó el miedo y la confusión.

«Oh, sí. Esto va a ser divertido».

—Sube tu culo a mi habitación.

Se levantó de la mesa a toda prisa.

Yo recogí los platos de la mesa y los metí en el lavavajillas. Como Apolo ya había salido antes de cenar, permití que me siguiera escaleras arriba; lo dejé fuera de la habitación y cerré la puerta cuando entré.

Abby me esperaba desnuda junto a la cama. Tenía los brazos caídos a los costados y enseguida advertí el ligero temblor que la recorría. Su obediencia me volvió a sorprender. Era cierto que ya la esperaba, pero de alguna forma, viniendo de ella, siempre significaba más.

Me desabroché la camisa.

—Ponte boca abajo sobre los almohadones.

Esa noche había almohadones, ni rastro del potro. Ninguno de los dos estaba preparado para volver a relacionarnos con aquel artilugio.

Se subió a la cama y me enseñó su precioso culo desnudo. Yo me saqué un preservativo del bolsillo y lo dejé sobre la colcha, junto a ella.

Vaya, qué buena estaba allí tumbada, esperándome.

Me quité los pantalones y me acerqué al cabezal de la cama. Asegurándome de que veía lo que hacía, saqué una suave cuerda y le sujeté las manos.

—No podemos dejar que te protejas, ¿verdad?

Le até las muñecas, di un leve tirón para que se apoyara sobre los codos y me retiré. Mientras dejaba que mis ojos resbalaran por su vulnerable figura, pensé que era la absoluta perfección.

Me subí a la cama por detrás de ella y le agarré el trasero.

—¿Has estado usando el tapón, Abigail?

No se puso tensa como las otras ocasiones. Se limitó a asentir.

—Bien —continué, cogiéndole las piernas y separándoselas un poco más para estabilizarla—. Quiero que te abras para mí. —Deslicé un dedo por su expuesta abertura—. Fíjate en esto. —Me lamí la evidencia de su excitación en el dedo—. Ya estás húmeda. ¿Acaso te excita imaginarme poniéndote el culo rojo?

No me contestó, pero seguía temblando. Abby deseaba aquello. Le acaricié las nalgas, llevé una mano hacia atrás y le di tres rápidos azotes. Ella gimió.

La azoté de nuevo y observé cómo mi mano dejaba un tenue rubor rosado sobre su piel.

—El respetable pueblo de Nueva York te paga un sueldo para que trabajes en la biblioteca, no para que te escabullas a la Colección de Libros Raros.

Le daba cada azote en un sitio distinto, para asegurarme de que no le provocaba dolor innecesario.

«Esta vez sólo placer, Abby. Sólo placer».

Ella volvió a gemir y se frotó contra mí.

Yo le agarré el trasero y apreté, sintiendo cómo aumentaba su excitación cuando mis dedos se internaron en ella.

—Estás tan húmeda…

Me volví a lamer las puntas de los dedos y luego me retiré para azotarle el sexo.

Ella gimió con más intensidad.

«Joder, sí».

—¿Te gusta, Abigail? —le pregunté, azotándola de nuevo.

No esperaba que me contestara. Hice impactar la palma de mi mano entre sus piernas una vez más. Si seguía por ese camino, acabaría haciéndole daño y no era eso lo que pretendía. Me volví a concentrar en su trasero de nuevo, la acaricié con firmeza y seguí azotándola hasta que toda su piel adoptó el mismo tono sonrosado.

—Tu culo se ha puesto de un precioso tono rosa. —Me cambié de postura para que pudiera sentir mi excitación—. Pronto haré mucho más que azotarlo. Pronto me lo follaré.

Ya no podía esperar más y dudaba que ella pudiera. Rasgué el envoltorio del preservativo y lo deslicé por mi erección. Luego me metí en ella de un solo movimiento.

Abby gimió.

Me retiré; me moría de ganas de embestirla con fuerza.

—Esta noche no puedes hacer ningún ruido o no podrás tener mi polla. —La volví a azotar—. ¿Lo entiendes? Asiente si comprendes lo que te he dicho.

Asintió con frenesí.

—Bien. —Me interné de nuevo en ella justo cuando reculaba para sentirme más adentro—. Esta noche estás hambrienta, ¿verdad? Sí… Ya somos dos.

La agarré de las caderas y adopté un ritmo constante, arremetiendo lo más profunda y bruscamente posible. Ella respondió del mismo modo, contrayendo sus músculos internos para apretarme la polla cada vez que me hundía en su cuerpo. Yo clavé los ojos en el punto por el que estábamos unidos y observé cómo me deslizaba dentro y fuera de ella.

Me pregunté qué haría Abby si yo…

Metí una mano entre sus piernas y le acaricié el clítoris. Ella arqueó la espalda y el espectacular orgasmo que la sorprendió arrancó el mío.

Se dejó caer sobre los almohadones y yo me tumbé a su lado. Me quité el preservativo y lo dejé en el suelo. Luego le pasé la mano por el torso, le acaricié los pechos y le froté los hombros para asegurarme de que no estaba sintiendo demasiada presión en los brazos.

Estaba bien.

—Creo que el miércoles no vi todo lo que quería ver. ¿Serías tan amable de concertarme una visita para que pueda volver a visitar la Colección de Libros Raros este miércoles? —La miré—. ¿A la una y media?

—Sí, Amo.

Asintió con una pícara sonrisa en los labios.

—Oh, Abigail, qué traviesa eres. —Se sonrojó y yo me puse de rodillas para desatarla—. Creo que eso se merece una pequeña recompensa, ¿no crees?

—Lo que más te complazca, Amo —susurró.

Le estiré los brazos por encima de la cabeza una vez más y la até de nuevo, esta vez boca arriba.

—Lo que más me complazca —murmuré entre dientes.

La acaricié entera con las manos. Primero los brazos y las clavícula, seguí por sus pechos, acaricié sus duros pezones y luego pasé por encima de su estómago hasta llegar a sus muslos. Le separé las piernas.

—Adivina qué me apetece hacer, Abigail.

Ella se mordió el labio inferior.

—Esto, mi chica traviesa. —Le soplé en el clítoris—. Lo que me complacería sería que te corrieras en mi lengua. Demuéstrame cuánto te gusta tu recompensa. No te contengas.

La chupé con fuerza y profundidad, internando la lengua en su cuerpo. Ella arqueó las caderas levantándolas de la cama, dejando escapar un quedo grito. Mordisqueé su tierna piel, alternando entre pequeños mordiscos y otros más ásperos. Luego empecé a frotarle el clítoris con los dedos, primero muy despacio, pero poco a poco fui aumentando el ritmo. A ella se le aceleró la respiración y arqueó las caderas contra mí.

—Oh, por favor —gimió, mientras yo me metía su clítoris en la boca para trazar círculos con la lengua.

Levanté la cabeza.

—Más alto, Abigail. No tengo vecinos.

Entonces metí dos dedos en su sexo y los hice girar para ayudarla un poco. A ella se le escapó un grito.

—Mejor —dije, llevándome su sexo a la boca y volviendo a lamerla, mientras internaba un poco más los dedos.

Se tensó y yo levanté los ojos para ver cómo se corría. Arqueó la espalda. Me cambié de postura para seguir acariciándola con los dedos, mientras deslizaba la lengua en su interior. El repentino cambio de sensaciones la llevó al límite y se corrió con fuerza contra mí.

Volví a apoyar sus caderas sobre la cama y observé cómo jadeaba. Soplé en su sensible piel y ella gimió, mientras las oleadas de placer le recorrían el cuerpo.

—Espero que hayas disfrutado de tu recompensa —musité, desatándole los brazos.

—Sí, Amo, gracias —contestó con los ojos cerrados, mientras intentaba recuperar el aliento.

Yo le froté los brazos, empezando por los hombros y siguiendo poco a poco hasta las muñecas. Luego me incliné y le susurré al oído:

—Ya me lo agradecerás como es debido el miércoles.

Después de ducharme, apagué la luz de mi habitación y esperé. Aunque no estaba seguro de qué estaba esperando. Abby no había mencionado la rosa en toda la noche. Quizá Martha no le hubiera dicho nada. Me sentía como un adolescente intentando armarse de valor para pedirle a una chica que saliera con él.

«Envíale una nota, West. “¿Te gusto? Responde sí o no”».

Traté de escuchar por si oía algún ruido procedente de la otra punta del pasillo. Nada.

«¿Qué crees que va a hacer? Aparecer en tu habitación para decirte: “Por cierto, ¿querías decirme algo con esa rosa que me dejaste?”».

Me senté y golpeé la almohada.

Idiota.

Lo que necesitaba era correr un buen rato. O tocar el piano. Una de dos. Me levanté y empecé a ir de la cama a la ventana y viceversa. Apolo levantó la cabeza del suelo, suspiró y saltó para tumbarse sobre la cama.

«Mira, hasta tu perro cree que estás loco».

Me arrodillé junto a la cama y le acaricié el pelo. Cuando me levanté, oí el ligero crujido de la puerta de Abby.

Contuve la respiración y conté.

No venía a mi dormitorio. ¿Adónde iría?

La respuesta me dejó sin aliento.

A la biblioteca.