Pasé los dos días siguientes cuidando de Abby. La observaba mientras descansaba y me aseguraba de que estuviese cómoda. Pasaba mucho rato en la biblioteca, incluso en algún momento comió en uno de los sofás, mientras se perdía en las páginas de un libro u otro. Yo me acercaba de vez en cuando y trataba de iniciar una conversación, pero ella nunca hablaba con libertad.
Quizá le hubiera dado más importancia de la necesaria a su comentario sobre lo de que se sentía como una puta. Si Abby estaba a gusto con nuestra relación, yo también. Sus necesidades. Siempre las suyas.
El domingo por la tarde, me senté en el pequeño escritorio de la biblioteca y esperé a ver si se reunía conmigo.
Y entonces apareció.
—¿Va todo bien? —le pregunté—. ¿Necesitas algo?
—Sí. A ti.
Se quitó la camiseta.
Joder.
—Abigail —dije, tratando de ignorar la reacción de mi polla—. Necesitas descansar.
Pero ella no me escuchaba. En lugar de detenerse, se bajó los pantalones y se los quitó.
Reprimí un gemido.
Me deseaba. Me estaba pidiendo sexo.
No era la primera vez que una sumisa me pedía sexo. Yo a veces aceptaba y otras no. Siempre trataba de caminar por esa fina línea que discurría entre satisfacer sus necesidades y asegurarme de que sabían que yo podía rechazarlas si quería hacerlo.
Pero no quería rechazar a Abby.
¿Estaría preparada?
¿Se estaría sintiendo obligada a hacerlo porque la estaba cuidando?
Yo sabía que lo más sensato era rechazarla. Necesitaba descansar y, por otra parte, no quería que me ofreciera sexo por obligación.
Pero si la rechazaba, ¿me lo volvería a pedir algún día?
Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador, para después bajarse lentamente los tirantes por los hombros. Luego lo dejó caer al suelo y desnudó otra parte de su cuerpo. Probablemente me dejó ver más de lo que ella quería porque vi que tenía un moretón azul en el hombro derecho.
Decidí rechazarla. Le explicaría que la deseaba mucho, pero que ella necesitaba descansar.
Entonces se metió los pulgares bajo el elástico de las bragas y se las bajó también.
Me levanté. No podía rechazarla. Y menos después de haberle entregado aquella habitación y pedirle que allí fuera ella misma. Ni cuando se estaba desnudando delante de mí. Si Abby me deseaba y quería el placer que mi cuerpo podía darle, lo tendría.
Abrí el cajón del escritorio y cogí un preservativo. Luego me acerqué despacio hasta donde ella estaba. Tendríamos que tomárnoslo con calma. La dejaría asumir el control y marcar el ritmo.
Le posé las manos sobre los hombros con cuidado de no tocarle el moretón y las deslicé hasta sus manos, deleitándome al notar que se le iba poniendo la carne de gallina al paso de la yema de mis dedos. Mis ojos se recrearon en los suaves rasgos de su figura: la curva de su cuello, la firmeza de sus pechos, la pendiente de su vientre. Le cogí una mano con suavidad y le metí el condón dentro del puño. En su mirada apareció una interrogación.
«Oh, Abby. Yo no podría rechazarte nunca. Por nada del mundo. Mi cuerpo es tuyo. Tómalo».
Me llevé sus manos al pecho para darle a entender que quería que fuera ella quien llevara la iniciativa esa vez.
—Está bien —me limité a decir.
Abby abrió la mano, miró el preservativo y jadeó. Una sonrisa le iluminó el rostro.
Había creído que yo la iba a rechazar.
«Has estado a punto de hacerlo. Idiota».
Entonces dejó caer el preservativo al suelo para desabrocharme la camisa. Cuando me la quitó y deslizó las manos por mi pecho, tuve que morderme los labios para no gemir. Por mucho que hubiese sentido la necesidad de tocarla cuando estaba en el hospital, nunca pensé en lo mucho que necesitaba que ella me tocara a mí y sentir sus manos sobre mi piel.
Luego se puso detrás y me acarició la espalda. Cerré los ojos para poder concentrarme mejor en su tacto e inspiré cuando noté que me daba un beso.
Después dibujó un camino con la lengua —¡con la lengua!—, por mi espalda, para acabar besándome de nuevo justo encima de la cinturilla de los pantalones.
Yo apreté los puños para evitar abalanzarme sobre ella.
«A su manera, West. Tienes que dejar que lo haga a su manera».
Y su manera de hacer las cosas me iba a matar.
Entonces se puso de rodillas delante de mí y me acarició la bragueta. Fui incapaz de contener el gemido que escapó de mis labios. Me desabrochó el cinturón y, delicadamente, volvió a pasar la mano sobre la tela antes de posar los dedos sobre el botón de los pantalones.
Miré cómo me bajaba la cremallera, mientras pasaba los dedos con fuerza por encima de mi polla endurecida. Me sentí cerca del éxtasis y eso que ni siquiera estaba desnudo todavía. Me esforcé por mirarla y disfrutar de su respuesta y sus acciones. Ella se humedeció los labios antes de bajarme los pantalones y los calzoncillos. Y luego me tomó en su boca.
Joder.
Aquella boca.
Aquella boca estaba a mi alrededor.
Me rodeó el trasero con los brazos y me atrajo hacia ella para que pudiera internarme más adentro. Estuve a punto de caerme, pero conseguí aguantar el equilibro poniendo las manos sobre su cabeza.
«Con suavidad —me recordé—. Aún estará dolorida».
Me chupó varias veces. Yo quería que parara pronto; si no lo hacía, acabaría corriéndome en su boca y quería estar enterrado en ella cuando alcanzara el orgasmo; bien adentro, rodeándola con los brazos y dándole el placer que merecía.
Justo cuando estaba empezando a pensar que iba a tener que hacer que se pusiera de pie, me soltó y rasgó el envoltorio del preservativo. Luego me lo puso con mucha seguridad, al tiempo que me estrechaba la polla con fuerza. Se levantó, sonrió y me dio un empujón en el pecho.
Quería que me tumbara en el sofá.
«Joder. Creo que se va a poner encima de mí».
Se me puso la polla tan dura que me dolía, pero di unos cuantos pasos hacia atrás y me dejé caer sobre el suave cuero del sofá. Abby se sentó a horcajadas sobre mí.
Joder, sí.
Sus pechos se balanceaban justo delante de mis ojos. No pude evitarlo, me incliné hacia delante y atrapé uno con los labios. Mmmm. Me había olvidado de lo dulce que era. Hice rodar la lengua por su pezón, sintiendo cómo se endurecía dentro de mi boca.
Entonces ella levantó una mano y la apoyó sobre mi pecho para tumbarme de nuevo en el sofá y separarse de mi boca. Luego se apoyó a ambos lados de mi cuerpo y levantó las caderas.
Me dolía la polla de lo mucho que necesitaba estar dentro de ella.
Empezó a moverse despacio, demasiado despacio, deslizándose por mi pene de forma que yo sentía cada centímetro de su cuerpo mientras me internaba en su firme calor.
—Abigail.
Moví las caderas. Quería internarme más adentro, pero ella se mantuvo firme y prosiguió su lento descenso. Al final, por fin conseguí estar por completo en su interior y Abby se quedó quieta.
Gimió y yo abrí los ojos de golpe. ¿Le estaba haciendo daño?
Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y la cabeza ligeramente echada hacia atrás.
Estaba bien.
Gracias a Dios.
Entonces empezó a moverse y yo ya no pude pensar en otra cosa que no fuera la sensación que me provocaba sentirla cabalgándome, dándose placer con mi cuerpo. Fui incapaz de mantener las manos alejadas de ella, de no tocarla, de comprobar en todo momento que estaba bien. Su estrecha cintura, la fuerza de su espalda, sus preciosos pechos… Estaba perfectamente y, de momento, era mía.
Era mía.
La cogí de las caderas y la ayudé a subir y bajar mientras la embestía con más fuerza. No iba a aguantar mucho más, pero quería que Abby se corriera primero. La necesidad de liberación me provocaba un intenso dolor en los testículos, pero me contuve mientras la animaba, hasta que empezó a moverse más rápido.
Yo también empecé a arremeter más deprisa y a empujarla hacia la liberación que intuía ya muy cerca. Entonces se quedó quieta y sus músculos se contrajeron a mi alrededor cuando su orgasmo la recorrió. La embestí una última vez y me quedé inmóvil en su interior mientras me corría dentro del condón.
Abby tembló y yo la rodeé con los brazos. Era muy probable que lo del sexo no hubiera sido buena idea. Rodé con ella sobre el sofá hasta que quedó atrapada entre mi cuerpo y el asiento del mismo: si uno de los dos se caía, sería yo.
Le acaricié la espalda y abrió los ojos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Seguía respirando con pesadez, pero consiguió sonreírme.
—Ahora sí.
Era toda una bruja.
Entonces me pasó una mano por el pecho y supe que la palabra «bruja» se quedaba corta para describirla. Así que la detuve por si acaso tenía alguna idea más y su mano decidía proseguir su camino hacia el sur. Le cogí ambas manos y me las pegué al cuerpo.
—Quiero que te tomes el resto del día con calma.
Ella asintió con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Me tenía que alejar ya o acabaría por ceder a la tentación de prolongar esa sonrisa de satisfacción poseyéndola de nuevo. Me separé y me levanté. Pero luego cometí el error de volver a mirarla: desnuda y tumbada en mi sofá.
En su sofá.
«Mierda. Piensa en algo. Rápido».
Miré el reloj. El partido. Tenía que prepararlo todo para el partido.
—¿De qué prefieres la pizza? —pregunté, concentrándome en los botones de mi camisa.
Ella no dijo nada, pero me di cuenta de que estaba dudando.
Claro. La pizza no estaba precisamente dentro del plan alimenticio.
—La familia Clark tiene que comer pizza y alitas de pollo siempre que se juegan los playoffs —le expliqué—. Si no lo hiciéramos y los Giants perdieran, Jackson nunca nos lo perdonaría.
Abby se tomó su tiempo para levantarse del sofá.
—He oído peores supersticiones. No me digas que lleva la ropa interior usada.
Casi me echo a reír, pero entonces recordé que había un jugador que sí llevaba siempre la misma ropa interior.
—Mis labios están sellados.
—Mmmm. —Se pasó las manos por el pelo—. Champiñones. Me gusta la pizza de champiñones. Y la de beicon.
—Pues de champiñones y beicon. ¿Te parece bien que hagamos un picnic en el suelo?
Detuvo el movimiento de su mano sobre su pelo y se quedó ensimismada.
¿Estaría pensando en nosotros? ¿En el suelo?
—¿Abigail?
Se ruborizó.
—¿Sí?
Joder. Nos estaba imaginando en el suelo.
—Sí. Lo del picnic en el suelo suena genial —dijo.
Yo quería contestarle que sonaba genial en más de un aspecto, pero sabía que ella ya había hecho más esfuerzo físico del que debía.
—Quiero que te tomes el resto del día con calma —le repetí.
Antes de que empezara el partido y justo antes de que trajeran la pizza y las alitas de pollo, subí a mi habitación para coger el collar. La caja donde lo dejé el viernes contenía varias de las joyas de mi madre. La abrí y me metí el collar en el bolsillo, pero en lugar de guardar la caja, saqué algunas de las joyas y las miré.
Entre ellas había unos pendientes de diamantes; recordaba muy bien que mi padre se los regaló unas Navidades. Ese año, Santa Claus me trajo una bicicleta, por lo que no recuerdo mucho del momento en que se los dio. Cerré los ojos y traté de recordar. Se besaron. Eso sí que lo recordaba. Pero por aquel entonces yo pensaba que eso de besarse era asqueroso, así que me concentré en la bicicleta.
Dejé los pendientes y cogí la alianza de boda de papá. Era sólida y robusta, igual que él. ¿Se sentiría orgulloso del hombre en que me había convertido? ¿O de la forma en que dirigía su empresa? Me lo puse en la mano izquierda. Me sentí muy extraño, así que me lo quité y lo dejé en la caja.
Luego cogí el anillo de casada de mamá y lo sostuve entre el índice y el pulgar. Era tan pequeño… Me lo puse en el meñique y ni siquiera me bajó hasta la mitad del dedo. Qué curioso. Yo recordaba a mi madre mucho más grande que yo. Pero era normal que ésa fuera la impresión de un niño.
Me quité el anillo y, cuando estaba a punto de guardarlo en la caja, algo me llamó la atención: tenía una inscripción en la parte de dentro. Me lo acerqué y entrecerré los ojos para leerla.
«Te mando una rosa blanca».
Hice girar el anillo en busca de más, pero eso era todo.
Volví a coger el anillo de papá. Sí, en el suyo también había una inscripción.
«Con un rubor en los pétalos».
Lo volví a dejar. ¿Qué significaba?
Entonces sonó el timbre.
Suspiré y dejé la caja sobre mi cama. Los anillos tendrían que esperar.
Abby no sabía nada de fútbol, así que entre bocado y bocado de pizza y alitas de pollo, me esforcé todo lo que pude para explicarle algunas cosas.
Al final negó con la cabeza y suspiró.
—Soy un caso perdido. Nunca entenderé este juego.
Yo quise decirle que tenía mucho tiempo para aprender las reglas del fútbol y que era un deporte muy importante para mi familia, pero no quería presuponer nada. Quizá ella no quisiera volver a llevar mi collar. Quizá lo mirara y me dijera que me perdiera.
O puede que fuera como Beth y me dijera que no quería el collar porque quería más.
De repente noté un sudor frío.
¿Y si Abby quería más?
¿Podría darle más?
Cuando el partido llegó al descanso, me levanté y apagué el televisor. Ni siquiera sabía quién estaba ganando.
Abby estaba sentada en el suelo, sobre una montaña de almohadones. Me puse a su lado y me saqué el collar del bolsillo.
—Elaina me lo dio en el hospital —dije.
Ella me miró a los ojos.
—Elaina lo sabe. Pero no es cosa mía, yo no se lo he dicho —me explicó.
Así pues, yo estaba en lo cierto. Me pregunté cómo se habría enterado.
Pero Abby era incapaz de mentir.
«No como tú, bastardo embustero».
—Ya me lo imaginaba. Gracias por ser sincera. —Vacilé un momento mientras trataba de encontrar el valor que necesitaba—. Quiero asegurarme de que lo sigues queriendo. No estaba seguro… —La miré a los ojos—. Ahora sabes más cosas. Quizá ya no lo quieras.
—Sí lo quiero.
Se puso de rodillas e inclinó la cabeza para que se lo pusiera.
¿Lo quería? ¿Sin preguntas? ¿Nada?
—Mírame, Abigail.
Ella levantó la cabeza y yo me dejé caer de rodillas ante ella, algo que jamás había hecho con ninguna sumisa.
Me sentí muy aliviado. Seguía queriendo el collar. Me quería a mí. Se lo puse alrededor del cuello y luego se lo abroché y le pasé los dedos por el pelo.
Qué guapa estaba con mi collar.
Mi polla reaccionó y me acerqué a ella.
Un beso. Un pequeño beso no nos haría ningún daño.
Pero me detuve. Abby no quería más. Ella quería lo que teníamos y eso significaba que no podía besarla. Tenía que controlarme.
Suspiré.
Maldita fuera.
Me levanté y puse de nuevo el partido.