Cuando acabó de comer, apartó la bandeja de la cama.
—¿Hay algún espejo por aquí?
—No lo sé —contesté.
Quería verse. ¿Era una buena idea? ¿Debía dejar que lo hiciera? A mí me parecía que estaba muy guapa, pero ¿qué pensaría ella?
—No creo…
Se pasó una mano por la mejilla y esbozó una mueca de dolor.
—¿Es muy horrible? ¿Tan mal aspecto tengo?
Me levanté y me acerqué al lavamanos. Si no lo hacía yo, Felicia le conseguiría un espejo. Encontré uno pequeño y se lo entregué. Luego la observé mientras se examinaba.
—El pobre niño ha estado atrapado en ese coche durante casi tres horas, mientras veía morir a sus padres. —Las voces eran suaves y bajas. No sabían que los estaba oyendo. No sabían que estaba despierto—. No dejo de preguntarme cómo le habrá afectado.
—Vaya —dijo Abby—, se me va a poner el ojo morado. Parecerá que me hayan pegado.
—No puedo evitar pensar que hubiera sido mejor si…
—¿Dónde estoy? ¿Están aquí mamá y papá?
—Espera. Mira, creo que está despierto.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado? —preguntó Abby.
La miré. Se estaba tocando el vendaje de la cabeza con suavidad.
—Tienes una herida en la cabeza —le dije—. Había sangre por todas partes. La herida no dejaba de sangrar y ellos ni siquiera intentaban detener la hemorragia. Estaban demasiado preocupados pensando que te podrías haber roto el cuello o que tuvieras una hemorragia interna.
—Estaban sacando a mamá y a papá del coche. ¿Qué era toda esa sangre?
—Las heridas en la cabeza sangran mucho. Aún me acuerdo.
—¡Coged al chico! ¡Sacadlo de ahí!
Abby dijo algo, pero no la escuché.
—¿Qué? —pregunté.
—Mi herida. Ha dejado de sangrar.
Sí, la herida de Abby había dejado de sangrar. Ella estaba bien. Estaba viva y conmigo.
—Sí. Cuando han decidido que no te habías roto el cuello, te han vendado la cabeza. —Cogí la bandeja—. Déjame llevar esto fuera.
Linda estaba en la sala de enfermeras, hablando con la que se encargaba de Abby.
Dejé la bandeja y me acerqué a ella.
—Lo está haciendo muy bien. Se ha tomado todo el caldo.
—Bien. —Sonrió—. ¿Te vas a quedar a pasar la noche?
¿Y dónde podía ir si no?
—Era mi intención.
—Te traeré un uniforme. Seguro que será más cómodo que ese traje.
—Claro. —Me había olvidado de que llevaba traje—. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—¿Estás ansioso por llevártela a casa?
—¿Tú sabes cuánta gente muere de infecciones contraídas en un hospital cada año?
Linda dejó los papeles que estaba revisando.
—Pues da la casualidad de que sí lo sé. Pero Abby está perfectamente sana. No va a morir de una infección.
—Podré alimentarla mejor cuando esté en mi casa.
—Sé amable con el personal de cocina. No es fácil conseguir buenos empleados.
—¿Qué tal si me traes ese uniforme? —respondí.
—Todo va a salir bien. Tú espera y verás.
No era la primera vez que me hubiera gustado compartir el optimismo de Linda.
Elaina y Felicia volvieron poco después. Me alejé de Abby para dejar que Felicia se pudiera sentar junto a ella.
—¿Has comido, Abby? —preguntó su amiga.
—El mejor caldo de pollo del mundo —contestó ella.
Elaina me dio un golpecito en el brazo.
—Sal un momento conmigo.
Salimos de la habitación y la puerta se cerró con suavidad detrás de nosotros.
—Tengo que marcharme, pero antes quería darte esto. —Abrió el bolso y me dio el collar de Abby—. Dejaré que seas tú quien se lo devuelva.
Y en ese instante supe que Elaina lo sabía.
—Gracias.
—Volveré mañana y le traeré algo de ropa. —Me dio un beso en la mejilla—. ¿Te vas a quedar a pasar la noche?
—Sí.
Se rio.
—Pues buena suerte, porque Felicia también.
Se me escapó un gruñido.
Cuando volví a entrar en la habitación, Felicia estaba de pie junto a la cama, hablando con Abby. Vi cómo le estrechaba la mano y le susurraba algo al oído.
Entonces me acerqué y acaricié a Abby en la mejilla.
—Me voy a quedar a pasar la noche.
Felicia resopló.
—¿Tienes algún problema? —le pregunté.
—Soy yo quien se va a quedar con Abby esta noche.
—¿Ah, sí? —repuse—. Pues yo también.
Ella hizo un gesto en dirección a una bolsa que había en la esquina de la habitación.
—Yo ya me he traído una bolsa con mi ropa y el cepillo de dientes.
Estaba discutiendo conmigo. Otra vez. Delante de Abby. Por suerte, ya no me importaba.
—Linda me va a traer un uniforme.
—No creo que sea apropiado que utilices material del hospital. —Me señaló con el dedo—. Quizá deba informar a la dirección del centro.
No sólo discutía, también me estaba amenazando. O, por lo menos, lo intentaba.
—Linda forma parte de la dirección —dije.
Entonces entró una enfermera para comprobar las constantes de Abby. Nos esquivó con toda la intención, mientras Felicia se sentaba con aire desafiante en el sillón reclinable que había junto a la cama.
—Nos quedaremos los dos.
Tampoco me moriría por pasar una noche en una habitación con ella.
—Lo siento, señor West —dijo la enfermera—. Sólo una visita por habitación. Son las normas.
Una norma. No podía ir contra las normas del hospital. Y menos después de haber castigado a Abby por no respetar las mías.
—Está bien. —Miré a Abby y me di cuenta de que se había sonrojado—. Felicia, quédate tú. —Me acerqué a la cama—. Será mejor que me vaya antes de que llamen a seguridad. Te veré a primera hora de la mañana. —Me incliné y le susurré al oído—: Duerme bien.
A las diez en punto, todo el mundo había abandonado el hospital a excepción del personal y los visitantes que se iban a quedar a pasar la noche. La enfermera de Abby era una mujer bajita y corpulenta, con una mirada amistosa y una sonrisa cálida. Cuando la vi pasar frente a la puerta de la sala de espera, cogí el uniforme que me habían traído y la seguí.
Se quedó en la habitación de Abby unos quince minutos. La puerta estaba un poco entreabierta y pude echar un vistazo al interior. Una soñolienta Abby levantó el brazo para que pudiera tomarle la presión. Felicia estaba acurrucada en el sillón reclinable de la esquina y nuestras miradas se cruzaron un momento.
Cuando la enfermera salió de la habitación de Abby, le pregunté, bloqueando el pasillo:
—¿Está bien?
—Usted es Nathaniel West, ¿verdad? Encantada de conocerlo.
—Sí, disculpe. —Le tendí la mano—. Es que… estoy preocupado.
—Abby está bien. Estoy segura de que mañana ya podrá irse a casa.
—Gracias —dije.
Ella me guiñó un ojo.
—Volveré a ver cómo está dentro de un rato.
Cuando se marchó, Felicia abrió la puerta de la habitación.
—Las horas de visita han terminado.
—No estoy de visita. —Señalé la sala de espera—. Estoy esperando.
—¿Te vas a quedar toda la noche?
—¿Aquí en el pasillo? No. ¿Aquí en el hospital? Sí. —Levanté el uniforme—. Estaba a punto de ponerme el uniforme que me ha prestado un miembro de la dirección.
—Muy bien. Sólo quiero asegurarme de que no vendrás a molestar a Abby esta noche. Necesita descansar.
—Joder, Felicia, ¿es que crees que voy a entrar en su habitación para tener relaciones sexuales con ella? ¿Crees que se me ocurriría forzar a una mujer que ha estado inconsciente casi toda la tarde? —Di un paso y me acerqué más—. ¿Eso es lo que crees? ¿Que sólo pienso en mí? ¿En mis necesidades? Para mí ella es lo más importante. ¿Me entiendes? Siempre que estamos juntos, Abigail ocupa el centro de mi mente. Lo que ella quiere, lo que necesita.
Por primera vez, noté un cambio en Felicia. Nada muy importante. Sabía que yo seguía sin gustarle, igual que lo que hacíamos Abby y yo, pero era probable que estuviera logrando cambiar la imagen que tenía de mí. Y me pregunté por qué me hacía sentir tan feliz esa idea.
Levantó un poco la cabeza.
—No te creo.
Esa noche no dormí bien. El sillón que había en la sala de espera era muy pequeño y las mantas que me había conseguido Linda eran ásperas. Aunque el verdadero motivo de mi falta de sueño estaba tres puertas más allá.
Abby.
Ya no podía pensar en ella como Abigail. No después de lo que había pasado ese día. Ni de haber estado a punto de perderla.
La enfermera de Abby salió al pasillo y yo me levanté para seguirla. Estaba dormida y Felicia acurrucada en el sillón reclinable.
Los cuatro repetimos esa escena varias veces durante la noche. A las seis cuarenta y cinco, la enfermera se estaba preparando para el cambio de turno y Felicia dormitaba intranquila. Yo me fui a la cocina para encargarme del desayuno de Abby.
—¡Oh, Dios, otra vez usted! —exclamó la cocinera cuando me vio entrar.
—He venido a supervisar el desayuno.
—Hoy el desayuno se compone de salchichas, huevos revueltos o tortitas.
—Tortilla de jamón y queso —dije—. Huevos de verdad, queso recién rallado y ese jamón de ahí.
Señalé la enorme pieza que había visto al entrar.
—Eso es para la comida.
—Y no pasará nada si utiliza una pequeña loncha o dos para el desayuno.
La mujer suspiró.
—Si le hago la tortilla, ¿me promete que encargará la comida en algún restaurante de la zona?
—¿Y perderme nuestras pequeñas charlas?
—Comida en un restaurante y prepararé una tortilla tan ligera y esponjosa que llorará. —Cogió un cartón de huevos—. Usted decide.
Yo era un hombre de negocios lo bastante listo como para reconocer un buen trato cuando me lo proponían.
—Acepto. Encargaré la comida en un restaurante.
Quince minutos más tarde, me fui a la habitación de Abby con la bandeja. Estaban a punto de entrarle el otro desayuno.
—Toma. —Le di la bandeja al empleado—. Ella desayunará esto.
El hombre se quedó mirando la bandeja, pero no me llevó la contraria.
—Hora de desayunar —dije, entrando en la habitación para preparar la mesa de Abby. Parecía cansada; tenía unas sombras negras bajo los ojos y los moretones estaban más oscuros. Estaba impaciente por sacarla de allí—. Esta mañana hay tortilla de jamón y queso.
—Me tengo que ir, Abby. —Felicia la besó en la mejilla ignorándome por completo—. Aún tengo que hacer la maleta. Tómatelo con calma. Te llamaré cuando pueda. —Se dio media vuelta y me miró fijamente—. Si le haces daño, te cortaré la polla y te la daré para desayunar.
—¡Felicia Kelly! —la reprendió Abby.
A mí la reacción de Felicia me resultó incluso divertida.
—Lo siento —se disculpó ésta, pero yo sabía que no era así—. Se me ha escapado. —Me señaló—. Pero lo he dicho en serio.
Cogió su bolsa y salió de la habitación.
—No sé qué mosca le ha picado —comentó Abby.
Me senté a su lado; estaba muy contento de tenerla para mí solo.
—Ayer estaba bastante enfadada. Sólo se preocupa por ti.
—¿Me vas a decir por qué discutisteis?
—No.
Se comió un trozo de tortilla.
—¿Los demás pacientes del hospital también están desayunando tortilla de jamón y queso?
—No me preocupa lo que desayunen los demás pacientes del hospital.
A mí sólo me importaba saber que Abby estaba a salvo.
Mientras a Abby le hacían el que esperaba que fuera su último escáner, apareció Elaina con algo de ropa.
—¿Os vais a casa hoy? —preguntó.
—Ése es el plan.
—Te echaremos de menos en Filadelfia.
—Quizá podamos repetirlo en Tampa.
Elaina me abrazó con fuerza.
—Cuida de Abby.
—Intenta que Felicia no se pase el día llamando. Quiero que Abby descanse.
Nos marchamos poco después de las once. El personal del hospital hizo oídos sordos a las protestas de Abby y la llevaron hasta la puerta en silla de ruedas. Yo me fui al aparcamiento para recoger mi coche y acercarlo a la entrada. Una vez allí, salí de él para ayudar a Abby a acomodarse y le ajusté el asiento para que estuviera un poco más reclinada.
—¿Qué le pasó al conductor del taxi? —preguntó, cuando yo me incorporaba al tráfico.
Como ya me imaginaba que lo preguntaría en algún momento, me había preocupado de llamar a Linda. También había tomado otras decisiones.
—Heridas superficiales. Le dieron el alta ayer. No me gustan los taxis, te voy a comprar un coche.
—¿Qué? No.
¿No? ¿Abby me acababa de llevar la contraria? ¿Por fin se sentía lo bastante cómoda conmigo como para hablarme?
—¿Por qué no te puedo comprar un coche?
—Porque está mal.
Sorbió por la nariz y yo me volví para mirarla. ¿Tenía los ojos húmedos? Maldita fuera.
—¿Estás llorando? —inquirió.
—No —dijo ella, pero volvió a sorber y eso la delató. ¿Estaba llorando por un coche? ¿De verdad?
—Estás llorando. ¿Por qué?
—Porque no quiero que me compres un coche.
Yo empecé a protestar, pero entonces ella habló de nuevo:
—Me haría sentir…
—¿Sentir cómo?
—Me haría sentir sucia. Como si fuera una puta.
Apreté el volante con fuerza. ¿Una puta? ¿Se sentía como una puta?
—¿Eso es lo que crees que eres?
Cielo santo. ¿Qué le había hecho a esa chica?
—No —dijo al fin—. Pero yo soy bibliotecaria y tú eres uno de los hombres más ricos de Nueva York. ¿Qué parecería?
Me esforcé por conservar la calma y resistir la tentación de llamar a Felicia para pedirle que cancelara su viaje a Filadelfia y se llevara a Abby a su casa. No era una puta y saber que se sentía así me dio ganas de romper nuestra relación inmediatamente.
—Abigail. —Vaya, si podía hablar y todo. Mi voz sonaba incluso razonable—. Ya deberías haber pensado antes en lo que parecería. Llevas mi collar cada día.
—Eso es diferente.
Yo negué con la cabeza.
—Es lo mismo. Mi responsabilidad es cuidar de ti.
¿Cómo podía no saberlo?
—¿Y lo vas a hacer comprándome un coche?
Si era necesario…
—Asegurándome de que tienes todas las necesidades cubiertas.
Era justo lo que le había dicho a Felicia en el hospital, ésa era mi mayor responsabilidad. ¿Es que Abby no lo entendía?
No discutió más. Poco después, cerró los ojos, pero yo sabía que no estaba dormida. Sin embargo, el silencio me dio ocasión de pensar. De alguna forma, el accidente había hecho que se sintiera más cómoda hablando conmigo. La Abby que apareció en mi despacho algunas semanas atrás no hubiera discutido conmigo por un coche. Me gustaba pensar que se sentía más a gusto a mi lado.
Pero no comprendía que lo rechazara. Yo era su Dominante y tenía los medios para ayudarla. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Porque parecería que le estaba pagando a cambio de sexo. Como si fuera una puta.
Reprimí un gruñido.
¿Se sentía así por culpa de lo que hacíamos? Abby nunca había mantenido una relación como la nuestra. Todo aquello era nuevo para ella. Volví a pensar en nuestras conversaciones en la mesa de la cocina: nunca había llegado a abrirse a mí.
Si pudiera conseguir que se sintiera cómoda compartiendo su mente conmigo además de su cuerpo…
Cuando llegamos a casa, me bajé del coche y le abrí la puerta.
—La conversación no ha acabado, pero tienes que descansar. Hablaremos más tarde.
La acompañé dentro, esforzándome por conseguir que Apolo no le saltara encima y la dejé en el sofá. Luego me fui a la cocina. Aquella mañana había llamado a mi asistenta para pedirle que me llenara el frigorífico y la despensa para todo el fin de semana.
Preparé un sándwich de pavo, queso y aguacate para Abby y le llené el plato de uvas y rodajas de manzana. Luego tomé una botella de agua de la nevera y volví al salón.
Ella cogió el plato.
—Tiene un aspecto delicioso. Gracias.
Tuve que luchar contra la necesidad de acariciarle la frente.
—Come sólo lo que te apetezca. —Bajé la vista hasta donde Apolo se había sentado junto a ella en el sofá—. Puedes descansar aquí o en tu habitación. Me llevaré al perro si te molesta.
Ella le acarició la cabeza.
—No pasa nada.
Encendí el televisor y le di el mando.
—Me voy a preparar un sándwich para mí. Vuelvo en un minuto.
Poco después, me senté al escritorio con mi comida y encendí el portátil. Le mandé un breve correo electrónico a Sara para decirle que volvería el lunes y luego revisé por encima el resto de los correos.
Leí un mensaje de Yang Cai y suspiré. Probablemente tendría que organizar un viaje a China un poco más adelante. Le contesté y le prometí que le daría más detalles en algún momento del fin de semana.
Cuando alcé la vista, Abby estaba durmiendo. Me levanté, recogí su plato, lo dejé en la mesa y le eché una manta por encima.
Luego me senté y observé cómo dormía.
La semana anterior quise enseñarle la biblioteca. ¿Y si iba un paso más allá? ¿Y si le ofrecía la biblioteca? Ella no solía aprovechar la libertad de la que disponía cuando nos sentábamos a la mesa de la cocina; ¿conseguiría que se sintiera más cómoda si le daba una habitación entera?
Sólo había una forma de averiguarlo.
Se despertó a las tres y media, parpadeó mientras miraba a su alrededor, y sonrió cuando me vio.
—¿Te encuentras mejor? —pregunté.
—Un poco.
Alargó el brazo y se tomó los analgésicos que le había dejado en la mesilla mientras dormía. Luego se levantó y se estiró.
—Ven conmigo. —Me levanté y me acerqué a ella, tendiéndole la mano—. Quiero que veas el ala sur de la casa.
Me cogió la mano sin vacilar y yo le acaricié los nudillos con el pulgar. Luego recorrimos el pasillo en dirección a la biblioteca.
¿Le gustaría?
Le solté la mano, abrí las puertas dobles y me hice a un lado para que pudiera entrar ella primero.
Abby jadeó.
—Quiero que ésta sea tu habitación —le dije—. Cuando estés en esta sala, serás libre de ser tú misma. Tus pensamientos. Tus deseos. Es toda tuya. Excepto el piano. El piano es mío.
«Utilízala, Abby. Por favor, sé tú misma. Ábrete a mí».
Entonces empezó a pasear por la habitación como si estuviera aturdida. Fue deslizando los dedos por los lomos de los libros y de vez en cuando se detenía para leer algún título. La luz del sol se reflejaba en su pelo y le iluminaba la cara.
Pero ¿qué estaría pensando?
—¿Abigail?
Se dio media vuelta y vi que por sus mejillas resbalaban varias silenciosas lágrimas.
¿Era una buena señal?
—Estás llorando —susurré, superado por las emociones que aquella chica conseguía despertar en mí—. Otra vez.
—Es muy bonito.
Le gustaba. Sonreí.
—¿Te gusta?
Se acercó a mí sin decir ni una sola palabra y me rodeó con los brazos.
—Gracias.
—No hay de qué —murmuré, con los labios pegados a su pelo.