13

—¡Elaina! —volví a gritar, pero ella no contestó. Al otro lado del teléfono oí muchas voces frenéticas y el ruido de la puerta de un coche que se cerraba—. ¡Elaina!

¿Qué le había pasado a Abby? ¿Qué habría querido decir Elaina con eso de que no tenía buena pinta? ¿Estaría Abby implicada en el accidente de coche que acababa de oír?

Entonces sonaron unos gritos.

—¡Llamen a emergencias!

—¿Respira?

—¿Tiene pulso?

¿Respiración? ¿Pulso?

¿Abby?

—¡Elaina! —grité.

Nada.

—Abby —la oí decir por fin. Su tono de voz no me tranquilizó. Me concentré para escuchar algo más—. Abby despierta. Despierta, Abby.

—No la muevas —dijo alguien—. Podría tener el cuello roto.

Me estremecí y mis rodillas amenazaron con doblarse. ¿Roto? ¿Abby? Busqué las llaves con dedos temblorosos. ¿Un taxi o el coche?

—¡Elaina! —Lo intenté de nuevo. Cogí las llaves y se me cayeron sobre el escritorio—. ¡Elaina! Maldita sea. ¡Háblame!

Volví a coger las llaves y me aferré a ellas con fuerza. El coche.

—Está viva, Nathaniel —sollozó Elaina.

Se me volvieron a caer las llaves. ¿Viva? ¿Es que había alguna duda? Cogí las llaves y me las metí en el bolsillo.

—¿Dónde estás? —le pregunté, mientras salía del despacho.

—Señor West —dijo Sara, levantándose.

—¡Me marcho! No sé cuando volveré. —Me dirigí de nuevo al teléfono—. ¿Dónde, Elaina?

—Lenox —contestó ella con voz temblorosa—. Les diré que la lleven allí. Voy a llamar a Linda.

No recuerdo muchos detalles de mi viaje hasta el hospital. Intenté llamar a Elaina varias veces mientras iba de camino, pero no contestaba. Y Linda tampoco.

Entré en el aparcamiento, salí del coche a toda prisa y corrí hacia Urgencias. ¿Habría llegado ya?

¿Por qué Elaina no cogía el teléfono?

Porque Abby estaba peor.

Me empecé a sentir mal.

Había empeorado. O quizá sí tuviera el cuello roto. O puede que su pulso…

No podía pensar en eso. No podía.

Atravesé las puertas del hospital y la recepcionista me miró sonriendo. Por suerte, era una chica a la que reconocí de alguna de las veces que había ido a visitar a Linda.

—Señor West —dijo—, ¿cómo…?

—He venido a ver a una paciente.

Mis ojos recorrieron la sala con inquietud.

—¿Cómo se llama?

—Abigail King.

—No figura en el registro —aseveró ella, comprobando la pantalla de su ordenador—. Es posible que la acaben de traer.

—¡Sí! —grité sin querer. Maldita fuera, ¿cuándo me iba a dejar pasar?—. Acaban de traerla.

—Espere.

Cogió el teléfono.

¿Que esperase? ¿Que esperase? ¿Es que todo el mundo se había vuelto loco?

Habló en voz baja por teléfono durante lo que a mí me parecieron años. Luego levantó la vista.

—Está en Traumatología. Habitación 4. Le autorizaré para pasar, pero tendrá que esperar fuera de la habitación.

Entonces se abrió la puerta que tenía a la derecha y la crucé a toda prisa.

Ya había estado antes en Urgencias, sobre todo para visitar a Linda. Corrí por el pasillo y doblé a la izquierda. Había médicos y enfermeras corriendo por el pasillo, pero yo tenía los ojos clavados en la habitación del final.

«¡Abby!»

Si pudiera llegar más rápido. Estar ya allí. ¿Es que era el pasillo más largo del mundo?

—¡Nathaniel! —Elaina corrió hacia mí—. Está bien. Se va a poner bien.

La aparté a un lado y abrí la puerta.

—¡Abby! ¡Abby!

Entonces me quedé de piedra.

El equipo de Traumatología trabajaba frenéticamente. Se movían sin parar por toda la habitación y hablaban todos a la vez. El centro de su atención era Abby. Estaba tumbada desnuda, inmóvil como la muerte, y la sangre que le salía de la cabeza empapaba la sábana blanca de la cama. Su cuerpo sólo se movió cuando alguien la tocó. Parecía tan vulnerable, tan frágil…

Me agarré al marco de la puerta para no perder el equilibrio.

Oí un murmullo de voces. Algo metálico.

—Llamaron hace horas —dijo una voz masculina—. Hemos tardado mucho en llegar hasta el coche. Me sorprende que quede alguien con vida.

No podía abrir los ojos. Me dolía demasiado. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde estaba papá? ¿Por qué habían dejado de hablar?

—Supongo que patinó en el hielo. Cuando cayeron por el barranco ya no había esperanza.

—Hombre y mujer. Parece que están muertos. Vaya, cuánta sangre.

—¡Hay un niño en el asiento de atrás!

Aquellas voces no eran las de mamá y papá. ¿Quiénes eran? ¿Qué había pasado?

Abrí los ojos. No me dolía tanto si sólo movía los ojos.

—¡Eh! ¡No puede estar aquí!

Cuando por fin reaccioné volví a mirar a Abby. ¿Respiraba? Estaban comprobando sus constantes vitales y enchufándola a toda clase de monitores. Eso era buena señal, ¿no? Lo malo era cuando se paraban.

—Soy Nathaniel West —conseguí decir—. Soy el sobrino de Linda.

—Me da absolutamente igual quién sea usted. ¡No puede estar aquí!

Me quedé donde estaba. Era incapaz de dejar de mirar a Abby y la sangre. Toda aquella sangre.

—¿Por qué no se…? —empecé a decir.

—¡No me obligue a llamar a seguridad!

Entonces, unas manos me agarraron suavemente de los hombros.

—Nate.

—¡Linda! —Me di media vuelta—. ¿Está bien? ¿Por qué no hacen algo para que deje de sangrar?

—Ella está bien. Déjalos trabajar. —Me empujó en dirección a la puerta—. No puedes estar aquí. Yo saldré dentro de un rato.

La puerta se cerró detrás de mí y yo miré a Elaina. Tenía el rímel corrido y sollozaba.

—¿Cómo está?

Me volví en dirección a la puerta.

—No lo sé.

El tiempo no pasaba. Medía los segundos con mis inspiraciones, confiando en que Abby siguiera respirando. No entró nadie más en la zona de Traumatología. Pero tampoco salió nadie. ¿Eso sería bueno?

¿Qué haría si le ocurría algo a Abby?

No podía pasarle nada. En ese momento no. No cuando por fin formaba parte de mi vida.

Si la volvía a ver alguna vez…

«¡Ya basta!»

No podía pensar de ese modo. No debía pensar de ese modo.

Al final se abrió la puerta y la sacaron en camilla.

—¿Qué ocurre? —inquirió, corriendo junto a ella. Seguía estando inconsciente, pero le habían limpiado toda la sangre. O por lo menos la mayor parte—. ¿Está bien?

¿Por qué no me contestaba nadie?

—Abby —la llamé, caminando tras ella por el pasillo.

—Nathaniel, Elaina, sentémonos un rato —dijo Linda por detrás de nosotros.

Yo señalé el pasillo.

—Yo quiero…

—Ya lo sé, pero no puedes ir. —Mi tía se sentó en un banco y dio unas palmaditas en el sitio libre a su lado—. Siéntate.

—Oh, Dios. —Se me volvieron a aflojar las rodillas y me esforcé por respirar—. Tienes malas noticias. Muy malas.

—¡Nathaniel! —dijo con más ímpetu—. Abby se va a poner bien. Siéntate.

Lo hice.

—No tiene nada roto —explicó, mientras Elaina se sentaba al otro lado—. Creemos que tiene una conmoción, pero tenemos que hacerle un escáner para conocer el alcance de la lesión.

—¿Por qué no se despierta? —preguntó Elaina.

—El cerebro es un órgano muy importante —respondió Linda en un tono suave y tranquilizador—. Sabe lo que necesita el cuerpo, incluso aunque no lo entendamos. Estoy segura de que se despertará pronto. La van a llevar a la quinta planta, bloque G. ¿Por qué no subís y la esperáis allí? —Se puso en pie para marcharse—. Y alguien debería llamar a Felicia.

Una hora más tarde, trajeron a Abby a la planta. Yo la seguí a la habitación; estaba ansioso por verla y tocarla. Una enfermera se quedó para comprobar sus constantes.

—¿Está despierta? —le pregunté.

—Aún no, señor West. —Le remetió la sábana por debajo de los brazos antes de marcharse—. Volveré dentro de un rato para ver cómo está. Llámeme si se despierta.

Me acerqué muy despacio a su cama. La sábana se movía arriba y abajo al ritmo de su respiración. Le habían puesto un vendaje en la cabeza y tenía pequeños cortes por toda la cara. Alargué el brazo y le aparté el pelo de la frente. Ella gimió.

—Despiértate, preciosa, por favor —le supliqué—. Despiértate, hazlo por mí.

Nada.

—¿Qué narices estás haciendo aquí?

Me di media vuelta.

Felicia.

—Está bien —dije sonriendo—. Abigail se pondrá bien.

—Abigail —repitió con desdén—. Se llama Abby. Ni siquiera la puedes llamar por su nombre cuando está en la cama de un hospital… Siempre supe que tenías el corazón de un puto animal. —Puso los brazos en jarras—. No sé por qué te has molestado en venir.

Apreté los dientes.

—¡No tienes ni idea de lo que dices!

Ella dio un paso hacia mí.

—Yo lo sé todo sobre ti y Abby, sé lo de vuestros jueguecitos del fin de semana. Ella sólo alimenta al pervertido que llevas dentro, eso es todo.

No tenía por qué responder ni intentar justificarme. No deberíamos haber discutido delante de Abby, tanto si estaba consciente como si no.

—Tú no sabes nada sobre nosotros —susurré.

—¡Muy bien! —Dio una patada en el suelo—. Entonces, ¿por qué no me lo cuentas?

Me aparté de la cama de Abby.

—Me niego a darte explicaciones. —La fulminé con la mirada—. Yo no respondo ante nadie, pero por si no te ha quedado claro, que sepas que me preocupo mucho por esta mujer y tú no…

—¡Señor West! —me interrumpió una enfermera—. Se lo oye desde la otra punta del pasillo. Voy a tener que pedirles a los dos que se tranquilicen y que uno salga de la habitación. Están molestando a los pacientes. Este escándalo no es bueno para la señorita King.

Felicia me señaló:

—Vete tú. Yo acabo de llegar.

Asentí.

—Tienes veinte minutos.

Me fui con Elaina y Linda a la sala de espera.

—¿Ya tenéis los resultados del escáner? —pregunté.

—Nathaniel —dijo Linda—, si Felicia y tú no sois capaces de controlaros, tendré que pediros que os marchéis. —Me miró fijamente—. Y ella es la persona que Abby eligió como contacto en caso de emergencia.

Suspiré.

—Lo entiendo.

—Bien. Según el escáner, tiene una conmoción moderada. Ahora es importante que se despierte.

—¿Y cuánto va a tardar?

¿Cuánto faltaba para que se abrieran aquellos preciosos ojos?

—No debería ser mucho. Iré a ver cómo está en cuanto se vaya Felicia. —Me apretó el hombro—. Se pondrá bien. Te lo prometo.

—Gracias.

Linda se marchó y yo me acerqué a Elaina.

—Cuéntame lo que ha pasado.

El maldito conductor se había saltado una señal de Stop.

Yo seguía resoplando cuando Felicia salió de la habitación.

Hizo una mueca y dijo:

—Veinte minutos. Voy a llamar a su padre.

Linda se rio detrás de mí y luego entramos juntos en la habitación.

Abby estaba tumbada muy quieta. Yo me concentré en el movimiento de la sábana.

Respiraba.

Estaba bien.

Pero ¿cuándo se iba a despertar? ¿Por qué no lo hacía ya? ¿Y si su cerebro estaba más perjudicado de lo que revelaba el escáner? ¿Y si nunca se despertaba?

Empecé a canturrear en mi cabeza, acompasando mi cántico a los movimientos de su pecho.

«Despiértate.

»Despiértate.

»Despiértate».

Entonces parpadeó.

«Oh, por favor».

—¿Abby? —la llamó Linda.

Se le abrieron los ojos. Casi me pongo de rodillas en señal de agradecimiento.

Se humedeció los labios.

—¿Doctora Clark?

Su voz sonaba ronca.

—Estás en el hospital, Abby. ¿Cómo te encuentras?

Intentó sonreír, pero esbozó una mueca de dolor.

«No te muevas, Abby. No pasa nada. Estás bien».

Me sentí muy aliviado.

«Tómatelo con calma, Abby».

—Debo de estar muy mal si la jefa de personal está en mi habitación.

—O eres una persona muy importante.

Linda dio un paso a un lado para que Abby me pudiera ver.

La alegría se reflejó en sus ojos. Dios, qué guapa era. Tenía vendajes por toda la cabeza y los moretones le durarían semanas, pero seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida.

Y se alegraba de verme.

—Hey —dijo.

Yo me acerqué muy despacio, mientras trataba de contener todas las emociones que sentía a la vez. Le cogí la mano. Me sentó muy bien poder tocarla.

—Me has asustado.

—Lo siento. —Arrugó la frente—. ¿Qué ha pasado?

No se acordaba. ¿Y si había perdido la memoria? Pero a mí me reconocía, y también a Linda. Estaba bien. Tenía que seguir repitiéndomelo.

—Un camión embistió tu taxi —respondí—. El maldito conductor se saltó una señal de stop.

—Tienes una conmoción cerebral leve, Abby —explicó Linda—. Quiero que te quedes aquí esta noche. Has estado inconsciente más tiempo del que es habitual en estos casos. Pero no hay hemorragia interna. Y tampoco tienes nada roto. Sólo estarás dolorida unos cuantos días.

—Antes me ha parecido oír a Felicia —dijo Abby, y yo me estremecí. Aún no. Aún no estaba preparado para dejarla con su amiga.

Mi tía le sonrió.

—Hay una regla nueva en este hospital: Nathaniel y Felicia no pueden estar a menos de cinco metros el uno del otro.

—Hemos tenido un pequeño malentendido —apunté yo—. Ahora ella está con Elaina. Han estado hablando con tu padre.

—¿Puedo…? —preguntó Abby.

¿Qué? ¿Qué quería? ¿Qué podía hacer?

—Necesitas descansar —señaló Linda—. Iré a decirles a los demás que estás despierta. ¿Nathaniel?

Le iba a comunicar a Felicia que Abby se había despertado. Sólo me quedaba un momento.

Abby me hizo un gesto con la mano.

¿Qué necesitaba? ¿Haría cualquier cosa por ella?

—Me he perdido la clase de yoga de esta tarde —susurró.

¿Hablaba en serio?

¿Creía que la iba a castigar por haberse saltado la clase de yoga?

Le puse un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Creo que esta vez podré pasarlo por alto —contesté, por si acaso estaba hablando en serio.

—Y es muy probable que no pueda ir a correr mañana por la mañana.

La medicación. Debía de ser la medicación.

—Es probable —bromeé.

—Pero la parte positiva —dijo bostezando—, es que parece que estoy durmiendo mucho.

Sí que hablaba en serio. Me estaba diciendo en serio que estaba durmiendo mucho.

Yo no sabía si reír o llorar.

—Chis —le susurré, acariciándole la frente.

Se le cerraron los ojos y se volvió a dormir.

Me quedé allí sentado durante un buen rato, mirando cómo dormía. ¿Alguna vez habría existido una criatura más perfecta? Se me hinchó el corazón de gozo. Ella estaba bien. Se iba a poner bien.

Le acaricié el brazo, le cogí la mano y miré su suave y pálida piel. Me llevé los dedos a la cara y le besé la parte interior de la muñeca, justo donde percibía el ritmo de su pulso: fuerte y constante.

—Abby… —murmuré.

Entonces se abrió la puerta.

—Me han dicho que está despierta —dijo Felicia—. ¿Cuándo pensabas dejarme verla?

—Ya me iba —me justifiqué secándome los ojos.

—Seguro que sí.

—Se ha vuelto a dormir.

Felicia se acercó a la cama y cogió la otra mano de Abby.

—Entonces, ¿está bien?

Y en ese momento, fueran cuales fuesen nuestras diferencias o nuestras vidas personales, los dos nos pusimos de acuerdo.

—Se pondrá bien.

Una hora después, estábamos todos en la habitación de Abby. Linda y Felicia hablaban en la puerta y Elaina y yo estábamos junto a la cama.

—Tengo el collar de Abby —dijo Elaina como si nada—. Está en mi bolso.

—Gracias —le dije—. Me lo puedes dar luego.

¿Lo sabría Elaina?, me pregunté una vez más. ¿Sabría que se trataba de algo más que de un simple collar? ¿Y a mí me importaba?

No.

—Sólo quería que lo supieras. —Estiró de un hilo suelto que sobresalía de la sábana—. Lo lleva siempre, por eso sé que es tan importante para ella.

Asentí. Era incapaz de pensar en el collar. Sólo quería que Abby volviera a despertarse.

Un empleado del hospital entró con una bandeja y todos lo miramos.

—Un momento —le dije, cuando dejó la bandeja. Levanté la tapa—. ¿Qué es esto?

—Caldo de pollo.

—Esto no es caldo de pollo. —Levanté la cuchara y dejé que el líquido volviera a caer en el cuenco—. Esto es agua con sal y pimienta. —Volví a tapar el cuenco y le devolví la bandeja—. No le daría esto ni a mi perro.

—Yo sólo soy el mensajero —respondió, sin inmutarse por mis palabras—. No me lo pienso llevar.

—Entonces me lo llevaré yo —repliqué.

Elaina se rio y Felicia puso los ojos en blanco.

—Ahora vuelvo —dije, mientras salía por la puerta.

Alguien, probablemente Linda, había alertado al personal de cocina de que yo iba a ir allí.

—No pienso dejar que cocine aquí —declaró la cocinera, cruzándose de brazos y colocándose frente a los fogones como si estuviera custodiando un tesoro.

Le acerqué la bandeja.

—Y yo no pienso dejar que ella se beba esto.

—Entonces hemos llegado a un punto muerto.

—No. Yo la guiaré y usted cocinará. —La mujer suspiró, pero yo proseguí—: Primero coja dos trozos de pollo bien magros…

Mientras me acercaba a la habitación de Abby, advertí la diferencia. Se oían voces excitadas. Pero lo más importante es que entre ellas distinguí la suya.

¡Estaba despierta!

—¿Se ha despertado ya la Bella Durmiente? —pregunté sonriendo, mientras entraba en la habitación. Dejé la bandeja en la mesa de ruedas y la arrastré hacia ella—. Deberías ver a lo que llaman «comida» en este sitio. Sirven caldo de pollo de lata.

—¿Lo has hecho tú?

—No. No me han dejado. Pero he dictado los pasos que seguir.

Abby sonrió. Esbozó una sonrisa capaz de iluminar todo el cielo.

Miré a Linda.

—¿Se lo habéis dicho?

Mientras estaba inconsciente, decidimos que, como todo el mundo se marchaba a Filadelfia, ella pasaría el fin de semana conmigo. Felicia protestó un poco, pero al final accedió.

Linda negó con la cabeza.

—No. Se acaba de despertar. Venga, Elaina, vamos a buscar algo para comer. Felicia, ¿quieres venir?

—Bajo en un minuto.

Yo coloqué bien la bandeja para Abby, desplegué la servilleta, cogí la cuchara, le ajusté la cama y me aseguré de que estaba bien incorporada.

—Come.

—Maldita sea, Nathaniel —exclamó Felicia—. No es un perro.

La miré con los ojos entrecerrados.

—Ya lo sé.

—¿Ah, sí?

¿Acaso yo trataba a Abby como a un perro? ¿Qué había hecho para merecer esa crítica?

—Felicia —dijo ella.

Felicia me fulminó con la mirada una vez más y salió a toda prisa de la habitación. Jackson iba a estar ocupado con aquella chica, pero me alegraba de que Abby tuviera una amiga que se preocupaba tanto por ella.

—Lo siento. Felicia es… —Suspiró—. Felicia.

Me senté en el borde de la cama; quería estar cerca de ella. Necesitaba estar cerca de ella.

—No te disculpes. Se preocupa por ti y sólo piensa en lo que más te conviene. No hay nada de malo en eso. —Señalé el cuenco—. Deberías comer.

Tomó una cucharada.

—Está bueno.

—Gracias.

Me quedé allí sentado, observándola y disfrutando de verla despierta. Y viva. Moviéndose. Respirando.

Siendo Abby.

—Elaina tiene mi collar.

Estar cerca de ella no era suficiente. Necesitaba tocarla.

—Lo sé. Me lo ha dicho. Ya lo recuperaremos luego.

Con despreocupación, empecé a dibujarle círculos en la pierna con la yema de los dedos y luego la acaricié desde el tobillo a la rodilla. Tocarla me ayudaba a convencerme de que estaba bien, de que estaba viva.

—¿A qué te referías cuando has preguntado si me lo habían dicho? —me preguntó—. ¿Decirme qué?

—Lo del fin de semana. —La miré a los ojos, tenía una mirada inteligente y estaba muy alerta—. Mañana Felicia y todos los demás se irán a Filadelfia tal como estaba planeado. Pero como tú no debes estar sola este fin de semana, te quedarás conmigo.

—Lo siento. Te perderás el partido de Jackson por mi culpa.

Como si me importara el partido de Jackson cuando ella estaba en el hospital.

—¿Sabes cuántas veces he visto jugar a Jackson? —pregunté.

—Pero esto son los playoffs.

—Y lo he visto jugar los playoffs tantas veces que no las puedo contar. No me importa perdérmelo. Podemos verlo por la tele. —Sonreí. Ella no sabía nada de mi sorpresa—. Pero siento que te lo pierdas tú.

—¿Yo?

Parecía confusa.

—Tú y yo íbamos a coger mi jet privado para ir a Filadelfia mañana por la noche. Se suponía que íbamos a pasar el fin de semana en la ciudad y ver el partido el domingo. —Le di unos golpecitos en la pierna. Aún no quería dejar de tocarla—. Ahora nos tendremos que conformar con el sofá y la comida para llevar.

Seguía teniendo aquella desconcertada mirada.

—No te preocupes —dije, riéndome por dentro—. Si ganan, siempre nos quedará la Super Bowl.

Abby siguió comiendo. Yo pensé en lo que le había dicho sobre el yoga y lo de correr y de repente sentí la necesidad de dejar las cosas claras.

—Y, Abigail, lo único que harás este fin de semana es descansar.