La noche del domingo pensé en cómo había ido el resto del fin de semana con Abigail. Lo descansada que parecía la noche del sábado. Lo mucho que le gustó la cena que preparé. Pero en lo que más pensé fue en la conversación que había mantenido con Paul el sábado por la noche. Él estaba más calmado y ya no me amenazó con los catorce azotes. Pero yo sabía que seguía mereciéndolos.
Cuando Abigail se marchó, me fui a cenar a casa de Linda. Una vez al mes, Jackson, Todd, Elaina y yo nos reuníamos todos en casa de mi tía. Esa noche en particular estuvimos hablando sobre el siguiente fin de semana, que todos pasaríamos en Filadelfia.
Yo quería sorprender a Abigail y por eso no le había comentado nada del viaje. Cuando llegara el viernes, la llevaría al aeropuerto y subiríamos a mi avión privado. Pasaríamos el fin de semana en Filadelfia, veríamos el partido el domingo y volveríamos a Nueva York ese mismo día por la noche.
Un fin de semana perfecto.
Cuando llegué, Elaina me estaba esperando en el vestíbulo.
—¿Dónde está Abby? —me preguntó, mientras yo colgaba el abrigo en el armario.
La mera mención de su nombre ya me hacía sonreír.
—Esta noche tenía otros planes.
«No le he pedido que me acompañara —quise decirle—. No quería que se sintiera obligada».
—¿Jackson ha venido con Felicia?
Elaina puso los ojos en blanco.
—Jackson aún no ha llegado.
—En ese caso, es mejor que Abigail no haya venido. Si lo hubiera hecho sin que Felicia estuviera, quizá se habría sentido un poco incómoda, ¿no?
—¿Cómo la has visto este fin de semana?
—Bien.
Era verdad. Cuando se marchó de mi casa aquella tarde parecía mucho más ella misma. Recordé nuestra despedida:
—Espero que pases una buena semana, Abigail —le había dicho, rozándole el brazo con la yema de los dedos.
—Gracias.
Ella agachó la cabeza.
—Mírame —le ordené. Cuando lo hizo, sonreí—. ¿Nos vemos el viernes a las seis?
Ella abrió más los ojos.
—Sí, a las seis en punto.
—Pues hasta entonces —le dije.
Luego abrí la puerta y observé cómo se subía al coche que la esperaba.
Faltaban cinco días.
—¿Nathaniel? —preguntó Elaina.
—¿Humm? —dije—. Lo siento. Es que estaba pensando en las tostadas francesas de Abigail.
—Oh, oh, tostadas francesas. ¿Así es como lo llaman los solteros hoy en día?
Yo parpadeé.
—No, me refiero a tostadas francesas de verdad. Abigail es una gran cocinera.
—Estaba de broma. A ver si espabilas.
Pasamos al salón. Abracé a Linda y le di un beso en la mejilla.
—Hola, Nathaniel —me saludó ella—. Pensaba que traerías a Abby.
—Quizá la próxima vez. ¿Necesitas ayuda?
—No. Me está ayudando Todd.
En ese momento éste entró en el salón con una bandeja de picantones que tenían un aspecto delicioso y todos nos acercamos a la enorme mesa del comedor.
—Nathaniel —Elaina se sentó—, ¿verdad que me dijiste que Abby trabajaba en la biblioteca del centro?
—Sí.
—Genial. —Se puso la servilleta en el regazo—. La voy a invitar a comer el jueves. ¿Crees que aceptará?
Una parte de mí se preguntó cuánto sabría Elaina sobre mi estilo de vida. Yo creía que lo había ocultado bien, pero había algo extraño en el modo en que me miraba y algunos de sus comentarios me daban qué pensar.
—Estoy seguro de que le encantará comer contigo —dije—. ¿Quieres que te dé su número de teléfono?
—No. Prefiero sorprenderla.
Elaina me llamó el jueves por la tarde.
—Acabo de hablar con Abby. Hemos quedado en Delphina dentro de media hora. Y le voy a contar tus más profundos y oscuros secretos.
—Adelante. —Me reí. Estaba convencido de que no había nada que Elaina le pudiera decir a Abigail que pudiera asustarla. No después del anterior fin de semana—. Ya me explicarás cómo te ha ido.
Me senté al escritorio y pensé en llevar a Abigail a Delphina. ¿Me había encerrado con ella en una relación que siempre estaría definida por nuestra naturaleza sexual? ¿Podía pedirle que saliera conmigo y esperar que me aceptara como hombre y como Dominante a la vez?
Paul y Christine habían conseguido que funcionara, pero Paul y Christine no tenían el pasado que yo compartía con Abigail. Ellos habían empezado una relación como Dominante y sumisa y fueron progresando gradualmente.
Entonces me pregunté en qué se diferenciaba eso de nuestra propia relación. ¿En desear a una chica a la que nunca tuve el valor de acercarme como hombre corriente?
Pero yo no era un hombre corriente. Yo sabía que no podía ser un hombre corriente. Siempre sería un Dominante. Quizá algún día consiguiera combinar esas dos facetas, pero ¿de verdad quería intentarlo con Abigail?
¿Querría ella que las combinara?
Me dije que no. Era mejor pensar en la vida de Paul y Christine como en algo ficticio, algo que yo nunca podría tener. Era más seguro imaginar lo que sí podría llegar a ser, en lugar de intentar otra cosa y fracasar.
Ya había fracasado con Melanie. Y la experiencia seguía persiguiéndome.
Yo le hablé a Melanie de mi naturaleza sexual casi en cuanto empezamos a salir. Ella lo sabía todo sobre mis anteriores sumisas, tanto de las que llevaron mi collar como de las que no. Melanie era perfectamente consciente de mis experiencias pasadas y estaba emocionada de que quisiera intentar algo más tradicional con ella.
Pero el sexo con Melanie sólo era sexo. Era algo que ocurría y no hay mucho que decir sobre nuestros encuentros. Yo lo atribuía a mi naturaleza de Dominante y me decía que con el tiempo todo iría mejorando. Sólo me tenía que acostumbrar a ser más normal.
Nunca le expliqué lo incompleto que me hacía sentir nuestra vida sexual, pero sospechaba que ella lo sabía. A veces me pedía que la atara o la azotara. Yo siempre sonreía y le decía que quizá en otro momento, sabiendo que ese momento no llegaría nunca.
Estuve intentando negar mi naturaleza durante cinco meses y, durante ese tiempo, mi necesidad no hizo más que aumentar. Entonces me di cuenta de que empezaba a estar inquieto. Cada vez me mostraba más seco y desagradable.
Esperé al jueves. Las noches de los jueves Melanie siempre cenaba con sus padres y pasaba el resto de la noche en la casa tutelada donde vivía su abuela. Esperé a las siete en punto y luego cogí la llave de mi cuarto de juegos y entré en el espacio que había evitado durante cinco meses.
Me paseé por allí, tocando mis cosas. Recordando. Me sentí tentado de llamar a alguien y representar alguna escena, sólo una vez, pero no podía hacerlo. No podía hacerle eso a Melanie. Y sabía que si volvía a jugar, fracasaría. Le había prometido que había dejado el pasado atrás y se lo dije muy en serio.
Y entonces, ¿por qué seguía teniendo un cuarto de juegos? ¿Por qué no lo había tirado todo?
Porque sabía que no podía dejarlo.
Cogí un látigo con tiras de cuero de la pared y enterré los dedos entre las tiras mientras recordaba la última vez que lo había utilizado…
Poco después de romper con Beth, invité a un amigo íntimo Dominante y a la sumisa a la que le había puesto su collar. Pocas horas después, estábamos en plena escena. Jen estaba de rodillas delante de Carter, con su polla en la boca. Entonces Carter me pidió que la azotara con el látigo de cuero. Yo acompasé los azotes con las embestidas de él; concentrado en Jen, en su respiración y en sus movimientos.
Mientras esperaba a que Carter se corriera en su boca, se me puso la polla dura. Él se estaba tomando su tiempo. Tenía las manos hundidas en el pelo de Jen y aguantó todo lo que pudo.
—Joder, Nathaniel —exclamó—, menuda boquita tiene. Si quieres que te la chupe a ti también, te aseguro que no me importa.
Conocía a muchos Dominantes que compartían a sus sumisas, pero, aunque no era algo que me molestara, yo nunca había compartido con nadie a las sumisas a las que les ponía mi collar. ¿Sería hipócrita por mi parte aceptar la oferta de Carter?
Me volví a concentrar en Jen. Estaba tensa; se estaba esforzando por controlar su propia lujuria.
Joder. La estaba excitando con el látigo. Le gustaba. La polla me empezó a apretar los pantalones.
¿Lo iba a hacer?
—Así, Jennie —dijo Carter—. Rápido y fuerte.
Ella empezó a mover el cuerpo y todos adoptamos una perfecta sincronía: las caderas de Carter, Jen y mi látigo.
—Ya no aguanto más —jadeó Carter—. Contéstame, Nathaniel. Deberías follarte su boca.
Me desabroché los pantalones.
—¡Nathaniel!
La voz de Melanie penetró en mi mente y abrí los ojos. Dejé caer el látigo. De alguna forma, durante mi ensoñación me había desabrochado los pantalones y me estaba tocando.
—¿Qué estás haciendo? —gritó ella.
Estaba en la puerta del cuarto de juegos, en jarras y completamente pálida.
—Espérame abajo —le dije, mientras me abrochaba.
—No hasta que me digas…
—¡Ahora!
Ella se dio media vuelta resoplando y se marchó. Entonces salí de la habitación y cerré la puerta.
Melanie me esperaba paseando de punta a punta del salón.
—¿Me quieres explicar qué narices es lo que acabo de ver?
Yo me dejé caer en el sofá. Me sentía como si tuviera cien años.
—Tú ya lo sabías. Nunca te escondí quién era.
—Pero me dijiste que lo intentarías. Me prometiste que no lo harías más.
Se acercó a la chimenea.
—No estaba haciendo nada, Melanie.
—Eso no es lo que me ha parecido. ¿Qué era eso… esa cosa que tenías en la mano?
—Un látigo.
—¿Un látigo? —repitió incrédula. Se detuvo de repente—. ¿Es que azotas a la gente?
—No me mires así. Da bastante placer si la persona que lo utiliza sabe lo que está haciendo.
—Cosa que supongo que tú sabes muy bien.
—Claro que lo sé. —Empecé a sentir cómo la furia crecía en mi interior—. Llevo mucho tiempo haciéndolo.
Melanie resopló de nuevo y me dio la espalda.
—Esa habitación. Esa habitación con todas esas cosas… Yo no sabía… —Le empezaron a temblar los hombros—. He venido esta noche pensando darte una sorpresa. Mi madre se ha quedado con mi abuela. Pero supongo que la sorprendida soy yo, ¿no?
Me levanté y la rodeé con los brazos.
—Lo siento. Pensaba que no vendrías. Sólo quería… Sólo quería recordar. Pensaba que me ayudaría. He creído que nos ayudaría. No quería que me vieras.
Ella estaba llorando y yo odiaba saber que era responsable de sus lágrimas.
—Melanie —susurré—, éste es el motivo por el que nunca he querido representar ninguna escena contigo. No te gustaría. Sencillamente no… no funcionaría.
«Como tampoco funciona lo nuestro», quise añadir.
Se volvió para mirarme con los ojos llenos de lágrimas.
—Puedo intentarlo, Nathaniel. Por favor, déjame probarlo.
—No. Por favor. No es culpa tuya, soy yo. —Le acaricié la espalda mientras lloraba—. Soy yo.
Seguimos juntos otro mes. Fingíamos que todo iba bien. Dormíamos juntos, salíamos e intentamos olvidar aquel jueves.
Pero no funcionó.
Yo era quien era y Melanie era quien era.
Le dije que merecía a alguien mejor que yo. Se merecía un hombre que la amara de la forma en que debía ser amada. Un hombre que no necesitara mi estilo de vida. Melanie me suplicó que le pusiera un collar, que intentara representar alguna escena con ella, pero no podía hacerlo. En el fondo sabía que nunca sería una sumisa.
Igual que sabía que yo siempre sería un Dominante.
Entonces sonó mi teléfono y regresé al presente. Miré la pantalla: Elaina.
—Hola, Elaina —dije—. ¿Qué tal?
—Le he contado a Abby tus peores y más oscuros secretos y me ha dicho que no le importa.
—Qué tonta eres; eso también te lo podría haber dicho yo.
—Me cae muy bien. Espero que la conserves.
—Eso pretendo. ¿Dónde estás?
—Acabamos de salir de Delphina. Ahora voy a volver a casa de Linda, y Abby acaba de coger un… ¡Abby! —gritó Elaina de repente—. ¡Detente!
Yo me puse de pie de golpe y la silla del despacho se desplazó hacia atrás sobre sus ruedas.
—¡Elaina!
Oí un horrible estruendo al otro lado del teléfono y luego un suave gemido de Elaina.
—Oh, Dios. Abby.
—¡Elaina! —le grité al teléfono—. ¿Dónde está Abby? ¿Qué ha pasado? —No contestaba—. ¡Elaina!
—Oh, Dios. Nathaniel —dijo entonces—. Es Abby. No… no tiene buena pinta.
De repente tuve la sensación de que un gigante me estaba estrujando el corazón. No podía respirar y en mi cabeza sólo había espacio para un único pensamiento:
«Abby.
»Abby.
»Abby».