11

El sonido de agua corriendo se fue internando poco a poco en mi conciencia y me fui incorporando muy despacio. Abigail había vuelto a demostrar que era más fuerte que yo. Cuando le dije que se lavara la cara y se fuera a su habitación lo hizo sin vacilar. No como yo, que me había quedado allí, regodeándome en la autocompasión.

Una voz interior me susurró que debía ir a buscarla. Que tenía que darle los cuidados que tanto necesitaba. Pero mi orgullo me lo impidió.

Si iba tras ella y me derrumbaba, como temía que me ocurriera, Abigail querría saber por qué un Dominante con tantos años de experiencia se venía abajo después de castigarla. Una cosa llevaría a la otra y acabaría descubriendo la verdad: que yo la conocía de mucho antes de que su solicitud apareciera en mi escritorio.

Esperé hasta que el agua de su cuarto de baño dejó de correr, luego aguardé un poco más y escuché un rato antes de salir al pasillo.

Estaba llorando.

Otra vez.

Me acerqué a su puerta y dejó de sollozar.

Alargué la mano hacia el pomo, pero la culpabilidad me impidió abrir. Ya sabía qué aspecto tendría.

La nariz roja. Los ojos llorosos. Y las mejillas mojadas de lágrimas.

Pero lo peor de todo eran las dudas. ¿Qué vería en su expresión? ¿Odio? ¿Miedo? ¿Dolor?

Si me acercaba, ¿tendría miedo de mis caricias? ¿Me escucharía si le hablaba?

Suspiré.

No podía hacerlo. No me atrevía a enfrentarme a ella.

Alargué el brazo y posé la mano sobre su puerta.

«No puedo, Abigail. No soy lo bastante fuerte. Perdóname».

Era muy pronto para irme a la cama, ni siquiera eran las nueve de la noche, y la casa estaba demasiado silenciosa. Empecé a arrepentirme de haber dejado a Apolo en la guardería.

Fui a la cocina y cogí el teléfono para preguntar cómo estaba.

—Hola, señor West —me dijo la recepcionista cuando me presenté—, ¿qué tal está?

«No estoy de humor para charlas».

—¿Cómo está Apolo? —pregunté.

—Está muy bien, señor. Mucho mejor que la última vez.

Ni siquiera tenía la suficiente energía como para sentirme contento.

—¿Lo recogerá mañana a las diez y media? —quiso saber.

—Sí.

—Y lo volverá a traer el próximo viernes. —En su voz podía notar que sonreía—. Contando con que ganemos este fin de semana, claro.

Se suponía que en ese momento yo debía hacer algún comentario ingenioso sobre fútbol. Por desgracia, no me quedaba ni una pizca de ingenio.

—Hasta mañana —me despedí y colgué.

Recorrí la casa comprobando las cerraduras y los cierres de seguridad. Agucé el oído para ver si resonaban pasos en el piso de arriba, pero no oí absolutamente nada. Cosa que me pareció bien. Si alguno de los dos conseguía dormir aquella noche, quería que fuera ella.

Me fui a la biblioteca sin pensar y sentí una punzada de dolor al acordarme de lo que había planeado para aquel fin de semana. Si tenía suerte y Abigail se quedaba conmigo, quizá pudiese enseñarle la biblioteca más adelante.

Me senté al piano y traté de decidir qué tocar. La canción que había compuesto el fin de semana anterior, la que me inspiró la belleza de ella, se burlaba de mí. ¿Cómo podía atreverme a tocar una pieza sobre su belleza? ¿Qué derecho tenía después de lo que había hecho?

No tenía ninguno.

La furia se apoderó de mí y volqué toda mi frustración sobre las teclas del piano, mientras tocaba las furiosas notas que palpitaban en mi cabeza. Hacía mucho tiempo que no me dejaba llevar por la ira, pero, como siempre, tocar me ayudaba a recuperar la calma. Y, poco después, la dulzura y la verdadera esencia de Abigail se hicieron con el control y fui incapaz de impedir que me superaran.

La mañana siguiente me tuve que convencer de que no era un cobarde. Sólo le estaba dando algo de tiempo a Abigail. Lo que no sabía era para qué. Lo único que sabía era que aún no estaba preparado para enfrentarme a ella y no podía evitar pensar que a ella le debía de ocurrir lo mismo.

Salí de casa poco después de las seis de la mañana y conduje hasta la ciudad, camino de mi oficina. Tres horas después, no había conseguido nada. Recordé la nota que había dejado en la cocina. ¿La habría encontrado ya Abigail? ¿Seguiría estando en mi casa cuando volviera por la tarde?

Necesitaba hablar con alguien, alguien que pudiera comprenderlo. Miré el reloj, cogí el teléfono e hice algo que hacía meses que no hacía: llamé a Paul.

—Hola —dijo una alegre voz femenina al otro lado de la línea.

—Hola, Christine —saludé—, soy Nathaniel.

Christine y Paul llevaban varios años casados. Ella también era su sumisa.

—Nathaniel, ¡cuánto tiempo!

—Lo sé —dije. Seguía sin ganas de cháchara—. ¿Está Paul?

—Sí, está aquí mismo. Espera.

Oí una conversación apagada y luego el inconfundible sonido de un beso.

—Hola, Nathaniel —me saludó Paul—, ¿qué pasa?

Entonces lo dejé salir todo. Le hablé largo y tendido sobre Abigail, le conté que era inexperta, que la había aceptado como sumisa y finalmente entré en detalles sobre lo que había ocurrido la noche anterior: las reglas que yo tenía, cómo ella había infringido una, y el castigo.

Paul me dejó hablar todo el rato, intercalando sólo los comentarios apropiados. Sí, el castigo era necesario. Sí, siempre es difícil castigar a una sumisa. Sí, yo era normal. Sí, lo superaría. Sí, nuestra relación se fortalecería de ahora en adelante.

Confiaba en que Paul sabía lo que yo necesitaba. En pocos minutos ya me sentía mejor.

—¿Y qué clase de cuidados aplicaste después del castigo? —me preguntó.

—Estoy hablando contigo —le repuse sin pensar.

Me di cuenta de mi error en cuanto las palabras salieron de mi boca.

—Eso ya lo sé —contestó—, lo que quiero saber es lo que hiciste por ella anoche.

No podía hablar. Por primera vez en mi vida me quedé sin palabras.

—Nathaniel —me dijo, cuando se alargó el silencio—, por favor, dime que estoy malinterpretando tus dudas. ¿Cómo fue la sesión de cuidados posteriores?

—Yo no… Quiero decir… no pude…

—Los cuidados posteriores, Nathaniel —repitió con más ímpetu—. ¿Qué hiciste?

Cerré los ojos.

—Nada.

—¿Azotaste veinte veces con una correa de piel a una sumisa inexperta y no te ocupaste de cuidarla después?

—No podía enfrentarme a ella. No sabía si ella querría…

Guardé silencio. No había excusa para mi comportamiento.

—Yo-yo-yo —replicó Paul, burlándose de mí—. Esto no tiene nada que ver contigo, Nathaniel, y si no lo entiendes, no deberías tener ninguna sumisa.

Tenía razón. No podía discutírselo.

—Esa mujer se ha sometido a ti y es tu responsabilidad demostrarle el respeto que merece. —Lo oí dar un puñetazo en la mesa—. Joder, Nathaniel, yo no te entrené así. ¿Has tratado a todas tus sumisas de la misma forma? ¿Es que te has olvidado de que tus necesidades van después de las suyas?

—No —susurré.

—Quiero que entiendas una cosa —dijo con la tranquila y relajada voz que yo sabía que utilizaba para expresar su descontento—. El único motivo por el que no me subo al siguiente avión a Nueva York para azotarte catorce veces en el trasero con una pala de cuero es que Christine está a punto de dar a luz a nuestro primer hijo.

Lo habría hecho. Yo sabía que lo habría hecho. Y aunque él nunca había sido mi Amo, yo le habría dejado. Eso habría sido preferible al dolor que me estaba devorando. Catorce azotes con una pala de cuero habrían sido preferibles. Al menos eso no me provocaría un dolor infinito.

—No me lo puedo creer, de verdad que no. —Calló un momento—. ¿Dónde está? Déjame hablar con ella.

—No está aquí. Estoy en mi oficina de la ciudad.

—¿La has dejado sola?

—Sí.

El silencio se hizo más denso al otro lado del teléfono. Y por fin:

—Una parte de mí espera que no esté en tu casa cuando vuelvas, que te haya dejado.

El mayor de mis miedos.

—Pero otra parte de mí —prosiguió—, piensa que eso sería demasiado fácil para ti. Deseo que esté allí y que tengas que enfrentarte a ella.

Me quedé callado.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Cómo vas a arreglar esto?

Yo inspiré hondo y le expliqué los planes que tenía. Después de ofrecerle un informe detallado de todo, colgué y le prometí que lo volvería a llamar más tarde.

Recogí a Apolo en la guardería y conduje hasta casa. Cuando paré delante y vi movimiento por la ventana de la cocina me sentí aliviado. Entré en silencio, pero Apolo me pasó de largo y corrió por el pasillo en dirección a la cocina, arañando el suelo de madera con las uñas. Oí un grito amortiguado del otro lado del pasillo, seguido de un sonoro ladrido y sonreí sin querer.

Ella seguía en casa. Incluso estaba en la cocina, preparando comida. Pan, sí, había identificado el olor que flotaba en el aire. Y eso confirmó mi temor: probablemente no se hubiera sentado en todo el día. Pero necesitaba hacerlo. Necesitaba sentarse y darse cuenta de que no tenía el trasero tan dolorido como ella creía.

Fui al salón y cogí un cojín del sofá. Luego fui al armario por algunas toallas y las metí unos minutos en la secadora para que se calentaran. Después volví al salón y dejé el cojín en la silla que había junto a la mía.

Tenía que concentrarme nuevamente en Abigail. De inmediato.

Cuando la vi entrar en el salón al mediodía, se me encogió el corazón. Se me encogió porque de repente comprendí que había cosas peores en la vida que descubrir dolor, temor u odio en el rostro de ella.

Lo peor era descubrir que su rostro no reflejaba nada.

Le temblaron un poco las manos cuando me puso el plato delante, pero sus ojos estaban vacíos.

«¿Has visto lo que has hecho? Has acabado con su luz».

—Come conmigo —dije, porque fue lo único que conseguí articular.

Abigail regresó a la cocina y yo me di un segundo para cerrar los ojos y poner orden en mis pensamientos.

Ella seguía estando en mi casa. Quería quedarse. Seguía queriendo que yo fuera su Dominante.

Volvió al salón y cuando retiró la silla y vio el cojín sobre el asiento, se detuvo sólo un segundo.

«Siéntate, Abigail. Debes darte cuenta de que no es tan terrible como tú crees».

Tomó asiento muy despacio, como valorando cómo se sentía. Casi pude oír el suspiro de alivio que escapó entre sus labios al hacerlo.

Si yo hubiera sido el Dominante que ella merecía, habría estado en casa para el desayuno y le habría dicho que se sentase entonces.

Comimos en silencio. Evidentemente, a Abigail no se le ocurriría hablar en aquella mesa. ¿Por qué yo había elegido comer allí en lugar de hacerlo en la cocina?

«Porque eres un cobarde. Porque no quieres que te diga lo que piensa. Ahora, sé valiente y habla con ella».

—Mírame, Abigail.

Ella se sobresaltó.

Mierda. Otra vez volvíamos a eso.

Sus ojos vacíos me miraron y yo me armé de valor para proseguir.

—No disfruté castigándote. —El eufemismo del año—. Pero tengo reglas y cuando las rompas, te castigaré. Con rapidez y severidad.

Por mucho que nos doliera a los dos lo que había pasado la noche anterior, si queríamos seguir adelante ella tenía que comprender lo que le estaba diciendo.

—Y no suelo hacer cumplidos gratuitos. Pero anoche lo hiciste muy bien. Mucho mejor de lo que esperaba.

Mis palabras tocaron su fibra sensible, porque por un segundo vi el reflejo de alguna emoción brillar en sus ojos.

Yo no me lo merecía.

—Acaba de comer y reúnete conmigo en el vestíbulo dentro de media hora con la bata puesta.

Me levanté de la mesa, cogí las toallas y puse en marcha el jacuzzi climatizado. Cuando volví dentro, me puse yo también la bata y esperé a que llegara Abigail.

—Sígueme —le dije cuando lo hizo.

Sus ojos estaban llenos de interrogantes, pero no dijo ni una sola palabra mientras cruzábamos el salón. Ni siquiera vaciló cuando abrí la puerta, sino que se limitó a cruzarla como si fuera completamente normal salir fuera en bata en pleno enero.

Cuando llegamos al jacuzzi, se quedó de pie esperando instrucciones. Yo me acerqué a ella e inhalé su maravilloso aroma. Sí, seguía allí conmigo. Sí, podíamos conseguir que aquello funcionara.

Le quité la bata; estaba ansioso por ver si el castigo le había dejado alguna marca.

«Por favor, que no haya ninguna marca».

—Date la vuelta —le pedí.

Ella lo hizo muy lentamente, casi avergonzada.

—Bien —dije, deslizando una mano por la pálida piel de su trasero. Ella no se sobresaltó—. No te saldrán cardenales.

Me quité la bata y la cogí de la mano para que se metiera conmigo en el agua.

—Te escocerá un poco —le advertí—. Pero la incomodidad desaparecerá enseguida.

Tenía que meterla en el jacuzzi para relajarla un poco.

Abigail jadeó cuando entró. Imaginé el breve escozor que sentía, pero sabía muy bien lo que necesitaba su cuerpo. Sabía que después se sentiría mucho mejor.

—Hoy nada de dolor. Sólo placer —afirmé, tirando de ella para que se sentara sobre mí de forma que no sintiera ninguna presión en el trasero.

Tenerla sentada sobre mi regazo era mucho más de lo que me merecía. No tenía ningún derecho. Pero yo era un bastardo avaricioso y quería más. Quería que me tocara. Quería sentir sus manos sobre mi piel.

Le mordisqueé el cuello.

—Tócame —susurré.

«Tócame. Dime que estamos bien. Dime que hemos superado lo de anoche.

»Por favor».

Una mano vacilante se deslizó por mi pecho y yo gemí de placer.

Sí.

Bajó más la mano y me agarró la polla. Yo inspiré hondo.

—Con las dos manos.

Lo hizo y me apretó con fuerza. Joder, qué bien me conocía.

—Aprendes deprisa.

Le di la vuelta con suavidad para que se sentara a horcajadas sobre mí, con cuidado de que la postura no añadiera presión innecesaria en su trasero.

Sentí un placer embriagador. Placer de que siguiera conmigo y placer de que pudiéramos volver a estar de aquella forma.

Le acaricié los brazos.

—¿Estás bien? Si quieres nos podemos quedar aquí sentados sin más.

Ella negó con la cabeza.

—Háblame —le supliqué.

Estaba colocada justo encima de mi polla y me costaba mucho pensar con claridad. Si sólo quería estar allí sentada, sería mejor que me lo dijera pronto.

—Quiero… —empezó a decir y yo me recreé en el sonido de su voz—. Quiero que me toques.

No iba a tener que pedírmelo dos veces. Le deslicé las manos por la espalda y fui frotándola y masajeándola a medida que iba avanzando. Tenía los músculos tensos y rígidos y yo sólo quería notar cómo se relajaba bajo mis manos. Quería darle placer.

Cuando le rodeé los pechos y le acaricié los costados, Abigail separó lentamente los labios y me miró interrogativa.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. Háblame.

Ella se humedeció los labios.

—¿Puedo tocarte?

Sonreí y cogí sus manos, que tenía apoyadas en los bordes de la bañera, para posarlas en mi pecho.

—Todo lo que quieras.

Pasamos los siguientes minutos explorándonos mutuamente con suaves caricias, tanto por encima como por debajo del agua. Yo me tomé mi tiempo y, poco a poco, ella se fue relajando. Poco después empezaron a desaparecer la tensión y el dolor y sólo quedó la ardiente necesidad. Y a medida que su cuerpo iba respondiendo a mis caricias, yo iba notando cómo se disolvía mi angustia y resurgía el deseo.

Me dije que podía hacerlo. Podía ser su Dominante. Habíamos conseguido superar su primer castigo y podíamos seguir adelante.

Interné un dedo en su sexo y ella se apretó contra mi mano.

—Ya veo que estás lista, ¿verdad, Abigail? —la provoqué.

—Sí, por favor —susurró.

La cogí de las caderas y la deslicé muy despacio sobre mi polla. Estaba incluso más caliente que el agua. Empecé a balancearla arriba y abajo, asegurándome de que no le tocaba las nalgas. Ella me rodeó el cuello con los brazos y se deslizó más sobre mí. La agarré de las caderas para que no se tuviera que mover y empecé a moverme muy despacio dentro y fuera de su cuerpo.

—Deja que yo me ocupe de hacer el trabajo, Abigail. Tú sólo siente.

Inclinó la cabeza hacia delante, enterró las manos en mi pelo y musitó un suave:

—Vale.

Yo me acerqué más para provocarla y asegurarme de que sentía hasta el último ápice de placer posible. Dentro del agua era muy ligera. Enseguida vi cómo el sudor le bañaba la cara y empecé a embestirla con más fuerza. Quería llevarla al orgasmo. Lo único que deseaba era reemplazar con placer el dolor que le había infligido la noche anterior.

—Córrete para mí —dije, mientras giraba un poco las caderas y me enterraba más profundamente—. Déjame ver cómo te corres.

Abigail se mordió el labio con concentración y dejó escapar un gemido mientras se contraía a mi alrededor. Yo la embestí de nuevo, sintiendo cómo su liberación provocaba la mía y me vacié en su interior.

Mientras nos relajábamos, ella apoyó la cabeza sobre mi hombro. Al rato, la cogí y la volví a sentar sobre mi regazo, recreándome en el vapor y el calor del agua y el placer del que habíamos disfrutado juntos.

—Vamos a quedarnos aquí sentados un rato para relajarnos —le dije, repentinamente cansado de la agitación emocional de la noche anterior y de las conflictivas emociones que había experimentado aquella mañana.

Permanecimos en silencio. Ninguno de los dos estaba preparado para hablar y ambos necesitábamos sentir sólo la reafirmación de que seguíamos estando bien.

Después de un buen rato, me di cuenta de que ella tenía la cara muy caliente y que necesitaba salir del jacuzzi. Me levanté yo primero, cogí una toalla y se la ofrecí.

—Abigail.

Cuando salió, la envolví en la toalla y la sequé con cuidado. Luego cogí otra toalla para mí.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté, secándome.

Ella bostezó.

—Cansada.

Era normal que estuviera cansada. Lo más probable era que no hubiera dormido mucho la noche anterior, y si lo había hecho no habría descansado demasiado.

—¿Quieres acostarte un rato? —le pregunté.

Me respondió con una expresión de sorpresa y una sonrisa.

—Sí.

La acompañé de nuevo hasta la casa y le abrí la puerta.

—Pues ve a descansar y no te preocupes por la cena de esta noche. Hoy cocinaré yo.