Por espacio de medio kilómetro, Muskwa siguió el camino de Langdon. Al principio iba corriendo, luego anduvo al paso y finalmente se detuvo y se sentó como un perro, contemplando la distante ladera de la montaña. De haberse alejado Langdon a pie, el osezno no hubiese dejado de seguirlo hasta cansarse, aunque conservaba un mal recuerdo de la jaula en la que tan zarandeado había sido. Permaneció, pues, largo tiempo sentado sin continuar la marcha. Estaba seguro de que su amigo no tardaría en regresar, porque siempre volvía. Por fin se entretuvo en buscar alguna raíz comestible, aunque cuidando de no alejarse mucho del lugar en que Langdon lo dejara.
Durante todo el día permaneció el osezno en el prado, en el que sentíase muy a gusto porque estaba bañado por la luz del sol, y además, porque había abundantes raíces. Comió bastantes y luego, a mediodía, durmió una siestecilla, pero cuando el sol comenzó a caminar hacia su ocaso y el valle se llenó de sombras, sintió miedo.
Era todavía muy pequeño y durante su corta vida no había pasado solo más que una noche, aquélla en que lo dejara por un momento su madre, la cual no volvió, porque murió aplastada por una roca. Luego, Thor reemplazó a su madre y Langdon sucedió después al oso gris, de manera que nunca se había sentido tan solo y tan desvalido como ahora. Acurrucose bajo un matorral junto al camino que siguieran Langdon y los suyos, y durante toda la noche estuvo con el oído atento y aguzando la vista y el olfato. Aparecieron las estrellas, claras y brillantes, pero aquella noche su encanto no fue lo bastante fuerte para hacer salir al osezno del lugar donde se cobijara. Y hasta que llegó la aurora, no se atrevió a hacerlo.
El sol le infundió nuevo valor. Empezó a recorrer el valle; el rastro de los caballos se desvanecía poco a poco hasta que desapareció por entero. Aquel día Muskwa comió un poco de hierba y algunas raíces; al llegar la segunda noche de su soledad, el pobre osezno estaba derrengado, hambriento y desorientado por completo.
Aquella noche durmió en el hueco de un árbol. Al día siguiente continuó el camino, y durante muchos días y muchas noches estuvo solo en el dilatado valle. Pasó junto al estanque en que él y Thor encontraron al viejo oso, y Muskwa husmeó, hambriento, las espinas que todavía estaban por el suelo; pasó junto al oscuro lago, atravesó el dique de los castores, desde el cual Thor había pescado truchas, y en aquellas cercanías permaneció dos noches. A la sazón, iba olvidando a Langdon; en cambio recordaba cada vez más a Thor y a su madre; sentía más que nunca la necesidad de su compañía, puesto que se reintegraba por entero a la vida salvaje que el hombre le hiciera olvidar durante algún tiempo.
Era a principios de agosto cuando el osezno empezó a subir por la trinchera en la cual Thor oyó por: primera vez el trueno del fusil y sintió el aguijón de las balas del hombre. En aquellas dos semanas, Muskwa había crecido mucho, a pesar de que con frecuencia se echaba a dormir con el estómago vacío. Había perdido también el miedo a la oscuridad. Siguió, pues, cañón arriba, y como no podía tomar otra dirección, llegó por último a la cima de la montaña por la que desapareciera Thor; entonces, el otro valle —aquel que Muskwa podía considerar como su casa— apareció a sus pies.
Naturalmente, no lo reconoció ni vio ni husmeó nada que le pareciera familiar, pero era un valle tan agradable, que no se apresuró a salir de él. Halló abundantes raíces de las que le gustaban, y al tercer día de estar allí fue cuando mató la primera pieza, gracias a que, por casualidad, tropezó con una marmota pequeñita no mayor que una ardilla, y antes de que el animalejo pudiera escapar, se echó encima de él. Celebró a su manera un gran festín con su primera caza.
Transcurrió una semana entera antes de que el osezno llegara al arroyo en cuyas cercanías murió su madre, y cuyos restos se hallaban a poca distancia en forma de un montón de huesos. Una semana más tarde se encontró en el sitio donde Thor matara al reno y al oso negro. Entonces Muskwa comprendió, por fin, que se hallaba en un lugar familiar.
Durante dos días no se alejó más de doscientos metros de la escena del festín y del combate, y día y noche estaba esperando que apareciera Thor. Durante el día buscaba algo que comer, pero cuando las sombras de la tarde se alargaban, no dejaba de volver al mismo sitio, es decir, donde ocultaron los restos del reno que descubrió el oso negro.
Un día se alejó más de lo acostumbrado para buscar raíces. Se hallaba a medio kilómetro del lugar que había elegido por residencia y estaba oliscando el extremo de una roca cuando se proyectó sobre él una enorme sombra. Volviose para mirar y permaneció inmóvil. El corazón latíale apresuradamente de alegría, como nunca le ocurriera en su corta vida, pues a cinco pasos de él vio a Thor. El enorme oso gris estaba tan inmóvil como él mirándole fijamente; Muskwa profirió un placentero gruñido y corrió hacia su amigo, el cual bajó su enorme cabeza y por breve espacio de tiempo los dos permanecieron inmóviles. Luego, Thor hundió su hocico en el suave pelaje del osezno; hecho esto, continuó su camino, como si Muskwa no se hubiera extraviado nunca, y éste lo siguió satisfecho.
Después sucediéronse los días de aventuras, de largos viajes y de grandes peripecias. Thor llevó a Muskwa a sitios desconocidos para éste en los valles dé aquellas montañas. Hubo días de grandes pescas, mataron otro reno y Muskwa engordaba y crecía cada vez más, hasta que, a mediados de septiembre, ya alcanzó la corpulencia de un perro de gran tamaño.
Llegó la estación de la madurez de las bayas y Thor sabía dónde hallar las mejores y las más sabrosas. Las había de muchos colores y muy dulces, tanto como el azúcar que le daba Langdon a Muskwa, el cual prefería, sobre todo, las moras, y de ellas se dio grandes atracones.
Mas, por fin, se acabaron las frutas silvestres. Ello ocurrió en octubre. Las noches eran ya bastante frías y por espacio de días enteros el sol no brillaba, pues el cielo solía estar cubierto de negras nubes. En los picachos aumentaba la nieve, que caía también con frecuencia en el valle, cubriéndolo de blanca alfombra que enfriaba, hasta helarlos, los pies del pobre Muskwa; pero pronto desapareció, porque empezaron a soplar furiosos vientos del Norte; el zumbido tan agradable del valle fue substituido por agudos gritos y los gemidos de los árboles que se doblegaban bajo la fuerza del viento.
A Muskwa le pareció que el mundo se transformaba, y maravillábase de que Thor, en aquellos días fríos, persistiera en recorrer las laderas barridas por el viento, cuando podría haber encontrado abrigo en las bases de las montañas. Y Thor, si hubiese podido explicarse, le habría dicho que el invierno estaba muy cerca y que únicamente en aquellas vertientes quedaba algo que Comer. En los valles no quedaban bayas de ninguna clase y las hierbas y las raíces ya no les podían proporcionar el alimento necesario; tampoco podían perder tiempo en buscar hormigas y pulgones, y, en cuanto a los peces, éstos estaban en aguas profundas. Era la estación en que el reno tenía el olfato tan fino como las zorras y era tan veloz como el viento. Únicamente en las vertientes estaban los animalillos que los osos podían hallar con seguridad; eran los topos y las marmotas. Para encontrarlos ahora, viéronse obligados a excavar la tierra, y Muskwa ayudaba en ello a su amigo cuanto podía. Muchas veces tenían que sacar grandes cantidades de tierra hasta dar con la madriguera invernal de una familia de marmotas y en otras ocasiones excavaban durante largas horas para encontrar, por fin, tres o cuatro topos pequeños, pero muy gordos y relucientes.
Así pasaron los últimos días de octubre y entraron en noviembre. Entonces las nieves y los helados y tempestuosos vientos del Norte fueron más frecuentes. Los lagos y los estanques se helaron, pero Thor recorría aún las vertientes de las montañas y Muskwa temblaba de frío por las noches, preguntándose si ya no vería más el sol.
Un día, a mediados de noviembre, Thor se detuvo inopinadamente en la tarea de desenterrar una familia de marmotas, bajó al valle, y, de allí, se encaminó hacia el Sur con la mayor naturalidad. Hallábanse a quince kilómetros del cañón de arcilla, cuando emprendieron la marcha, pero tan apresurada fue ésta, que llegaron la misma tarde, un poco antes de oscurecer. Durante los dos siguientes días parecía que los movimientos de Thor no tuviesen ninguna finalidad. En el cañón no había qué comer, a pesar de lo cual andaba errante entre las rocas, oliendo y escuchando de un modo que llamaba la atención de Muskwa. Al atardecer del segundo día, Thor se detuvo en un lugar cubierto de pinocha, de la que empezó a comer. Muskwa lo imitó, pero aquel manjar no le pareció bueno. Sin embargo, siguió comiendo por advertirle su instinto la conveniencia de hacer lo mismo que Thor. Así, pues, engulló cuando pudo, sin saber que ello era el último preparativo que la Naturaleza les imponía para el sueño invernal. A las cuatro de la tarde llegaron a la boca de la profunda caverna en que naciera Thor, y éste se detuvo allí, oliendo el viento, mas sin objeto alguno.
Oscurecía. Sobre el cañón cerníase una gran tormenta; helados vientos soplaban por entre los peñascos y el cielo estaba negro, cargado de nieve.
Durante un minuto, el oso gris permaneció en la boca de la cueva y luego entró, seguido de Muskwa. El interior estaba oscuro como boca de lobo, pero la temperatura era más agradable a medida que se internaban en él, y los silbidos del viento se fueron debilitando hasta que sólo se oyeron como ligero murmullo.
Thor empleó casi media hora en adoptar la posición cómoda en que iba a dormir, y Muskwa se arrolló a su lado, sintiéndose abrigado y cómodo.
Aquella noche estalló la tormenta cayendo una abundante nevada. Descendía tan espesa la nieve, que cubrió el cañón y todo el mundo visible. Al llegar a la mañana no se veía ni la boca de la caverna ni las rocas, ni las plantas, ni casi los árboles, porque todo estaba blanco y silencioso, y ya no se oía el murmullo ni el zumbido del valle de los días estivales.
En lo más hondo de la caverna se agitaba Muskwa intranquilo. Thor dio un profundo suspiro y luego los dos quedaron profundamente dormidos. Quién sabe si soñaron…