Capítulo XIX

Aquella noche, Langdon y Bruce formaron nuevos planes, mientras Metoosin, sentado a alguna distancia fumando en silencio, miraba de vez en cuando a Langdon; no podía acabar de convencerse de la realidad de lo sucedido pocas horas antes. Más tarde, durante muchas lunas, Metoosin no dejaría de referir a sus hijos y a sus nietos, y también a sus amigos de la tribu, que una vez él cazó con un hombre blanco, el cual llegó a disparar contra sus propios perros para salvar la vida de un oso gris. A partir de aquel momento, Langdon ya no era el mismo para Metoosin, el cual, después de lo sucedido, estaba seguro de que ya no saldría nuevamente de caza con él, porque Langdon estaba ahora keskwao. Para el indio, se había estropeado algo en la cabeza de Langdon. El Grande Espíritu le había quitado el corazón para dárselo a un oso gris, y Metoosin, que estaba persuadido de esto, lo miraba agarrando la pipa con alguna desconfianza. Esta desconfianza se acentuó al ver que Bruce y Langdon hacían una jaula, aprovechando una especie de cesto de piel de vaca, para transportar en ella al osezno durante un largo viaje. Ya no tenía duda alguna. Langdon era un hombre «extraño» y para un indio tal «extrañeza» no auguraba nada bueno.

A la mañana siguiente, a la salida del sol, todo estaba ya preparado para emprender la marcha hacia el Norte. Bruce y Langdon iban en vanguardia subiendo la pendiente de la montaña en la que encontraron por vez primera a Thor, y la reata de acémilas desfilaba pintorescamente tras ellos, guiada por Metoosin. En cuanto a Muskwa, viajaba metido en su cesto de cuero.

Langdon sentíase satisfecho y feliz.

—Ésta ha sido la cacería más importante de mi vida —dijo a Bruce—, y te aseguro que nunca lamentaré haber salvado al oso gris.

—Eres el dueño —contestó Bruce con cierta irreverencia—. Si me hubieses dejado hacer, la piel de ese oso estaría ya sobre los lomos de Disphan. Y te aseguro que cualquier turista de los que viajan en ferrocarril me la habría comprado por un centenar de dólares.

—Pues, para mí, el hecho de que viva el oso vale miles de dólares —contestó Langdon mientras dejaba pasar la reata para ver cómo estaba Muskwa.

Éste rodaba dentro de su jaula de la misma manera que se tambalea una persona cuando cabalga por vez primera a lomos de un elefante; Langdon, después de contemplarlo por unos momentos, se reunió de nuevo con Bruce.

Repitió la visita a Muskwa varias veces en las tres horas siguientes y siempre, cuando regresaba al lado de su compañero, parecía estar pensativo y como dudando acerca de algo.

A las nueve de la mañana llegaron al extremo del valle en donde solía vivir Thor. En un extremo del terreno llano elevábase cortada a pico una montaña, y la corriente de agua que seguían los cazadores torcía rápidamente hacia el Oeste, internándose en un cañón. Al Este aparecía una verde y ondulante ladera, por la que podían avanzar fácilmente los caballos, que llevaría a la caravana a un nuevo valle, hacia el Driftwood, camino que Bruce había decidido seguir.

A la mitad de la pendiente se detuvieron para dar descanso a los caballos, y entonces Muskwa empezó a gemir como pidiendo auxilio. Langdon lo oyó, pero pareció no hacer ningún caso, pues miraba con la mayor atención hacia el valle que se quedaba atrás y que, inundado por la luz del sol, tenía un aspecto maravilloso. Desde allí podía ver los picos bajo los cuales estaba el frío y negro lago en que Thor pescara las truchas; durante varios kilómetros de extensión las laderas de las montañas hallábanse cubiertas de aterciopelado verdor, y mientras el cazador contemplaba todo aquello, llegaba a sus oídos por última vez el armonioso zumbido del reino de Thor. Pareciole un cántico de alegría entonado con motivo de su marcha por el hecho de que abandonaba aquel valle sin haber causado grandes daños. Pero ¿era verdad? ¿Dejaba realmente las cosas de igual modo que las hallara? ¿No advertía acaso, en aquella música de las montañas, algunas notas tristes y plañideras?

Nuevamente gimió Muskwa suplicante, al acercarse Langdon. Y entonces éste se volvió hacia Bruce, diciendo con firmeza:

—Ya está decidido. He examinado bien la cuestión durante toda la mañana, y, por fin, he tomado una resolución. Tú y Metoosin continuaréis el camino con los caballos en cuanto hayan descansado y yo me alejaré uno o dos kilómetros para poner en libertad al osezno para que se reúna si quiere con los otros osos.

No esperó a que su compañero pudiera hacerle observación alguna, aunque Bruce no lo intentó siquiera. Tomó en brazos a Muskwa y se encaminó hacia el Sur.

Internándose un kilómetro en el valle, Langdon llegó a un ancho prado en el que había algunos grupos de pinos y setos de arbustos con flores que embalsamaban el ambiente. Allí desmontó, y, durante diez minutos, permaneció sentado en compañía de Muskwa. De su bolsillo sacó una bolsa de papel, dio al osezno su última ración de azúcar y sintió que un sollozo acudía a su garganta cuando el osezno le lamió la palma de la mano. Luego, al montar de nuevo a caballo, las lágrimas humedecían sus ojos; trató de reír, pero no pudo, porque quería a Muskwa y sabía que dejaba un amigo en aquel valle encajonado entre montañas.

—¡Adiós, amigo! —exclamó con entrecortada voz—. ¡Adiós, pequeño Escupefuego! ¡Tal vez algún día vuelva y te vea de nuevo, cuando ya seas grande y terrible! ¡Pero no dispararé nunca más contra un oso, nunca!

Se alejó apresuradamente hacia el Norte y trescientos metros más lejos se volvió para mirar hacia atrás. Muskwa lo seguía, pero perdía terreno a cada paso y Langdon lo saludó con la mano.

—¡Adiós! —exclamó conmovido—. ¡Adiós!

Media hora después miraba desde lo alto de la vertiente de la montaña con sus gemelos y vio a Muskwa como un puntito negro. El osezno se había detenido y esperaba confiado el regreso de su amigo.

Y tratando nuevamente de reírse, aunque sin lograrlo. Langdon traspuso la cima de la montaña, desapareciendo para siempre de la vista de Muskwa.