Capítulo XVI

Aquella noche, el pobre Muskwa volvió a experimentar la tristeza de su soledad. Bruce y Metoosin estaban tan cansados después de su dura excursión por las montañas, que se acostaron muy temprano y Langdon los imitó, dejando a Pipoonaskoos donde Bruce lo arrojara.

El pobre Muskwa apenas se había movido después de hacer el descubrimiento que apresuró los latidos de su corazón. Ignoraba qué cosa era la muerte, y al advertir que Pipoonaskoos estaba caliente, creyó que al fin se movería. Entonces ya no tenía deseo alguno de pelear con él.

Nuevamente se hizo el silencio, las estrellas llenaron el firmamento y el fuego se apagó, pero Pipoonaskoos no se movía. Suavemente, al principio, Muskwa lo olía y tiraba con los dientes de su sedoso pelo, gimiendo al mismo tiempo, como si quisiera decir: «No quiero pelearme contigo, Pipoonaskoos. Despierta y seremos amigos».

Mas Pipoonaskoos seguía inmóvil, y Muskwa abandonó la esperanza de que despertara. Y, sin dejar de gemir, se acurrucó para dormir junto a su joven enemigo del prado.

Por la mañana, al levantarse, Langdon fue a ver qué hacía su amiguito. Al principio no se dio cuenta exacta de dónde estaba, pero luego lo vio estrechamente entrelazado con el cadáver de Pipoonaskoos. Langdon se apresuró a despertar a Bruce para que presenciara la escena, y, admirados, los cazadores se contemplaron mutuamente:

—¡Para los perros! —exclamó Langdon—. ¿Dices que debemos dar su carne a los perros?

Bruce no contestó y durante casi una hora los dos hombres permanecieron silenciosos. Mientras tanto, Metoosin se llevó a Pipoonaskoos, el cual, en vez de servir de alimento a los perros, fue metido en un hoyo en el cauce del regato y cubierto de arena y piedras. Esto fue cuanto Langdon pudo hacer por él.

También aquel día Bruce y Metoosin salieron de exploración por las montañas. El día anterior, el primero había traído consigo unas muestras de cuarzo aurífero y se proponía averiguar si había encontrado algún placer.

Langdon continuó la educación de Muskwa. Varias veces llevó al osezno junto a los perros, y cuando éstos se enfurecían y tiraban de las cadenas para arrojarse sobre el cachorro, los azotaba con el látigo hasta que comprendieron que a Muskwa, a pesar de ser oso, no había que hacerle daño alguno.

Por la tarde quitó la cuerda al osezno y luego le fue fácil cogerlo de nuevo para volverlo a atar. Durante el tercero y el cuarto día, el indio y Bruce exploraron la parte occidental del valle y se convencieron, por último, de que los indicios de oro encontrados no confirmaban sus esperanzas de hallar allí una fortuna.

En aquella cuarta noche, que fue nebulosa y fría, Langdon probó a acostarse al lado de Muskwa. Figurábase no poder dormir tranquilo, pero el osezno se estuvo tan quieto como un perrillo, y en cuanto encontró la posición cómoda y el abrigo que necesitaba, no se movió hasta la mañana siguiente. Durante una parte de la noche el cazador durmió con una mano apoyada en el suave y caliente pelaje del cachorro.

Bruce opinaba que ya era ocasión de continuar la persecución de Thor, pero la rodilla de Langdon empeoró y hubo necesidad de cambiar de plan. El domador de Muskwa no podía andar medio kilómetro, y la posición en que le obligaba a permanecer la silla, al montar a caballo, le producía tan vivo dolor que no podía ni siquiera pensar en acompañar a sus amigos montado a caballo.

—Unos cuantos días más no perjudicarán a nadie —dijo Bruce—. Si dejamos descansar más tiempo al oso, estará también más confiado.

Los tres días siguientes no fueron de menos provecho y diversión para Langdon. Muskwa le enseñaba mucho más de lo que había aprendido en su vida acerca de los osos, especialmente de oseznos, y él se aprovechó para tomar extensas notas. Los perros estaban confinados en un bosquecillo situado a trescientos metros del campamento y, gradualmente, se fue dando libertad al osezno, el cual no hizo esfuerzo alguno para huir. Pronto descubrió, también, que Bruce y Metoosin eran amigos suyos, pero solamente seguía a Langdon.

En la mañana del octavo día después de la persecución de Thor, Bruce y Metoosin se dirigieron hacia el valle del Oeste, acompañados de los perros. El indio había de llevar un día de ventaja a sus compañeros; Bruce se proponía regresar por la tarde y partir, al día siguiente, con Langdon para ver de hallar al oso.

Era una mañana magnífica. Fresca brisa soplaba del Noroeste, y hacia las nueve Langdon ató a Muskwa al tronco del árbol, ensilló un caballo y se dirigió al valle. No tenía intención de cazar, sino simplemente de dar un paseo a caballo y disfrutar de las delicias del panorama.

Recorrió hacia el Norte cinco o seis kilómetros, donde se tropezó con la vertiente de una montaña que ofrecía fácil ascenso hacia el Oeste. Tuvo el capricho de observar el otro valle, y como ya no le molestaba la rodilla, empezó a subir en zigzag y, al cabo de media hora, estaba casi en la cumbre.

De este modo llegó a un lugar en que la pendiente era más pronunciada y, desmontando, continuó el camino a pie. En la cima encontró un pradillo cerrado por dos de sus lados con paredes de roca; a unos trescientos metros más allá, el prado se convertía en la pendiente que formaba la ladera opuesta de la montaña, que conducía al valle que andaba buscando y anhelaba encontrar.

Hacia la mitad de este prado había una especie de trinchera, cuyo interior no podía ver desde el lugar en que se hallaba, pero al llegar al borde se arrojó al suelo repentinamente y quedose inmóvil como una roca. Luego, despacio, levantó la cabeza.

A un centenar de metros estaba un rebaño de cabras compuesto por treinta o más piezas, sin contar los cabritillos, y solamente dos machos. Al cabo de un rato, las cabras empezaron a levantarse dirigiéndose a la ladera de la montaña. Langdon echó a correr hacia ellas. Su aparición hizo que todos los rumiantes se detuvieran sorprendidos, y, después de un momento de indecisión, echaron a correr presa de pánico. Resonaron sus pezuñas sobre las rocas y poco después el cazador no los veía ya más que como pequeños puntos.

Langdon prosiguió el camino y unos minutos más tarde pudo observar el valle en cuya busca andaba, pero no podía contemplar la parte sur, por impedírselo un enorme peñasco. Ascendió Langdon por él y casi había llegado a lo alto cuando resbaló sobre un trozo de pizarra suelta, cayó y, al llegar al suelo, su rifle sufrió tal choque que se inutilizó por completo. Él no sufrió más daño que una contusión en la rodilla enferma.

Como en su equipaje tenía dos rifles más, el accidente no le causó gran disgusto. Y continuó ascendiendo; al llegar a la cumbre vio que la parte que daba al valle estaba cortada a pico. Desde aquel punto gozaba de una espléndida vista sobre una planicie que se extendía entre las dos montañas. Se sentó, sacó la pipa y se dispuso a gozar tranquilamente del hermoso panorama mientras descansaba de la fatigosa subida.

Gracias a los gemelos podía observar el paisaje a varios kilómetros de distancia. Vio un rebaño de renos que se dirigía a las verdes pendientes de la montaña. Observó también muchas perdices que volaban a una altura inferior a aquélla en que él se hallaba; y a tres kilómetros más lejos pudo contemplar un rebaño de cabras que pacían tranquilamente.

Preguntose cuántos valles habría en el Canadá semejantes al que contemplaba. Díjose que centenares o tal vez millares y cada uno de ellos era un mundo completo; un mundo lleno de vida propia, con lagos y corrientes, con luchas y tragedias.

El zumbido que subía de aquel valle era semejante al que llenaba los demás y también había en él una vida tan intensa como en todos. Langdon, observando aquellos parajes, se ensimismó hasta el punto de olvidarse de que el tiempo pasaba y él tenía apetito.

Decíase que el espectáculo que se ofrecía a su mirada nunca sería viejo para él, que siempre recorrería con nuevo placer aquellos rincones selváticos, pues aparte de su belleza extraordinaria, cada uno de aquellos valles tenía sus propios misterios y su encanto especial. Eran para él tan enigmáticos y misteriosos como la misma vida; seguramente todos ocultaban tesoros guardados a través de los siglos, mientras daban la vida a multitud de seres, exigiendo, en cambio, el tributo de otras vidas. Y mientras miraba al espacio iluminado por la luz del sol, se preguntaba cuál sería la historia de aquel valle y cuántos volúmenes ocuparía si pudiera escribirse.

Ante todo, hablaría de océanos tumultuosos que ocupaban todo el mundo; de los tiempos en que no había noche, sino eterno día; de cuando extraños y tremendos monstruos vivían y cruzaban el aire donde entonces Langdon veía un águila.

Luego hablaría del enorme cambio; de cuando la tierra se inclinó sobre su eje y vino la noche, y un mundo hasta entonces tropical se convirtió en helado, naciendo, a consecuencia de ello, nuevas formas de vida que habían de poblarlo en adelante.

Mucho antes de esto, pensaba Langdon, debieron de aparecer los primeros osos para reemplazar a los mamuts[4], a los mastodontes[5] y a los monstruosos animales que hasta entonces habían vivido. Y el primer oso debió ser el antepasado del oso gris que él y Bruce buscarían al día siguiente para matarlo.

Tan absorto estaba Langdon en sus pensamientos, que no oyó un ruido que se produjo a su espalda. Pero luego algo despertó su atención.

Era como si alguno de los monstruos que evocara en su imaginación hubiera exhalado su aliento cerca de él. Volviose despacio, y, en el siguiente instante, el corazón pareció pararse en su pecho; la sangre se le paralizó en las venas.

Cerrándole el paso, a unos cinco metros de distancia, con las mandíbulas abiertas y moviendo despacio la cabeza de uno a otro lado, mientras miraba a su acorralado enemigo, estaba Thor, el rey de los osos.

Instintivamente las manos de Langdon oprimieron involuntariamente el roto rifle, y, al darse cuenta de que no funcionaba, se consideró perdido sin remedio.