Capítulo XV

Con gran satisfacción de Muskwa, los tres hombres dejaron de ocuparse de él y se congregaron alrededor del fuego. Esto dio al osezno la oportunidad de escapar, y tanto apretó y tiró de la cuerda, que a punto estuvo de estrangularse. Desesperado, cesó en sus tentativas y se acurrucó al pie del bálsamo, desde donde observó el campamento.

Estaba a menos de diez metros del fuego. Bruce lavábase las manos en una palangana de lona y Langdon se secaba la cara con una toalla. Junto al fuego estaba arrodillado Metoosin y de allí llegaba el aroma de la carne de reno asada, que a Muskwa le pareció lo más delicioso que olfateara en su vida.

Cuando Langdon terminó de secar su rostro, abrió una lata de leche condensada azucarada. Echó un poco en un plato de metal y con él se acercó a Muskwa, el cual, en vista de que no podía escapar corriendo, trató de hacerlo encaramándose por el árbol. Subió tan aprisa que Langdon se quedó asombrado y una vez arriba gruñó al hombre que llegaba con el plato. Langdon dejó éste en el suelo, donde el osezno tenía que encontrarlo cuando bajase, y se alejó.

Muskwa permaneció en lo alto del tronco durante algún tiempo, mientras los cazadores no le hacían caso alguno. El osezno los vio comer y hablar mientras trazaban el plan de una nueva campaña contra Thor.

—Después de lo ocurrido hoy, no tenemos más remedio que valernos de la astucia —observó Langdon—. No podemos ya perseguirlo abiertamente, porque nos burlará siempre —se calló unos instantes, escuchó, y luego dijo—: Es extraño que no vuelvan los perros. Quién sabe…

Y sin terminar la frase miró a Langdon, el cual replicó:

—¡Imposible! ¿Puedes creer que los haya matado a todos?

—Muchos osos grises he cazado —dijo el montañés—, pero ninguno tan fuerte y listo como éste. Fíjate, Jimmy, que llevó a los perros a una encerrona. Y si repite la cosa…

Se encogió de hombros y Langdon prestó atención.

—Si ha dejado alguno con vida, no ha de tardar en volver —observó el último—. Te aseguro que ahora me pesa no haber dejado los perros en casa.

—Azares de la caza, Jimmy. Si quieres cazar osos con perros, algunos de éstos han de ser víctimas de la fiera. Y en este caso hemos tropezado con un oso que sabe más que nosotros. Eso es todo.

—¿Quieres decir que nos ha derrotado?

—Por completo. Y hemos cometido la torpeza de emplear los perros contra él. ¿Tienes tanto deseo de apoderarte de ese oso como para seguir mi plan?

—No hay inconveniente. ¿Cuál es?

—Ante todo hay que tener en cuenta que, por muchos planes magníficos que se formen para cazar a un oso, todos fracasan, y más cuando se trata de un animal como el que perseguimos. A la hora de seguirle la pista ya se ha enterado el animal, dando vueltas en todas direcciones para husmear por todos lados lo que le lleva el viento. Si ese que perseguimos anduviera sobre nieve, veríamos en sus huellas que, cada diez kilómetros de marcha, por lo menos retrocede dos, para observar si es perseguido. Además, es seguro que viajará principalmente de noche. Si queremos apoderarnos de él hay dos caminos a seguir y el mejor es dedicarnos a cazar otros osos.

—No me gusta eso —contestó Langdon.

—Pues bien, en tal caso, acampemos aquí por espacio de algunos días. Luego, en cuanto el animal se haya tranquilizado, seguro ya de que nadie le persigue, nos encaminaremos hacia el Sur, siguiendo la dirección de esta cordillera. Dos iremos por la falda de las montañas y el otro siguiendo las bases. De esta manera no hay duda de que lograremos dar con el oso. ¿Qué te parece?

—Bien —contestó Langdon—. Por otra parte, me convienen unos días de reposo para curarme una contusión en la rodilla que me duele bastante.

Apenas acababa Langdon de pronunciar estas palabras, cuando se oyó ruido de cadenas y los movimientos desordenados de un caballo sobresaltado.

—¡Utim! —murmuró Metoosin con acento de satisfacción.

—Tienes razón: los perros —dijo. Bruce prestando atención. Luego silbó suavemente.

Oyeron ruido en el matorral inmediato y pocos segundos después entraron dos de los perros en el círculo de luz de la hoguera. Avanzaron temerosamente, arrastrándose sobre los vientres, y, mientras se postraban a los pies de los cazadores, llegaron otros dos.

No se parecían en nada a la jauría que saliera aquella mañana del campamento. En sus flancos se veían profundas depresiones y el pelo del cogote aparecía lacio. Estaban derrengados y se daban cuenta de haber sido vencidos. Había desaparecido su agresividad como si los hubiesen castigado a latigazos.

Llegó entonces otro perro, el quinto. Cojeaba y arrastraba una pata anterior, fracturada. Otro tenía la cabeza y el cuello cubiertos de sangre y todos estaban casi tendidos sobre sus vientres, como si esperasen ser condenados.

«Hemos fracasado —decían claramente con su actitud—, nos ha derrotado y aquí estamos todos los que hemos quedado vivos».

Sin decir palabra, Bruce y Langdon los miraban. Escucharon y esperaron, pero no llegó ninguno más.

—¡Dos perros más perdidos! —dijo Langdon.

Bruce se volvió hacia una pila de cestos y sacó las correas para atar a los animales. Muskwa temblaba en lo alto de su árbol, porque a poquísima distancia de él estaban tres de los monstruos de blancos colmillos que habían perseguido a Thor y peleado con él. De los hombres casi ya no sentía miedo alguno, pues no le habían hecho daño y ya no gruñía en cuanto se acercaban a él. Pero los perros eran monstruos que se batieron contra Thor, al que sin duda vencieron, pues había huido.

El árbol donde Muskwa estaba atado era muy pequeño y él se hallaba en la horquilla de las ramas principales, a un metro y medio del suelo. Metoosin pasó por su lado llevando atado a uno de los perros, y cuando el can se vio junto al árbol y descubrió al osezno dio un violento salto que obligó al indio a soltar la correa. Disponíase el perro a saltar de nuevo, pero acudió Langdon, y dando un grito de cólera y cogiendo al perro por su collar, lo contuvo y luego le dio un fuerte correazo. Hecho esto, lo soltó.

Aquello extrañó a Muskwa todavía más. El hombre lo había salvado venciendo al monstruo, y tanto a éste como a sus compañeros los alejaban de allí.

Al volver Langdon, se detuvo junto al árbol en que estaba Muskwa y le dirigió algunas palabras. El osezno permitió que el hombre le acercara la mano y no gruñó. De pronto, mientras tenía ligeramente vuelta la cabeza, Langdon le pasó atrevidamente la mano por la espalda y ello causó a Muskwa una extraña aunque no desagradable sensación, acabando, además, de convencerse de que no trataban de causarle daño. Langdon continuó pasándole la mano por el lomo, y, aunque las primeras veces el osezno regañaba los dientes, luego cesó de hacerlo.

Entonces lo dejó Langdon y poco después volvió a su lado con un trozo de carne de reno asada, acercándosela al hocico. Muskwa la olió, pero retrocedió en seguida; Langdon, cansado, la dejó a su alcance, al pie del árbol, junto al plato de leche condensada, y se volvió junto a Bruce.

—Dentro de dos días comerá en mi mano —dijo.

Poco después, en el campamento reinaba el mayor silencio. Los tres hombres se envolvieron en sus mantas y se quedaron dormidos, mientras el fuego disminuía hasta quedar reducido a brasas. Se oyó el volar de un búho en el bosque, y los sonidos peculiares del valle y de las montañas llenaban la tranquila noche. Las estrellas brillaban cada vez con mayor intensidad, y Muskwa pudo oír perfectamente el ruido que hacía un peñasco al derrumbarse montaña abajo.

No tenía nada que temer entonces, pues todos estaban durmiendo. Con gran precaución empezó a bajar del árbol y al llegar al suelo se soltó del tronco y fue a caer sobre el plato de metal que contenía la leche condensada, con la cual se ensució la nariz. Involuntariamente sacó la lengua para limpiarse y al sentir el dulce y agradable sabor experimentó desconocido placer. Por espacio de un cuarto de hora siguió lamiéndose y luego fijó ardientemente sus ojos sobre el plato de metal. Se acercó a él con la mayor precaución, lo examinó por todos lados para convencerse de que no escondía peligro alguno, con los músculos de su cuerpo dispuestos a dar un salto. Por fin, su hocico se puso en contacto con la dulce leche y ya no levantó la cabeza hasta que hubo consumido todo el contenido del plato.

La leche condensada fue el principal factor de la domesticación de Muskwa. Era el eslabón perdido que conectaba ciertas cosas en su mente inexperta. Sabía que la misma mano que lo tocó fue la que le preparó el maravilloso festín y la que también le había ofrecido carne. No la comió, pero siguió lamiendo la concavidad del plato hasta dejarlo brillante como un espejo.

A pesar de la leche, sentía deseos de huir, pero ya sus esfuerzos para soltarse no eran tan frenéticos como antes. La experiencia habíale demostrado la inutilidad de encaramarse al árbol y de tirar de la cuerda, y entonces fue cuando empezó a roerla. Si se hubiera aplicado a hacerlo en un solo punto, sin duda hubiese logrado su objeto, pero cada vez que se cansaba suspendía la operación y al reanudarla lo hacía en otro lugar de la cuerda. Por fin, a medianoche, sintiendo las encías irritadas, abandonó el trabajo.

Acercose al tronco del árbol, dispuesto a encaramarse por él a la primera señal de peligro, y así esperó la mañana sin dormir un momento. Aunque ya no tenía tanto miedo como antes, sentíase muy solo. Añoraba a Thor y gemía tan débilmente que los hombres, que se hallaban a pocos metros de distancia, no lo habrían oído aun estando despiertos. Si en aquellos momentos hubiese llegado Pipoonaskoos, el osezno, lo habría acogido alegremente.

Llegó la mañana y Metoosin fue el primero en ponerse en pie. Encendió una hoguera y el crepitar del fuego despertó a Bruce y a Langdon. Este último, después de vestirse, hizo una visita a Muskwa y al ver el plato perfectamente lamido, mostró su satisfacción llamando la atención de sus compañeros sobre aquel detalle.

Muskwa se había encaramado al árbol, y de nuevo permitió que Langdon lo tocase. Éste fue en busca de una nueva lata de leche condensada y la abrió delante del osezno para que se diera cuenta de la operación. Luego acercó el plato con leche a Muskwa, hasta tocarle el hocico, el cual no pudo contener su lengua, y así, a los pocos minutos, estaba comiendo en las manos de Langdon. Pero cuando se acercó Bruce para observarlo, le enseñó los dientes y gruñó.

—Los osos se convierten en animales fieles, mejores que los perros —afirmaba Bruce un poco después, mientras se desayunaban—. Dentro de pocos días te seguirá a todas partes, Langdon.

—Yo me estoy ya aficionando a ese pequeñuelo —replicó Langdon—. ¿Qué me decías a propósito de los osos de Jameson, Bruce?

—Jameson vivía en Kootenay —dijo Bruce—: Era una especie de ermitaño; bajaba dos veces al año de sus montañas en busca de provisiones. Sus animales favoritos eran los osos grises; durante algunos años lo acompañaba uno tan grande como el que ahora perseguimos. Lo amansó desde pequeñuelo y cuando yo lo vi pesaría, por lo menos, quinientos kilos y seguía a Jameson por todas partes como un perro. Incluso iba a cazar con él y dormían juntos en el mismo campamento. Jameson quería a los osos; jamás mató ni uno.

—Pues yo empiezo también a quererlos, Bruce —contestó Langdon después de una ligera pausa—. No comprendo por qué, pero hay algo en los osos que obliga a quererlos. En adelante, una vez que hayamos matado a ese gris que perseguimos, no pienso sacrificar ninguno más. Será mi último oso. ¡Y pensar —añadió con ira— que no hay en todo el Canadá una época de veda para los pobres osos! Los matan de todas maneras, con veneno, con trampas, de cualquier modo. Se los puede matar tranquilamente en sus cuevas con sus pequeñuelos, y yo mismo, ¡Dios me valga!, he contribuido a ello. Somos unos malvados, Bruce. Muchas veces he pensado que es un crimen del hombre el solo hecho de llevar un rifle. Mas, a pesar de todo, seguimos matándolos.

—Está en nuestra sangre —contestó Bruce sin conmoverse—. ¿Has conocido algún hombre a quien no le guste presenciar la muerte de los demás? ¿No formamos corro, como cuervos, en torno de un pobre caballo que se muere, lo mismo que cuando un hombre ha quedado destrozado por un accidente? Si no hubiese leyes, ten por seguro, Jimmy, que los hombres se matarían mutuamente por gusto. Esta afición a matar ha nacido con nosotros.

—Y hacemos víctimas a los pobres animales. Tienes razón, Bruce. Y cuando no podemos matar a los hombres, promovemos guerras. Pero ¿dónde está el osezno?

Muskwa había querido bajar del árbol por el lado contrario, y como la cuerda no era bastante larga para permitirle llegar al suelo, el pobre animal estaba colgado del cuello. Langdon acudió, lo cogió atrevidamente con las manos descubiertas, lo levantó por encima de la horquilla de las ramas del árbol y lo dejó caer por el otro lado. Pero Muskwa no gruñó ni trató de morder.

Aquel día Bruce y Metoosin se alejaron del campamento para observar las montañas del Oeste, y Langdon se quedó a fin de curarse la rodilla que se contusionó el día anterior al tropezar contra una roca. La mayor parte del tiempo la pasó con Muskwa. Abrió una nueva lata de leche condensada, y al mediodía ya había logrado que el osezno le siguiera en torno del árbol, esforzándose en llegar al plato tentador que mantenía fuera de su alcance. Luego sentose el cazador y Muskwa se apoyó en sus rodillas para llegar a la leche.

Dada la edad de Muskwa, pronto se ganó Langdon su confianza y afecto, pues los osos se parecen mucho a los niños. Les gusta el dulce, la leche y la proximidad de otro ser que sea bueno con ellos. Es el animal de cuatro patas más cariñoso, y tan divertido, que comunica su buen humor a todo el mundo. Más de una vez Langdon se rió hasta saltársele las lágrimas, especialmente cuando trató de encaramarse por su pierna para alcanzar el plato de la leche condensada.

En cuanto al osezno, sentía un delirio por el dulce que le ofrecían. No podía recordar que ni su madre ni Thor le dieran nada semejante.

Por la tarde, Langdon desató la cuerda de Muskwa y se lo llevó a dar un paseo. Llevaba el plato con leche y a cada cuatro o cinco pasos dejaba que el osezno la probase. Después de media hora de maniobrar así, dejó caer el extremo de la cuerda y siguió andando hacia el campamento y Muskwa lo siguió. Aquello era un triunfo en toda regla, y el cazador estaba sumamente satisfecho.

Era ya tarde cuando regresó Metoosin, quien se extrañó al no ver a Bruce. Se hizo de noche, los dos hombres encendieron fuego, y una hora después, cuando terminaban de cenar, llegó Bruce llevando algo sobre los hombros, que arrojó al suelo cerca del árbol junto al cual estaba Muskwa.

—Tiene una piel como terciopelo y la carne servirá para los perros —dijo—. Lo he matado de un pistoletazo.

Sentose y empezó a comer. Poco después Muskwa se acercó prudentemente al cercano cuerpo muerto, lo olió y sintió intensa sorpresa. Luego gimió suavemente mientras con el hocico tocaba la fina piel que aún conservaba el calor de la vida. Y permaneció quieto largo rato.

Lo que Bruce llevara al campamento y arrojó al suelo, junto al árbol, era el cuerpo muerto del pequeño Pipoonaskoos.