Capítulo XIV

Desde su escondrijo, Muskwa oyó los últimos ruidos de la batalla entre los perros y Thor. El lugar en que se hallaba era una fisura de una roca en forma de V, y el osezno se había metido en el vértice del ángulo tanto como le fue posible. Vio a Thor cuando acababa de matar al cuarto animal, oyó el roce de sus garras contra el suelo mientras se alejaba, y luego observó que los perros salieron en su persecución.

Asustado todavía, no se atrevía a salir de su escondrijo. Aquellos extraños perseguidores que aparecieran en el valle le infundieron mortal terror. Pipoonaskoos, en cambio, no le dio miedo alguno, y hasta el enorme oso negro que mató Thor no le asustó tanto como aquellos extraños seres de rojas encías y blancos dientes. Por eso continuaba en su fisura, encajado en ella cuanto le era posible.

Oía todavía los ladridos de los perros, cuando percibió otros sonidos que aumentaron su alarma. Langdon y Bruce aparecieron en el rellano en que tuvo lugar la lucha, y, al ver a los perros muertos, se quedaron suspensos y aterrados. Langdon profirió una exclamación de asombro.

No estaba a más de seis metros de Muskwa. Por vez primera el osezno oyó la voz humana y percibió el olor de los hombres, cosa que aumentó su miedo, hasta el punto de que apenas se atrevía a respirar. Uno de los cazadores, antes de marcharse, se situó ante el escondrijo, y Muskwa pudo contemplar al hombre a su sabor. Un instante después los cazadores desaparecieron.

Más tarde, Muskwa oyó tiros. Luego, el ladrido de los perros fue cada vez más lejano, hasta perderse en la distancia. Eran aproximadamente las tres de la tarde, la hora de la siesta en las montañas, y todo estaba muy tranquilo.

Muskwa estuvo inmóvil durante largo rato, escuchando, pero no pudo oír nada. Entonces se apoderó de él un nuevo terror, el de perder a su amigo. Ardientemente deseaba que volviese. Por espacio de una hora permaneció quieto en el mismo sitio, escuchando. Luego percibió claramente un ruido y, asomándose cauteloso, vio que lo producía un conejo que se acercó a un perro muerto y lo examinó con la mayor prudencia.

Ello prestó valor a Muskwa. Enderezó las orejas y gimió suavemente, deseando trabar relaciones amistosas con el animalito que tan cerca tenía, pues sentíase muy solo y estaba asustadísimo.

Paso a paso salió de su escondrijo hasta que apareció su velluda y redonda cabeza por la apertura. Escudriñó los alrededores y, no viendo nada alarmante, avanzó hacia el conejo, pero éste, al percatarse de la presencia del osezno, dio un enorme salto y se apresuró a huir en dirección de su madriguera.

Muskwa quedose indeciso, husmeando el aire cargado de emanaciones de sangre, del olor del hombre y de Thor; luego se volvió para emprender la ascensión de la montaña.

Sabía que Thor había tomado aquella dirección, y si Muskwa poseía un alma y una mente, a ambas las animaba entonces un solo deseo: el de alcanzar a su amigo y protector. Ni siquiera el miedo a los perros y a los hombres, seres hasta entonces desconocidos en su vida, limitaba su ardiente deseo de encontrar a Thor.

No necesitaba los ojos para seguir la pista, pues la advertía mediante su olfato, y, tan aprisa como le era posible, tomó el mismo camino que emprendiera Thor. Había sitios en donde le era muy difícil avanzar, a causa de sus cortas piernas, pero proseguía valerosamente, lleno de esperanza, reanimado por el olor del paso reciente de su amigo.

Empleó una hora larga en llegar al lugar donde comenzaba el terreno pizarroso que llegaba hasta la cima, y eran ya las cuatro cuando emprendió la última parte de la ascensión. Esperaba encontrar allí a Thor; pero, como no estaba, se asustó nuevamente y gimió. Mientras subía en zigzag, estaba sumamente preocupado por la desaparición de su amigo, y ésta fue la causa de que no viera a Langdon ni a Bruce, que se hallaban en la cima de la montaña; tampoco descubrió su presencia con el olfato, porque el viento soplaba en dirección contraria, de manera que, ignorante de su presencia, llegó a la cumbre. Se alegró al encontrar las frescas huellas de Thor y las siguió esperanzado. Mientras tanto, Langdon y Bruce esperaban echados en el suelo, cada uno de ellos con su camisa de gruesa franela preparada en las manos, y cuando Muskwa estuvo a menos de veinte metros, se arrojaron sobre él como un alud.

Muskwa no tuvo tiempo ni de moverse. En el último momento, se dio cuenta del peligro que le amenazaba, pero la camisa de Bruce cayó sobre él extendida como una red. El osezno se hizo a un lado cuando Bruce ya se figuraba tener al animal en su poder, y Langdon quiso ayudarle, pero con tan mala suerte, que tropezó con su amigo y lo derribó sobre la nieve.

Muskwa aprovechó la oportunidad y se arrojó monte abajo, con toda la velocidad que le permitieron sus patitas. Pero poco después Bruce estaba nuevamente a su lado y Langdon se le unió casi inmediatamente.

Muskwa esquivó de nuevo a Bruce, el cual, arrastrado por el impulso que llevaba, viose obligado a descender treinta metros más. Una vez pudo detenerse, se apresuró a subir con toda la velocidad posible, empleando para ello no solamente los pies, sino las manos y las uñas.

Langdon, por su parte, también perseguía al osezno, y cuando creyó llegado el oportuno momento, se tiró sobre él, con la camisa tendida, precisamente cuando el animal daba otra vuelta haciendo fallar el golpe. Cuando Langdon se levantó, tenía el rostro arañado por las piedras y escupió tierra y nieve que se le había metido en la boca.

Desgraciadamente para Muskwa, cuando trató de eludir a Langdon, sin poder evitarlo, se vio nuevamente frente a Bruce, y, antes de que pudiese dar otro quiebro, se halló envuelto en súbita oscuridad y sofocación, y oyó a su enemigo cantar victoria.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Bruce.

Dentro del saco que formaba la camisa, Muskwa arañaba y mordía, rugiendo, al mismo tiempo, con toda la fuerza y rabia de que era capaz, de manera que Bruce se veía muy apurado; pero entonces acudió Langdon con su camisa. En pocos momentos, Muskwa se vio convertido en un paquete y, tan apretadas tenía las patas, que no podía moverlas. Dejáronle descubierta la cabeza, única parte de su cuerpo que podía mover, y tal espanto reflejaban sus miradas de cómica expresión, que Bruce y Langdon, sin poder contenerse, se echaron a reír a carcajadas.

Luego, calmado ya el acceso de hilaridad, los dos hombres se sentaron, con Muskwa entre ellos, y encendieron sus pipas.

—¡Vaya un par de famosos cazadores que estamos hechos! —exclamó Langdon—. Andamos tras de un oso gris enorme y solamente logramos apoderarnos de este osezno.

Y volvió los ojos al animal, el cual lo miraba con tal atención que Langdon se quedó maravillado de la expresión de inteligencia que había en sus ojos. Por eso, después de ligera pausa, se quitó la pipa de la boca y extendió la mano, diciendo:

—¡Pobrecito! ¡Pobre pequeño!

Muskwa enderezó las orejas y las tendió hacia adelante, mientras sus ojos brillaban intensamente. Bruce, a quien Langdon no miraba, observaba atento.

—¡Pobrecito oso! ¡Será bueno y no morderá! —dijo Langdon aproximando su mano al osezno.

Pero casi inmediatamente profirió un grito de dolor, porque los dientecillos de Muskwa, tan afilados como agujas, se le clavaron en un dedo. Al verlo, Bruce se echó a reír tan ruidosamente, que seguramente asustó a todos los animales que estaban a un kilómetro a la redonda.

—¡Sinvergüenza! —exclamó Langdon libertando su dedo y chupándose la sangre que salía de la herida. Pero luego se echó a reír, añadiendo—: Es valiente. Lo llamaremos Escupefuego, Bruce. Te aseguro que desde que llegamos tenía deseos de poseer un osezno como éste. Y ahora voy a llevármelo a casa. Va a ser muy divertido.

Muskwa ladeó la cabeza, única parte que podía mover, y examinó a Bruce. Langdon se puso en pie y, volviendo el rostro hacia el sitio en que tuvo lugar el combate entre Thor y los perros, exclamó con grave acento:

—¡Cuatro perros! —guardó silencio un momento, y luego añadió—: No puedo acabar de comprenderlo, Bruce. Esos animales han acorralado para nosotros tal vez unos cincuenta osos, y, hasta hoy, no habíamos perdido a ninguno.

Bruce estaba ocupado en atar a Muskwa, haciendo luego, en el paquete que formaba, un asa con la cuerda para poder transportarlo cómodamente.

—Es que esta vez hemos tropezado con un oso verdaderamente excepcional —contestó—. Además, este oso gris es carnívoro y en tal caso se convierte en el animal más peligroso cuando se trata de darle caza. Los perros no podrán sujetarlo nunca, Jimmy, y si no abandonan la caza antes de que oscurezca, me temo que no vuelva ninguno de ellos. Espero que serán prudentes y lo dejarán al oscurecer; esto en el supuesto de que todavía quede alguno. Has de tener en cuenta que el oso descubrió nuestra presencia gracias al viento que soplaba hacia él, y que sabe perfectamente quién disparó la bala que le derribó en la nieve. Ahora huye a toda prisa. Cuando le echemos otra vez la vista encima estaremos por lo menos a treinta kilómetros de aquí.

Langdon subió en busca de los rifles y al volver vio que Bruce descendía ya hacia el valle, llevando a Muskwa como si fuera una maleta. Ambos se detuvieron en la roca manchada de sangre, en donde Thor se vengara de sus enemigos; Langdon se inclinó sobre el perro decapitado.

—Éste es Biscuits —dijo—. Y siempre nos habíamos figurado que era uno de los más cobardes. Los otros dos son Jane y Tober; el pobre Fritz está arriba. Nos ha matado los tres mejores perros que teníamos, Bruce.

Éste, que miraba por el despeñadero, señaló otro cadáver de perro que había en el fondo.

—Ése es el quinto, Jimmy —observó.

Langdon miró y apretó los puños con ira. Desde donde estaban pudieron reconocer perfectamente al pobre animal; era el favorito de ellos.

—Es Dixie —exclamó. Y por vez primera sintió que la cólera se apoderaba de él—. Ahora tengo ya una poderosa razón para acabar con ese oso gris, Bruce —añadió—. Ni un rebaño de caballos salvajes sería capaz de separarme de estos lugares hasta que lo mate. Si es preciso pasaré aquí el invierno y juro que lo mataré si no desaparece.

—No lo hará, no tengas miedo —le aseguró Bruce mientras emprendía nuevamente el camino con Muskwa.

Éste había guardado inmovilidad hasta entonces, persuadido de que no podía hacer otra cosa, pues tras el intento de mover una pata tuvo que convencerse de que estaba bien atado. Pero al notar que el vaivén de la marcha lo acercaba a la pierna de su enemigo, resolvió hacer uso de sus dientes. Esperó, pues, la oportunidad y cuando Bruce dio un largo paso para bajar una roca, mordió con toda su fuerza. Si el mordisco al dedo de Langdon hizo dar a éste un enorme grito, Bruce todavía lo aventajó, asustando a Muskwa, que consideró aquel alarido más temible aún que el ladrido de los perros, por lo cual soltó inmediatamente la presa.

Y creció el asombro del osezno al notar que el mordido saltaba de extraño modo sobre una sola de sus piernas, en tanto que el otro hombre, con las manos sobre el estómago, prorrumpía en extraños gritos que lo agitaban de un lado a otro. Entonces Bruce se detuvo y se unió a las extrañas voces de su compañero.

Muskwa, por su parte, no tenía gana de broma. Diose cuenta de que aquellos dos extraños monstruos no se atrevían a pelear contra él o de que eran tan pacíficos que no se resolvían a hacerle daño. Pero, en adelante, los dos hombres fueron más cuidadosos, pues hasta que llegaron al valle lo llevaron entre los dos, colgado del cañón de uno de los rifles.

Era casi de noche cuando llegaron a un bosquecillo de bálsamos al que enrojecía el resplandor de una hoguera. Era la primera vez que el osezno veía el fuego. También vio por primera vez un caballo, el cual le pareció un monstruo espantoso, porque era mayor aún que Thor.

Un tercer hombre, Metoosin, el indio, salió al encuentro de los cazadores y Muskwa se vio transferido a sus manos. Dejáronlo junto al fuego, cuyo resplandor le molestaba a los ojos. Luego, mientras uno de los cazadores lo sujetaba por las orejas con tal fuerza que le hizo daño, otro le ató al cuello una correa a modo de collar, al que anudaron una fuerte cuerda cuyo extremo opuesto ataron al tronco de un árbol.

Durante estas operaciones, Muskwa gruñó y gritó cuanto pudo. A los pocos instantes se vio libre de las camisas que lo aprisionaban. Púsose sobre sus patas, y sin cuidarse de huir, pues en aquel momento no se sentía capaz de ello, abrió sus fauces y rugió con ferocidad. Pero, con gran asombro por su parte, ello pareció no causar el menor efecto en sus enemigos, excepción hecha de que los tres, incluso el indio, abrieron las bocas y profirieron las extrañas voces que tanto le llamaron la atención en la montaña. Todo ello era extraordinariamente raro para Muskwa.