La primera noche después de dejar a Iskwao y a Pipoonaskoos, el oso gris y el osezno anduvieron errantes a la luz de las brillantes estrellas. Thor no cazó para comer carne. Subió una áspera pendiente y luego encontró una hondonada en la que crecían varias plantas cuyas raíces le gustaban sobremanera, y así excavando y comiendo raíces pasó toda la noche.
Muskwa, que se había hartado del mismo alimento, no tenía hambre, y como por otra parte el día había sido bastante descansado para él, a excepción de los momentos en que atacó a Pipoonaskoos, aquella noche tan iluminada por las estrellas le pareció sumamente agradable. Salió la luna hacia las diez y apareció tan grande, tan roja y tan hermosa, que Muskwa quedose asombrado, pues en su corta vida aún no la había visto así. El satélite pasó por encima de los picachos inundándolos de tanta luz, que más parecía originada por el incendio del bosque, por su maravilloso resplandor. En la hondonada, que mediría diez áreas de extensión, había tal claridad que parecía de día. El pequeño lago que había al pie de la montaña brillaba suavemente, y el regato que bajaba por ella desde trescientos metros de altura, llevando al valle las aguas procedentes de la licuación de las nieves, mostraba sus pequeñas y resplandecientes cascadas semejantes a chorros de piedras preciosas.
Por el prado estaban diseminados algunos pinos y bálsamos, como si los hubiese plantado allí la mano del hombre para efectos ornamentales, y a un lado había una pendiente cubierta de verdura, en cuya cima, escondido a los ojos de Thor y de Muskwa, estaba durmiendo un rebaño de cabras.
Muskwa iba de un lado a otro, siempre cerca de Thor examinando los matorrales, las oscuras sombras de pinos y bálsamos y la orilla del lago. Halló un espacio de terreno cubierto de lodo, cuyo contacto mitigó el dolor de sus patas, y, por lo menos veinte veces en aquella noche, buscó la frescura de aquel blando suelo.
Cuando llegó la aurora, Thor no parecía dispuesto a salir de la hondonada, pues hasta que el sol estuvo muy alto continuó rondando por el prado cerca del lago, excavando a veces la tierra en busca de alguna raíz y comiendo tierna hierba. Ello satisfizo a Muskwa, el cual se desayunó también con raíces, pero en cambio sintió la mayor extrañeza de que Thor no fuera al lago a pescar truchas, pues ignoraba que no todas las aguas contienen peces. Por fin, perdida ya la paciencia, decidió pescar por su cuenta, y lo único que logró fue sacar un escarabajo acuático de dura coraza y largas pinzas, con las cuales se agarró a su hocico con tal fuerza, que el dolor le arrancó desesperados gritos.
Eran tal vez las diez de la mañana, y la hondonada, a causa de los rayos del sol, se convirtió en un verdadero horno para un animal de tan grueso pelaje como el oso, pero Thor, tras buscar un rato, encontró entre las rocas, junto a las cuales caía una cascada, un lugar tan fresco como pudiera serlo una bodega subterránea. Era una pequeña caverna, cuyas paredes pizarrosas estaban cubiertas de agua procedente de las nieves, que se filtraba a través de las fisuras.
Era aquél uno de los lugares en que a Thor le gustaba penetrar en los cálidos días de julio, pero a Muskwa le pareció oscuro y desagradable y en modo alguno tan grato como la luz del sol; por eso, después de un rato, dejó a Thor en su fresquera y empezó a practicar investigaciones por entre las traidoras vertientes de la montaña.
Todo marchó perfectamente durante los primeros cinco minutos, pero luego tuvo Muskwa la mala idea de aventurarse a pisar el borde de una pendiente pizarrosa por la que corría una ancha y tenue faja de agua. Ésta se deslizaba por allí seguramente desde hacía varios siglos, y la pizarra estaba, a causa del continuo roce, tan lisa y pulimentada como un espejo. Debido a esto, los pies de Muskwa resbalaron, como si quisieran huir del cuerpo que sustentaban, y el osezno no tuvo tiempo ni siquiera de darse cuenta de lo que había sucedido, porque inmediatamente sintió que se deslizaba, con la rapidez del rayo, hacia el lago, que estaba a unos treinta metros más abajo. Rodó como una pelota lanzada con enorme fuerza, sin tiempo para afianzarse con sus patas; saltaba al encontrar la menor desigualdad, y sentíase cegado por el agua y el viento mientras continuaba bajando cada vez con mayor velocidad. Sin embargo, logró dar algunos gritos en demanda de socorro y tuvo la suerte de que éstos llegaran a oídos de Thor.
Al final de aquella pendiente había un salto de tres metros que terminaba en la superficie del lago. Muskwa lo dio, a su pesar, pero la violencia de la caída y la velocidad que llevaba lo hundieron en el agua a seis metros de profundidad. Sintió el frío del remojón y se aterró al notar la oscuridad que lo envolvía; faltole la respiración, pero el instinto lo obligó a mover vigorosamente las patas para salir a la superficie, lo que no le fue difícil gracias a la capa de grasa que cubría su cuerpo. Una vez sacó la cabeza del agua, siguió moviendo las patas y, nadando por primera vez en su vida, volvió a tierra, derrengado por la emoción y el esfuerzo.
Cuando estaba todavía jadeante y muy asustado por su aventura, llegó Thor a su lado. La madre de Muskwa le había dado un manotazo cuando se clavó la púa del puerco espín y obraba de igual modo cada vez que el pequeñuelo se lastimaba, porque los osos aprenden a fuerza de golpes. Sin duda en aquella ocasión también le habría golpeado su madre, pero Thor se limitó a olerlo, vio que no le sucedía nada grave y dejó de prestar atención al osezno, para ocuparse en excavar una raíz.
No había terminado de comer, cuando se detuvo de pronto y durante un minuto permaneció inmóvil como una roca. Mientras tanto, Muskwa se puso en pie y se sacudió el agua de encima. Luego escuchó. Un sonido llegó a los oídos de ambos; Thor se puso lentamente sobre dos patas, se volvió hacia el Norte y olfateó el aire, como si advirtiera un peligro, pero no percibió ningún olor; en cambio, oyó algo.
Hasta él llegaba débilmente un sonido que le pareció enteramente nuevo, pues nunca lo oyó hasta entonces. Era el ladrido de los perros.
Durante dos minutos Thor estuvo sentado sobre sus ancas, sin mover de su enorme cuerpo más que los músculos del hocico, con el que se esforzaba en olfatear a los que producían aquel extraño ruido, y en vista de que, desde el lugar en que se hallaba, no le era posible lograr su objeto, salió de la hondonada y subió hasta donde la noche anterior estuvieron durmiendo las cabras. Muskwa lo siguió apresuradamente.
Allí se volvió de nuevo al Norte, y entonces, con mayor claridad que antes, la brisa trajo a sus oídos el ladrido de los perros.
A menos de ochocientos metros estaba la jauría de Langdon siguiendo la pista de Thor y, a juzgar por sus ladridos, Langdon y Bruce, que la seguían a trescientos metros de distancia, no tuvieron duda de que los canes seguían el rastro de la presa.
Pero más excitación que los mismos perros sintió Thor al oír claramente los ladridos. Otra vez el instinto le advirtió que se iba a presentar un nuevo enemigo; no estaba asustado, pero el mismo instinto le advertía la conveniencia de emprender la retirada, y siguió ascendiendo hasta llegar a un abrupto lugar de la montaña, donde se detuvo.
Entonces esperó. Y la amenaza se aproximaba a él con la rapidez del viento; podía oírla subir por la pendiente.
De pronto, a la vista del oso apareció el primer perro, pero de manera que su figura se perfilaba sobre el cielo. Los demás llegaron en seguida y, tal vez por espacio de treinta segundos, estuvieron olfateando el lugar por donde había pasado Thor.
Mientras tanto, éste observaba atentamente a sus enemigos, y de su pecho empezaba a surgir un terrible rugido. Luego, cuando los perros continuaron su camino, el oso reanudó la retirada, que no era fuga, pues no estaba asustado. Alejábase porque así le convenía y, por otra parte, no sentía deseo de atacar a sus nuevos enemigos. No le gustaban las peleas, pero cuando era preciso sabía luchar como el mejor.
A medida que se alejaba de los perros, sentíase invadir por la cólera. Avanzaba por entre enormes rocas, seguido de Muskwa, pero siempre elegía el camino de manera que su joven compañero pudiera seguirlo sin dificultad. Una vez subió por una roca que formaba un escalón y al advertir que era demasiado alto para Muskwa, bajó y tomó otra senda.
El ladrido de los perros se oía cada vez con mayor claridad. Pronto se acentuó todavía más, y entonces ya Thor pudo olfatearlos a su satisfacción. El olor de los perros llegaba claramente a su olfato, pero mezclado con otro también muy acentuado, que aumentó su cólera y llenó sus ojos de fuego, porque acababa de advertir, al mismo tiempo que el de los perros, el olor del hombre.
Siguió subiendo, ya más aprisa, y por fin llegó a un lugar abierto entre las rocas. A un lado había una pétrea pared de seis metros de altura y enfrente un despeñadero de unos treinta metros de fondo. La parte derecha estaba limitada por una roca abierta que ofrecía un refugio, y en él hizo entrar a su compañero. Luego se volvió rápidamente, dejando al osezno a su espalda, y se irguió sentándose sobre las patas traseras, esperando con encendidos ojos en el callejón sin salida en que se hallaba.
Poco tardaron en aparecer los perros en el campo de batalla elegido por Thor. Lo hicieron con tal apresuramiento, que muchos de ellos no pudieron detenerse donde habrían deseado, sino que avanzaron hacia el oso más de lo que aconsejaba la prudencia.
Dando un rugido, Thor se arrojó entre ellos. Con la pata derecha empezó a golpear a sus enemigos. Luego, de una dentellada, rompió el espinazo a uno, y a otro le dio en la cabeza tan formidable zarpazo que se la arrancó.
Se arrojó de nuevo hacia delante, y antes de que los perros se hubieran repuesto de su pánico, arrojó a uno por el despeñadero. Al ver los resultados del ataque de la fiera, los nueve perros restantes se diseminaron despavoridos.
Mas eran buenos combatientes a pesar de todo, no sólo por su raza, sino porque Langdon y Metoosin los habían entrenado y endurecido de tal modo que se los podía suspender por las orejas sin que gimiesen. Se repusieron, pues, prontamente, sin asustarse por el trágico fin de sus compañeros, y situáronse de manera que rodearon al oso gris, aunque sin acercarse mucho a él dando rápidos saltos hacia atrás y de lado para evitar los ataques del enemigo. Ladraban furiosamente, cosa que indicaba a los cazadores que la presa estaba cercada. El cometido de los perros era precisamente ése, el de molestar, atormentar, retardar la lucha e impedir la fuga del oso hasta que ellos llegaran. La lucha, pues, entre los perros y la fiera habría sido leal, pero luego había de intervenir el hombre para finalizar el encuentro matando a mansalva.
Mas si los perros ejercitaban sus habilidades, Thor no carecía de ellas. Después de tres o cuatro acometidas, que los primeros eludieron gracias a su mayor rapidez de movimientos, retrocedió hasta la fisura en que estaba oculto Muskwa, y a medida que él se acercaba a la peña avanzaban los perros a su alrededor.
Sus ladridos cada vez más furiosos y la impotencia de Thor para destrozar a aquellos animales asustaron realmente a Muskwa, el cual se apresuró a internarse cuanto le fue posible en su retiro. Thor retrocedió hasta que su lomo tocó la peña; entonces volvió la cabeza para averiguar dónde estaba el osezno, pero no pudo verlo.
Mientras tanto, los perros se acercaban cada vez más a Thor, ladrando terriblemente, desafiándolo, y en su ardimiento olvidaron toda prudencia. Thor no les perdía de vista un momento y cuando la ocasión le pareció oportuna, sin avisar con un gruñido, se arrojó contra ellos, y aunque todos echaron a correr para salvar la vida, pudo agarrar al que iba detrás y lo despedazó.
Los perros estaban ya lejos; pero la víctima, antes de morir, pudo emitir algunos aullidos de espanto que llegaron a oídos de los dos cazadores, quienes, apresuradamente, ascendían para acercarse al teatro de la lucha. Thor, una vez satisfecha su venganza, volvió la cabeza nuevamente hacia la hendidura de la roca, y entonces vio a Muskwa hecho un ovillo, temblando de miedo. Seguro ya de que su amigo no tenía ningún mal, no perdió tiempo en alejarse de aquel lugar, pues había olfateado a los cazadores, que se acercaban sudorosos.
Cuando emprendió la retirada, los perros se envalentonaron de nuevo y, como él no les hiciera caso, uno de ellos, más atrevido, le clavó los dientes en una pata, logrando con ello lo que los ladridos no habían conseguido, esto es, irritar a Thor, el cual entonces perdió cinco minutos en perseguirlos, antes de reanudar la huida hacia lo alto de la montaña.
De haber soplado el viento en otra dirección, los cazadores habrían logrado su objeto, pero como aquél llevaba a Thor las emanaciones de los hombres, el oso no ignoraba la presencia de sus enemigos. Por eso al alejarse tenía buen cuidado de no perder la dirección del viento, que tan bien le comunicaba los movimientos de sus perseguidores, y con ello también perdió algún tiempo, pues su fuga no era tan rápida como si hubiese tomado otro camino más directo.
Cuando Thor llegó casi a la cima de la montaña, apresuró su marcha de manera que dejó a los perros cincuenta metros atrás, pero entonces su enorme cuerpo se perfiló sobre el cielo, lo cual dio ocasión a los cazadores para disparar contra él.
Thor oyó el primer disparo, y un silbido pasó junto a su oído. El segundo tiro levantó un poco de nieve a un metro de él, y el tercero ya no le dio ningún cuidado. Mas de pronto, recibió un golpe terrible a unos quince centímetros de la oreja derecha. Era como si le hubiesen lanzado una maza desde el cielo. El oso se desplomó pesadamente.
La bala resbaló por el cráneo, pero fue suficiente para aturdirlo, y, antes de que pudiera levantarse, los perros llegaron a él, y, como fieras, se arrojaron sobre su cuello y sus orejas. Dando un rugido, Thor se levantó y se sacudió a sus atrevidos enemigos, a los que mantuvo a raya, dando, al mismo tiempo, feroces rugidos que llegaron a oídos de los dos cazadores, los cuales, con el dedo en el gatillo, esperaban que se separaran un poco los perros para disparar.
Metro a metro, Thor conquistó el terreno y continuó la ascensión, rugiendo a los feroces perros, desafiando el olor del hombre, el extraño trueno, el relámpago ardiente y hasta a la misma muerte, mientras quinientos metros más abajo, Langdon estaba desesperado por la tenacidad de los perros en mantenerse a poca distancia de Thor, impidiéndole disparar.
En la cima de la montaña los perros siguieron sitiando a Thor y el grupo desapareció tras la cumbre. Los ladridos se oían cada vez más débilmente, a medida que el oso gris se llevaba a sus enemigos lejos de la presencia de los hombres en una larga y emocionante carrera de la que más de uno estaba condenado a no regresar.