Durante las dos horas siguientes, Thor arrastró a Muskwa en aquel fatigoso viaje hacia el Norte. Desde que salieron del sendero de cabras de lo alto de la montaña, habían recorrido unos treinta kilómetros, y para el osezno tal distancia era tanto como dar la vuelta al mundo. En circunstancias corrientes no se habría alejado del lugar de su nacimiento hasta haber cumplido dos o tres años.
Ni una sola vez en aquel viaje hacia el valle había Thor perdido tiempo en escalar las laderas de las montañas. Siguió los caminos más fáciles a lo largo del arroyo. Cinco o seis kilómetros más abajo del estanque, en donde dejaran al oso viejo, cambió súbitamente de idea, dirigiéndose hacia el Oeste, y poco después subían ambos una montaña. Ascendieron por una verde pendiente por espacio de quinientos metros, y felizmente para las patas de Muskwa, esto los llevó a una nivelada y lisa superficie que, sin grandes esfuerzos, les permitió alcanzar las vertientes del otro valle. En éste fue donde Thor mató al oso negro.
Desde el momento en que el oso gris pudo contemplar los límites septentrionales de su montaña, se operó un cambio en él. Perdió en el acto la prisa y por espacio de quince minutos estuvo mirando al valle olfateando el aire. Descendió despacio, y en cuanto llegó a los verdes prados y al cauce del arroyo, volvió la cabeza hacia el viento procedente del Sudoeste. No percibió el olor que buscaba, el de la hembra, pero un sentimiento instintivo, más fuerte que la razón, le advirtió que ésta estaba cerca. Thor no tomó en consideración la posibilidad de un accidente ni el peligro de que algún cazador la hubiese matado. Allí era donde todos los años emprendía el camino para buscarla y, más o menos tarde, no había duda de que la encontraría. Conocía perfectamente el rastro de ella, y cruzaba y volvía a cruzar por el valle, para que no pudiera pasarle inadvertido.
Cuando a Thor le dominaba la pasión amorosa, era casi como un hombre que se hallara en la misma situación, o sea que se mostraba algo tonto. Todas las demás cosas carecían entonces de importancia. Sus costumbres, las que tan rígidamente observaba en otro momento, no le importaban entonces lo más mínimo. Incluso olvidaba el hambre, y ni las marmotas ni los topos corrían ningún peligro. Thor mostrábase a la sazón incansable, pues día y noche andaba en busca de la osa.
Es natural que en aquellas horas tan excitantes para él, olvidase poco menos que por completo a Muskwa. Antes de la puesta del sol cruzó y volvió a cruzar el arroyo por lo menos diez veces, y el pobre osezno, aburrido por aquella marcha inútil e incesante, vadeaba y nadaba en seguimiento de su amigo. Estuvo a punto de ahogarse a fuerza de tragar agua. Y cuando Thor cruzaba la corriente por duodécima vez, Muskwa se rebeló y siguió andando un poco por su propia cuenta. A poco, Thor volvió a su lado.
Inmediatamente después, y cuando el sol se ocultaba en el horizonte, ocurrió lo inesperado. La débil brisa que soplaba se desvió hacia el Este, y de las vertientes occidentales, situadas a ochocientos metros de distancia, trajo un olor que dejó inmóvil a Thor por espacio de medio minuto, y luego lo obligó a emprender desenfrenado galope.
Muskwa echó a correr tras él con todas sus menguadas fuerzas, temeroso de quedarse solo, pero perdía terreno a cada paso. En aquella carrera de ochocientos metros habría perdido a Thor por completo si éste no se hubiera detenido al pie de la primera vertiente para orientarse. Cuando reanudó la marcha cuesta arriba, Muskwa pudo verlo y profirió un gemido como si suplicara que lo aguardase.
Doscientos o trescientos metros más arriba, la pendiente se interrumpía en una hondonada, y en ella, olfateando también como lo hiciera Thor, estaba la hermosa osa gris acompañada de uno de sus cachorros. Thor estaba a cincuenta metros de ella cuando se asomó por el borde de la trinchera y, al verla, se detuvo y la miró. E Iskwao, la osa, lo contempló a su vez.
A partir de entonces se inició el cortejo a la manera de los osos. Todo apresuramiento, toda ansiedad y deseo, parecían haber abandonado a Thor; y si Iskwao había sentido a su vez algún deseo de encontrarle, parecía también experimentar entonces por él la mayor indiferencia. Durante dos o tres minutos, Thor miró distraídamente a uno y a otro lado, y aquello dio tiempo a Muskwa para llegar al lugar del encuentro y detenerse. Al ver a la osa esperaba presenciar otra mortal pelea.
Como si Thor estuviera a millares de kilómetros de ella, Iskwao se volvió hacia una roca plana y empezó a buscar pulgones y hormigas; Thor, por no ser menos, tiró de un bocado de hierba y se la tragó. Iskwao entonces dio unos pasos, Thor la imitó, y, como si fuese por casualidad, se acercaron uno a otro.
A Muskwa le extrañaba aquello extraordinariamente, y el otro osezno también parecía admirado por lo que veía. Ambos pequeñuelos estaban sentados sobre sus ancas, como dos perros, y parecían dispuestos a ser espectadores de lo que, sin duda alguna, iba a suceder allí.
Cinco minutos emplearon Thor e Iskwao para llegar a dos metros uno de otro, y luego, muy cumplidamente, se olieron los hocicos.
El osezno gris se unió al grupo familiar. Estaba precisamente en la edad en que le cabía el derecho de tener un nombre muy largo, porque los indios le habrían llamado Pipoonaskoos, es decir, «el que tiene un año». Con osadía se acercó a Thor y a su madre; el oso gris pareció no advertir de momento su presencia, mas a los pocos instantes movió hacia un lado su pata delantera derecha, y con poco esfuerzo levantó a Pipoonaskoos y lo arrojó hacia donde estaba Muskwa.
La madre no hizo caso alguno de la expulsión, sino que continuó oliendo cariñosamente el hocico de Thor. Muskwa se figuró, sin embargo, que aquello era el preliminar de alguna terrible pelea y, gimiendo alarmado, echó a correr pendiente abajó cayendo sobre Pipoonaskoos.
Éste era un pequeñuelo mimado, uno de aquellos oseznos que persisten en seguir a su madre hasta que tienen dos años, en vez de valerse por sí mismos como otros hermanos de raza. Hasta que cumplió los cinco meses su madre lo amamantó y luego empezó a buscar golosinas para él; por eso estaba gordo, reluciente y tenía el cuerpo suave.
En cambio, unos cuantos días de rudo ejercicio habían endurecido a Muskwa, y, aunque en tamaño no alcanzaba más que a una tercera parte del volumen de Pipoonaskoos y sus pies estaban fatigados y heridos y le dolían los lomos, consiguió derribar al otro osezno, cayendo sobre él como bala despedida por un cañón.
Todavía no repuesto del golpe que le dio Thor, Pipoonaskoos, al sentir una nueva acometida, profirió un grito, pidiendo auxilio a su madre. Nunca se había peleado con nadie, y se abandonó al impulso del empujón, por lo que fue rodando mientras pataleaba con las cuatro extremidades, gritando cuando los afilados dientes de Muskwa se clavaron repetidamente en su tierna piel.
Muskwa pudo agarrarlo por el hocico y apretó con fuerza, lo cual acabó de quitar al pequeño oso gris todo el valor que hubiese podido tener. A partir de aquel momento sus gritos aumentaron cada vez más para que su madre se enterase de que estaban asesinándole, pero Iskwao no hizo el menor caso, pues estaba muy atareada renovando su conocimiento con Thor.
Por fin, Pipoonaskoos pudo retirar el ensangrentado hocico y, librándose de Muskwa por medio de un empujón, gracias a su mayor peso, emprendió precipitada carrera, pero Muskwa lo persiguió valerosamente. Por dos veces dieron la vuelta a la hondonada y, a pesar de sus cortas patas, Muskwa le iba dando alcance, cuando Pipoonaskoos, mirando de lado, vio a su enemigo muy cerca y, aturdido, tropezó con una roca y cayó. Comenzó a gritar. Muskwa se arrojó sobre él y seguramente habría continuado mordiéndole y gruñendo mientras le quedaran fuerzas para ello, de no haberse dado cuenta de que Thor e Iskwao desaparecían juntos andando lentamente hacia el valle.
Casi instantáneamente olvidó Muskwa la lucha en que estaba empeñado, extrañándose de que Thor se marchara de paseo con el otro oso, en vez de destrozarlo con garras y dientes. Pipoonaskoos también se puso en pie y miró; luego los dos oseznos se contemplaron mutuamente. Muskwa se lamió el hocico, indeciso acerca de lo que debía hacer: si divertirse nuevamente en morder a Pipoonaskoos o seguir a Thor, pero su compañero no le dio tiempo para elegir, porque, dando un gemido, se fue en busca de su madre.
Para los dos oseznos, lo que siguió fue muy extraño. Durante toda la noche Thor e Iskwao estuvieron ocultos en el bosque inmediato, cercano al arroyo. Al amanecer, Pipoonaskoos fue nuevamente en busca de su madre, pero Thor lo echó al arroyo. Aquella segunda prueba del mal humor de Thor impresionó a Muskwa y le dio a entender que los mayores no estaban dispuestos a tolerar entonces la presencia de los pequeños. Y esta impresión, sentida también por Pipoonaskoos, fue la causa de que entre las divergencias de los dos oseznos hubiera una tregua.
Thor e Iskwao estuvieron todo el día retirados. A la mañana del día siguiente, Muskwa se aventuró en busca de comida. Le gustaba la hierba tierna, pero no le nutría lo bastante. Varias veces observó cómo Pipoonaskoos excavaba cerca del arroyo y, curioso de saber lo que allí habría, alejó al osezno de uno de los hoyos que había comenzado a practicar y continuó él sacando tierra. Después de algún trabajo encontró una raíz blanca, bulbosa y tierna, que se comió, juzgando que era la cosa más agradable y sabrosa que había paladeado en su vida, sin exceptuar el pescado. Le resultó una verdadera golosina. Y como por aquellos lugares crecía abundante la planta que tenía tales raíces, siguió excavando en busca de ellas, hasta que le dolieron las patas delanteras, aunque con la satisfacción de haberse alimentado bien.
Thor fue el culpable de una nueva pelea entre Muskwa y Pipoonaskoos. Ya avanzada la tarde, los dos osos adultos estaban echados uno al lado del otro, cuando, sin razón que lo explicara, Thor abrió sus enormes mandíbulas y emitió un rugido grave y retumbante, muy parecido al que diera después de haber matado al oso negro. Iskwao levantó la cabeza y se unió a su rugido, sin que por ello se hubiese alterado la calma y la paz entre los dos. Por qué se entregan a tan terrorífico dúo los osos en celo, es un misterio que solamente ellos podrían explicar. Duró el dúo tal vez un minuto, y mientras resonaban los rugidos, Muskwa, que estaba fuera del bosquecillo, se figuró que había llegado ya la hora gloriosa en que Thor acababa de matar a la madre de Pipoonaskoos; y en el acto empezó a buscar a éste.
Pronto encontró al osezno gris y, sin darle tiempo para comprender la razón de su ataque, se lanzó sobre él impetuosamente. Pipoonaskoos rodó por el suelo como una bola. Luego, durante unos minutos, ambos patalearon y se mordieron, aunque en realidad el que mordió fue sólo Muskwa, pues el otro se limitó casi exclusivamente a gritar con toda su fuerza.
Finalmente el osezno gris pudo librarse de su enemigo y emprendió vergonzosa fuga. Muskwa lo persiguió, atravesando los matorrales, cruzando el arroyo, subiendo y bajando la pendiente de la montaña, hasta que estuvo tan cansado que se vio obligado a echarse para recobrar el aliento.
Precisamente en aquel instante salía Thor del bosquecillo. Estaba solo y, por primera vez desde que encontrara a Iskwao, pareció advertir la existencia de Muskwa. Luego husmeó el viento en varias direcciones y emprendió la marcha hacia las distantes vertientes de las que viniera con Muskwa. El osezno estaba tan complacido como perplejo. Habríale gustado ir al bosquecillo a gruñir y a arrancar el pellejo del oso muerto que sin duda había allí, deseando también acabar con Pipoonaskoos. Pero tras unos momentos de vacilación, echó a correr detrás de Thor y ya no se separó de él.
Poco después salió del bosquecillo Iskwao; la osa, como Thor, husmeó en varias direcciones y, seguida de Pipoonaskoos, emprendió el camino hacia el sol poniente.
Así terminó la aventura amorosa de Thor y la primera pelea de Muskwa; juntos se encaminaron entonces hacia el Este, ignorantes de que iban a afrontar el más terrible peligro que hasta entonces corrieran en aquellas montañas los animales de cuatro patas, un peligro mortal, implacable, del que no había huida posible.