Capítulo XI

Thor estaba en lo que los indios llaman un pimootao. Su mente de bruto habíase propuesto el problema de la dirección a seguir, y sus razones, aunque confusas, le demostraban que el mejor camino era el que le llevaba al Norte.

Mientras Langdon y Bruce alcanzaban la cima del camino de cabras y escuchaban el distante ladrido de los perros, Muskwa sentíase desesperado, porque el seguir a Thor significaba para él correr desenfrenadamente, sin un solo momento de descanso.

Una hora después que él y su enorme compañero hubieron dejado la senda de las cabras llegaron a una prominencia del valle en donde se separaban las aguas. Desde allí un arroyo seguía hacia el Sur, en dirección al lago Tekla, y el otro hacia el Norte, al encuentro del Babine, tributario del Skeena. Las aguas descendían apresuradamente a un nivel mucho más bajo, y por vez primera Muskwa encontró terrenos pantanosos y tuvo que pasar por sitios tan llenos de espesa hierba que no podía ver a Thor, sino que lo seguía guiándose por el oído.

La corriente se ensanchó haciéndose más profunda, y en algunos lugares los dos animales bordeaban oscuros y tranquilos estanques que a Muskwa le parecieron de enorme profundidad. De vez en cuando, Thor se detenía y husmeaba inclinado sobre el borde de ellos, en busca de algo que parecía no encontrar. Muskwa sentíase cada vez más derrengado.

Se hallaban a más de doce kilómetros al Norte del punto desde el cual Langdon y Bruce examinaban el valle por medio de sus instrumentos ópticos, cuando llegaron a un lago. Era un paraje tenebroso, no del gusto de Muskwa, que nunca había visto otra cosa que la luz del sol sobre la tierra, las hierbas, las rocas y los árboles. El bosque crecía a muy poca distancia del lago y en algunos lugares era casi negro. Extraños pájaros revoloteaban por entre las espesas ramas y se percibía un olor denso que obligó al osezno a lamerse el hocico, pues aumentaba su hambre.

Durante uno o dos minutos, Thor estuvo olfateando los olores que llenaban el aire, y entre ellos distinguió el característico de los peces.

Despacio, el oso gris echó a andar a lo largo de la orilla del lago y así llegó a la desembocadura de un arroyuelo, cuya anchura no sería superior a seis metros, pero en cambio parecía bastante profundo; su color era oscuro y las aguas tranquilas como las del mismo lago. Thor empezó a remontar el arroyo y así anduvo por espacio de unos cien metros, hasta llegar a un lugar en donde unos árboles caídos a través del cauce habían formado una especie de dique, junto al cual las aguas estaban cubiertas de una capa verdosa. Y como Thor sabía ya el significado de ello, sin hacer ruido y despacio se aventuró por entre los caídos troncos.

Detúvose en cuanto se halló en mitad del arroyo, y con su pata derecha apartó delicadamente la capa verde, dejando un espacio de agua transparente por el que podía observar el fondo.

Los brillantes ojuelos de Muskwa lo observaban desde la orilla. Sabía que Thor andaba en busca de algo que comer, pero cómo lo lograría en aquel lugar, era cosa que le preocupaba muchísimo, a pesar del cansancio que sentía.

Thor se tendió sobre el vientre a lo largo de los troncos, con la pata derecha y la cabeza suspendidas sobre el agua. Luego introdujo la pata en el arroyo, a una profundidad de treinta centímetros, y, guardando la mayor inmovilidad, esperó. Desde donde se hallaba podía ver claramente el fondo de la corriente; por espacio de algunos minutos no divisó nada más; pero luego advirtió que algo se movía bajo su pata. Era una trucha de cuarenta centímetros de longitud, pero como pasaba a demasiada profundidad, el oso no hizo el menor movimiento. Esperó tranquilamente y pronto vio recompensada su paciencia. Una hermosa trucha, moteada de rojo, flotaba debajo de la verdosa capa, y, con rapidez tan extraordinaria que hizo prorrumpir a Muskwa en un grito de terror, la enorme pata de Thor lanzó un chorro de agua a cuatro metros de distancia, cayendo con ella la trucha a pocos centímetros del osezno, que se arrojó instantáneamente sobre el pez, y, mientras éste se debatía agonizante, sus agudos dientes se clavaron en él.

Thor se incorporó sobre los troncos de árbol, pero al ver que Muskwa había tomado ya posesión del pescado, recobró su primera posición. Aquélla era la primera muerte que el osezno realizaba en su vida. De pronto un nuevo chorro de agua acompañó a tierra otra trucha, a la que Thor siguió rápidamente porque estaba hambriento.

Los dos amigos celebraron un festín junto al lago. Por cinco veces consecutivas, Thor sacó truchas del agua, pero Muskwa, después de dar fin a la primera, no pudo con más.

Después de la comida, los dos estuvieron echados durante algunas horas en aquel fresco lugar, junto a los árboles que formaban el dique. Muskwa no durmió profundamente, pues se daba cuenta de que la vida es un asunto que envuelve gran responsabilidad personal, y ejercitaba ya sus oídos estando atento a toda clase de ruidos y en cualquier momento. Siempre que Thor se movía o daba un suspiro, Muskwa se enteraba de ello. El osezno, después de aquel día tan accidentado, temía que su amigo pudiera abandonarlo, y estaba resuelto a impedir que se presentase la más pequeña oportunidad de que su enorme amigo pudiera alejarse sin que él lo viera u oyera. Pero Thor no tenía, por su parte, el menor deseo de huir de su compañero, pues se había encariñado con él.

No solamente por el deseo de comer pescado o por miedo a sus enemigos había ido Thor a aquella tierra baja, cruzada por los afluentes del Babine. Desde una semana atrás sentía un malestar creciente que llegó a su punto máximo en los tres últimos días. Experimentaba una sensación extraña, no satisfecha. Mientras Muskwa dormitaba sobre la hierba, los oídos de Thor estaban atentos, esperando sorprender ruidos y husmeando con frecuencia el aire. Necesitaba hembra.

Era pskoowepesim —la luna de la muda—, y, durante aquella luna, Thor andaba siempre en busca de la hembra que acudía a él desde las vertientes occidentales. El oso gris era muy apegado a sus costumbres y siempre daba aquella vuelta especial, entrando en el otro valle por su parte inferior, dirigiéndose hacia el Babine. Nunca dejaba de alimentarse con pescado durante el camino y cuanto más comía despedía mayor olor. Tal vez Thor hubiera descubierto que el perfume de aquellas truchas moteadas de oro lo hacían más atractivo a su dama, pero cualquiera que fuese el motivo, comía pescado en abundancia y olía a él con bastante intensidad.

Dos horas antes de la puesta de sol, Thor se levantó y se desperezó. Comió tres pescados más que sacó del agua. Muskwa se comió la cabeza de una de las truchas, dejando el resto para su amigo. Luego ambos continuaron su camino.

Aquél era ya un mundo nuevo para Muskwa, pues en él no descubrió ninguno de los sonidos que conocía. Había desaparecido el zumbido especial que reinaba en el valle superior; no había marmotas ni perdices, ni tampoco se veían topos en parte alguna. El agua del valle era tranquila, oscura y profunda; tenía lugares sombríos y medio ocultos por las raíces de los árboles, pues la selva lindaba con el agua. No había rocas para encaramarse a ellas, sino troncos de árboles resbaladizos, ramas derribadas por el viento y montones de hojarasca. El aire era también diferente; apenas soplaba. Las patas del osezno pisaban a veces una maravillosa alfombra en la que se hundía hasta los sobacos. El bosque estaba sumido en una extraña oscuridad. Había en él sombras misteriosas y la atmósfera se advertía densificada por los acres olores de la vegetación corrompida.

Thor no avanzaba tan aprisa por allí. El silencio, la oscuridad y el aire, tan saturado de perfumes y olores que llegaba a ser opresivo, parecían suscitar sus precauciones. Avanzaba despacio; frecuentemente se detenía, miraba a su alrededor y prestaba oído; olfateaba los bordes de los estanques ocultos bajo las raíces; y cada nuevo sonido le obligaba a detenerse, a bajar la cabeza y a enderezar las orejas.

Varias veces, Muskwa vio sombras que flotaban a través de la penumbra. Eran los enormes y grises búhos que cambiaban en invierno el plumaje hasta ponerse blancos del todo. De pronto se vieron ante un fiero animal de brillantes ojos y suaves movimientos, que desapareció repentinamente al ver a Thor. Era un lince.

No era todavía completamente de noche cuando Thor salió silenciosamente a un claro, y Muskwa viose en la orilla de un arroyo cerca de un gran estanque. El aire estaba saturado del aliento y del calor de un nuevo género de vida. No era debido a los peces, y, sin embargo, parecía proceder del estanque, en cuyo centro había tres o cuatro masas circulares parecidas a grandes montones de hojarasca unidos por una capa de lodo.

Tantas veces como Thor iba a aquel valle, visitaba la colonia de los castores, y, si la ocasión se presentaba favorable, se apoderaba de algún joven castor para que le sirviera de cena o de desayuno. Aquella noche no estaba hambriento y tenía mucha prisa, mas a pesar de eso permaneció parado unos minutos en la sombra, cerca del estanque.

Los castores habían principiado ya su trabajo nocturno. Muskwa entendió pronto el significado de las rayas de luz que cruzaban apresuradamente la superficie del agua. Al extremo de cada línea brillante había siempre una cabeza oscura, plana, y entonces observó que muchas de aquellas rayas empezaban en el extremo del estanque y se dirigían en línea recta hacia una barrera larga y baja que cerraba el camino del agua a cosa de cien metros hacia el Este.

Thor desconocía aquella barrera, pero con su gran conocimiento de las costumbres de los castores sabía que éstos —a los que se comía solamente de vez en cuando— ensanchaban sus dominios construyendo un nuevo dique. Mientras ambos osos observaban, dos gordos castores empujaban un tronco de un metro veinte de largo hacia el estanque, y cuando el madero cayó al agua produjo gran ruido. Entonces uno de ellos empezó a dirigirlo hacia el lugar en que se llevaba a cabo la construcción, en tanto que su compañero se alejaba para dedicarse a otro trabajo. Un poco más tarde se oyó un crujido en el bosque contiguo al estanque, lo que demostraba que otro castor acababa de derribar un nuevo árbol. Entonces, Thor se encaminó hacia el dique.

Casi al mismo tiempo se oyó un fuerte chasquido en mitad del estanque, seguido de un tremendo ruido de algo que chocaba contra el agua. Un castor viejo había descubierto a Thor y, con el lado plano de su ancha cola, dio un golpe sobre la superficie del agua, que resonó con la violencia de un disparo de rifle, a fin de avisar a sus compañeros. En el acto hubo chapoteos y sumersiones por todas partes, y un momento después agitaban el agua del estanque una veintena de castores, que, interrumpiendo su faena, buscaban la salvación bajo la superficie, en sus madrigueras tapizadas de musgo y lodo. En cuanto a Muskwa, estaba tan absorto ante aquel espectáculo, que casi se olvidó de seguir a Thor.

Alcanzó al oso gris en el dique. Por algunos momentos, Thor inspeccionó la nueva obra y luego la probó con su peso. Era sólida y sobre aquel puente, que en realidad parecía construido para ellos, cruzaron hacia la orilla más alta del otro lado. Pocos centenares de metros más lejos, Thor encontró la pista de un reno que, durante poco más de media hora, los llevó alrededor del extremo del lago, hacia la corriente de desagüe que se dirigía al Norte.

A cada momento Muskwa esperaba que Thor se detendría. La siesta de la tarde no le había librado de la cojera de sus patas ni del dolor que sentía en sus tiernas plantas. Estaba cansado de andar, y, de haber dependido de su voluntad, no habría recorrido un solo kilómetro en un mes entero. Dar un paseo de vez en cuando no habríale sido difícil; pero seguir a Thor era demasiado para él, pues veíase obligado a trotar, del mismo modo que un chiquillo se agarra desesperadamente y corre al lado de un hombre que anda con paso ligero, y el pobre Muskwa no tenía siquiera el recurso de agarrarse. Ardíanle las plantas de los pies y su tierno hocico estaba erosionado por el roce constante con las plantas espinosas; además, tenía el lomo derrengado. Sin embargo, continuaba la marcha desesperadamente hasta que llegó al cauce del arroyuelo, en donde la arena y la grava le permitieron andar con más facilidad.

Las estrellas habían salido ya, por millones, claras y brillantes. Evidentemente, Thor estaba decidido a pasar la noche de la misma manera, sin consideración alguna para el pobre Muskwa; pero éste tuvo la suerte de que la lluvia, el rayo y el trueno interviniesen, otorgándole el descanso que tanto necesitaba.

Por espacio de una hora las estrellas continuaron brillando intensamente y Thor siguió andando, andando sin cesar, en tanto que el desgraciado Muskwa cojeaba de las cuatro patas. Luego, hacia el Oeste, se oyó un ruido profundo que fue aproximándose y creciendo en intensidad, procedente del cálido Pacífico. Thor se intranquilizó y olfateó atentamente el aire que llegaba hasta él, mientras en lontananza lívidas rayas de luz cruzaban el oscuro cielo. Las estrellas empezaron a desaparecer; llegó el huracán y luego la lluvia.

Thor encontró una enorme roca que le ofrecía un techo bajo el cual podía resguardarse de la tempestad, y allí, en aquella cavidad, se metió con Muskwa, antes de que llegase el chaparrón, el cual, durante varios minutos, más pareció un alud de agua que lluvia propiamente dicha; como si una parte del océano Pacífico hubiese sido arrebatada por las nubes y luego cayera sobre la tierra. En menos de una hora el arroyo se convirtió en impetuoso torrente.

El rayo y el estampido de los truenos aterraron a Muskwa. A veces veía a su compañero iluminado por brillantes ráfagas de luz, y luego se quedaba todo oscuro, negro como la pez; el retumbar de los truenos daba la impresión de que las cimas de las montañas se venían abajo, cayendo hacia los valles; la tierra temblaba y Muskwa se acercaba cada vez más a Thor, hasta que por fin se halló entre sus dos patas delanteras, medio cubierto por el largo pelaje del pecho del enorme oso gris. En cuanto a éste, no sentíase muy impresionado por aquellas convulsiones de la Naturaleza, y lo que más le preocupaba era mantenerse seco, pues hasta cuando tomaba un baño necesitaba luego el calor del sol y una roca alumbrada por él donde tenderse.

Después de aquel enorme chaparrón, continuó la lluvia durante largas horas, pero con menos intensidad, con gran satisfacción de Muskwa, quien se apretó aún más contra el pecho de Thor y se quedó dormido. El oso gris permaneció despierto, cerrando de vez en cuando los ojos, pero sin acabar de dormirse, por impedirlo la intranquilidad que le dominaba.

Después de medianoche cesó de llover, pero la oscuridad era profunda, el arroyo se había desbordado, y Thor permanecía aún debajo de la roca. Muskwa durmió muy bien.

Ya era de día claro cuando Thor, al desperezarse, despertó a Muskwa, el cual siguió a su compañero, sintiéndose mucho mejor que la noche anterior, aunque los pies seguían doliéndole y tenía el cuerpo como envarado.

El oso reanudó su camino a lo largo del arroyo, hallando lugares en donde crecía exuberante la hierba, y, sobre todo, los lirios de largo tallo que tanto le gustaban. Pero para una enorme bestia de quinientos kilogramos de peso, aquellos lirios no eran sino golosinas, y para hartarse de ellas hubiese tenido que emplear más tiempo del que entonces disponía. Thor era un ardiente enamorado, aunque solamente le preocupaba el amor de unos pocos días del año; durante esos días alteraba de tal manera sus costumbres que ya no vivía como antes con el solo objeto de comer y engordar, es decir, que dejaba de vivir para comer y solamente comía para vivir; en cuanto al pobre Muskwa, estaba ya casi muerto de hambre.

En las primeras horas de la tarde, Thor llegó a un estanque, que no quiso pasar de largo, pues apenas tenía cuatro metros de ancho y estaba materialmente lleno de truchas. Los peces no habían podido alcanzar el lago superior y se retrasaron cuando empezaron a bajar a las aguas más profundas del Babine y del Skeena. Habíanse refugiado en aquel estanque que llevaba camino de convertirse en una trampa mortal, de la que les sería imposible salir.

En uno de los extremos, el agua tenía sesenta centímetros de profundidad y en el opuesto solamente quince. Después de examinar este hecho por espacio de unos minutos, el oso gris se dirigió deliberadamente a la parte más profunda y desde la orilla Muskwa vio rebullir peces en el agua. Thor avanzaba despacio, y luego, cuando estuvo en la parte menos honda, los peces, locos de terror, huían tratando de refugiarse donde había más agua.

Entonces empezó Thor a maniobrar con su pata derecha, lanzando agua a la orilla. El primer remojón sorprendió a Muskwa, pero con él llegó una trucha que pesaba por lo menos un kilo y que el osezno se apresuró a arrastrar tierra adentro para comérsela. Mientras tanto el agua del estanque estaba tan agitada por los golpes que en ella daba la pata de Thor, que las truchas se desorientaron por completo y tan pronto como llegaban a un extremo de su cárcel acuática, salían disparadas hacia el otro. Este juego continuó hasta que el oso hubo echado a tierra una docena de ellas.

Tan absortos estaban Muskwa y Thor en la pesca, que ninguno de ellos se dio cuenta de la presencia de un intruso, pero al levantar las cabezas, por casualidad, lo divisaron los dos a un tiempo. Por espacio de unos treinta segundos estuvieron mirándose los tres personajes, llenos de asombro. Thor estaba con las patas sumergidas en el estanque y Muskwa sujetando la pesca, y tanto era el asombro que los dos amigos experimentaban, que no sentíanse capaces de hacer el menor movimiento. El intruso era otro oso gris, y con la misma tranquilidad que si fuera él quien hubiera pescado las truchas, empezó a comer. Peor insulto y desafío más terrible no existía en tierra de oso, y hasta el mismo Muskwa lo comprendió así. Miró a Thor expectante, y, seguro de que allí habría un nuevo y terrible combate, se lamió el hocico.

Thor salió despacio del estanque, y una vez en tierra, se detuvo. Los dos osos grises se miraron uno a otro, pero no por eso el intruso dejó en el suelo el pescado que tenía entre los dientes. Ninguno de los dos gruñó, y Muskwa, muy extrañado, no descubrió el menor síntoma de hostilidad, lo cual hizo crecer su asombro de un modo extraordinario, más aún cuando Thor empezó a comer un pescado a menos de un metro de distancia del otro oso gris.

Tal vez el hombre es la más perfecta de las creaciones de Dios, pero cuando se trata de respetar los muchos años, no es mejor, ni siquiera tan bueno, como un oso gris. Porque Thor no sentía el menor deseo de arrebatar su comida a un oso viejo ni de pelear con él, lo cual es más de lo que podría decirse de los hombres. El intruso era un anciano, y además estaba enfermo. Tenía casi la altura de Thor, pero era tan viejo que la anchura de sus hombros alcanzaría escasamente a la mitad que la de aquél. En cuanto a su cabeza y a su cuello, eran grotescamente delgados. Los indios llaman a estos animales Kuyas Wapusk, es decir, «oso tan viejo, que está a punto de morir». Cuando lo encuentran, lo dejan alejarse sin hacerle daño alguno; los demás osos lo toleran y le permiten comer de su comida si el caso se presenta; solamente lo mata el hombre blanco.

El viejo oso estaba hambriento. Sus garras habían desaparecido; el pelaje era escaso y débil y en algunos sitios no existía. No tenía para masticar más que las rojas encías endurecidas, y, si podía vivir hasta el otoño, era indudable que se aletargaría por última vez, pero probablemente la muerte sobrevendría antes. En tal caso, Kuyas Wapusk se daría cuenta de su inmediato fin y se apresuraría a arrastrarse hacia alguna caverna o fisura entre las rocas para exhalar el último suspiro, pues en todas las Montañas Rocosas, según les constaba a Langdon y a Bruce, no existía el hombre que hubiese encontrado el cuerpo o el esqueleto de un oso fenecido de muerte natural.

En cuanto al enorme Thor, herido y perseguido por el hombre, parecía comprender que aquélla era la última comida de Kuyas Wapusk, demasiado viejo para pescar o para cazar y sin fuerzas, incluso, para excavar la tierra en busca de raíces. Así, pues, le dejó comer hasta que desapareció la última trucha y luego prosiguió su camino seguido por el fiel Muskwa.