Ni Thor ni Muskwa, después del combate, se acercaron a la carne del reno. Thor no estaba en condiciones de comer, y en cuanto al segundo, sentíase tan excitado y tembloroso, que no habría podido pasar bocado. Continuó arrancando tiras de la piel del vencido, gruñendo infantilmente. Parecía querer terminar lo que había comenzado el otro.
Durante muchos minutos el oso gris estuvo con la cabeza caída y la sangre formaba charcos debajo de él. Tenía la mirada vuelta hacia el valle. Casi no soplaba el viento, de modo que habría sido muy difícil precisar su dirección. En las fisuras de las rocas o en los altos picachos de la montaña se habrían notado algunas ráfagas, pues allí soplaba con más fuerza. De vez en cuando, sin embargo, la brisa avanzaba suavemente hacia el valle, pero con tan poca fuerza, que apenas movía las hojas de los árboles, y uno de esos tenues soplos llegó hasta Thor cuando tenía la cabeza vuelta hacia el Este. Y con el aire, débil y terrible, llegó el olor del hombre.
Al notarlo, Thor se levantó con un rugido, despertando del letargo en que momentáneamente se sumiera. Se endurecieron sus relajados músculos, levantó la cabeza y olfateó el viento.
Muskwa cesó en su fútil pelea con la piel del muerto y husmeó también el aire, saturado del olor humano, porque Langdon y Bruce corrían y estaban sudorosos, y el sudor del hombre es muy trascendente y llega lejos. Thor sintió nueva cólera, pues por segunda vez este olor llegaba a él cuando estaba herido y ensangrentado. Había asociado el olor del hombre al dolor y ahora se confirmaba tal asociación de sensaciones. Volvió la cabeza, rugió al mutilado cuerpo de su enemigo, y luego amenazadoramente al viento. No tenía ganas de huir, y si en aquellos momentos Langdon y Bruce hubiesen hecho su aparición, Thor habríase arrojado contra ellos con aquella extrema ferocidad que las balas apenas pueden contener y que ha dado a estos osos su terrible fama.
Pero pasó la ráfaga de aire y siguió una tranquila calma. En el valle se oyó el rumor del agua corriente; junto a las rocas las marmotas silbaban de un modo suave; sobre la verde llanura agitaban sus alas las perdices que, de vez en cuando, se elevaban en bandadas. Todo esto calmó a Thor, de la misma manera que la suave mano femenina apacigua al hombre irritado. Por espacio de cinco minutos siguió gruñendo y olfateando, en su vano empeño de descubrir de nuevo el alarmante olor; por fin, sus gruñidos se debilitaron, y levantándose, se encaminó lentamente al lugar de donde viniera con Muskwa. Éste lo siguió.
El desfiladero en que se aventuraron los ocultaba del valle mientras subían. El suelo estaba cubierto de rocas y resquebrajaduras. En cuanto a las heridas recibidas por Thor, al revés de las causadas por las balas, habían cesado de sangrar a los pocos minutos y, por consiguiente, no dejaban rastro. Aquel desfiladero los llevó a un amasijo caótico de peñascos que había a la mitad de la montaña, en donde estaban todavía más ocultos que abajo.
Detuviéronse y bebieron en un charco formado por el agua de la nieve derretida que bajaba de los altos picos, y continuaron la marcha. Thor no se detuvo cuando alcanzaron la meseta en que durmieran la noche anterior, pero ahora Muskwa no estaba cansado como le ocurriera la otra vez que estuvo allí. Dos días habían cambiado extraordinariamente al osezno; ya no era tan redondo y grueso, sino más esbelto, fuerte y endurecido, pues bajo la tutela de Thor había salido de la primera infancia para entrar en la juventud.
Era evidente que Thor había pasado por aquel lugar en otra ocasión, pues sabía perfectamente adonde iba. Continuó subiendo y, finalmente, pareció que tendrían que detenerse ante una enorme roca cortada a pico. Pero el camino de Thor conducía directamente a una gran fisura, muy poco más ancha que su cuerpo, y se metió por ella, saliendo al borde de una pendiente rocosa que se extendía a gran distancia, pues comenzaba en un bosque que estaba mucho más abajo, para terminar casi en la cumbre de la montaña.
Para Muskwa, avanzar por aquel camino lleno de peñascos y de agujeros era casi imposible, y mientras Thor empezaba a encaramarse por las primeras piedras, el osezno se detuvo y gimió. Era aquélla la primera vez que perdía el valor, y al ver que Thor no le hacía ningún caso, se apoderó el terror de él y gritó tan fuertemente como le fue posible, mientras buscaba el modo de pasar por aquel difícil lugar tan sembrado de rocas que no le permitían sentar las plantas.
Sin hacer el menor caso, al parecer, de la llamada de Muskwa, Thor continuó el camino hasta que estuvo a treinta metros de distancia. Entonces se detuvo, volvió deliberadamente la cabeza hacia su amiguito y esperó.
Esto reanimó a Muskwa y redobló sus esfuerzos, empleando las patas y los dientes en ganar terreno. Por lo menos tardó diez minutos en alcanzar a Thor, y cuando lo hubo logrado ya no podía más. Pero entonces se desvaneció su miedo, porque el oso gris estaba en una especie de sendero estrecho, aunque bastante liso y fácil de recorrer.
Aquella vereda tendría medio metro de anchura, y en tales lugares era incomprensible su existencia. Parecía como si numerosísimos obreros hubieran ido allí y, rompiendo centenares de rocas que sobresalían del nivel del suelo, hubiesen rellenado los huecos y las quiebras con los cascotes, dejándolo tan fino y liso en algunos sitios, que más parecía hecho de cemento. Pero no era aquélla obra de los hombres, sino que el pisar de incontables pezuñas de muchas generaciones de cabras había alisado el camino.
Thor lo conocía y lo usaba para ir de uno a otro valle, y no era el único en transitar por él, porque otros animales hacían lo mismo y hasta con mayor frecuencia. Mientras esperaba a Muskwa oyeron los dos un ruido extraño, y apareció un puerco espín rodeando una roca que obligaba al camino a describir una curva.
En el Norte hay una ley, no menos observada aunque no esté escrita, de que ningún hombre debe matar un puerco espín. Es el amigo del «hombre perdido». El cazador errante o el buscador de oro rara es la vez que, careciendo de víveres, no se tropieza a uno de estos animales inofensivos que un niño puede matarlos. Es el humorista de las soledades, el más feliz, el más bondadoso y hasta el más cariñoso de los habitantes de la selva. Habla, charlotea y murmura constantemente, y cuando anda semeja un acerico cargado de alfileres; parece ignorar cuanto lo rodea, como si estuviera siempre dormido.
Cuando el puerco espín avanzaba hacia Muskwa y Thor, murmuraba muy satisfecho, y el murmullo que producía parecíase a la charla de un niño. Era muy gordo, y, cuando andaba, las púas de sus costados y de su cola producían un ligero ruido al chocar contra las piedras. Sus ojos estaban fijos en el camino, y parecía profundamente absorto, aunque, en realidad, no tuviese en qué ocuparse; cuando estuvo a un metro y medio de Thor, vio al oso gris, y en el acto, en un abrir y cerrar de ojos, se hizo una bola erizando sus púas mientras vociferaba con todas sus fuerzas. Luego calló, pero sus rojos ojuelos vigilaban atentamente al enorme oso.
Thor no sintió ningún deseo de matarle, pero el sendero era estrecho y no quería detenerse. Dio dos pasos y el animalejo le volvió la espalda, amenazándole con sus púas, dispuesto a clavarle algunas de un rápido y vigoroso coletazo. Y como Thor se había puesto en contacto más de una vez con las púas del puerco espín, vaciló. Muskwa miraba curioso al animal, al que aún no conocía, porque si bien se había clavado una púa de puerco espín en una pata, fue casualmente y sin que el osezno supiera a qué había obedecido el pinchazo. Pero como el puerco espín parecía intrigar a Thor, el osezno dio media vuelta para ponerse fuera del alcance de las púas. Thor dio otro paso y el puerco espín avanzó, andando hacia atrás, y dio un coletazo con tanta fuerza que sus púas se habrían podido clavar en el tronco de un árbol a más de dos centímetros de profundidad; pero, como le falló el golpe, se hizo nuevamente una bola y Thor dio un rodeo para evitarlo. Entonces esperó pacientemente a que llegara Muskwa.
Extraordinariamente satisfecho de su triunfo, el puerco espín se dispuso a continuar su camino y su gracioso parloteo. Muskwa, que lo vio llegar hacia él, se apresuró a dejarle el paso libre, pero al hacerlo resbaló por la pendiente inmediata al sendero, y cuando pudo encaramarse de nuevo, el puerco espín se había alejado.
No terminó aquí la aventura, porque apenas se hallaba el puerco espín a diez metros de distancia, apareció, dando la vuelta al peñasco, un tejón que seguía el rastro del puerco espín, su comida favorita; aquel indigno bandido de las montañas tenía triple tamaño que Muskwa, y en todo su cuerpo no había más que músculos endurecidos, dispuestos a la lucha. Estaba bien armado de garras y de agudos dientes; sobre la frente y la nariz tenía una mancha blanca; sus patas eran cortas y gruesas, el rabo peludo y las garras delanteras eran casi tan largas como las de un oso. Thor lo recibió con un rugido de amenaza, y el tejón se apresuró a retroceder por miedo a perder la vida.
Mientras tanto, el puerco espín continuaba su camino en busca de comida, hablando y cantando sin acordarse para nada de lo ocurrido unos minutos antes, e ignorando también que Thor lo había salvado de una muerte tan cierta como la que hubiese hallado al despeñarse por un profundo precipicio.
Thor y Muskwa continuaron el camino, que los llevó a la cima de la montaña. Entonces se hallaban a más de mil metros de altura sobre el arroyo que habían recorrido, y tan estrecha era la meseta, que desde ella podían contemplar fácilmente las dos vertientes a un tiempo.
A Muskwa, todo lo que se ofrecía a sus miradas en lo profundo del valle le parecía una masa confusa de un color verde dorado; el bosque que había a lo largo de la corriente no era más que una línea negra, los bosquecillos de bálsamos y cedros semejaban matorrales y setos de espinos.
A aquella altura soplaba el viento con bastante fuerza, y Muskwa sintió dos o tres veces el desagradable frío de la nieve bajo sus patas. Un águila pasó volando a muy poca distancia, asustándolo, no solamente por su enorme tamaño, sino también por la fiereza de su expresión.
Thor se volvió hacia el águila y dio un rugido; y de haber estado Muskwa solo en aquel paraje, con toda seguridad habría sido arrebatado por la enorme ave. El águila dio una nueva vuelta, pero ya a buena distancia de los dos osos, en persecución de otra pieza, cuyo olor llegó a éstos. Un centenar de metros más abajo había un pequeño rebaño de cabras, al abrigo de una roca, tomando el sol. Casi todo el rebaño estaba compuesto de hembras y cabritillos. A poca distancia estaban tendidos tres enormes machos.
Con sus alas desplegadas, que medían dos metros, el águila continuó dando vueltas. Cruzaba el aire en silencio y las cabras no sospechaban ni remotamente su presencia. Casi todos los cabritos estaban junto a sus madres, pero dos o tres de ellos se habían alejado un poco para jugar y saltar.
Los fieros ojos del ave estaban fijos en aquellos pequeñuelos. De pronto se alejó a la distancia de un tiro de fusil, dio media vuelta y regresó a favor del viento. Cuando volvía, sus alas, aparentemente inmóviles, le permitían, no obstante, adquirir cada vez mayor velocidad y, como una piedra disparada por una honda, se arrojó sobre los cabritos. De su paso no dejó más huella que un gemido de agonía y la desaparición de uno de los pequeñuelos.
Tal suceso causó gran emoción entre las madres, que empezaron a correr, alocadas, de un sitio a otro, mientras los machos se ponían en pie y observaban los alrededores para evitar una nueva sorpresa.
Uno de los machos descubrió a Thor, y el grito que dio para avisar al rebaño podría haberse oído a un kilómetro de distancia. Inmediatamente echó a correr, seguido por todos sus compañeros, y durante la fuga sólo se oía el ruido de un alud de pezuñas que chocaban contra el rocoso suelo, haciendo rodar montaña abajo algunas piedras que caían con gran estrépito, arrastrando en su descenso cuantas encontraban en el camino. Todo ello era muy interesante para Muskwa, el cual con gusto habría continuado allí en espera de nuevos sucesos, si Thor le hubiese dejado.
A la sazón, el sendero que seguían empezó a descender hacia el valle, en cuyo extremo superior Thor había tenido que huir perseguido por los disparos de Langdon. Entonces se hallaban a nueve o diez kilómetros del bosque en que los cazadores establecieron su campamento permanente.
Una hora más tarde, los dos osos se hallaban de nuevo en las verdeantes laderas. Después del espectáculo de las pendientes rocosas, del terrible brillo de los ojos del águila y de soportar el frío viento que soplaba en lo alto, el cálido y hermoso valle al que se dirigían le parecía a Muskwa un paraíso.
Evidentemente Thor tenía un propósito determinado, y no andaba a la ventura. Tomó el rumbo Norte tan exactamente que una brújula no lo habría señalado mejor, en dirección al curso inferior del Skeena. Marchaba muy aprisa y Muskwa lo seguía resoplando, deseando pararse para descansar; no comprendía que su compañero tuviese tanta prisa por abandonar aquellos hermosos lugares.