Capítulo VIII

El escalón en que se hallaban Thor y Muskwa recibió primero los rayos del sol naciente; a medida que el astro se elevaba en el horizonte, el lugar se caldeaba cada vez más, y Thor, al despertar, se limitó a desperezarse, pero sin hacer esfuerzo alguno por levantarse. Después de sus heridas, del sapoos oowin y del festín que se diera en el valle, se encontraba extraordinariamente bien y no sentía prisa alguna por abandonar aquel lugar tan caldeado por el astro del día. Durante unos minutos miró fijamente a Muskwa, el cual, durante la noche, y para protegerse del frío, habíase deslizado entre las patas delanteras de Thor y permanecía allí todavía, durmiendo y gimiendo como un niño.

Después Thor hizo algo de lo que no sentíase culpable en toda su vida anterior. Oliscó cariñosamente la bola suave que tenía entre las patas, y su grande y roja lengua lamió la cara del osezno. Muskwa, soñando, quizá, en su madre, se acercó más a Thor. Y así como algunos pequeñuelos lograron conquistar el corazón de salvajes que estaban a punto de sacrificarlos, del mismo modo Muskwa se granjeó el afecto de Thor.

El enorme oso gris estaba sumamente extrañado. No solamente luchaba contra su inveterada antipatía hacia los cachorros en general, sino también con los principios de su vida, firmemente establecidos en diez años de soledad. Y, sin embargo, entonces comprendía que había algo muy agradable y cordial en la compañía de Muskwa. Con la aparición del hombre entró en su ser una nueva emoción: tal vez, solamente la chispa de una emoción. Hasta que se tienen enemigos y se desafían peligros, no es posible apreciar plenamente el valor de la amistad. Y tal vez Thor, que conocía verdaderos enemigos y sorteaba peligros reales por primera vez en su vida, estaba aprendiendo el significado de la amistad. También se acercaba su época de apareamiento, y Thor notaba en Muskwa el olor de su madre. Y así, mientras el osezno continuaba durmiendo y soñando bañado por el sol, aumentaba la satisfacción de Thor.

Miró hacia abajo, hacia el valle, en cuyo verdor lucían como brillantes los millones de gotas de agua que cayeron durante la noche, y nada vio capaz de suscitar su descontento. Olfateó el aire saturado de la grata fragancia de la hierba, de las flores, de los bálsamos y del agua fresca caída de las nubes; empezó a lamer su herida y este movimiento despertó a Muskwa, el cual levantó la cabeza, parpadeó un momento a la luz del sol, se frotó la cara con una pata delantera y luego se puso en pie. Como todos los seres jóvenes, estaba ya dispuesto para el nuevo día, a pesar de las fatigas y penalidades del anterior.

Mientras Thor estaba echado mirando hacia el valle, Muskwa empezó a hacer investigaciones en las fisuras de las rocas y anduvo por los alrededores en espera de lo que haría su protector.

Éste volvió los ojos hacia el osezno. Claramente advertíase en él una extremada curiosidad mientras observaba las actitudes del pequeñuelo. Luego se levantó a su vez y se sacudió vigorosamente.

Por espacio de cinco minutos estuvo mirando el valle, olfateando el viento, tan inmóvil como una roca. En cuanto a Muskwa, enderezó sus orejitas, acudió a su lado y sus inquietos ojos contemplaron alternativamente a Thor y al espacio abierto, como si se preguntara qué miraba su compañero o qué iba a suceder.

El enorme oso gris contestó a la muda pregunta. Dio media vuelta y emprendió el descenso hacia el valle. Muskwa no vaciló un momento y siguió inmediatamente a su enorme compañero, como el día anterior. Al osezno le parecía ser de doble tamaño y tener duplicadas las fuerzas y ya no sentíase inquieto por la carencia de la leche materna. Thor lo calificó prontamente de carnívoro. A la sazón se daba perfecta cuenta de que volvían a donde dejaran los restos de la caza del día anterior.

Habían recorrido ya la mitad del camino de descenso en la vertiente, cuando el viento trajo a Thor noticia de algo interesante. Rodó un rugido profundo en el interior de su pecho y se detuvo un instante mientras el pelaje de su espinazo se erizaba. En la dirección de su escondrijo había descubierto un olor especial, y no estaba de humor para tolerar en manera alguna la presencia de otro oso en aquel sitio. Aquello no lo habría excitado en condiciones ordinarias, ni tampoco de haber sido el intruso una osa. Pero el olor era de un macho y procedía directamente del lugar en que el día anterior ocultara los restos del reno.

Thor no se detuvo a analizar el hecho, sino que, gruñendo, empezó a bajar tan aprisa que a Muskwa le fue dificilísimo seguirlo. Detúvose al borde de la meseta que dominaba el lago y los bálsamos. Muskwa, mientras tanto, jadeaba con las fauces abiertas; luego sus orejas se dirigieron hacia adelante, se quedó con la vista fija y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.

Setenta metros más allá, bajo ellos, alguien saqueaba su escondrijo y el ladrón era un espléndido oso negro. Pesaría, tal vez, ciento cincuenta kilos menos que Thor, pero parecía casi tan alto como él y a la luz del sol su piel brillaba suavemente como si fuese de terciopelo negro. Era aquél el mayor y más atrevido oso que desde mucho tiempo atrás entrara en los dominios de Thor. Había sacado del escondite los restos del reno y estaba comiendo mientras Thor y Muskwa lo contemplaban.

Muskwa miró a Thor como si quisiera preguntarle qué haría, y al mismo tiempo escandalizado al ver que el intruso se estaba comiendo lo que él ya juzgaba propio.

Despacio, pero muy decidido, Thor reanudó la marcha hacia el intruso. A la sazón parecía no tener prisa alguna.

Cuando llegó al extremo del prado, a unos treinta metros de donde se hallaba el oso negro, se detuvo nuevamente. En su actitud no se advertía la menor cólera, pero los pelos del espinazo estaban más erizados que nunca, como Muskwa no los había visto aún.

El oso negro levantó la cabeza, y por espacio de medio minuto cruzó su mirada con la de Thor. Éste balanceaba la cabeza con movimiento de péndulo, pero el otro estaba tan inmóvil como una roca.

Muskwa se hallaba a cosa de dos metros, detrás de su amigo. Dábase cuenta de que iba a ocurrir algo, y muy pronto; y, por su parte, estaba dispuesto a huir con el rabo entre piernas en compañía de Thor, como a avanzar y pelear con él. Su mirada sentíase atraída por el pendular movimiento de la cabeza de su amigo; todos los animales que habitaban en aquella región conocían su significado, y hasta los hombres habían ya aprendido a comprenderlo, pues los cazadores de osos lo primero que recomiendan a los neófitos es que se fijen en tal balanceo.

También lo conoció el oso negro y lo más prudente para él habría sido abandonar la comida, volver la espalda y alejarse. Thor le dio tiempo sobrado para ello. Pero el negro era nuevo en la comarca, sentíase con fuerzas y no estaba escarmentado. También en otros lugares se había constituido en amo y señor y todas estas razones lo decidieron a resistir de tal manera, que el primer gruñido amenazador partió de él y no de Thor.

Éste avanzó entonces hacia su enemigo, despacio, aunque sin mostrar vacilación. Muskwa, por su parte, se acercó también, pero a la mitad del camino se detuvo y se tendió en el suelo, sobre el vientre. Thor se paró a tres metros de los restos del reno. Ahora, su enorme cabeza se balanceaba más aprisa hacia adelante y hacia atrás, mientras de sus mandíbulas entreabiertas surgía un rugido apagado. También gruñó el oso negro, y Muskwa dio un gemido.

Nuevamente avanzó Thor, paso a paso, con el hocico casi a ras de tierra. A un metro de su adversario se detuvo y por espacio de unos treinta segundos ambos parecieron dos hombres encolerizados que trataran de atemorizarse mutuamente por la firmeza de sus miradas.

El pobre Muskwa temblaba como si tuviera fiebre y gemía continuamente. Lo que sucedió luego fue tan rápido, que se quedó paralizado por el terror y se agachó cuanto pudo, deseando instintivamente que se lo tragara la tierra.

Profiriendo el rugido peculiar de los osos grises, que no se parece al de ningún otro animal de la tierra, Thor se arrojó sobre el negro. Éste retrocedió un poco, lo necesario para tener espacio libre a su espalda cuando los dos se pusieron en contacto, pecho contra pecho. Se echó al suelo, rodando sobre su lomo, pero Thor era demasiado ducho y experimentado para dejarse engañar por aquella estratagema, cuyo resultado habría sido que su enemigo, de un zarpazo con la pata trasera, trataría de abrirle el vientre. Esperó la oportunidad y clavó sus fuertes dientes, hasta llegar al hueso, en el hombro de su enemigo, dándole al mismo tiempo un terrible zarpazo con su garra izquierda.

Thor era excavador, y sus uñas estaban desgastadas; al negro no le ocurría lo mismo: como solía encaramarse a los árboles, las suyas parecían cuchillos. Y como cuchillos se clavaron en el hombro herido de Thor, haciendo surgir nuevamente la sangre.

Con un rugido que pareció hacer temblar la tierra, el enorme oso gris retrocedió y se irguió sobre sus dos patas traseras, en toda su estatura. Con ello avisó a su enemigo de que si bien lo habría dejado marchar después del primer encuentro, ahora que acababa de abrirle de nuevo la herida, la lucha iba a ser a muerte.

Hasta pocos momentos antes, Thor había peleado por su derecho y por la justicia, pero sin gran animosidad ni con deseo de matar. Mas ahora su aspecto era terrible. Su boca estaba abierta con las mandíbulas a veinte centímetros una de otra, y los labios recogidos dejaban al descubierto sus dientes y sus encías. Los músculos de su hocico estaban distendidos hasta parecer cuerdas tirantes bajo la piel, y entre sus ojos se marcaba un profundo pliegue. Los ojos brillaban como rojos granates y sus pupilas negro-verdosas estaban casi veladas por el fuego feroz que las animaba. Un hombre que viera a Thor en aquellos instantes habría comprendido en seguida que uno de los dos osos perecería en la lucha.

Thor no solía luchar nunca de pie. Por espacio de seis o siete segundos permaneció erguido, pero cuando el negro avanzaba hacia él se dejó caer sobre sus cuatro patas.

Hubo un nuevo encuentro y después, durante varios minutos, Muskwa se aplanó aún más, si cabe, sobre el suelo, mientras con ojos brillantes observaba la lucha. Era un combate como solamente pueden librarse en las selvas y en las montañas; los rugidos de las fieras retumbaban en el valle y en las alturas.

Como si fueran seres humanos, las dos gigantescas bestias utilizaban sus poderosas garras delanteras, mientras con dientes y patas traseras mordían y desgarraban. Durante dos minutos permanecieron estrechamente abrazados, rodando por el suelo, ahora uno y luego el otro debajo. El negro golpeaba ferozmente con sus patas delanteras, y Thor, por el contrario, usaba más sus dientes y su terrible pata derecha trasera. Con las dos anteriores no hacía el menor esfuerzo para rendir al oso negro, sino que las utilizaba para sujetarlo y alejarlo. Trataba de quedar debajo, como cuando se arrojó sobre el reno, al que abrió el vientre así que estuvo en dicha posición.

Repetidas veces Thor clavó sus colmillos en la carne de su contrario; pero, a mordiscos, el negro le llevaba ventaja por la rapidez, y el hombro derecho de Thor estaba casi destrozado cuando las mandíbulas de ambos se encontraron en el aire. Muskwa oyó el ruido que producían los dientes al chocar, el rechinar de éstos al resbalar unos sobre otros y, finalmente, el producido por la fractura de algún hueso.

De pronto, el negro dobló la cabeza a un lado, como si tuviera el cuello roto, y Thor hizo presa inmediatamente en su garganta. Luchaba aún el negro defendiéndose, y sus ensangrentadas mandíbulas se abrían y cerraban en vano, mientras su adversario le mordía certeramente en la yugular.

Muskwa se levantó. Temblaba aún, pero a impulsos de una emoción completamente nueva. Aquello no era un juego como el que algunas veces había tenido con su madre. Por vez primera presenció un combate verdadero, y la impresión hizo circular más aprisa su sangre por las venas. Dio un rugido infantil y acudió también a la lucha. Sus dientes se clavaron inútilmente en el pelaje del oso negro; tiró luego con todas sus fuerzas, apoyándose en sus patas delanteras, presa de ciega e inexplicable rabia.

El oso negro encorvó el espinazo y una de sus garras posteriores rasgó la piel de Thor desde el pecho hasta el vientre. Tal golpe habría destripado a un reno o a un venado, pero en Thor no hizo más que ocasionar un desgarrón de un metro de longitud.

Antes de que pudiera repetir la suerte, el oso gris se ladeó y el segundo golpe alcanzó a Muskwa, el cual lo recibió de la parte plana de la garra del oso negro, con el resultado de salir disparado a una distancia de seis metros, como piedra lanzada por una honda. No fue herido, pero sí quedó atontado.

En aquel mismo instante, Thor soltó la presa que había hecho en la garganta de su enemigo y se separó cosa de medio metro hacia un lado. El oso negro estaba chorreando sangre, que le cubría los hombros, el pecho y el cuello; en su cuerpo había numerosos desgarrones. Hizo un esfuerzo para levantarse, pero Thor se arrojó nuevamente sobre él.

Entonces fue cuando Thor pudo inferir la herida más grave, pues sus vigorosas mandíbulas hicieron presa en la parte superior del hocico del otro. Se oyó crujir los huesos que se rompían, y terminó la pelea, pues el oso negro murió en el acto, aunque Thor no lo advirtiese y continuara hiriéndolo con las agudas uñas de sus garras posteriores, destrozándolo aun después de diez minutos de sobrevenirle la muerte.

Cuando por fin Thor dejó al enemigo, el teatro de la lucha ofrecía un terrible aspecto. La tierra estaba removida y ensangrentada; por doquier se veían trozos de piel negra y de carne, y en cuanto al oso negro, estaba abierto en canal por las garras del vencedor.

A tres kilómetros de distancia, con los nervios en tensión, pálidos, casi sin respirar por la emoción que los embargaba, Langdon y Bruce, echados junto a una roca, estaban contemplando la escena, gracias a los anteojos. Desde aquella distancia fueron espectadores del terrible combate, pero no divisaron al osezno. Y cuando Thor estaba jadeante y sangrando sobre su muerto enemigo, Langdon dejó de mirar con los gemelos, exclamando:

—¡Dios mío!

Bruce se puso en pie, diciendo:

—¡Ven! ¡El oso negro ha muerto! ¡Si nos damos prisa podremos apoderarnos del gris!

Mientras tanto, en el prado, Muskwa se acercaba corriendo a Thor, con un trozo de piel negra entre los dientes. El oso gris entonces bajó su ensangrentada cabeza y nuevamente lamió la cara de su amiguito, que había dado pruebas de su valor y de su adhesión, y quizá Thor tuvo ocasión de advertirlo.