En la tarde del día en que Thor dejó el revolcadero arcilloso, Langdon y Bruce cruzaron la cima de la montaña, en dirección al valle occidental, pero a las dos de la tarde Bruce retrocedió en busca de los caballos, dejando a Langdon en una meseta ocupado en observar la comarca que le rodeaba, por medio de los gemelos. Un par de horas más tarde el cazador regresó, y los dos hombres siguieron despacio a lo largo del arroyo por el cual pasara el oso gris, y cuando acamparon, ya de noche, estaban todavía a cuatro o cinco kilómetros del lugar en que Thor encontrará a Muskwa. Los dos hombres no habían descubierto todavía sus huellas en la arena del fondo del arroyo; sin embargo, Bruce sentíase esperanzado, pues sabía que Thor había seguido las crestas de las vertientes.
—Si escribes acerca de osos cuando abandones este país —dijo a Langdon—, no digas tantas tonterías como acostumbran estampar muchos autores respecto a los animales. Hace dos años acompañé a un naturalista por espacio de un mes, y se divirtió tanto, que prometió mandarme un montón de libros acerca de la vida de los osos y de otros animales salvajes. Y lo hizo. Los leí y, al principio, me reí mucho, pero luego me enfadé porque decían muchas tonterías, y los eché al fuego. Los osos son animales en extremo curiosos. Tienen cosas muy notables y se puede hablar de ellos sin necesidad de poner majaderías.
Langdon hizo un movimiento asintiendo, y luego dijo lentamente:
—Hay que haber cazado durante muchos años, antes de descubrir el verdadero placer que puede proporcionar la caza mayor. Y cuando se descubre tal encanto se ve que lo más atractivo, lo que absorbe cuerpo y alma, no es la matanza, sino observar a los animales en su ambiente y dejarles que vivan. Yo quisiera apoderarme de ese oso, y voy a hacer todo lo posible por lograrlo. No quiero salir de estas montañas sin haberlo matado. Pero, por otra parte, hoy podríamos haber disparado sobre otros osos, y ni siquiera les hemos apuntado con nuestros rifles. Estoy aprendiendo, Bruce. Empiezo a experimentar el verdadero placer de esta vida que llevamos. No debe de preocuparte lo que yo pueda escribir más adelante, porque te aseguro formalmente que sólo consignaré los hechos verdaderos.
Hizo una pausa y, mirando a Bruce, le preguntó:
—¿Cuáles eran las cosas «tontas» que leíste en aquellos libros?
Bruce despidió una bocanada de humo, reflexionando antes de contestar:
—Lo que me indignó más —dijo— fue lo que aquel escritor afirmó acerca de las «marcas» que dejan los osos. De acuerdo con ello, un oso se levanta sobre sus patas traseras y hace con las garras una señal en el tronco de determinado árbol, lo más alto que puede. Y, a partir de entonces, aquel país o comarca le pertenece, hasta que venga otro oso más alto y lo aventaje. Recuerdo que en un libro se contaba que un oso hizo rodar un tronco caído hasta situarlo junto al árbol que llevaba una «marca» de oso, consiguiendo así poner la suya a mayor altura. ¿Qué te parece esta estupidez? No hay ningún oso que haga una marca con sus garras en un árbol, que tenga o quiera tener significado alguno. He visto numerosos osos grises que se afilaban las garras en el tronco de un árbol, como puede hacerlo un gato en la pata de una silla, y en verano, cuando llega la época de la muda, se apoyan en el tronco de un árbol y se frotan contra él. Lo hacen para facilitar el cambio del pelaje y no porque con ello quieran dejar sus tarjetas de visita a otros osos. Los renos, los alces y los venados hacen exactamente lo mismo para librarse de la capa aterciopelada de sus cuernos. Los citados autores imaginan también que cada oso gris tiene su propia comarca, y eso tampoco es verdad. Yo he visto a ocho osos grises adultos vivir y cazar en la misma vertiente de una montaña. Ya te acordarás de que hace dos años matamos cuatro osos grises en un pequeño valle que no medía dos kilómetros de largo. Claro está que, de vez en cuando, se encuentra un oso gris que se ha hecho el amo de la región en que vive, como el que perseguimos ahora, pero ni aun así está solo en la montaña. Por lo menos, me apostaría cualquier cosa a que encontramos otros osos en estos montes. En cuanto al naturalista de quien te hablaba y a quien acompañé hace un par de años, no era capaz de distinguir las huellas de un oso gris de las de uno negro y ni siquiera habría sabido reconocer a un oso de color canela.
Quitose la pipa de la boca y escupió violentamente al fuego. Langdon comprendió que su compañero hablaría de otras cosas tan interesantes como las que acababa de referir. Las horas más agradables para Langdon eran las que pasaba junto a la hoguera con su compañero, que tan bien conocía la vida salvaje.
—¡Un oso de color canela!, —gruñó Bruce—. Creía en tales osos, y cuando le dije que no existían y que los osos de ese color no eran más que los grises o negros, cuyo matiz, por diversas causas, es a veces parecido a la canela, se echó a reír, sin tener en cuenta que casi he nacido entre ellos. Abría los ojos asombrado cuando le contaba cosas acerca de los colores de los osos, y se figuró que quería tomarle el pelo. Por eso me mandó luego sus libros, es decir, para que me instruyera. Deseaba demostrarme que él tenía razón.
—Te aseguro, Jimmy, que no hay en la tierra animal que pueda tener el pelaje de colores más variados que los osos. He visto osos negros tan blancos como la nieve, y osos grises más negros que un oso negro. He visto osos negros de color canela, y también osos grises del mismo color, así como también amarillos, dorados y pardos, de todos los tonos imaginables. Son tan distintos en colores como en sus naturalezas y en sus costumbres.
—Por lo que veo, la mayor parte de los naturalistas examinan un oso gris, por ejemplo, y con eso se creen ya autorizados para escribir acerca de los osos grises en general. Y lo que escriben no es en modo alguno favorable a los pobres animales. No hay un solo libro que no nos los pinte como fieras temibles y como devoradores de hombres. Pero el oso gris no devora ni ataca nunca a un hombre, a no ser que le irriten. Es tan curioso como un niño, y si no se le molesta es un animal pacífico. La mayor parte de ellos son vegetarianos, y pocos los que comen carne. He visto osos grises atacar cabras, ovejas y renos, y a otros, en cambio, vivir en una región abundante en caza y sin el menor deseo de atacar a los demás animales. Son muy curiosos, Jimmy, y se puede decir mucho de los osos sin tener que contar tonterías.
Bruce sacudió la pipa al terminar la última observación y, mientras la llenaba de tabaco nuevamente, Langdon dijo:
—Pues te aseguro, Bruce, que ese tuno que perseguimos es carnívoro.
—No se puede asegurar —contestó Bruce—. El tamaño nada quiere decir. Una vez pude observar un oso gris, que no era mucho mayor que un perro y, sin embargo, era carnívoro. Centenares de animales mueren durante el invierno a causa de la baja temperatura, y cuando llega la primavera los osos se comen las carroñas. A veces sucede que un oso nace ya con disposiciones de cazador, y otras llega a serlo por azar. Si una vez mata, reincide, esto es seguro. Un día estaba yo en la ladera de una montaña y vi que una cabra se dirigía en línea recta hacia un oso gris. Éste no parecía dispuesto a moverse siquiera, pero la cabra estaba tan asustada que chocó contra el oso y éste la mató. Se quedó sorprendido durante diez minutos y luego olió a su víctima por todos lados, pero transcurrió, quizá, media hora antes de que se decidiese a descuartizarla con las garras. Ello fue, sin duda alguna, su primera experiencia de carnívoro. No lo maté y estoy seguro de que a partir de aquel día ha sido un cazador de reses.
—Pues yo hubiera creído que el tamaño de los osos tenía algo que ver con ello —observó Langdon—. Creo que un oso que come carne ha de ser mayor y más fuerte que si es vegetariano.
—Ésa es una de las cosas acerca de las cuales puedes escribir —replicó Bruce—. ¿Por qué será que un oso engorda tanto que llegado el mes de septiembre apenas puede andar, cuando no se alimenta de otra cosa que de bayas, hormigas y pulgones? ¿Engordarías tú comiendo solamente grosellas silvestres?
—Y ¿por qué crece tan aprisa durante los cuatro o cinco meses en que está metido en su cueva y muerto para el mundo, sin tragar un bocado ni una sola gota de agua?
—¿Y cómo se explica que durante un mes y a veces dos, la osa amamante a sus hijos a pesar de continuar durmiendo? Porque hay que tener en cuenta que los oseznos nacen algunos meses antes de terminar el tiempo del letargo invernal. Y, ¿por qué no son mayores los oseznos al nacer? El naturalista de que te he hablado estuvo a punto de desternillarse de risa cuando le dije que los recién nacidos son apenas mayores que un gatito acabado de nacer.
—Sería uno de esos tontos que no quieren aprender —replicó Langdon—; sin embargo, no puedo censurarlo del todo. Hace cuatro o cinco años, yo mismo no habría creído estas cosas, Bruce. Y no lo creí, en realidad, hasta que encontramos aquellos oseznos en Atabasca. ¿Te acuerdas? Uno pesaba once onzas y el otro nueve.
—¡Y eso que tenían ya una semana! La madre, en cambio, pesaba unos cuatrocientos kilos.
Por algunos instantes los dos amigos fumaron silenciosamente.
—Es casi inconcebible —dijo Langdon—; sin embargo, es cierto. No es un capricho de la Naturaleza, sino, sencillamente, el resultado de su perspicacia. Si los cachorros fuesen en proporción tan grandes como los de una gata, la madre osa no podría sustentarlos durante las semanas en que ella no come ni bebe nada. Sin embargo, hay una anomalía, y es la siguiente: un oso negro viene a ser la mitad en tamaño que un oso gris, pero, al nacer, los papeles están invertidos, porque entonces el cachorro de oso negro es casi el doble que el gris. ¿Por qué diablos será esto?
Bruce interrumpió a su amigo con una carcajada, diciendo luego:
—Eso es muy natural, Jimmy. ¿Te acuerdas de que el año pasado cogimos fresas en el valle y, dos horas más tarde, nos entretuvimos en tirar bolas de nieve desde lo alto de la montaña al valle? Cuanto más se sube, más frío hace; esto ya lo habrás notado. Además, en estos picachos, uno puede helarse el día primero de julio. Ahora es preciso recordar que un oso gris se aletarga siempre en cuevas situadas a gran altura, y, por el contrario, un oso negro lo hace en otras situadas más abajo. Cuando ya la nieve alcanza un metro junto a la cueva que sirve de albergue al oso gris, el oso negro todavía puede buscar perfectamente su alimento en los profundos valles y los espesos bosques. Se aletarga una o dos semanas más tarde que el oso gris y también despierta una o dos semanas antes que su compañero; cuando se aletarga está más gordo que el gris, y, por lo tanto, no está tan flaco cuando despierta en primavera. La madre tiene, pues, más fortaleza y vigor para alimentar a sus pequeños. Me parece que ésta es la explicación.
—No hay duda de que tienes razón —exclamó Langdon muy satisfecho—. Por mi parte no había pensado nunca en ello.
—Hay muchas cosas que no conoces y que ignorarás hasta que las veas —contestó el montañés—. Es como lo que decías hace poco de que el supremo goce de la caza no es precisamente matar, sino dejar vivir. Un día permanecí siete horas en el pico de una montaña observando cómo jugaban unas cabras, y te aseguro que me divertí más que si las hubiera matado a tiros.
Bruce se puso en pie y se desperezó, operación que, después de cenar, anunciaba siempre su intención de acostarse.
—Mañana hará un día espléndido —dijo entre dos bostezos—. Mira qué blanca está la nieve en esos picachos.
—Bruce…
—¿Qué?
—¿Cuánto te parece que pesará el oso que perseguimos?
—Lo menos seiscientos kilos, o tal vez más. No tuve el gusto de verlo tan de cerca como tú, Jimmy. De haber ocurrido así ya se estaría secando su piel aquí, a nuestro lado.
—¿Crees que es joven?
—Tendrá, según creo, de ocho a doce años, a juzgar por su modo de subir la montaña. Un oso viejo no lo hace con tanta facilidad.
—¿Has encontrado osos viejos, Bruce?
—Algunos de ellos lo eran tanto que habrían necesitado muletas —contestó Bruce quitándose las botas—. He matado algunos tan viejos que ya habían perdido los dientes.
—¿Cuántos años crees que tendrían?
—Treinta, treinta y cinco años, tal vez cuarenta. Buenas noches, Jimmy.
—Buenas noches, Bruce.
Langdon fue despertado algunas horas más tarde por un verdadero diluvio que lo calaba hasta los huesos. Gritó a Bruce para que se levantara. No habían armado la tienda y un momento más tarde Langdon oyó que Bruce se maldecía por su tontería. La noche estaba obscura como boca de lobo, exceptuando los momentos en que se iluminaba con los relámpagos que cruzaban el cielo; grandes truenos retumbaban entre las montañas. Desembarazándose lo mejor que pudo de su mojada manta, Langdon se puso en pie. La luz de un relámpago le mostró a Bruce sentado sobre las mantas, con el cabello mojado, del que resbalaba el agua por su delgado y curtido rostro, y tanta gracia le hizo su aspecto que se echó a reír.
—Mañana hará un día espléndido —exclamó burlonamente, repitiendo las palabras de Bruce antes de acostarse—. ¡Mira qué blanca está la nieve en esos picachos!
La respuesta de Bruce fue ahogada por un fragoroso trueno.
Langdon esperó la luz de otro relámpago y luego fue en busca del abrigo que le ofrecía un bálsamo muy frondoso. Allí se acurrucó por espacio de diez minutos, tiempo que tardó la lluvia en cesar tan repentinamente como había empezado. El trueno rodaba por el cielo hacia el Oeste y el relámpago se alejaba con él. En la oscuridad, Langdon oyó a Bruce moverse por allí cerca; luego encendió un fósforo y vio que su compañero consultaba el reloj.
—Son cerca de las tres —dijo—. ¡Vaya un chaparrón!
—Yo lo esperaba —replicó Langdon—. Es preciso saber, Bruce, que cuando la nieve en los picachos es tan blanca…
—¡Bueno, cállate! Vamos a encender una hoguera. Menos mal que tuvimos el acierto de tapar las provisiones con algunas mantas. ¿Te has mojado mucho?
Langdon se tocó el pelo, que estaba chorreando, y mentalmente se comparaba a una rata de agua.
—No. Estaba debajo de un bálsamo porque me temía este chaparrón. Cuando me llamaste la atención hacia la blancura de la nieve en los picachos, me dije…
—¡Bueno, no hables más de la nieve! —gruñó Bruce malhumorado mientras se dedicaba a cortar algunas raíces secas para el fuego.
Langdon fue en su ayuda y cinco minutos después tenían una hermosa fogata encendida. Las llamas iluminaban sus rostros y ambos pudieron convencerse de que ninguno de ellos parecía muy disgustado por el incidente.
—Estaba dormido como un leño cuando llegó el agua —dijo Bruce—. Y mi primera impresión, en sueños, fue la de haberme caído a un lago. Me desperté cuando trataba de nadar.
Una lluvia a las tres de la madrugada de una noche de los primeros días de julio, en el Norte de la Columbia Inglesa, no es tan templada como pudiera parecer, de manera que por espacio de más de una hora, Langdon y Bruce continuaron recogiendo leña, a fin de secar sus mantas y sus trajes. Eran ya las cinco de la madrugada cuando se desayunaron y algo más de las seis cuando emprendieron la marcha con sus dos caballos y sendos equipajes valle arriba.
Bruce tuvo la satisfacción de recordar a Langdon que su predicción se había confirmado, porqué después de la tormenta el día se presentaba realmente espléndido.
Más abajo los prados estaban llenos de agua. En el valle sonaba la música que producían los crecidos regatos y arroyos. De los picachos de la montaña había desaparecido por lo menos la mitad de la nieve que se divisara la noche antes y a Langdon le parecía que las flores eran más altas y hermosas. El aire que llenaba el valle estaba cargado del aroma de las flores, de la frescura de la mañana, y el sol brillaba intensamente bañándolo todo con su cálida luz maravillosamente dorada.
Seguían el arroyo contra corriente, inclinándose sobre las sillas para examinar con gran atención todas las fajas de arena que encontraban, en busca de las huellas que tanto les interesaban. No habían recorrido cuatrocientos metros cuando Bruce profirió una exclamación y en el acto se detuvieron él y su compañero. El primero señalaba un lugar cubierto de arena en que Thor dejara una de sus enormes huellas. Langdon desmontó y midió la impresión de la pata del oso.
—¡Es él! —exclamó luego excitadísimo—. ¿No sería mejor continuar sin los caballos, Bruce?
El montañés movió negativamente la cabeza, pero antes de expresar su opinión con palabras desmontó y observó con su anteojo las vertientes de las montañas que tenían ante sí. Langdon hizo uso de sus gemelos con igual objeto, pero no pudieron descubrir nada.
—Seguramente está aún en el cauce del arroyo, y tal vez se halla a cinco o seis kilómetros de aquí —dijo Bruce—. Avancemos tres kilómetros más a caballo y buscaremos un sitio apropiado para dejar nuestras monturas. Entonces ya estarán secos la hierba y los arbustos.
Después del descubrimiento de la pista fue fácil seguir las huellas de Thor, porque su marcha había sido casi paralela al arroyo. A cosa de trescientos o cuatrocientos metros más lejos de la gran masa de rocas en que el oso gris encontrara al osezno, había el tronco roto de un pino en medio de un pradillo cubierto de jugosa hierba, y allí ataron los caballos. Veinte minutos más tarde llegaron al lugar en que Thor y Muskwa trabaron conocimiento; el chaparrón había borrado por completo las huellas de Muskwa, pero aún se divisaban las del oso gris, cosa que causó alegría a Bruce.
—No puede estar muy lejos —murmuró—. No me extrañaría que hubiera pasado la noche muy cerca de aquí y se encuentre ahora a poca distancia nuestra.
Bruce humedeció el índice de su mano derecha y lo elevó para observar la dirección del viento. Al mismo tiempo hizo una señal de inteligencia a su compañero.
—Vale más que subamos por la ladera de la montaña —dijo.
Prosiguieron el camino rodeando la masa de rocas, con los rifles dispuestos para lo que pudiera ocurrir, y se dirigieron a un regato que les prometía un fácil ascenso. Una vez efectuada la primera parte de la ascensión, se detuvieron. Allí el regato tenía el cauce lleno de arena y en ella se advertían las huellas de otro oso. Bruce se arrodilló para examinar aquellas señales.
—Es otro oso gris —observó Langdon.
—No. Es un oso negro —dijo Bruce—. ¿No llegará a entrarte en la cabeza la diferencia que hay entre las huellas de un oso gris y uno negro? Esta huella es de la pata trasera y el talón es redondo. Si fuese de un oso gris, tendría el talón puntiagudo. Además, es demasiado ancha para ser de oso gris y las garras muy largas comparadas con el pie. Es de un oso negro, no cabe duda.
—Además, ha ido por el mismo camino que pensamos recorrer nosotros —observó Langdon—. ¡Continuemos!
Doscientos metros más arriba, en el regato, el oso había proseguido su camino separándose del agua. Langdon y Bruce siguieron la nueva dirección. En la alta hierba y las peladas rocas de la primera cresta de la vertiente, las huellas se perdieron muy pronto, pero a los cazadores no les interesaba en aquel momento la pista, porque desde la altura en que se hallaban gozaban de una vista espléndida.
Luego, Bruce fijó de nuevo sus miradas en el fondo del arroyo. Sabía que allí encontraría el rastro tan deseado y no se interesaba por nada más en aquellos momentos. En cuanto a Langdon, observaba cuanto había a su alrededor; toda roca o matorral despertaba su atención y sus ojos vagaban desde los alrededores de los lugares que pisaba, hasta las crestas de las montañas y los picos que las coronaban. Por esta razón vio de pronto algo que le hizo coger violentamente el brazo de su compañero y obligarlo a tenderse en el suelo a su lado.
—¡Mira! —murmuró señalando con la mano.
Bruce miró en la dirección que le indicaba su amigo y sus ojos expresaron en seguida el más vivo asombro. A cosa de diez metros más arriba había una roca de forma cuadrada, y, sobresaliendo de la parte trasera de ella, se veía el cuarto posterior de un oso negro, cuyo pelaje brillaba al sol. Por espacio de un minuto, Bruce siguió mirando hasta que, por último, murmuró al oído de su camarada:
—¡Está dormido! ¿Quieres ver algo divertido, Jimmy?
Dejó a su lado el rifle y desenvainó el cuchillo de caza, por cuyo filo pasó el dedo para darse cuenta de que estaba en buenas condiciones.
—Si nunca has visto correr a un oso, vas a verlo ahora, Jimmy. Quédate aquí y no te muevas.
Empezó a encaramarse despacio a la roca, mientras Langdon retenía el aliento emocionado por lo que se avecinaba. Por dos veces, Bruce miró hacia atrás; parecía muy satisfecho. Indudablemente iba a verse una cosa curiosa, y, al imaginárselo, Langdon tuvo que hacer esfuerzos para no reírse. Finalmente, Bruce llegó a la roca y la hoja del cuchillo brilló a la luz del sol. Cayó con la rapidez del rayo para clavarse en la grupa del oso. Y lo que sucedió luego, Langdon no lo olvidaría nunca. El oso no hizo el menor movimiento. Bruce clavó nuevamente el cuchillo, pero con el mismo resultado, es decir, que el oso no se movió tampoco. El cazador se quedó entonces inmóvil y, volviendo luego la cara hacia donde estaba Langdon, mostró tal asombro que éste se echó a reír de buena gana.
—¿Qué te parece esto? —preguntó Bruce mientras se ponía en pie—. Este oso no está dormido, está muerto.
Langdon subió a su vez rápidamente, acercándose a la roca y al oso. Bruce empuñaba aún el cuchillo y en su rostro había una expresión muy rara, una mirada que expresaba su extraordinario asombro.
—Nunca me ocurrió nada igual —dijo por fin envainando de nuevo el arma—. Es una osa y tenía pequeñuelos cuando murió, a juzgar por su aspecto.
—Seguramente quería cazar una marmota y socavó demasiado la roca —añadió Langdon—. Ha muerto aplastada, ¿verdad, Bruce?
Éste hizo una señal afirmativa.
—No vi nunca nada igual —repitió—. Muchas veces sospeché que algunos osos debían de morir aplastados por las rocas, pero no había tenido ocasión de comprobarlo hasta este momento. ¡Quién sabe dónde estarán los cachorros! ¡Pobrecillos!
De rodillas examinaba las ubres de la hembra.
—Creo que no tendría más de dos pequeñuelos; tal vez uno solo, y de tres meses aproximadamente —dijo levantándose.
—¿Crees que morirán de hambre?
—Si solamente era uno, casi con seguridad morirá de hambre, porque mientras vivía la madre tenía tanta leche a su disposición que no habría sentido la necesidad de buscar otros alimentos. Los oseznos se parecen en eso a los niños. Cuanta más leche tiene la madre, más tarde se destetan.
Puesto ya en claro aquel incidente, abandonaron el lugar y nuevamente se dedicaron a observar las huellas del oso gris, pero Langdon no podía apartar su pensamiento del osezno huérfano, preguntándose qué habría sido de él.
Y Muskwa, durmiendo al lado de Thor, soñaba en su madre que yacía aplastada bajo una roca, y este sueño le hacía gemir suavemente.